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Triana: Una hoja en el viento
Triana: Una hoja en el viento
Triana: Una hoja en el viento
Libro electrónico858 páginas12 horas

Triana: Una hoja en el viento

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¿Deberías seguir tus impulsos en busca de la felicidad?

Buenos Aires, año 1840. Triana ha vivido veintitrés años sin conocer a su padre, lejos de él, en el campo. La penosa historia que su madre le relató sin detalles la mantuvo apartada, a cuarenta leguas de distancia de aquel hombre, Álvaro Montalvo, tan ajeno a su mundo.

Una mañana, el antiguo amante de María Antonia busca a la joven. Siente que la vida se le escapa y necesita verla antes de que sea tarde. La misión que le encargará, llevará a Triana muy lejos de su pueblo, para descubrir un secreto inesperado y conocer a los dos hombres que, tan distintos entre sí, cambiarán drásticamente el rumbo de su vida.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 dic 2017
ISBN9788417164928
Triana: Una hoja en el viento
Autor

Gisela Faulhaber

Gisela Faulhaber nació el 6 de abril de 1964 en la ciudad de Lomas de Zamora, Argentina. Estudió el profesorado en Enseñanza Primaria y se recibió de maestra normal superior, profesión que ejerció durante treinta años en escuelas urbanas y rurales. Tuvo su primer contacto con los pueblos originarios durante la adolescencia, tras leer Una excursión a los indios ranqueles de Lucio Mansilla, y años más tarde, durante una visita -en calidad de docente- a la Escuela N° 337, en la cordillera neuquina. Tras la lectura de Indias blancas de Florencia Bonelli, y La maestra de la laguna, de Gloria Casañas, entendió que había llegado el momento de concretar lo que deseaba desde niña: crear sus propias historias.

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    Triana - Gisela Faulhaber

    Fines del año 1839

    Camino Real Córdoba a Buenos Aires

    —Alguna vez me tendrán que salir bien las cosas —expresó José María Acosta en voz alta, pese a que viajaba solo en el habitáculo. Esbozó una sonrisa que carecía de alegría o satisfacción. Se parecía más a una mueca de venganza.

    Había ido por papas y volvía con peras, como decía la mujer que lo había criado, cuando no acataba sus indicaciones al cumplir un mandado. Siempre había sido de temperamento difícil. No cambiaría a los cuarenta y seis años. El primer paso de su plan estaba hecho. Ña Lucrecia se había encargado de ello, y si había alguien apropiado para cumplir con eso era ella. Cosa de creer o reventar.

    Luego, gracias a su naturaleza reservada y fría, consiguió llevar los derroteros del pensamiento de Álvaro Montalvo por donde él deseaba. Una tarea de hormiga, día tras día, para que el hombre que había sido dueño de todo lo que Acosta deseaba pronunciara la frase esperada:

    —Vé a buscar a mi hijo a Córdoba. Esto no se mejora y tengo que precaverme. Dios sabe cuánto me queda por delante.

    José María no viajaba a la estancia de Tomás Montalvo desde hacía cinco años. En aquella oportunidad, se había repetido con él la misma situación que había causado el distanciamiento de los hermanos. Álvaro —el menor— sentía un rechazo imposible de superar ante la ignominia que representaba el negocio del mayor. Habían discutido en muy malos términos y nunca volvieron a hablarse ni escribirse. Desde entonces, Acosta viajaba con alguna frecuencia a interiorizarse sobre la vida de Ignacio, a expreso pedido de su jefe.

    A los pocos meses, José María también había chocado con Tomás. Los viajes se suspendieron y el contacto desapareció.

    Por años, las cosas permanecieron así.

    Quince días atrás, José María había vuelto a la estancia cordobesa, pero una noticia inesperada lo sorprendió: Ignacio y su madre habían sido tomados cautivos por los indios, en su malón de febrero del treinta y seis. Tomás ya no era el de antes. Alienado ante recuerdos y pensamientos demenciales, lleno de culpa y de odio, se había retirado a una tapera a vivir como un ermitaño. Nadie supo o quiso decirle donde podía encontrarlo. De todos modos, a José María no le importaba nada del viejo. Había ido por su hijo adoptivo. Su misión —su plan— era convencerlo… como fuera, pero convencerlo…

    Acosta no descansó recorriendo el pueblo de La Carlota y tratando de hallar información sobre Ignacio. ¿Seguía en poder de los ranqueles? ¿Vivía aún? Preguntó en boliches, en postas del camino, en la posada donde se alojaba, en el Fuerte de Punta del Sauce y en la Plaza del Algarrobo. No había datos del joven.

    Cuando ya estaba a punto de abandonar el pueblo, un hombre de elevada estatura y piel oscura se le aproximó.

    —Yo sé dónde está el cristiano ése.

    Acosta desconfió. Jamás había hecho buenas migas con los indios, pero ahora no estaba dispuesto a que se echase a rodar su plan. Si aquel sabía algo… Se dispuso a escucharlo.

    Arreglaron. Lo entregaría. Le apenaba hacerlo, pero cuando quisiera podría regresar al campamento, si lo deseaba. No sería el primer blanco que se quedaba a vivir en el desierto. Acordaron lugar y día.

    —¿Qué tendré a cambio? —quiso saber el ranquel.

    —¿Caballos? —tentó Acosta.

    —No quiero caballos.

    José María, incómodo, ofreció metálico. El indio volvió a negar.

    —Yo sé más de lo que usted cre.

    ¿Y de dónde… ?

    —No hace falta que le dé explicaciones.

    Indio del demonio, rabió por dentro Acosta. Le habló de mal modo.

    —¿Y qué carajo, entonces?

    —Quiero a la huinca.

    Capítulo 1

    Guardia de Luján, enero de 1840

    María Antonia Salaber aguardaba, de pie junto al largo mostrador de madera amarronada, desgastada de tantos brazos que se apoyaban a beber. Había una docena de parroquianos ansiosos por almorzar. Las empanadas que la sevillana traía en una enorme canasta, fritas un rato atrás, despedían un aroma tentador Cada tanto, por nostalgia, cocinaba unos chochitos —o churros— que, junto a las tortas fritas, se vendían como pan caliente. De allí provenían los pocos ingresos con que contaba.

    Él le enviaba cada dos meses, sí, pero no era suficiente. Además, estar ociosa no era lo suyo.

    Distraída, esperando que el dueño del establecimiento pudiese atenderla, María Antonia volvió a la realidad cuando el tintinear de las monedas sobre la madera acompañó la voz de don Pedro Fernández:

    —¡Huelen deliciosas! Valen cada real que se pagan.

    María Antonia, acalorada, con más deseos de descansar que de conversar, sonrió y volvió sus pasos hacia la puerta. Notó la presencia del hombre a veinte varas. Una cara malamente conocida. Se apresuró a cruzar el río, entre un grupo familiar que circulaba. ¿Qué hacía ése tan pronto en la Guardia del Luján? ¿Habría pasado algo malo?

    Sí. Sin duda. No podía ser nada bueno.

    Con agilidad, se encaminó a su ranchito, y no escuchó la voz de Triana, que le consultó sorprendida por la prisa que llevaba.

    En la pulpería, José María Acosta habló con aires de mando al soldado más joven y al cochero:

    —Nos encontramos aquí mismo, dentro de un rato.

    —Se lo nota optimista —sonrió Martín Mejía, con un dejo burlón, que Acosta advirtió pero pasó por alto.

    —Yo sí sé hacer mi trabajo.

    La sonrisa de Martín desapareció.Los dos hombres se encaminaron al boliche.

