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Me quiebro, pero no me doblo
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Me quiebro, pero no me doblo
Libro electrónico366 páginas5 horas

Me quiebro, pero no me doblo

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Uniendo con sutileza lo privado y lo íntimo con lo público y lo político, Me quiebro, pero no me doblo ofrece una mirada cercana a la figura de Melchor Ocampo. A lo largo de la novela, Orlando Ortiz entrega su gentil y acuciosa pluma —que toma tanto de lo comprobable y propio de la investigación histórica (epístolas, documentos y memorias) como del pacto ficcional— para recrear una imagen más humana y, además, retratar la realidad mexicana, las problemáticas sociales y políticas una época fundamental para la historia del México independiente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ene 2023
ISBN9786071677310
Me quiebro, pero no me doblo

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    Me quiebro, pero no me doblo - Orlando Ortiz

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    COLECCIÓN POPULAR

    871

    ME QUIEBRO, PERO NO ME DOBLO

    ORLANDO ORTIZ

    Me quiebro,

    pero no me doblo

    Fondo de Cultura Económica

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2022]

    Distribución mundial

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7573-6 (rústico)

    ISBN 978-607-16-7731-0 (ePub)

    Impreso en México • Printed in Mexico

    ÍNDICE

    Los díceres

    Estofado de religión

    La esperanza

    La fiesta

    A veces uno cree cosas y…

    Vuelco aciago

    El gato y la rata

    La naturaleza

    Castigo ¿divino?

    El dilema

    El secuestro

    La verdad

    Una carta

    En el puente

    El regreso

    Un trago amargo

    Tránsito

    La mudanza

    Los desagravios

    El ultraje

    Prefiero quebrarme a doblarme

    Reencuentro

    La renuncia

    El retorno

    La víspera

    Nace Melchor Ocampo

    Nota bene

    Agradecimientos

    Esta obra se realizó con el apoyo

    del Fonca a través del SNCA

    Mi carácter es tal, que prefiero quebrarme a doblarme, y que, en consecuencia, iba a dejar inmediatamente el gobierno…

    MELCHOR OCAMPO

    Más allá de la prudencia está la temeridad; y más acá, la cobardía.

    MELCHOR OCAMPO

    LOS DÍCERES

    MEDIABA ya el catorce del siglo XIX cuando la noticia del regreso de doña Francisca corrió de una punta a otra de Maravatío y alrededores. La señora traía una criaturita. Sonrió contenta y se la mostró a su hermano Agustín, que sólo se encogió de hombros. La llegada de aquel niño, todavía de pecho, era más que suficiente para alborotar suspicacias. Aunque posiblemente nadie se atreviera a expresarlas. Por respeto, no por temor a represalias. En la hacienda de Pateo tampoco se comentaba nada, o, mejor dicho, los extremadamente maliciosos que nunca faltan susurraban que ni se le había notado, y de ser así, no estaba bien que se hubiera aliviado en otra parte y no en su casa, como lo hacían todas las señoras respetables. Aunque, se respondían ellos mismos, podía suponerse que la casa en la ciudad de México también era de ella. Y eso de que nunca se le había notado no era explicación suficiente. Los viajes que año con año hacía a la capital, dizque para descansar, como era costumbre desde los tiempos en que vivían sus padres, bien podían haberle dado oportunidad para su traspié y luego salir sin mancha del tropiezo.

    Tal vez por allá no había faltado quien, aunque no había necesidad de ir tan lejos. Ahí nomás, a tiro de piedra, estaba don Ignacio Alas, abogado guanajuatense que la frecuentaba, aunque andaba a salto de mata para que no lo atraparan las tropas de los realistas, pues se había juntado primero con el cura Hidalgo y luego continuó su lucha con Morelos y con los hermanos López Rayón. Doña Francisca siempre había apoyado a los independentistas, y a través del licenciado Ignacio Alas les mandaba víveres y cuanto podía. Por otra parte, decían los rumores, también el autor de la travesurita podría ser el padre Antonio María Uraga, cura de Maravatío, que en 1809 había conspirado con Michelena. Después también fue simpatizante de Hidalgo y de la causa independentista, y discretamente colaboró con los grupos de rebeldes que andaban remontados y hostigando a los realistas en esa región. ¿Alguno de ellos sería el padre de la criatura con la que había llegado a la hacienda de Pateo doña Francisca Xaviera de Tapia y Balbuena?

