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Los que deben morir
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Libro electrónico287 páginas4 horas

Los que deben morir

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Diez años después de la crucifixión de Jesús de Nazaret, la divulgación de sus enseñanzas y milagros ha dado pie a un nuevo movimiento religioso que pone en riesgo la unidad de la nación judía. La decisión de Saulo de Tarso de viajar a Jerusalén en lugar de a Damasco impedirá que ocurra el milagro que hace que abrace la causa de Cristo. Así, el curso de los hechos tomará una dirección distinta: Saulo recibirá en la Ciudad Santa el encargo de eliminar a cada uno de los doce discípulos, entonces serán ellos los que deban morir y, junto a ellos, su nueva fe.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2022
ISBN9786071675316
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    Los que deben morir - F. Mond

    I

    EL KOUFIEH, mugriento ya, caía ladeado sobre su desmedida cabeza; el paño de lino que la rodeaba había dejado atrás su pureza a lo largo de agotadoras jornadas por caminos polvorientos y pernoctadas en rincones malolientes. El jinete, como buen fariseo, llevaba la filacteria sobre la frente, y pasaba por alto los golpecitos que le propinaba, en síncopa con el galope del caballo: antes hubiese sido capaz de renunciar a sus vestiduras que prescindir de aquellos cuatro sagrados versículos de Isaías. Había llegado a pensar que quizá la lluvia, empecinada en azotarlo desde el día anterior, además de entorpecerle la marcha, podría hacer pasar el divino verbo, mediante un santo proceso osmótico, del estuche de piel al interior de su entendimiento. No lo ponía en duda.

    Saulo de Tarso detuvo su cabalgadura a la vera de los ruinosos muros que, como espectros, se alzaban en la bifurcación del camino, cerca de Abilias.

    Protegido un instante de la inclemencia del temporal, desmontó con ligereza. Quería aprovechar el amparo que le ofrecía la pared para ordenarse un poco la empapada túnica, mientras que el momentáneo reposo también le serviría para repasar planes, fórmulas, pensamientos…

    Habían pasado ya ocho años desde la crucifixión de aquel intrépido que tan escandalosos revuelos armara con sus irrupciones en el mercado del Templo, bajo las mismas narices de las autoridades romanas…

    Pero ¿para qué darle vueltas a un asunto que una y otra vez volvía a su punto de partida? No obstante, la mente lo traicionaba, reacia a ocuparse de otro menester que no fuera el resultado adverso que tuvo como final lo que había sido un gran empeño. Había que reconocer el error y nada más. Contra lo pasado, ya nada podía hacerse…

    ¡Dios, había que ver cómo lo seguían las multitudes! Cuántas veces tuvo que frenarlas para que no dieran un paso en falso, para que esperaran el momento perfecto, la orden precisa, se decía.

    Pero el gran error partía de mucho antes: había sido nuestra falta de previsión. ¿Quién habría de pensar que Judas, el sicario, uno de los que creíamos más fieles, cediera ante el oro de los romanos? Y que los otros, los discípulos-capitanes, acobardados por el apresamiento del cabecilla, se darían a la desbandada, lo abandonarían todo. Y luego ofrecerían sus monedas a los guardianes del sepulcro con el fin de sustraer el cadáver, pero la tumba vacía estaba. Se dieron, entonces, a la tarea de armar todo aquel soberano cacareo de la resurrección, para alejar sospechas y cubrirse con el velo religioso a los ojos de las autoridades imperiales, a quienes, en definitiva, importaba un grano de mostaza si el pueblo creía en éste o en aquél, en eso o en aquello. Sin duda se olieron que algo extraño estaba sucediendo tras el hecho palpable de que los restos ya habían sido robados, de que alguien, con desconocidas intenciones, se les había adelantado.

    Supieron sacarle el mejor partido a la situación, el que entonces convenía a sus nuevos intereses: afirmar que habíase cumplido el absurdo pronóstico que él les hiciera de volver a la vida tres días después de muerto para reafirmar su condición de ungido ante aquellas multitudes de zampatortas que, sin saberlo, habían aclamado, no al Enviado, como les había hecho creer, sino a un jefe bien preparado para encauzar toda esa fuerza dispersa y hacerla estallar en el momento oportuno. ¡Jamás habló por boca de Dios!