    Acosta los vio subir los tres escalones y luego, a través de las rejas de la ventana, arrimarse al mostrador. Federico, el cochero, lo tenía sin cuidado. Lo conocía desde hacía años, era un hombre fiel, leal, y un poco temeroso. No se alejaría un ápice de lo ordenado por él. Tenía esposa, un hijo pequeño, y no quería problemas. En cambio Mejía, el soldado —el cuartelero, lo llamaba en sus momentos de desprecio—, seguía siendo un misterio y una preocupación. Sabía poco de su pasado, y justamente por eso, era motivo de aprehensión. Para un hombre como Acosta, acostumbrado a los campos de batalla, habituado a agudizar los sentidos y el entendimiento a fin de preservar su vida, no resultaba muy creíble que Martín Mejía fuera nada más un soldado sin pasado, sin familia y dedicado únicamente a su trabajo. La expresión de sus ojos azules, los labios apretados, sus largos silencios, sus sonrisas inexistentes —al menos delante de él— daban al militar la intuición de que se hallaba ante un personaje imprevisible, que ocultaba cosas.

    Cuando Acosta montó para cruzar el puente y dirigirse a su destino, las mujeres que se dirigían al pueblo de la Guardia de Luján lo miraron con disimulo, aguardando un saludo. José María Acosta se tocó el sombrero como toda reverencia. La más joven era muy bonita; de encontrarla nuevamente, no la desdeñaría. Si todo salía como él esperaba, en un máximo de veinte días volvería a pasearse por esas calles del pueblo que se había fundado a veintiuna leguas de la ciudad de Buenos Aires, con el propósito de controlar los malones. Llevaba años saciando sus necesidades masculinas con desconocidas; años también sin saber de Ángela, su esposa tucumana, ni de sus hijos, que eran aún muy pequeños cuando él se ausentó, harto de la vida hogareña y la falta de riesgos a los cuales se había acostumbrado en su pasado.Eran épocas en las que José María gozaba de una prestancia que a las mujeres les aflojaba las piernas y los escrúpulos. Sus ojos verdes, oscuros, casi del color del musgo, sus bigotes espesos, su aire enigmático y atractivo, eran sus cartas de presentación, y las pocas palabras que brindaba lo volvían misterioso y tentador.

    Ahora tenía cuarenta y nueve años, y había cambiado mucho. No tenía la apostura de antes. Por momentos lo visitaban los recuerdos de épocas en que tenía una familia. No deseaba esa vida de segundón tras don Álvaro. Pero sus servicios al jefe le permitían vivir bien y sin necesidades, y podía darse los sencillos gustos a que estaba acostumbrado.

    Le llevó muy poco tiempo llegar. Siguió la calle que bordeaba el pueblo de la Guardia de Luján y cuando ésta se transformó en callejón de campo, continuó hasta el final, allí donde las quintas se espaciaban. Cruzó el puente que se tendía sobre el río, giró a la izquierda y vio la casa blanca con techo de paja que tantas veces había visitado. Aminoró el paso de su caballo y sintió esa amargura teñida de frustración que solía apoderarse de él, cada vez que debía enfrentarse a Triana, pero especialmente, a su madre. Las conocía bien; de hecho Álvaro lo enviaba con cierta frecuencia —cada tres meses, a veces más seguido— a llevarle dinero, y la misteriosa caja de ultramarinos que Triana recibía con ansiedad. Aunque no era curioso, le intrigaba que contenía esa caja. No eran perfumes, ni afeites, ni nada de esas cosas que las mujeres solían utilizar. Era muy liviana y al mismo tiempo voluminosa. Pero Triana no se caracterizaba por ser dada y conversadora. Había resultado muy diferente de María Antonia en el temperamento.

    La sevillana, tan apasionada, tan sanguínea, tan deseada.

    Esta vez no había caja, ni dinero. Ya había llevado todo, algo más de un mes atrás, un propio del señor Montalvo. Esto era más delicado y personal. Un verdadero trabajo de diplomacia al que Acosta no estaba habituado. Triana le causaba respeto, pero la madre de la joven lo desarmaba con un movimiento de pestañas.

    No hizo falta llamar. Triana estaba regando las plantas de lavanda con una regadera de metal. El hombre la notó muy parecida a su madre, dos décadas atrás. Los recuerdos se amontonaron. José María percibió cómo todo desaparecía, y sólo existía el murmullo de las hojas de los árboles, mecidas por la brisa, y el suave siseo del agua que bajaba del pico perforado, y la muchacha, ensimismada en su tarea.

    Un perro color canela alertó de su llegada. Acosta bajó del caballo y se quitó el sombrero. Hacía calor, y allí, entre las plantas, la humedad subía como un vapor. Sólo podía verla hasta su cintura, mezclada entre los tonos violáceos del espliego. Era una preciosa joven. No lo pensó con deseo, sino con pura admiración. Allí, tan lejos, entre tantas mujeres vulgares, descuidadas, mayores o gruesas, Triana parecía una rosa creciendo entre los pastos. ¿Qué pensaba don Álvaro para mantenerla tan lejos? ¿Era por temor a esa insulsa de Consuelo, su esposa, que raras veces —José lo sabía— había conocido la pasión? ¿Miedo a las habladurías? ¿Tanto podía importarle lo que dijera la gente?

    Al advertir la presencia de él, Triana dejó la regadera sobre un banco de madera, y llamó a su perro con un chistido. Caminó entre las flores de color violeta claro con la mirada fija en Acosta. Su avanzar era decidido, su aire casi enojoso. José María no recordaba que ninguna otra una mujer lo hubiese observado así, tan francamente.

    Estaba un tanto extrañada. Era la primera vez que el hombre de su padre se presentaba en una fecha inesperada. Se secó las manos húmedas en su falda de color negro, y apartó el cabello que, largo hasta mitad de la espalda, caía en desordenados rizos flojos. Su tono era castaño, a veces con destellos rojizos.

    —Acosta… Qué sorpresa verlo. Creí que pasaría más tiempo antes que nos visitase —soltó Triana interrumpiendo los pensamientos de él.

    —Buenos días, Triana. Me alegro de encontrarte bien. Traigo mensaje de tu padre.

    La joven no se demostró reacción alguna. "Mensaje de mi padre. No puede ser nada bueno. Basta, Triana no seas pesimista. La soledad te está volviendo insoportable".

    —Pase, por favor. Siéntese. Le traeré un poco de agua con limón. Es lo único que tengo.

    Ella se dirigió hacia la casa y Acosta la siguió por el sendero bordeado de flores que la muchacha cultivaba para vender. Los techos de paja, sobre tirantes de sólida madera, pero sobre la altura habitual, brindaban un cierto frescor. Si bien la vivienda era un tanto antigua, se mantenía en buenas condiciones. Montalvo la había alquilado, en un principio, para que María Antonia viviera con la niña. Eran épocas en las que Álvaro, todavía muy joven, impactado por la noticia de su paternidad, aturdido entre lo que su mujer, la sociedad y sus padres le decían, había resuelto renunciar al amor de su vida en bien de la continuidad de su familia. De la familia formal: la que había construido junto a la santafesina Consuelo Barrechea.

    El dolor de dejar partir a María Antonia y a Triana fue lacerante. No se había atrevido ni siquiera a despedirlas. La tristeza de sus ojos hubiese sido demasiado para él. La habría abrazado y se hubiese ido con ella hasta el fin del mundo, donde pudieran vivir para siempre juntos.

    Pero, realista y pragmático dentro de su tristeza, Álvaro sabía que una cosa era pensarlo y otra muy distinta, hacerlo. Desde siempre vivía en la comodidad y nada le faltaba. ¿Qué iba a hacer de su vida allí, lejos de sus negocios, de sus campos, ocultándose siempre? ¿Cómo iba a mantener a su mujer y a su hija, y cómo iban a resistir la ausencia del niño? Ya había cometido un error muy grande: ceder a la tentación de caer en los brazos de la sevillana.

    Recién promediaba la mañana, y aseguraba que sería un día bochornoso. Acosta tomó asiento y aguardó que Triana llegara con un vaso, de rústica calidad pero perfectamente limpio, que traía agua con limón. La muchacha se sentó frente a él, y lo sobresaltó involuntariamente cuando llamó en voz bien alta a su madre, que estaba en los fondos, ocupada en alguna labor.

