La ventisca
Por Jaime Alemañ
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La ventisca - Jaime Alemañ
La ventisca es una novela corta que narra las vicisitudes de una familia durante uno de los períodos más convulsos de la historia en España, el que transita desde finales del siglo XIX hasta la Guerra Civil. Ubicada en un imaginario pueblo del levante español, Sirera, los distintos miembros de la familia Colom serán testigos de los acontecimientos sociales y políticos que condujeron a años de persecución, guerra y conflictos permanentes entre la población. Con un estilo sofisticado, que juega voluntariamente con el costumbrismo de la época que describe, y, a pesar de lo que se cuenta, con un afilado sentido del humor, Jaime Alemañ nos presenta una radiografía certera de nuestro pasado en la que no deja de lado una crítica feroz contra el totalitarismo fascista.
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Jaime Alemañ
www.edicionesoblicuas.com
La ventisca
© 2023, Jaime Alemañ
© 2023, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-19805-47-8
ISBN edición papel: 978-84-19805-46-1
Edición: 2023
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
El autor
A la memoria de los fallecidos y heridos
por la aviación fascista italiana en el
Mercado Central de Alicante el día 25 de mayo de 1938.
I
Cuando el negro Oliver Jones llegó a Sirera, la quinta generación de la familia Colom hacía eclosión con un parto ilustre. La bebé, Marta Colom Iniesta, tomó posesión de la vida, y sin desearlo, por la fuerza de una naturaleza indómita y reminiscente, llegará a ver lo que nadie vería.
La ventisca algo helada en un otoño en ciernes cesó en el instante en que el negro Oliver Jones entró en el pueblo; la atmósfera creada por el forastero coaguló la vida sosegada de los habitantes que empezaban ya a ser rasurados por ideologías polivalentes. Era septiembre de 1921 y el exótico visitante, cuando se paralizó el tiempo de los habitantes perplejos por lo que estaban viendo, pidió ver al alcalde, que no estaba, aunque llegó el cabo del recién inaugurado cuartelillo de la Guardia Civil, pero como también quedara paralizado, intervino, previo el pertinente aviso, el cura que, tras un ¡santo dios!, se persignó y solo dijo que los rojos no eran rojos, sino negros, y ahí paró su elocuencia. Ausente el alcalde, y ante la algarabía injustificada que se concentró en el centro de la plaza, dio su entrada la esposa del alcalde, alcaldesa a todos los efectos, pero cuando vio al negro pidió inmediatamente agua, jabón y estropajo para quitar a ese pobre hombre las manchas oscuras que tenía por todo el cuerpo. Tuvo que ser el maestro, el primer oficial profesional de la enseñanza que se había instalado en Sirera, el que manifestó lo que nadie podía imaginar: «Es normal, vendrá de un país extranjero». Y se estrecharon ambos las manos, él no dijo que era docente y el otro no le confesó que era antropólogo y que venía de los Estados Unidos de América, que estaba por la zona porque deseaba estudiar los comportamientos de los ciudadanos de poblaciones recónditas, que no estaba en su ánimo volver del revés la vida cotidiana de los ciudadanos.
II
La ventisca se apaciguó cuando Adelina Fuster, sin segundo apellido porque no consta, e Ismael Colom Fabra, llegaron a Sirera. Era un matrimonio rezagado, de los que primero gestan y después pasan por vicaría. Las cosas eran de otra forma de hacer y hasta de pensar, y cuando las cosas se hacían sin pensar se producían resultados de apocalipsis no planificada.
La pareja llegó al pueblo en la primavera de 1827. De procedencia ignota cuando fueron interpelados sobre ello, vinieron con sus hatillos y canastos de esparto y un niño de apenas unos meses. Ismael, escuálido, con barba de varios días y con ojos saltones, precavido por todo aquello que se presentara ante él, como rapaz subida al pescante del carro, observaba con miedo dispuesto a ordenar al conductor del vehículo a marcharse en cualquier momento, a jadear a la pobre bestia enganchada a un vehículo destartalado. Adelina, algo encorvada para mitigar el viento al hijo recién nacido, deslizaba miradas a su compañero y al niño indistintamente. El terror, ello era evidente, había hecho mella en ellos, el terror de un mundo sin piedad, de un país atenazado, nuevamente, por los caprichos de un reyezuelo recién sobrevenido tras su marcha a escobazos y vuelto a venir por quienes lo defenestraron.
El tartanero que los condujo hasta la puerta de la iglesia aprovechó el momento para no hacer el viaje de vuelta de vacío, adonde quisiera que regresase, e hizo sonar un cornetín para hacer llegar sus intenciones a los pobladores. El cornetín sonó, pero el único que se allegó al lugar fue el señor alcalde, que, al tiempo que se ponía la boina, exclamaba que esas no eran horas de llamar a nadie, que era hora de la siesta y que nadie iba a acudir al reclamo. El de la tartana se cagó en su puta madre y saldría de allí a la velocidad del diablo y con imprecaciones de todo tipo una vez apeados bultos y personas.
Los tres forasteros, incluido el niño, bajaron con premura de sus encogidos asientos porque el conductor, cornetín guardado, les metió prisa habida cuenta las intenciones poco saludables del individuo de la boina, no sabía quién era, pero no le daba buena espina, y lo único pretencioso en aquel momento era salir de allí lo antes posible. Los tres, unidos con un solo fin cual era dejar marchar a quien los había traído, parecían un árbol con dos esquejes, los hatillos entre las faldas de ella y los pantalones de él, y se quedaron mirando cómo la tartana imprimía velocidad y se llenaban del polvo alzado, tras lo cual sus ojos se dirigieron al señor alcalde que, con un «buenas tardes» un tanto soñoliento, comenzó a liarse un cigarrillo.
La primera autoridad municipal les preguntó quiénes eran y qué hacían por allí. Habló Ismael como quien habla a un fantasma aparecido en la ya diluida ventisca, y quiso hacerlo con vehemencia contenida pero no