    Hasta en Tarso, desde entonces, no han cesado los comentarios acerca de su milagrosa resurrección. Habladurías de cuantos regresaban de Jerusalén cada Pascua.

    Cómo diablos iba a resucitar si su cadáver había ido a parar al valle del Hinom, como el de cualquier inmundo animal expiatorio; allí, podrido, irreconocible, se volvió un puñado de polvo que el viento de seguro esparció por el desierto. No hubo otra alternativa…

    Todo el celo que pusimos en evitar que tanto la tumba como el cadáver se convirtieran en objeto de idolatría se vino abajo por la traidora y ambiciosa actitud de aquel par de soldados de baja estofa. Eso nos pasó por fiarnos del enemigo, por echar perlas a los puercos, utilizando una de sus torcidas frases.

    Después vino el resto de las farsas: las apariciones en distintos sitios, durante cuarenta días; las burlescas comilonas con el resucitado a orillas del Tiberíades; el falso testimonio del que dijo haber tocado las heridas de sus manos y hasta haber metido los dedos en el lanzazo del costado…

    ¡Ellos mismos se mintieron, creyeron en sus propios embustes: ninguno puso en duda las invenciones de los otros; cada cual aportó lo suyo por no ser menos, para confundir imbéciles y embaucar gentiles con la promesa de la vida eterna después de la muerte! Promesas de salvación a ruines paganos… ¡Han hecho hasta concesiones de principios!

    Terminó de ajustarse el ceñidor de cuero, del que pendía una espada corta.

    ¿Para qué ir a Damasco?, se preguntó. De nada valdría apresar a unos cuantos si, al volver la espalda, surgirían diez por cada uno que pudiera llevarse cautivo. Algo le decía que acudiera al reclamo de Teófilo, y ese algo no podía ser otra cosa que la suprema voluntad de Dios.

    Saltó sobre la bestia y soltó las riendas. El caballo decidió: enfiló por el camino rumbo a Jerusalén, la ciudad santa.

    Los cascos del animal resbalaron sobre las pulidas piedras que, bajo el arco de la puerta de Jericó, asomaban tímidamente entre barro, excretas y costras sanguinolentas, depositadas allí por la corriente, acarreadas, quién sabe, si desde algún resquicio del altar de los holocaustos o arrancadas a las suelas del calzado de algún presuroso levita venido del Templo.

    El caballo remordió el freno al tiempo que sacudía la cabeza y resoplaba en señal de agradecimiento. Si bien el jinete no había significado una carga muy pesada, sí había sabido poner de manifiesto su impaciencia aun en los momentos más difíciles; el cruce del Jordán por el vado de Shittim fue un martirio constante en sus ijares, espoleados cruelmente desde la salida de Gerasa. Pella y Beisán sólo fueron dos breves descansos luego de aquellas interminables jornadas a galope tendido por las llanuras bataneas, azotados con frecuencia por borrascas de arena que el caballero había enfrentado protegiéndose la cara con la tela de su clámide, pero no así el caballo que, a intervalos, volaba sobre el camino a ciegas, guiado tan sólo por la certeza de su instinto.

    Hubiera preferido el jinete haber entrado a la ciudad por la puerta de Siloé, más discreta y directa, pero ello habría implicado rodear la muralla a lo largo del Cedrón, convertido ahora en torrente que inundaba todo el fondo del valle. No quedaba otra alternativa que ir callejeando por los arrabales de la ciudad baja, cruzar la muralla antigua, dejar a la izquierda el palacio de los asmoneos, subir por callejones tortuosos hasta el Sion y de allí al mercado alto, hasta la casa de Teófilo, el hijo de Anás, sucesor, por derecho, de Jonatán, actual sumo sacerdote, cuya precaria salud, pronto lo obligaría a ceder el ejercicio de su cargo.

    A pesar del contratiempo, sólo unas pocas miradas seguían a aquel empecinado fariseo que resistía los embates de la fina, pertinaz y alocada llovizna del mes tishri. Ninguno se preguntó su procedencia ni su destino. Ni tan siquiera el menesteroso que alargó la mano en solicitud de limosna, pero convencido de que sería en vano pues los fariseos sólo depositaban monedas en las trece Bocas del Tesoro, bien a la vista de todos y más por jactancia que por filantropía.