    No va a ser fácil lo que aquel pretende, pensó José María.

    María Antonia apareció con premura.

    La mirada que intercambiaron ambos duró un instante pero fue intensa; la de Acosta, porque esa mujer seguía hechizándolo como veinticuatro años atrás. La de María Antonia, por la sorpresa. Ella desvió sus ojos y le ofreció la mano.

    Acosta se sintió afectado ante la cercanía de la sevillana. Había engrosado un poco últimamente, pero en nada afectaba la belleza que ostentaba desde siempre. Esos ojos tan expresivos, que ya no mostraban la inocencia ni la pasión de los años de juventud, manejaban las ansias de Acosta desde el primer día que la viera, a principios del dieciséis, en la casa de la calle del Perú. Ella ni siquiera lo había registrado.

    —Lo escuchamos.

    La voz de Triana trajo a la realidad a Acosta, que se sorprendió apretujando el ala de su sombrero. Carraspeó y habló.

    —Mi presencia aquí no es por una buena noticia. Tu padre está enfermo, Triana. Muy enfermo.

    Se dirigió a la joven porque prefería evitar la mirada de María Antonia; ella parpadeó varias veces, gesto que repetía cuando estaba nerviosa, se rebulló en la silla y apoyo las palmas en el borde de la mesa, expectante. La madre suspiró con fuerza, como si la noticia le molestara, para ocultar la inquietud.

    —El doctor Moliner no acierta a diagnosticarlo… no pude saber mucho más. Habló con doña Consuelo a solas. Sólo puedo decirte que casi no come, y lo poco que ingiere le causa mucho ardor en el estómago. Y dolores. A veces no se levanta en todo el día de la cama. Cuando se pone en pie se dobla del dolor de estómago, y debe volver a acostarse. Nunca lo había visto así. Nunca lo vi tan mal.

    Acosta observó el efecto que sus palabras produjeron en las dos mujeres. Triana, por primera vez, dejó de mirarlo fijamente y sus ojos vagaron hacia una ventana desde la cual se observaba el follaje de una higuera. María Antonia habló por primera vez:

    —Que siga hablando con doña Consuelo. No sé qué podemos hacer nosotras por él.

    Trató de mostrarse fría y desinteresada, pero no lo consiguió. Acosta conocía de sobra cómo las dos mujeres de Álvaro, la legítima y la otra, se detestaban mutuamente. También le constaba —y de cuán odiosa manera— que la española nunca había dejado de pensar en Montalvo. María Antonia podía sentir muchas cosas, excepto indiferencia.

    —Es probable que no viva mucho tiempo, María Antonia —intentó contemporizar, el hombre—. No se sabe. Puede ser que si, o que… O que sufra algún tipo de hemorragia digestiva, ahora recuerdo. Eso dijo, el médico. Unos medicamentos para evitar la hemorragia digestiva. Y ha pedido que Triana lo vaya a ver con urge…

    —¿Triana, ir a Buenos Aires a verlo? No. No voy a permitirlo.

    La madre había alzado la voz. Dio por concluida la conversación, y se dispuso a volver a su tarea. Había mucho que hacer en la huerta. Cruzaba el umbral de la puerta cuando Triana la llamó con voz suave primero, con mayor ímpetu después:

    —Mamá… ¡Mamá! No te vayas. El señor Acosta está hablándonos…

    —Estará hablando contigo, criatura. No conmigo. Sigo con mis labores. Que las malezas no se salen solas, y el señor Montalvo no ha de venir a sacarlas.

    La voz se iba alejando, teñida de ese acento español que nunca había abandonado, y la silueta sinuosa de María Antonia también. Acosta sintió un ligero alivio. Montalvo había pedido por su hija, no por su antigua amante. Era claro que no podía invitar a María Antonia a su casa, de visita; la presencia de la hija podía ser un poco más aceptable, dadas las circunstancias. Pero, si se le hubiese consultado, José María habría sugerido que viajaran ambas, aún en el caso de que la madre sólo fuese como compañía, y nada tuviese que hablar con Montalvo.

    Triana, que seguía sentada con las manos apoyadas en la mesa, revelaba ahora un nerviosismo expresado en sus puños cerrados, que cada tanto aflojaba y volvía a cerrar. Se mostró un poco más serena cuando su madre salió de la escena.

    —Discúlpela. Usted la conoce bien —intentó justificar la muchacha, y resopló de cansancio. Cansancio por el calor y por esa madre que desde siempre había hecho lo imposible por alejarla del hombre que le había dado el ser. Claro que la conozco. Y cómo la conozco, pensó Acosta. Se llamó a no distraerse y seguir con la explicación a Triana.

    —Hace tiempo que le faltan las fuerzas, y siente dolores en el cuerpo, principalmente en el estómago, a veces en el pecho. Fue bastante repentino. Un día no se levantó de la cama. Creyeron que sería alguna indisposición pasajera, pero lleva varias semanas y no mejora.

    José María observó la reacción de la muchacha. Estaba desempeñando bien su papel de afligido. Ella no dudaba de lo que escuchaba.

    —El doctor lo revisó profundamente y no quiso dar un diagnóstico final, pero la verdad es que no hay demasiadas esperanzas de que salga adelante. Cada día está un poco peor. Ha pedido que vayas, Triana, y… bien… eso es todo. Desconozco los motivos por los que quiere tu presencia.

    Mentía.

    —Entiendo que no lo tengas en tu más alta estima, sé cómo se han desarrollado los hechos. Pero pienso que deberías considerar su pedido. Es una oportunidad de perdonarlo, y quizá la última que tengas.

    Triana inspiró profundamente y volvió a mirar a los ojos a Acosta, por un segundo, y luego fijó la vista en una pequeña imagen que yacía sobre un pequeño santuario armado cerca de la ventana. Su madre solía tocarla con la punta de los dedos y susurrar María Santísima de la Esperanza Macarena Coronada, ayúdame hoy y cada día. María Antonia era muy devota de esa imagen, cuya abuela le había regalado tiempo antes de salir de su barrio de Triana, en Sevilla.

    Oscuros motivos habían precipitado ese viaje hacia América.

    Había fantaseado bautizar a su hija con el nombre de Macarena, en honor a esa advocación que tanto veneraba. Pero cuando la pequeña nació —y dadas las circunstancias que rodearon esos momentos— prefirió llamarla Triana, en recuerdo de aquel barrio donde había vivido desde siempre. Triana se levantaba una y otra vez de las inundaciones frecuentes del Guadalquivir. Así sería su hija: siempre se levantaría de las adversidades. Como ella, que se había levantado de aquella experiencia desdichada, cuando debió huir del destino horroroso que querían imponerle.

    Acosta no recordaba haber visto a Triana sonreír. Sus visitas eran breves: llegar, entregar el envío, y regresar a Buenos Aires. Hubiese estado dispuesto a quedarse a vivir en ese pueblo de Guardia de Luján si María Antonia se lo hubiese pedido. Desgraciadamente, la española nunca lo había tenido en cuenta. Si ella hubiese percibido mejor a José María… Ese carácter hosco que tenía él, frío, desamorado, tan duro. Si hubiera sabido leer lo que el militar no se atrevía a decirle… Debía ser muy bella cuando sonreía. Tanto como la sevillana que no lo dejaba en paz.

    —¿De pronto se ha encariñado con una desconocida? —preguntó Triana con un dejo de incredulidad, trayendo a Acosta a la realidad.

    Veintitrés años habían pasado desde el 18 de septiembre del dieciséis. Nunca Álvaro había conocido a su hija de adulta; la había visto por última vez cuando tan sólo tenía una semana de vida. Había despachado a ambas a esa casa pequeña y alejada, en la volanta de su propiedad. Después, nunca más.