    Los cuchicheos y tiquismiquis de la peonada y sus mujeres se suspendieron cuando se acercó el caporal y le ordenó a Majencio que fuera a Maravatío y a Tlalpujahua para avisar a conocidos y familiares el regreso de doña Francisca Xaviera. El chamaco, de no más de ocho años, se trepó a un burro y tomó el camino. A talonazos apuraba a la bestia para llegar a Maravatío a buena hora. Aún bullían en su cabeza las maravillas que viera en la ciudad de México. Habían sido tantas que apenas le cabían en los ojos y algunas no le entraban en las entendederas.

    Pero no tendría necesidad de acordarse porque cuando llegó a Maravatío, como empezaba a oscurecer, se fue derechito a la parroquia para ver al padre Tomás y darle la noticia antes de seguir para Tlalpujahua. Sin embargo, estaba equivocado porque el párroco se emocionó con lo que Majencio le contara y le ordenó, ésa es la palabra, ordenó, que se quedara a merendar y le diera más detalles de la ciudad de México, del regreso de doña Francisca Xaviera. ¿Estaba bien?, ¿y la criatura? Que le contara todo, pues, del viaje y lo que vio. El chamaco no necesitaba que le dieran más cuerda; contó cuanto había visto y se acordaba y había pensado platicarles a sus amigos. Sin darse cuenta se extendió hasta que ya estaba muy entrada la noche. Entonces el padre Tomás le ordenó, mientras le entregaba una frazada, que se quedara ahí y hasta el otro día se siguiera a Tlalpujahua. Seguramente el párroco de allá se alegraría tanto como él, cuya excitación lo mantuvo despierto toda la noche. Vio su mano izquierda: faltaban unas falanges a sus dedos índice y cordial. Eso y la charla con Majencio lo remontaron a otros tiempos.

    Metido en su camastro y con la pesada cobija de lana hasta la barbilla, el padre Tomás sintió que andaba en la capital, en aquella enorme urbe con seguramente más de cien mil almas a cuestas, viviendo las carnestolendas. Se alojaba en casa de sus tíos Demetrio y doña Brígida; una mansión céntrica, con fachada de tezontle, tres patios interiores, el primero de ellos bordeado de tiestos rebosantes de verdura y colores aromosos, en el segundo, una fuente de chorros finos y con algunas macetas siempre florecientes, y en el tercero, las caballerizas, el granero y las viviendas para los mozos. Tenía numerosas habitaciones, un comedor enorme, un salón para recepciones adornado con tapices importados y con muebles de maderas finas. En esos días de carnaval la carne se alborotaba y los mayores excesos se cometían al amparo de los antifaces y las máscaras. Por la tarde la gente paseaba por Bucareli, unos a pie, otros en pencos, mulas o coches de todo jaez recorriendo la mal cuidada calzada de fuente a fuente. Sin embargo, con la algarabía eso era lo de menos. En las carretelas iban encopetadas damas con majestuosos mantones y lujosas túnicas saludando desde el coche a parientes o caballeros bien montados.

    También se veían léperos inmundos y mestizos o mulatos paseando entusiasmados, que luego, según la hora, iniciaban el camino hacia los portales y la calle de Vergara. Ahí se acentuaba la intensidad del carnaval, tanto en las calles como en las Sociedades y sitios similares. Antifaces y máscaras varias ocultaban identidades. Esto permitía la impunidad, las bromas anónimas y los excesos. Él todavía no ingresaba al seminario. Andaba por las calles con amigos y primos. Iban de un lado a otro, admirando los enjaezados caballos frisones que tiraban de los coches lujosos de la gente de bien; las carretelas abiertas con parejas ilustres o damitas deseosas de que las vieran luciendo sus atuendos y alhajas. Incluso lo hacían sonreír los pobres matalotes que jalaban los carretones viejos y desvencijados de las bullangueras comparsas.

    Todos convivían alborozados, metidos en disfraces o, por lo menos, con un antifaz de seda que simulaba sus facciones, lo que se prestaba a equívocos. Los cascarones de huevo rellenos de minúsculos papelitos de colores, en el mejor de los casos, o en el peor, colmados de harina, salvado o hasta con hediondeces, reventaban en la cabeza de conocidos o de los menos avisados. Menudeaban los pierrots, los marmitones, los cortesanos (elegantes y amanerados) del XVIII o de antes, los romanos, los caballeros medievales, los dominós de tafetán con capucha. Las fantasías se echaban a volar al adivinar, más que ver, femeninas formas en las talares túnicas con capucha. Entonces sentía que algo despertaba en su cuerpo, también con el especioso y floral aroma que dejaba a su paso una dama cuyo rostro visto parcialmente prometía rasgos finos y hermoso conjunto facial. Diabólicamente angélico. Desviaba la mirada o chanceaba con sus primos y amigos.