    Cruzó el arrabal de los queseros lo más presto que pudo, huyéndole al tufo a calostros de camella. Luego, por calles abovedadas donde las paredes amenazaban derrumbarse al paso retumbante del caballo, desembocó a un costado del palacio de David. Allí desmontó con cierta ligereza en contraste con su estampa grotesca y patizamba. Poco después, salpicaba de fango a la jaunna que, solícita, le franqueaba el paso al primer portal de la casa de Teófilo.

    —Mi señor lo espera desde ayer —dijo la esclava, bajando la mirada al tiempo que se inclinaba en profunda reverencia.

    Saulo de Tarso hizo su entrada en la quinta del futuro sumo sacerdote de Jerusalén. Y algo, en lo profundo de su alma, algo le decía que había hecho bien en dejar a un lado el camino de Damasco. Sin saber por qué, tenía la certeza de haber tomado la más segura y clara de cuantas decisiones se le hubiesen presentado en la vida.

    Crecía una frondosa higuera en el patio que, vista desde el centro del salón, a través de la abertura apaisada que servía de ventana, semejaba un gran cuadro colgado en medio de la pared. Pero continuaba lloviendo y cada gota, al resbalar por las hojas y caer en el estanque al pie del árbol, aportaba a la escena esa porción de movimiento apenas suficiente para romper hechizos imposibles de lograr aun por el más diestro pincel.

    —Y bien, querido Saulo…

    Las palabras de Teófilo le hicieron olvidar el cuadro. No llevaba el prelado su mitra de brocado ni era de carmesí su vestidura corta, como hasta un rato antes, cuando, rodeado de heraldos, juzgaba reos acusados de infidelidad, a alguno que otro falso mesías… O a idólatras: gente que, durante el día, recitaba de memoria los salmos, guardaba preceptos y cuidaba su boca de blasfemias. Pero en la noche, los siete demonios que ocultaban dentro se apoderaban de ellos y ofrendaban al impostor en boga, que no pocos farsantes habían surgido en los últimos años; sobre todo desde el estruendoso fracaso de Jesús: la mejor concertada de todas las maniobras que muchas y selectas inteligencias habían lucubrado como primer paso para dar comienzo al gran levantamiento contra el opresor romano.

    —No muy halagüeñas son las noticias, al contrario… —dijo el de Tarso, mientras una sonrisa acentuaba un poco más lo mucho de grotesco que había en su rostro—, Éfeso, Antioquía, Corinto, Atenas, Sidón…

    —… Cesarea, Galilea, por supuesto, y hasta en Jerusalén —continuó Teófilo— una plaga sobre la nación, querido Saulo. También hay indicios de que en Samaria…

    —¡Inadmisible! Él nunca tuvo instrucciones de llegar tan lejos como para insinuar siquiera a sus hombres la inclusión de un cerdo samaritano entre las filas de los hijos del Señor.

    Teófilo hizo un gesto vago con la mano. El asaf, solícito, ordenó prender las lámparas de las paredes y traer vino. Un suave aroma de juncos y cinamomo se esparció junto con la luz por toda la habitación.

    —Él no, pero sus seguidores, al parecer, piensan aceptarlos; han dicho que una vez habló acerca de una historia en la cual cierto samaritano salvaba a un judío, luego de que varios de sus hermanos le habían negado ayuda. No pongo en duda que haya dicho semejante cosa; por entonces ya se nos iba de las manos… Quizá ya había perdido la confianza en el plan, o había perdido la cabeza…, quién sabe. Me inclino a pensar que tomó en serio su papel de profeta: hay individuos a quienes se les perturba la razón al sentirse aclamados por las multitudes. El exceso de poder es capaz de corromper y de trastornarlo todo. Nicodemus me refería, hace poco, su encuentro con él en el monte de los Olivos, justo el día en que formó el primer alboroto en el Templo. Dice que le salió con un discurso filosófico y una sarta de incongruencias tales que le fue imposible hasta ponerlo al tanto de las últimas instrucciones. Lo notó un poco…, alterado… dice que hasta en su mirada había algo de turbio… Días después recobró toda su elocuencia y pudo continuar. Pero esos momentos de desvaríos continuaron repitiéndose cada vez con mayor frecuencia.