    —Te mentiría si te dijera cuáles son sus motivos. —continuó él, con aire intrigado—. Muchas veces me ha encomendado venir a comprobar si todo estaba bien aquí, si precisaban algo, pero jamás me pidió que te llevara…

    En eso Acosta no mentía. Por un breve momento sintió algo parecido a la culpa.

    Triana resopló y se puso de pie. Pareció considerar por unos instantes la decisión a tomar. Le dio la espalda a Acosta, que comparó la silueta esbelta de la muchacha, alta, fibrosa, con las formas redondeadas de la madre. Se acercó a la Macarena y pronunció:

    —Bien. Iré. No sé porque, pero iré.

    Posiblemente el porqué era demasiado cuestionable para su alma, y negarlo le facilitaría la decisión.

    —Que Dios me ayude a decírselo a mi madre. Y espero que sea verdaderamente justificado este viaje, porque creo que regresar a esta casa con mamá será muy difícil cuando todo haya pasado. No me lo va a perdonar nunca.

    —Con el mayor respeto, Triana, tu madre debería aceptar tus decisiones. No eres una niña.

    —¡No hable de ella! Usted no sabe nada sobre lo que ha sufrido aquí mi madre para… .usted no sabe… —bruscamente cambió de tono—. Prepararé algo de ropa. Y volveré más temprano que tarde. Yo tengo mi vida aquí. Con su permiso.

    —Te espero. En el fuerte está la volanta con Federico en el pescante, y el mayor Mejía para mayor seguridad.

    Acosta espero la reacción de Triana, que ya se encaminaba a su cuarto para buscar algunas pertenencias. La joven no volteó. Las mejillas se enrojecieron y sin girar arrimó la puerta de un manotazo que no llegó a ser fuerte.

    Martín también. Su corazón se aceleró mientras digería la idea.

    Tantos hombres de confianza para ese fin, tendría su padre. Pero tenía que enviar a Mejía. Cierto que los caminos a veces no eran muy seguros, y que un asalto no era en absoluto descabellado. Dos pistolas cuidan mejor que una, pensaría Álvaro.

    Lentamente, como si quisiera demorar el momento de partir, Triana busco algo decente que ponerse. No tenía prendas finas, tan solo combinaciones, faldas, justillos y blusas de algodón. Dispuso algunas en una valija bastante vieja y con una mancha de humedad, y no olvidó sus cosas para dibujar. María Antonia le había contado que Álvaro pintaba, al igual que ella, y que era extremadamente celoso de sus pinturas, algunas de las cuales habían terminado hechas jirones, como si hubiera tenido un ataque de furia. Recordaba las palabras de su madre. Nadie sabe porque, luego de pintar, de repente destroza todo.

    Yo si sé porque, había reflexionado para sí Triana.

    —Vas a ir, entonces.

    María Antonia estaba en la puerta, mirándola con ojos entornados, esos mismos que solía ver cuándo, de pequeña, la reprendía por desobedecerle o por hablar cuando debía quedarse callada. No había sido una niña obediente. La impulsividad era su impronta. Esa mirada de reprobación la conocía muy bien.

    —Sí, mamá. Voy a ir. No te enojes, por favor. —y la abrazó cálidamente, provocando una anticipada melancolía en la mujer.

    María Antonia cerró los ojos, en un inesperado giro de su ánimo. Ella sabía que algún día su pequeña Triana querría conocer a Álvaro. Tenía exactamente la misma edad que ella al verlo por primera vez. Veintitrés años de edad, contaba aquella María Antonia que llamó a la puerta de la casa de los Montalvo padres, la que la encandiló con su lujo y su abundancia. De todos modos no había sido eso lo que la dejó sin aliento, sino ese hombre desmesuradamente hermoso que era Álvaro a los veintisiete.

    Triana se deslumbrará también con su padre. Aunque esté enfermo y su condición sea lastimera, amará a su padre en un día como no pudo amarlo en toda su vida. De algún modo, la perderé un poco.

    ¿Acaso podía acusarla?

    —Por favor, cuídate mucho, Triana —murmuró la sevillana, con los ojos bajos y el tono monocorde.

    —Sí, mamá.

    Triana se acomodó el cabello y se abanicó con las manos. Tomó su valija y salió con prisa. Se detuvo, giró y se volvió. Abrazó nuevamente a su madre y limpió unas lágrimas que, malditas fueran, le había contagiado la sevillana. Dirigiéndose a Acosta, le pidió que la condujera.

    —Aguárdame unos minutos —respondió el soldado.

    Iría por la volanta. Triana, de pie junto al callejón, vio entrar a María Antonia, que no podía ocultar su inquietud, y sintió que pasaría mucho tiempo antes de que volviese a verla.

    Capítulo 2

    El mayoral la miró con respeto y admiración. Aún en sus sencillas ropas, era una mujer hermosa, bien formada. El postillón, que andaba por allí preparando a su montura, pareció sufrir un ataque de timidez cuando Triana se aproximó a la volanta, un vehículo entre mediano y pequeño, que recorrería las veintiuna leguas que separaban de Buenos Aires en dos días, si ningún inconveniente demoraba el viaje. Álvaro tenía otros dos coches mejores, pero estaba seguro de que hacer alarde de lujos ante su hija y su ex amante no sería muy atinado.

    A dos metros de subir, Triana percibió la sombra que se movía en el interior. Martín. Volvió a sentir correr su corazón. Martín Mejía y ella, en ese pequeño espacio, por dos días. Un calor sonrojó sus mejillas transpiradas por las temperaturas de la jornada. Buscó su abanico de hueso y tela de su escarcela y lo agitó con energía.

    —¿Estás bien? —preguntó Acosta en tono tan solícito como impostado. ¿Sabría el milico lo que había pasado entre Martín y ella? Era improbable que así fuese. ¿Quién iba a referírselo? De pronto, abstraída en sus pensamientos que se agitaban como el agua del río, se vio sentada frente a Mejía.

    No había cambiado nada. Había transcurrido poco tiempo desde su último encuentro.

    —Buenos días —susurró Triana, incómoda, esquivando la mirada azul de Martín. El no hizo lo mismo: la observó sin discreción, con esa expresión entre burlona y taimada, como esperando que ella también lo hiciera.

    —Buenos días. ¿Cómo estás, Triana?

    —Un poco extrañada. No planeaba hacer un viaje hoy —se escuchó a sí misma insegura y temerosa. Ella no era así. Por el contrario, entre las personas que la trataban se la tenía por una mujer endurecida por la soledad, un tanto desconfiada y fría. Se instó a recomponer el ánimo. No podía pasar dos días completos en ese desasosiego. Levantó la cabeza, observó a Martín y se abanicó con energía. El soldado —tenía treinta y dos años, pero parecía más joven— no se demoró en desarmar su estrategia:

    —Nadie planea nada en esta vida. Y sucede. —bajó la voz y se inclinó levemente hacia adelante, en tono intimista—. Estás preciosa, como siempre.

    Acosta, que hablaba con el mayoral y terminaba de fumar un cigarro afuera, pareció adivinar la frase. Miró brevemente hacia la ventanilla y siguió fumando. Triana se acomodó con actitud defensiva. No iba a ser nada fácil. Ni el viaje, ni la sola presencia de Martín.

    —No me olvido de lo que pasó, Triana.

    —Te ruego que me facilites este viaje, que no he deseado hacer, y evites referirte a… eso —la voz de Triana sonaba fingidamente distante y contenidamente rabiosa.

    —¿Eso? Fueron… ¿cuatro veces? ¿Cinco? —Martín ignoró las palabras que ella le había dirigido—. Hace apenas unos meses…

    —Por favor, Martín, ¡no lo hagas más difícil!