    Algo que entonces le llamó poderosamente la atención y sintió que le punzaba en el pecho fue ver a los huehuenches y a los más pobres disfrazados de moros y cristianos, mas no en un grupo de danzantes, sino deambulando solitarios en medio de la muchedumbre bulliciosa. Por sus ropas sucias, grasientas, andrajosas —en contraste con las casacas de brocado, vestidos de seda, terciopelo, tul, cambray, etc.—, y por su andar se adivinaba que bajo la careta de moro o cristiano había una expresión de tristeza, de resignación. Seguramente asistían solos al carnaval, sin pensar siquiera que los gachupines, los mestizos y los señores los aceptarían en la fiesta, sino más bien cumpliendo con el aspecto ritual de la religión, que señalaba el carnaval como vísperas de la Cuaresma. Ignoraban el carácter carnal de aquellas fiestas. El dolor y la tristeza prevalecían en ellos. Y él lo sentía con tanta fuerza que cobardemente desviaba la atención hacia la charanga de alguna comparsa que estuviera cerca. Ya no le sabía igual el bullicio, pero al menos lo deglutía y la amargura lastraba su risa hasta dejarla en sonrisa amarga. Y así permanecía hasta el Miércoles de Ceniza, al quedar atrás los jolgorios de la carne y verse por las calles de la capital las expresiones de arrepentimiento merced a la cruz de ceniza en la frente. Entonces comenzaba a recuperarse de la melancolía y dejaba atrás los más crueles recuerdos. Mucho le ayudaba la llegada a su nariz de los olores de cuanto estaban cocinando en los hogares. Casi furtivamente se colaba a la cocina y miraba la preparación de verdaderos manjares, y a su prima Agrícola, sonriente, participando en esa labor.

    A veces, de las cocinas de los poderosos manaban aromas a caldo de almejas, empanadas varias, lamprea, langosta o pescado a la veracruzana. En los fogones de los que menos tenían se preparaba caldo de habas, capirotada, pescados de las lagunas y ríos locales, tortas de camarón, o de ranas, y revoltijo de romeritos, y hasta en los anafres o lumbres más humildes cocinaban deliciosas viandas de cuaresma: quelites, quintoniles y otras yerbas, acociles, ajolotes, atepocates, charales, ahuautle, metlepiques o huitlacoche. Todos estos aromas y sabores incitaban al pecado ese día miércoles y el resto de la cuaresma. Eran días de sustancia religiosa, no obstante, parecía latir bajo la piel un discreto espíritu de fiesta saturnal, hasta la llegada del Viernes de Dolores.

    Todos esos recuerdos y los de la prima Agrícola le espantaron el sueño al padre Tomás, y para que no se le ennegreciera el humor fue a su reclinatorio y después de santiguarse comenzó a rezar. Era inútil y tuvo que aceptarlo. Los recuerdos clavaban inmisericordes sus colmillos, como agudas disciplinas en la carne que revivían las viejas dudas y apetitos. Había luchado con denuedo y cuando se creía a salvo brotaban de nuevo. Las autorrecriminaciones no eran suficientes, las sentía falsas y eso enconaba sus contradicciones y remordimientos. Debía poner fin a esa inútil lucha.

    Se vistió una cotorina y salió a la calle. El pueblo estaba sumido en el silencio y la oscuridad.

    En Pateo, después de la cena y mientras terminaban de levantar la cocina, se había armado una discreta tertulia a la luz de una vela de sebo. Jóvenes y viejas le preguntaban a Josefa Rulfo sobre la criatura, que no parecía recién nacida pero sí, a todas luces, enteco y reclamando cuidados. Eso era inconcebible para quienes conocían a doña Francisca Xaviera, mujer generosa y caritativa que en la hacienda daba cobijo y comida a chamacos huérfanos e incluso a indigentes. Si el pequeño hubiera salido de sus entrañas jamás habría permitido que se desmejorara de esa manera.