    —Si nos hubiésemos dado cuenta a tiempo… No hubiera sido necesario crucificarlo… Ni hubiese dado pie para todo lo que vino después y que ha desembocado en esta penosa situación. Ya sus seguidores invaden hasta nuestras propias sinagogas; en Antioquía se han atrevido a sustituir al principal de la casa de Dios y al hazzan aprovechándose de ello para imponer sus ritos como si fueran oficiales: el llamado bautismo, por ejemplo, auspiciado por el que se decía precursor del Esperado, aquel loco del Jordán que Antipas mandó degollar. ¿Con qué potestad lo hacen, hermano Teófilo? ¿Quién los ha investido con semejantes prerrogativas?

    La pregunta queda en el aire, zarandeada por unas rachas de viento húmedo que irrumpen en la habitación. El joven Saulo dio unos pasos hacia la ventana; el cuadro de la higuera se amplió, de manera que abarcaba nuevos detalles: un rosal de flores blancas trepaba el muro, a la derecha, perdido casi entre el espeso follaje de los jazmines. Hasta él llegó esa mezcla de olores dulzones que entraba a raudales por las puertas, en lugar de ventanas, de su aplastada nariz.

    —¿Y eres tú, precisamente, Saulo de Tarso, quien me lo pregunta…? Bien sabes que no ha sido ninguno de los Setenta; ni siquiera el inepto de mi hermano, víctima, unas veces, de arranques infantiles o impelido al desatino por esas fiebres que lo consumen. Todo parece responder a una confabulación de consecuencias imprevisibles o peor: un cisma como el que se produjo a la muerte de Salomón. Acabarán separándose de la ley que nos entregó Moisés para convertirse, quizá, hasta en nuestros más encarnizados enemigos. Eso es lo que vislumbro.

    Saulo le dio la espalda a la ventana.

    —Las osadías de sus seguidores, hermano Teófilo, han sido tales que me llevan a considerar esa conducta como parte de un plan para confundir a las autoridades romanas y que éstas ganaran confianza en la nueva facción y la vieran como un elemento divisorio en nuestras filas: tal parece que quieren hacer de Jesús un abanderado de flamantes ideas religiosas, y así quitarles de la cabeza a los romanos su faceta de rebelde contra el imperio. Eso era lo que pretendíamos que sucediera cuando lo lanzamos a la palestra como el nuevo mesías, años atrás… Pero sin llegar a estos extremos, claro está.

    —Son tiempos pasados, querido Saulo; y lo pasado, pisoteado yace en el recuerdo de la gente. Ten en cuenta que, una semana después del inevitable sacrificio, salvo sus capitanes, ya nadie hablaba de él. Más tarde, ellos mismos comenzaron a engañarse en sus tertulias, con relatos tales como el de afirmar que tantos miles ya creían en su palabra, que ese llamado espíritu santo bajó y los iluminó para que pudieran entenderse en disímiles lenguas. Mienten cuando afirman que curan tullidos, que sanan leprosos… Te lo aseguro: tengo a varios de mis leales conviviendo entre ellos, en una de esas comunidades que se han dado a formar. Hasta ahora, ninguno de esos prodigios que tanto cacarean por todas partes ha sido cierto… Lo del mendigo paralítico de la puerta Hermosa no pasó de ser un espectáculo bien montado; recuerdo que después reunieron a unos cuantos mentecatos en la galería de Salomón para vanagloriarse del milagro. ¿Y sabes lo que contaron a sus mujeres? ¡Que cinco mil habían abrazado la causa de Jesús de Nazaret! —Saulo hace un gesto intentando objetar, pero Teófilo lo atajó, señalándolo con el dedo—. Y también tú lo hubieses afirmado porque, cualquier tontería, cuando se pone en boca de mujeres, anda tan ligera como sobre esos carros de los romanos tirados por seis parejas de caballos.

    La tarde empleaba sus últimos rayos de sol para abrir una brecha entre las nubes y asomarse tímidamente sobre Jerusalén. El cuadro de la pared fue adquiriendo rango de acción plástica al iluminarse poco a poco. El rosal, la enredadera de jazmines, la higuera y más allá unos mirtos, se vestían de un verde húmedo, lujurioso. En el estanque, un grupo de cromis se movía inquieto para que el agua aportara, asimismo, su pincelada de policromía en la obra de arte. Por momentos, la brisa traía del otro lado de la muralla el bronco rumor del Gihón al caer en la piscina de Betsabé.

    —Entonces, el asunto aquel de Esteban, ¿no sirvió de escarmiento?