    Triana no lo miraba; la imagen de ambos, juntos, escondiéndose para intimar, la inquietaba. No estaba enamorada de él, nunca lo había estado. Pero lo había deseado mucho, y había sido su primer hombre. Triana sabía diferenciar muy bien las cosas: no había experimentado nunca el amor aún, al menos no como ella creía que sería. La pasión, si, y con Martín la había vivido en plenitud. Era un hombre atractivo, pero enigmático, intrigante, que la enredaba con su conversación. Parecía una serpiente, hipnótico, hábil, seductor. Tenía una actitud expectante y una respuesta siempre lista, de modulación lenta, como si hubiese estado paladeando cada palabra.

    Él la tenía vista de algún viaje de los que hacía para Montalvo. La cortejó durante varias tardes, hasta que un día consiguió que ella accediera a dar un paseo a solas. Mientras transcurrían las primeras horas de la siesta, ella se sintió atraída por ese hombre de cuerpo delgado y voz grave de decir lento. Sin darse cuenta se encontró peinando sus cabellos crespos y oscuros, a centímetros de sus ojos azules, y también sin darse cuenta, se vio poseída por él, que la tomó a plena luz del día, en segundos nada más, haciéndole experimentar sensaciones que antes había conocido sola, en la oscuridad, y sintiéndose culpable.

    Acosta ya se aproximaba; ascendió al habitáculo y el silencio los invadió. Era curioso como ese hombre, frío, de amabilidad fingida, por momentos se convertía en un ameno conversador, cuando se permitía distenderse. La volanta inició el viaje y sólo se detuvieron en las proximidades del río Luján, donde Acosta bajó a cumplir con sus necesidades, Triana a estirar las piernas, y Mejía a proveerse de unas empanadas que preparaba la dueña de una pulpería. Mientras duró el trámite, la muchacha observó los camalotes de flores azules que boyaban en el río, y siguió con la mirada a un zorzal, un hornero y un enjambre de aguaciles que reclamaban agua. Hacía varias semanas que no llovía.

    Comieron sin hablar, y continuaron viaje. Por momentos Triana se dormía, pero el calor insistía en despertarla, y siempre hallaba a Acosta hablándole a Mejía, que poco y nada le respondía. A las siete de la tarde habían llegado a las barrancas del Pilar. Allí harían noche en una posta de un tal Barragán, conocido por las buenas cenas que brindaba y los vinos de mejor calidad que otras.

    La noche fue fresca, gracias al viento, y ayudó a que Triana pudiera descansar bien pese a lo diminuto de la habitación, la cual tenía con una ventana, que le permitió contemplar con sensaciones encontradas la inmensidad de la pampa desierta. Antes del amanecer, ya se había levantado, lavado la cara y las manos en la jofaina, y cambiado la falda con que saliera por un vestido más apropiado para llegar a la ciudad. Su ánimo variaba: por momentos se arrepentía de haber salido de su casa, rumbo a un lugar desconocido, por tiempo indeterminado. No conocía Buenos Aires, pero fantaseaba con libros que leer, productos traídos de lejanos países en las tiendas donde Montalvo compraba regalos a su madre –mientras eran amantes-, y un ritmo de vida muy distinto al de la somnolienta Guardia de Luján.

    Martín siguió observándola con discreta insistencia durante el resto del viaje. Triana se convenció de que, si trataba de ignorarlo, a la larga él entendería que era mejor dejar todo atrás: su aventura en la huerta había sido solamente un desliz, y una vez en la casa de Montalvo, las posibilidades de alguna presión por parte de él se desvanecerían. Los recuerdos que tenía de Martín eran siempre los de la pasión y la agitación de aquellos encuentros. Recordaba el intenso aroma a azahares, y el calor, el miedo repentino, y el placer que siguió a la entrada intempestiva de Martín en su ser. Debía acallar esas voces que escuchaba, voces perturbadoras que la debilitaban. Por suerte, al atardecer del segundo día —las largas jornadas de enero se extendían hasta las ocho—, cansada pero serena, Triana llego a la casa de los Montalvo.

    Nunca advirtió que un jinete los seguía.

    Buenos Aires impresionó a Triana, habituada a la pequeña aldea de Luján.

    Las calles estaban dispuestas en damero. Las principales habían sido empedradas y se veían limpias, al menos en el barrio donde se alzaba la casa de los Montalvo; las de tierra ocasionaban que, en tiempos de sequía, los transeúntes fueran ahogados por el polvo de los caminos, y en tiempos de lluvia se volvieran intransitables, haciendo que los vecinos permanecieran en sus casas como si estuvieran prisioneros. Las veredas se elevaban tan sólo un poco más que las calles de tierra y eran del mismo material. A mitad del frente de la ciudad, casi sobre el río, estaba el Fuerte, que Triana vio cuando dejaron la calle de la Victoria rumbo a la del Perú. Frente al Fuerte, se sorprendió con la visión de la Plaza Mayor, la Catedral y la Recova, en la que florecían pequeños comercios. Se asombró ante la cantidad de tiendas, una tentación para cualquier mujer. Las casas eran bajas, pero había algunas construcciones en las que se habían introducido pisos altos. Las ventanas que daban a la calle llegaban en su parte inferior casi a tocar el suelo, y las porteñas se sentaban en los alféizares para observar a los transeúntes y recibir los saludos de los amigos, de los cuales las separaban fuertes barrotes de hierro que aseguraban las ventanas, colgando de ellas guirnaldas de hermosas plantas.

    Descendió de la volanta con la ayuda de Acosta. Martín lo había hecho antes, para perderse en las calles antes que la chica pudiera darse cuenta. Alzó la cabeza y se sintió admirada. La casa de su padre. Enteramente pintada de rojo punzó, al igual que las demás. Cuando la muchacha lo comentó con sorpresa, Acosta le explicó:

    —Es una forma de identificarse con el gobernador Rosas.

    —Es… extraño.

    —Puede ser para quien llega de visita a la ciudad —extrajo de un maletín un gran distintivo de paño rojo punzó y se la prendió sobre la chaqueta—. También se usa la divisa.

    —He visto muchas personas con una divisa roja —repuso Triana, con cierta aprensión.

    —Así es. Aquí nadie se expresa en contra de don Juan Manuel.

    Un cúmulo de sensaciones se apoderó de su ánimo. Parecía estar viviendo un extraño sueño. ¿Dónde estaba su madre, donde su jardín, su huerta, sus papeles, sus acuarelas? Sintió nostalgia de las familiares escenas de la Guardia de Luján, y un poco de temor ante lo que sobrevendría una vez traspasada esa enorme puerta llena de rejas torneadas. Veintitrés años se le desplomarían sobre los hombros cuando se encontrara con su padre. Acosta abrió la cancela y la instó a entrar.

    —Adelante. Te haré anunciar.

    Triana sintió un breve temblor. El clima que se percibía allí no le agradó. No era por la casa en sí misma, que era verdaderamente esplendorosa. Había tantas plantas, tanta variedad de color y tamaño, que, al recordar ese pedazo de tierra que llamaba jardín, sintió vergüenza. En el primer patio, las macetas se rebalsaban de flores, pese a que estaban en verano y el sol era impiadoso. Parada en la galería , con sus dos manos apretando su valija, mirando hacia el cielo que comenzaba a tornarse violeta, casi ya anochecido, deseó estar en su cuarto, o en el patio de su casa.

    Así que ésa era la casa donde sus padres se habían conocido, vivido esa relación prohibida y donde su madre habría cruzado palabras de mal modo con la esposa de su padre. Allí había empezado todo. Tantas veces había imaginado cómo habría sido esa escena. María Antonia no era muy amiga de hablar de intimidades.

    —Triana, acércate. Te presentare a la señora Consuelo.

    ¡Consuelo! Habló con doña Consuelo a solas, había dicho Acosta la mañana del día anterior. Que siga hablando con doña Consuelo, replicó airada María Antonia, con un dejo de odio mal disimulado, en respuesta. Un murmullo y un quejido se escucharon desde alguna habitación. Acosta, que ya se dirigía a la salita donde se recibían las visitas, giró la cabeza y frunció el entrecejo. No había llegado a escuchar bien. Se repitió el murmullo, un poco más claro, y un par de maldiciones que Triana escuchó con ojos sorprendidos. Era una voz de hombre, de hombre joven. Acosta giró y agitó la cabeza.