    Pero no faltó la malpensada que saliera con la ordinariez de que el abogado Ignacio Alas se la pasaba por el monte escondiéndose de las tropas realistas, pero visitaba la hacienda para dizque recoger el bastimento que la patrona les mandaba a los rebeldes, y esas visitas podían haber sido una excusa para…, Pero es casado, interrumpió Josefa Rulfo. O el padre Antonio María Uraga, que la frecuentaba más seguido porque Maravatío estaba allí nomás. Y ambos personajes se quedaban a pasar la noche en la hacienda, y en veces hasta temporaditas y ahí sí quién sabe, porque ya ven que según los díceres el hombre es fuego, la mujer estopa y si llega el diablo y sopla, qué diablo ni qué las hilachas —casi gritó de nuevo Josefa—, vergüenza debía darles que a todas nosotras nos ha dado la mano doña Francisca y así se lo pagan.

    En un rincón de la cocina cabeceaba Ana María Escobar, otra chiquilla que, al igual que Josefa, había formado parte del grupo de gente que llevaba doña Francisca Xaviera a la capital cada vez que iba. Una de las malpensadas miró a Ana María y le comentó a la otra que la criatura también podía ser de otro vientre y por eso la patrona decía ser nomás la madrina. ¿No viste cómo el chamaco se tranquiliza y hasta se ríe cuando Ana lo levanta en brazos?, apuntó una, y la otra comentó que también a ella se le endulzaba el gesto cuando lo mecía emocionada, como si lo hubiera parido. Poco faltó para que Josefa Rulfo les dijera hasta de lo que se iban a morir, y para taparles el hocico de víbora subrayó que la chiquilla ni había comenzado a tener sus días.

    Y para que no sigan con sus díceres —enfatizó—, sépanse que un día llegó a casa de doña Francisca una mujer que medio conocían porque vivía con su hermano arriba de las pilas de los Baños de los Gallos, que está en la calle de Mesones, y se le nombraba así porque estaba cerca de la calle de ese nombre, porque allá —aclaró la joven mujer—, hay donde la gente paga para bañarse, no es como aquí. Pero eso qué, interrumpió una de las afectadas por la suspicacia. Pues que la señora llegó muy temprano y, sabedora de lo buena gente de doña Francisca, le pidió que llevaran a bautizar a la criaturita que traía en brazos. La noche anterior se lo habían dejado en la puerta, así nomás. Y se veía como si poco le faltara para sumarse a la fila de angelitos que hay en las alturas, que no debían dejar que el pobrecito se quedara en el purgatorio por no haber sido bautizado. Ella era un mar de lágrimas y él una bola de berridos. Ana María lo cargó mientras doña Francisca iba por su chal y la chamaca, como para engañarle el hambre que seguro traía en la barriga el chamaco, le puso un dedo en la boquita, y ¡santo remedio! Dejó de llorar, abrió sus ojitos y, como agradecido, miró a la chamaca.

    En la parroquia de San Miguel Arcángel el cura le dio el sacramento y lo nombró José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad. Lo de Melchor fue porque calcularon que había nacido el 5 de enero. Como era de padres desconocidos y se veía blanquito, seguramente era hijo natural de españoles y debía ir a la casa de expósitos, indicó el párroco y mandó que lo llevaran pallá. Ahí saltó doña Francisca y sin pensarlo dos veces dijo que deseaba adoptarlo, que techo, abrigo, comida y educación no le faltarían. Ésa es la historia, concluyó aquella mujer encargada de dirigir las tareas domésticas de la hacienda y que para doña Francisca Xaviera era también como una hija adoptada. Cogió la palmatoria con la vela de sebo y moviendo la cabeza para que fueran por delante, las otras mujeres se encaminaron hacia sus dormitorios.

    ESTOFADO DE RELIGIÓN

    PARECÍA cosa de magia: Justina siempre abría los ojos cuando el gallo comenzaba a cantar. A veces estaba tan oscuro que cualquiera hubiera dicho que apenas era medianoche; a veces estaba como queriendo clarear, sin embargo, siempre despertaba con el gallo, no después, tampoco antes, sino justo con él. Se quedaba unos minutos oyendo las jactancias del ave y algunos ladridos lejanos que se fundían en la distancia con la penumbra y que acentuaban el silencio. Abandonaba el camastro, salía de su cuarto hacia la letrina, regresaba y era cuando sentía la atmósfera encerrada de su cuarto; se vestía y al salir respiraba hondo la frescura amplia del patio, el olor del bosque cercano que la neblina impedía ver, pero cuya presencia era revelaba por el olor de los pinos. Despertaba a Leonila, Luisa, Jorgina y Amanda; todas iban a las letrinas, luego realizaban sus abluciones y se encaminaban a cumplir con las tareas cotidianas. Ya para entonces se había generalizado el movimiento en el patio, en los corrales, en la troja, en todo Pateo.