    —Don Álvaro. Ese es tu padre… No hay Dios que lo haga entrar en razones. Sígueme.

    Con la garganta cerrada por el nerviosismo del momento, Triana siguió a José María. Atravesaron el pasillo y se detuvieron en la primera habitación de la izquierda, que daba al patio. Aunque no vio a nadie, Triana percibió que había muchos ojos observándola. Se sentía tan fuera de lugar en esa casa, tan refinada, tan lujosa, tan distinta al rancho donde se había criado con su madre. Acosta golpeó suavemente en una ventanita de las dos que presentaba la puerta. Cortinas color alabastro permitían ver algo de claridad por dentro.

    —Permiso, don Álvaro —Acosta pasó primero, hizo un gesto a Triana para que aguardase afuera, y consultó si la hacía pasar o si mejor lo esperaba en la sala de recibo, junto a la familia. La respuesta lo contrarió: que la hiciera pasar, ya habría tiempo para presentaciones. Una completa falta de atención a los usos y costumbres. La dueña de casa se pondría furiosa, y con razón, ante lo irregular de la situación: la hija ilegítima de su marido, de visita y sin siquiera haberse anunciado ni presentado sus respetos. Miró a Triana con expresión resignada. La chica inspiró profundamente, y como solía sucederle, en sólo un instante se envaró y recuperó la seguridad en sí misma. Montalvo no vería una muchachita miedosa. Ella no era así. Era dura y los sentimentalismos le fastidiaban. Entró al cuarto, y con la cabeza alta y el gesto forzadamente sereno, buscó a su padre.

    Allí estaba. Su corazón se aceleró.

    Una emoción indescriptible la embargó. ¡En cuántas cosas le recordaba a su propia imagen! Álvaro Montalvo, su padre, el hombre que jamás había conocido... Se observaron unos segundos. Se percibía claramente que era un hombre alto, sin duda más alto que Triana. De hombros anchos, brazos delgados pero fuertes, era notorio que había perdido peso recientemente. Las ojeras y la tez demacrada confirmaban la enfermedad que el doctor Moliner no había podido diagnosticar con precisión. De todos modos, era un hombre apuesto el que tenía allí, tan cerca. El cabello más bien crespo, con canas pero conservando aún el tono renegrido, las cejas pobladas, y los ojos de expresión inteligente, la nariz prominente pero bien formada, los labios anchos y una indescriptible expresión como de simpatía, de buen humor, que en ese momento estaba borrosa por el morbo.

    —Triana… Triana, por favor pasa y siéntate —dijo Álvaro, emocionado, con una sonrisa que apenas alzaba sus labios. Señaló un sillón que se hallaba a la izquierda del lecho. La muchacha lo ocupó, sin dejar de observar a su padre.

    Álvaro también estudió a su hija con detenimiento. Una puntada lo hizo emitir un pequeño quejido. ¿Alguna vez podría perdonarse a sí mismo, y podría recibir el perdón de Triana, por tantos años de indiferencia con ella y su madre? ¿Qué valores tenía, veintitrés años atrás, que le habían impuesto la decisión de alejarlas de su vida? ¿Por qué había sido tan insensato? Su único contacto había sido el envío de dinero y algunas veces, las acuarelas, carbonillas, papeles y pinceles que María Antonia le había solicitado a Acosta. Para ella había sido una humillación aceptar lo que le enviaba su ex amante, pero de otro modo no hubiera podido criar a esa hija que amaba con toda el alma. Se imponía aceptarlo como un castigo por haber caído bajo la seducción de Álvaro, a quien nunca había podido —ni querido— negársele.

    —Triana, te agradezco mucho que hayas aceptado venir —la voz de su padre era clara, con un tono bien criollo, y una suavidad inesperada. —Podrías haberte negado. Qué derecho tengo a pedirte nada… —se preguntó a sí mismo—. Nunca me voy a perdonar lo mal que me comporté contigo y con tu madre. No pretendo que tú lo hagas.

    Seré dura con él. Me abandonó desde el nacimiento. No voy a ceder. Las ideas que le dictaba su entendimiento luchaban cuerpo a cuerpo con los sentimientos que le marcaba su corazón. Por mucho que no lo comprendiera, y que no quisiera admitirlo, Triana experimentó compasión por ese hombre. Era algo más fuerte que ella. Un cordón invisible los unía. El arrepentimiento estaba pintado en los ojos y la voz de su padre.

    La joven quiso responder, pero las palabras se le atravesaron. No sabía que decirle. Abrió la boca como para hablar pero sólo lo miró a los ojos, sintiendo un nudo en la garganta.

    —Me parece estar viendo a tu madre, de joven. Ella tenía exactamente tu edad cuando la conocí… Mi bella María Antonia... —Álvaro suspiró y pareció perderse en sus recuerdos por unos instantes. Con la mano izquierda buscó la de su hija. La oprimió con las reducidas fuerzas que su enfermedad le iba dejando. En tanto, Triana no lograba hablar. Sus ojos estaban húmedos, su boca tensa, temblorosa. —¡¿Cómo pude ser tan insensible?! ¡Esta peste que tengo es un justo castigo!

    Álvaro pareció perder la compostura, respiró con dificultad y cerró fuertemente los ojos. Triana volvió en sí y apretó la mano de su padre.

    —Sólo Dios sabe por qué pasó lo que pasó. No se castigue más —su voz sonaba un poco resignada y fría, carente de la calidez que hubiera deseado imprimirle—. Yo… yo… siempre me preguntaba por usted… Mamá no quiso que jamás lo conociera. También me preguntaba porque fue así todo, porque mi madre, que es una persona tan buena, debió pasar su juventud tan lejos, sola con una hija…

    —Fue por mi insensibilidad, Triana —Álvaro hizo un ademán de incorporarse, sin éxito, y Acosta, que se hallaba en un rincón, silencioso, se aproximó a ayudarlo. Lo hizo sentar y le colocó el cubrecama de zaraza sobre las piernas—. No hay otra explicación.

    Montalvo pidió un vaso de agua, y solicitó a Acosta que se presentara Eufemia. Instantes después entró al cuarto una joven de raza negra, cortísima la mota, expresión sumisa, y el patrón le habló con el mismo tono que a Triana, sin diferenciar entre la servidumbre y la chica que era su propia sangre. El gesto agradó a la muchacha. Le hizo traer una bandeja con agrio fresco y un poco de agua, dos vasos y la medicina que le correspondía antes de cenar.

    —Eufemia debe tener tu misma edad, Triana. Es hija de una esclava de mi padre. Ella es la que se ocupa de cuidarme ahora que estoy hecho un inservible.

    —No diga eso —terció Triana—. Usted está enfermo. Si hace caso a las indicaciones de su doctor…

    —Quizá sea el justo castigo por mi egoísmo con ustedes, Triana. Tal vez ahora tenga derecho a reclamarte como hija, y a conocerte antes de que el Señor me llame. Aunque el médico no habló francamente conmigo, sé que es una posibilidad. Estoy enfermo, he perdido peso, me siento sin fuerzas… Si supieras la clase de hombre que era yo hasta hace un tiempo, Triana… Tengo cincuenta años pero trabajaba en el campo a la par de los jóvenes. Siempre fui muy saludable. Hasta que esto comenzó a debilitarme, perdí el apetito, perdí el entusiasmo…

    Acosta no perdía detalle de lo que decía su jefe. Inmutable, tan sólo escuchaba.

    El largo discurso pareció agotar a Álvaro, que suspiró hondamente y por un instante, calló, mirando a su hija. Triana pensó que su padre era, después de todo, un hombre sensato. No sólo no negaba sus malas acciones, sino que las admitía sin buscarle justificativo. ¿Qué sería lo que había seducido a María Antonia al punto de entregársele en cuerpo y alma, ella, tan decidida, tan dueña de si?

    Cuando Álvaro sintió que se recuperaba, expresó:

    —Triana, no te he hecho viajar hasta aquí sólo para conocerte. Tengo que encomendarte una misión.

    Ella alzó las cejas, sorprendida.

    —Es muy importante, tanto para mí como lo será para ti…

    El hombre vaciló antes de continuar, como si esperara la reacción de ella, que intentando ocultar su pasmo apenas respondió:

    —Lo escucho.

    —Pues… no es fácil para mí decírtelo —agitó la cabeza con desasosiego—. Los años me han puesto un poco flojo de sentimientos, y esta enfermedad peor aún… —hizo silencio y miró las paredes blancas del cuarto. La silueta de la muchacha se recortaba contra la pared del fondo, agitada por la luz del candil, dibujada sobre la pared, arriba de un mueble de finísima caoba, donde las medicinas de Álvaro se alineaban prolijamente.

    —Triana, tú tienes un hermano.

    La referencia a un solo hermano le extrañó.

    —Me lo había dicho mi madre, señor. Sus hijos y los de la señora Consuelo.

    Montalvo movió lentamente la cabeza, sin dejar de mirarla. La melancolía estaba impresa en su mirada. Le tembló ligeramente la voz al decir:

    —Un hermano mellizo, Triana.

    Un respingo hizo enderezar a la joven en su asiento. Abrió mucho los ojos, incrédula. ¿Un hermano mellizo? No podía ser. Su madre jamás se lo había mencionado. Por un instante creyó que Álvaro confundía las cosas, o bien que tendría algún otro hijo bastardo. Era imposible.

    —¿Un... un mellizo, yo? —balbuceó la joven

    —Sí, Triana. Tienes un hermano mellizo. Un varón —largas pausas se interponían en el relato, producto del cansancio o de lo desmoralizado que se encontraba Montalvo, tal vez avergonzado por esperar tantos años el momento de decírselo—. Supuse que tu madre jamás te habría hablado de él, aunque… tenía una pequeña esperanza de que lo hubiese hecho, y así aliviarme esta vergüenza de darte la novedad.

    —Jamás —musitó Triana, ensombrecida. La confusión le quitó el habla. No podía definir cuál era el sentimiento que la ocupaba. ¿Qué había pasado con ese niño? ¿Por qué María Antonia se lo había ocultado? —Un mellizo… y, ¿qué ha sido de él… si es que se puede saber?

    —Triana, tu suerte no ha sido buena con el padre que te ha tocado. Ahora entenderás porque me siento tan dolido y arrepentido por las malas decisiones que tomé...

    —No lo entiendo, señor. No sé qué ha sucedido con ese niño, y usted me habla de malas acciones… —Triana se endureció, nerviosa ante la incertidumbre y resentida por el silencio que María Antonia había mantenido durante toda su vida—. Me gustaría que me diga cuál fue el motivo de su llamado y poder regresar a mi vida de siempre.

    —Triana, mi salud está muy quebrantada y quiero hacer testamento. Necesito que viajes a buscar a tu hermano. Tráelo para aquí. También debo rendirle cuentas a él.

    La catarata de novedades y pedidos cayó sobre ella aturdiéndola. Juntó sus manos y se tapó la boca, agitando la cabeza. Ay, mamita, cuánta razón habías tenido. No debería haber venido aquí. Cuando se recompuso, susurró:

    —Sigo sin entender, señor… Jamás he visto a mi hermano, de hecho acabo de enterarme que tengo un hermano… —Triana escuchó sus propias palabras con incredulidad —¿Y usted quiere que lo busque? No conozco esta ciudad. No podría alejarme dos calles sin perderme. Y si es por mí, señor, no estoy interesada en heredar absolutamente nada. Creo que no podré serle de utilidad —Álvaro extendió la mano, tratando de detener el palabrerío soltado con impetuosidad.

    —Niña, déjame terminar de hablar. No puedes negar que eres digna hija de tu madre. Los mismos modos… —y la misma belleza, aunque no la calidez de ella, agregó para sí mismo—. Tu hermano no está en Buenos Aires.

    —No me va a decir que en la Guardia de Luján… —se sorprendió Triana.

    —No, en absoluto. Tu mellizo está en Córdoba. Él fue entregado a mi hermano y a mi cuñada, que no podían tener hijos. Lo criaron e hicieron de él un hombre de bien.

    —No una campesina como yo, ¿verdad?

    Triana se arrepintió de su exabrupto, cuando vio la mirada de su padre, lastimera. Se avergonzó de su conducta. No había hecho ese viaje para pelear con un hombre enfermo. Bajó la vista, abochornada, y un silencio lleno de pesares los envolvió a los dos.

    Álvaro le explicó que estaba distanciado de su hermano Tomás. Omitió contarle los motivos. Eran demasiado humillantes.

    —¿Y qué necesidad de dejar en otras manos a mi hermano mellizo? —se ofuscó Triana, que podía sentir en su corazón el dolor que habría sentido su madre al ver partir a su niño—Hubiera sido preferible…

    —Dejarlo con tu madre —completó Montalvo, adelantándose a su hija—. Lo sé. Me di cuenta tarde. Cuando él fue entregado a Nuria, mi cuñada, yo ignoraba… ignoraba tantas cosas… Me precipité en mis acciones. Ellos criaron muy bien al niño. Lo enviaron a estudiar medicina, y hasta donde sé, es un joven muy provechoso. Hace tiempo que no tengo noticias de él… Años…

    —¿Y por qué yo, que ni siquiera lo conozco, debería ir a buscarlo? —insistió la muchacha, terca en su postura de no alejarse tanto de su vida cotidiana. —Usted puede enviar a Acosta a traerlo.

    —Acosta y mi hermano no se entienden bien. Hay tantas cosas que debería contarte. Pero si Dios me da vida, lo haré cuando regreses… Tú, Triana, eres la persona indicada, y en caso de necesidad, podrías convencer directamente a Ignacio de que viaje. Mis hijos, los que tuve con Consuelo, no me enorgullecen. Ella no quiso echarlos a perder, pero lo hizo con su carácter permisivo y blando.

    Montalvo le pidió un vaso de agua a la muchacha. Ya era tarde. Se habían escuchado nueve campanadas de la Catedral.

    Una voz desde el patio —una criada— llamó al señor.

    —¡Señor! ¿Va a cenar, el señor?

    —Pasa, Damiana —como la muchacha no lo hacía, Triana se levantó de la silla con resolución y le abrió la puerta, y advirtió que no venía sola. Se encontró con el rostro de una mujer de la edad de su madre, cerca de los cincuenta años. Triana se hizo a un lado. Consuelo, se dijo a sí misma; aquella dama con rostro afilado como el de un pájaro, piel muy blanca y labios finos la miraba con altivez y desprecio. Estaba allí para escuchar lo que conversaban su marido y la desconocida que, algún criado le habría avisado, había ingresado sin presentarse.

    —Me disculpo, señora, ha sido una falta imperdonable de mi parte —dijo Triana, conciliadora y sin ánimo de provocar rispideces. Doña Consuelo no se molestó en responder. La joven se hizo a un lado, porque de lo contrario la hubiera llevado por delante. Ambas eran altas y ninguna se vendría a menos. En Consuelo había una ventaja, la de ser la dueña y señora del lugar. En Triana, la decisión y la juventud, la falta de experiencia que la hacía algo temeraria, y el hecho de ser la hija —aunque bastarda— del dueño de casa.

    —Álvaro, ¿me puedes decir qué significa esto? —la voz de Consuelo, aunque irritada, denotaba cierta inferioridad ante su marido. Su aparente fortaleza estuvo a punto de derrumbarse y poco faltó para que se echase a llorar. Triana quiso hablar, pero Montalvo la detuvo con un gesto de su mano.