    Justina preparaba el chocolate y disponía en una bandeja la mancerina con el soconusco, un bizcocho y una servilleta muy blanca, cuidadosamente planchada y doblada con esmero. Josefina Rulfo le llevaba el matutino piscolabis a doña Francisca Xaviera, que lo tomaba en la cama mientras preguntaba por las novedades. De antemano conocía la respuesta: Ninguna, señora, aunque dicen que Angelina, la mujer de Leoncio, está muy mal y podría aliviarse en un de repente. Terminado el chocolate, doña Francisca salía de la cama, se dirigía al aguamanil para lavarse la cara, los brazos, las axilas y el cuello. Enseguida Josefina la ayudaba a vestirse. En aquella ocasión se alteró la rutina porque fue a la cuna para ver al pequeño Melchor, que ya estaba despierto. (Esa alteración de la rutina se repetiría en los siguientes meses.) Lo tomó en brazos por un momento; ya quería verlo recuperarse, más llenito, menos escuálido, aunque lo sonriente lo traía de nacimiento, eso no se le quitaba a pesar de las hambres que seguramente había sufrido. Lo dejaba de nuevo en la cuna, dile a Anita que venga por él y lo cuide bien. Luego salía y se encontraba en el patio con Gualterio, el caporal, y le daba instrucciones. Iba a las caballerizas, donde el caballerango ya le tenía preparado el coche. Platicaba con su hermano Agustín de las labores pendientes en la hacienda. Si no había problemas en la casa, iba a recorrer algunas de las parcelas, porque al ojo del amo engorda el caballo.

    En la cocina, Justina comenzó a preparar el almuerzo para que estuviera todo listo cuando llegara el padre Teófilo, cura de Tlalpujahua. Como sería un almuerzo especial le ayudaba Jorgina en la preparación de un puchero con todo lo que Dios manda que debe llevar: ternera, carnero, gallinas, y como vituallas, jamón, repollo, chorizos, longaniza, salchichón, cecina de vaca y de puerco, calabacitas, ejotes tiernos, elotes, manzana, pera, membrillo, durazno, chayote, todo sazonado con azafrán, clavo, canela, cominos y cilantro seco tostado.

    En la despensa no tenía ejotes ni cecina de puerco, tampoco manzanas, pero podía prescindir de ello sin que afectara mucho el plato.

    Después serviría al señor cura de Tlalpujahua el estofado de religión, para ése no le faltaba nada, y lo haría de puerco, para no repetir los sabores de las carnes del puchero. Y el complemento para éste sería una salsa de chiles verdes con cebollita picada y aceite. El padre Teófilo gusta del platillo de macho y hembra, pero fue imposible prepararlo porque no consiguió ni la ubre ni las criadillas.

    Por la cocina andaban también Amanda y Leonila, una fregando trastos, la otra preparando lo necesario para ir a hacer los cuartos; también por ahí andaba Ana, Anita, la chamaca adoptada por doña Francisca que voluntariamente se había hecho cargo del recién llegado. Anita reía de los gestos de Melchor, al que no le agradaba el mejunje con que lo alimentaban: leche de cabra con zacate limón endulzado con miel de abeja. El chiquillo tenía hambre, pero no hacía berrinche, y por momentos parecía reír también de la risa de su nana. Hacía gestos y se negaba a chupar el alimento que trataba de darle la chamaca, que llevada por el juego se abrió la blusa y acercó al pequeño, que se prendió del capulincito que se le ofrecía y chupó, encantado.

    —Tráeme de la despensa los chorizos, la cecina y el salch… ¡qué haces, chamaca babosa! —gritó Justina y fue hacia ellos.

    Ana reaccionó espantada:

    —Melchorcito no quería comer y para que no se enojara y no le fuera a hacer daño…

    —¡Si serás! El padre Teófilo no iba a venir de oquis, trae una chichigua que ayer le encargó doña Francisca, es de media leche, y ella le dará de mamar, no tú que ni chichis tienes.

    La criatura estaba inmóvil en los brazos de su nana, no entendía lo que estaba pasando: las vociferaciones de aquella mujer, la cara de susto de quien lo acunaba, que de inmediato retiró su pezón y cerró su blusa.

    —No vuelvas a hacer esa mensada, Ana; si la señora te hubiera visto se habría armado la de Dios es padre, y sabe Dios cómo te hubiera ido. No lo vuelvas a hacer, y mejor pon a ese niño en su canasta y ayúdame.

    Ana obedeció puntual y Melchor, desde su canasta, la vio alejarse. Sintió que algo le faltaba y comenzó a berrear.

    Justina, sin volverse a mirarlo, movió la cabeza de un lado a otro.

    El almuerzo quedó como para chuparse los dedos, aseveró don Teófilo después de darle un trago más a su tinto y preguntarse, para sus adentros, lo que le darían de postre: ¿Papa del obispo?, ¿escafiroletas?, ¿huevos reales?, ¿buñuelos de jeringa?, ¿gigote de natas?, ¿buñuelos de viento? Lo que fuera sería bienvenido si lo acompañaba una copita de catalán o de cualquier otro licorcito.

    Doña Francisca Xaviera le agradeció que le hubiera conseguido la chichigua, pues era evidente que Melchorcito había pasado hambres y necesitaba recuperarse. El padre de Tlalpujahua no se atrevió a preguntarle cuál de las consejas que circulaban al respecto era la cierta. Al quedar pensativa la mujer, el sacerdote le preguntó si quería confesarse. Ella le respondió que no, que sólo estaba triste, muy triste. Don Teófilo ya nada respondió porque en ese momento entró Justina con un platón repleto de cazuelitas con buñuelos de jeringa, y en platitos unos suculentos huevos reales; la acompañaba Jorgina, que traía una botella de catalán y otra de jerez. Señaló la del aguardiente, le sirvieron y cuando iban a llevarse la bandeja, detuvo la intención: Puedes dejarla, hijita.

    —Me ennegreció el humor la ejecución del padre Matamoros —comentó doña Francisca.

    —¿Cómo lo supo?

    —¡En la ciudad de México todo se sabe!

    Allá se había enterado de que a don Mariano Matamoros lo habían aprehendido después de la batalla de Puruarán, en la que murieron más de seiscientos insurgentes y los realistas hicieron más de setecientos prisioneros. Lo triste era que había sido uno de los oficiales rebeldes el que entregó a Matamoros a un soldado de la escolta del general Orrantia. Para éste hubo doscientos pesos de recompensa y al traidor lo ejecutaron. Eso fue el 5 de enero, el día en que nació Melchorcito.

    —Yo conocí a don Mariano Matamoros, era delgado y rubio, de ojos azules, no muy alto, y tenía una voz ronca, impresionante.

    Después de ingerir uno de los churros de jeringa, el sacerdote comentó, por no dejar:

    —La viuda y los hijos están desconsolados.

    —Pruebe los huevos reales, Justina sabe prepararlos de maravilla.

    —No me haré del rogar, señora —expresó y enseguida cogió uno de los platitos con el postre, y continuó—: Ahora que viene a colación, por lo de los hijos del buen padre Mariano Matamoros, ¿se enteró de lo del padre Tomás? Es la comidilla en Maravatío. Anoche, casi de madrugada, salió de la parroquia y fue a buscar a Dominga y se la llevó con él.

    —¿Y qué hicieron con Iluminada, su hija?

    —También se la llevó. Es de suponer que en adelante la familia vivirá reunida y en santa paz. Aunque… No estoy cierto de eso. Tomás nunca debió ordenarse. Nunca tuvo vocación, eso lo atormentaba mucho, pero insistió. Había algo en su pasado y, en fin, se fue.

    —Es la comidilla del pueblo —dijo con sorna doña Francisca— y no sé por qué. Lo que debería sorprender son los sacerdotes como usted, que no tiene una prima o sobrina con hijos. O por lo menos, no que se le conozca.

    Los huevos reales se le atoraron en la garganta a don Teófilo y tosió.

    —Pero por esa tosecita…

    —Cómo cree, doña Francisca, soy incapaz. Tomaré otra copita de catalán, para que me limpie la garganta.

    —Sírvase, con confianza, ya sabe que ésta es su casa —se volvió a Justina—. Lleva al corredor de enfrente los cigarros y el café —le ordenó la mujer.