    —Triana, ve. Hablaremos mañana. Damiana, ocúpate de la señorita, prepárale una comodidad para que descanse. Ha hecho un largo viaje —la expresión de incredulidad y furia de Consuelo hizo a Triana desviar la mirada. En su mente se recreaban las imágenes que, fantaseaba, habían protagonizado María Antonia con Álvaro.

    La criadita —una adolescente, quizá unos quince años— y la visita dejaron el cuarto. Triana escuchó el portazo que dio Consuelo, y se dio vuelta, mientras Damiana agitaba la cabeza.

    —Otra vez lo mismo, señorita. Estos dos se pelean cada día por algo distinto. Y, ¿quienes sufren las consecuencias? ¡Nosotras! ¡Porque la señora sale con un humor de los peores y nos pega por cualquier cosa!

    Triana le sonrió comprensivamente y respondió:

    —No te sientas mal. Ustedes no tienen culpa alguna.

    La jovencita, encantada con la sencillez que mostraba aquella desconocida, condujo a Triana a la habitación que indicara Montalvo. La abrió e ingresó en primer lugar, para encender unas velas.

    Triana se sintió intimidada ante la magnífica habitación, que no era lujosa pero parecía un palacio comparada con la suya en la casa del campo. Las paredes estaban tapizadas con papel aterciopelado gris, matizado con pequeños dibujos plateados. La ventana que daba al patio de la casa estaba cubierta por una cortina doble de batista hacia la parte interior, y otras de raso gris, hacia los vidrios de la ventana, atravesadas con cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz cuyo tejido negro y blanco era tan espeso que el pie parecía hundirse al pisarlo. Una cama de caoba labrada se hallaba cubierta con una colcha de raso color violeta, aderezada de encajes de Cambray. Entre la cama y la pared había una pequeña mesa cuadrada, cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música, otra caja de sándalo, con algunos algodones empapados en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo negro, y al lado, estaba extendida una alfombra. A los pies se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que las cortinas. Sin duda, Álvaro había mandado a preparar el cuarto recientemente; brillaba y olía a cera de abejas.

    —En cuanto el señor esté vestido, se servirá la cena, señorita.

    —Triana. Llámame Triana —nunca en su vida se había sentido tan necesitada de que alguien la tratara con familiaridad, con esa simpleza del campo donde había crecido.

    —La señora nos dijo que no le hablemos, pero yo le hablaré igual —susurró Damiana, con aire pícaro y haciendo con la mano un gesto de desestimar la orden— ¿Quiere que le preparemos un baño? Ahí tiene la tina. Solamente me hace un gestito y yo voy.

    La idea de sumergirse en agua tibia era tentadora, pero demandaría demasiado tiempo, por lo que Triana se acicaló sumergiendo sus manos en la jofaina, refrescándose el rostro y humedeciéndose el cabello. Buscó alguna prenda presentable en su ajuar y se preparó para la cena.

    Capítulo 3

    La cena fue una experiencia más ardua de lo que Triana había imaginado. María Antonia solía desestimar a esas personas de la clase decente que tan infatuadas se veían, y decía que con buenos modales y ropa limpia se llegaba a todas partes. Sin embargo, los Montalvo —a excepción de Álvaro, en quien la sencillez era un atributo natural— se conducían como si fueran descendientes directos del rey.

    La excesiva abundancia de alimentos en la mesa —sopa, pavo, una gran fuente de pescado, todo acompañado por vinos de San Juan y Mendoza, verduras y una enorme hogaza de pan blanco— no le agradó. Estaba habituada a comer sencillo y conversando, no en el silencio sepulcral y anticuado, sólo cortado cada tanto por las voces masculinas: Álvaro y sus dos hijos, Gervasio y Justo. El clima era tenso: se escuchaban hasta los suspiros de los comensales.

    Justo, el hijo mayor de su padre, era la viva imagen de su progenitor, y Triana, que lo observó con discreción, reflexionó que así debía verse el hombre que enamoró a su madre, tantos años atrás. Era más apuesto que Montalvo, con sus rasgos fuertes y su tono seductor, pero la fascinadora sencillez del padre no estaba en él. Sabía que atraía las miradas: su prestancia, altura y buena posición lo ayudaban mucho. Debe ser un calavera como el padre, consideró la joven. Fornido —otra diferencia con Álvaro—, de espaldas anchas, y rostro definitivamente masculino, debía haberse casado muy joven, ya que no tendría más de veintiséis o veintisiete años. Él no se privó de mirar apreciativamente a su media hermana, aunque, claro, solo a modo informativo.

    Gervasio era completamente diferente: corpulento y ancho, pero menos alto que Montalvo padre y también menos atractivo que su hermano Justo. A Triana le llamó la atención la semejanza de personalidad con Acosta, aunque, sin duda, sería una casualidad, pensó. Esa actitud pensante y analítica, como si sopesase cada una de las palabras que se le dirigían antes de formular una respuesta. Su naturaleza aparentaba ser sensible e introvertida. Así como Justo era avasallante, Gervasio era enigmático. Cuando hablaba demostraba su cultura y lo mucho que había leído. Saludó con cortesía a Triana, a quien le cayó inmediatamente bien. Podría ser un buen administrador de los bienes de su padre, con sus conocimientos de economía y política, demostrados mientras comentaba aspectos del bloqueo, que pesaba desde 1838, sobre el puerto de Buenos Aires.

    De todos modos, ni el mayor ni el menor de los muchachos aspiraba a meterse entre los caballos y vacas de las estancias. Eran de naturaleza urbana y refinada. Jamás tendrían las manos llenas de tierra, como Triana, que amaba sus flores y disfrutaba de cuidar la huerta.

    Álvaro había compartido la cena con esfuerzo. Se había vestido con ayuda de su criada. Al igual que Triana, que no terminaba de disipar la tensión, había hecho el esfuerzo de llevar a su boca algún que otro bocado, más porque todo estaba muy sabroso que por verdadero apetito. Aún así, Consuelo notó, con cierto resentimiento, que la presencia de la hija de su marido había redundado en una mejoría del ánimo de él. Álvaro se levantó pronto, y acompañado por su esposa se dirigió a su despacho. Avisó a Triana que tan pronto lo creyera conveniente se reuniera allí con él. La mirada de hielo de Justo se diferenció de la ausente y reconcentrada de Gervasio, que parecía estar en otras cuestiones.

    —Habráse visto… La campesina reunida con el señor… ¡Y a solas! —pronunció, a su regreso, Consuelo.

    —El señor es su padre, madre —sonrió displicentemente Justo.

    —¿Dónde dejó las buenas costumbres, este hombre? —masculló la señora de Montalvo. Las criadas, que retiraban los platos usados y preparaban otros limpios para el postre, se miraron con aprensión. La niña Triana —como la llamaban entre ellas— les había gustado mucho. Era de buen trato, simple, sin remilgos.

    —No puedo entender que esa campesina —el término sonaba despectivo en sus labios— esté conferenciando con su padre en su despacho, y ustedes, sus hijos legítimos, aquí, apartados… Si llegara a saberse esto… ¡Y se va a saber! ¡Todo se sabe! No voy a poder ir más en mi vida a la misa de una. ¡Qué vergonzoso…!

    —Esa campesina es su hija, madre —reiteró Gervasio las palabras de su hermano, ante la sorpresa de Consuelo, Bárbara y Justo—. Le guste o no, es su hija. Y me dio la impresión de que es una mujer decente. No ha reclamado nada nunca, no creo que venga con esas intenciones ahora.

    —Gervasio, ¿qué dices? —saltó Justo, que lo miraba con destellos en los ojos claros— ¿Crees que cuando sepa lo que se estaba perdiendo en ese rancho, no querrá todo… todo lo que nosotros tenemos por derecho? ¿Piensas que se irá cuando conozca nuestro modo de vida?

    —Pregúntate más bien para qué

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