    Los días parecían transcurrir con desquiciante semejanza. Doña Francisca Xaviera y su hermano Agustín cuidaban del buen funcionamiento de la hacienda; ella se encargaba principalmente de los sembradíos y él de los ganados. En ocasiones llegaba a visitarlos el licenciado Ignacio Alas y uno o dos días después salían de la hacienda varias cargas de maíz y frijol, así como una cantidad considerable de bultos de tasajo; las recuas las conducían arrieros a los que doña Francisca y don Agustín les tenían mucha confianza. Todos, en la hacienda y en Maravatío, sabían que esos granos llegarían a las manos de la guerrilla insurgente.

    Otras veces la novedad era la llegada de un nuevo mendigo o de algún huérfano (la guerra por la independencia seguía en pie y los llegados eran, por lo general, hijos de hombres que se fueron a la guerrilla y cuyas madres habían migrado en busca de mejor suerte, dejándolos encargados con alguna anciana que al poco tiempo moría o se cansaba de mantenerlos y les decía que se fueran a echar pulgas a otra parte). El asilo que la familia Tapia fundara desde años antes en la hacienda, con no más pretensión que ayudar al necesitado, seguía funcionando regularmente. Cobijo, techo y alimento no faltaba a quien se acercara. En ocasiones la noticia no era el arribo, sino la partida en secreto de alguno de los asilados, coincidente, aunque no siempre, con la desaparición de varias herramientas. La mujer sólo movía la cabeza y sonreía. Que Dios los acompañe, Agustín —decía a su hermano, y agregaba—: ni se te ocurra levantar denuncia, lo que se han llevado no nos ha empobrecido y para ellos, en cambio…, dejaba inconcluso el comentario. El hombre argumentaba cuestiones de justicia, y la mujer, casi siempre, replicaba: El problema no es de justicia, sino de injusticia, y la injusticia mayor es que haya tanta miseria y miserables en nuestro país.

    Las labores domésticas eran siempre las mismas y siempre bien programadas por la joven Josefina Rulfo. Ella se encargaba de acordar con Justina el abasto de la despensa y lo que debía prepararse en la cocina, bastante previsible: lunes, albóndigas asadas; martes, pollos chulos; miércoles, guisado de socollole; jueves, estofado español; viernes, pato en barbacoa; sábado, lomo de puerco; domingo, pollas en garatuza, y siempre había sopa, arroz y frijoles. La preparación de viandas especiales se hacía en las grandes ocasiones o cuando había invitados. Doña Francisca era bastante frugal en sus hábitos, pero demandaba tal actividad en la cocina porque los alimentos eran para sus protegidos, entenados, servidumbre y quienes se acercaran con hambre.

    Todavía más invariables eran las jornadas de Ana María, la Nana. Sus tareas se reducían, por indicaciones de doña Francisca, a que nada le faltara a Melchor, a que tomara sus alimentos a la hora debida, a tenerlo limpio, cambiarle los pañales, que tomara el sol y durmiera a sus horas. La chamaca cumplía feliz con sus tareas y el pequeño se recuperaba con rapidez y siempre estaba contento. Ana ni siquiera se molestaba cuando al cambiarle el pañal salía un chisguete de orina de aquel miembro que parecía moco de güíjolo tierno y le mojaba las manos, a veces la cara. Ella, sonriente, le daba dos o tres golpecitos con el índice derecho mientras le decía: Este pajarito está muy mal educado. El chiquillo pataleaba y manoteaba feliz. Eso fue sólo por unos cuantos meses. Después aprendió a avisar, a usar la bacinica, a ir solo a la letrina. Convivía diariamente con los otros huérfanos y con los peones, y cuando tuvo edad, jugaba con ellos a la pelota, al suelo, al toro embolado, a la olla de tamales, con el balero, y viendo la habilidad de los que se fajaban con el trompo, jugando al seco, porque eso de echar fuera de un círculo trazado en el suelo el trompo de otro jugador requería fuerza, y a veces era peligroso, ya que el trompo lanzado caía de punta sobre el otro y lo partía, o lo que era peor, saltaba y golpeaba la cabeza de algunos de los jugadores o curiosos que estaban cerca. Las consecuencias podían ser sólo dolor o llegar a la descalabradura. En esos juegos la Nana estaba cerca, pero también Majencio, que actuaba como el hermano mayor.

    Años después, justo

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