    —No me refiero a eso. La lapidación de Esteban puede ser una experiencia digna de tener en cuenta y nos advierte de dos aspectos muy importantes —Teófilo quedó pensativo, también su mirada recorre el cuadro y pasa por sobre la higuera hasta chocar contra el muro, al otro lado del patio—. El primero: somos capaces de manejar una situación difícil y hacer que dé como resultado aquello que nos hayamos propuesto, o sea, que se vuelva a nuestro favor. Esteban no sólo era la mano derecha de Simón Pedro, sino que apuntaba a convertirse en el jefe de la secta cristiana cuando lo sustituyera y eso hubiese sido muy peligroso. El llamado Kefas, la piedra sobre la cual dijo, en uno de sus desvaríos, que se erigiría la nueva doctrina, si bien es lo suficiente voluntarioso para llevar sobre los hombros semejante carga, carece de esa sutil inteligencia, del sagaz instinto, del don imprescindible de la perspicacia: elementos esenciales para integrar la personalidad del cabecilla. Simón Pedro es, en cierta medida, torpe a la hora de tomar decisiones que exijan ver un poco más allá del paso a dar. Muy por el contrario de Judas Iscariote, que se desempeñó bien: supo engañarnos al escamotear información cuando lo infiltramos entre los seguidores de Jesús para que nos tuviera al tanto de cualquier imprudencia que lo desviara de los objetivos trazados; por eso perdimos el control sobre el nazareno. Por otra parte, al revelarle a los romanos que, en el fondo, el Mesías no era más que un sedicioso, pero actuando por cuenta propia, el Iscariote compensó en algo lo que habíamos perdido: nos facilitó el modo de eliminarlo. En resumidas cuentas, el sanedrín no tan sólo quedó fuera de toda sospecha, sino que salió airoso ante las autoridades romanas: se puso de manifiesto el cumplimiento de nuestro compromiso en lo que respecta a suprimir a cualquier revoltoso a cambio de permitirle al pueblo sus prácticas religiosas sin objeción alguna. No saben ellos que arrastran una piara de dioses, que es éste, precisamente, el factor cohesivo de la nación hebrea: su único Dios. Judas se las arregló también para desaparecer de la escena. Algunos aseguran que se quitó la vida; otros, que se esfumó. En ambos casos, porque temía la venganza tanto de los principales seguidores del nazareno como de nuestra parte: ninguno de los dos le perdonaríamos el engaño. Sirvió a Dios y a Satanás; de ambos obtuvo provecho y de ambos se puso a buen recaudo. Todo parece indicar que se ha retirado a tiempo del juego, llevándose la bolsa bien llena, sin dejar rastro… El Iscariote actuó con astucia; a Pedro no le fue otorgado ese don.

    Había cesado la lluvia.

    Todo quedó en silencio: la habitación y el cuadro del patio. Ni el leve crepitar de las llamas en el aceite de las lámparas perturbaba la tranquilidad. Casi parecía que el tiempo se hubiese detenido un instante. Teófilo se pasó las manos por su negra y rala barba, mientras Saulo admiraba el rojo subido del vino galileo con que el asaf llenaba de nuevo su copa de plata cincelada. Vinos fuertes los de aquella región, bien fermentados, subidos de alcohol.

    —Desde luego que no te pedí venir, hermano Saulo, para que me refieras las actividades de esos disidentes. Creo que con ellos ya hemos sido lo suficientemente reflexivos, persuasivos e incluso tolerantes. Es en verdad lamentable, pero hay que enfrentar el hecho tal y como se nos presenta.

    Saulo buscaba en su memoria algún momento en el cual se hubiese cruzado con Jesús de Nazaret y sólo recordaba una escena muy fugaz, a la salida de la muralla, por el camino de Jericó… Acababan de abandonar la ciudad Jesús y sus seguidores y era como si la inquietud se fuera con ellos para dar paso a una calma relajante que se hubiera adueñado del aire y éste de pronto fuera respirable. Ya se largaron, oyó decir a un viejo que también los observaba. No es solamente él, que todo lo trastorna con su presencia, sino lo que arrastra consigo, toda esa turba…, dijo otro. Y eso mismo sintió y eso mismo vieron sus ojos: un tropel de harapientos: una amalgama que reunía tullidos, leprosos, prostitutas de cabellos sueltos, ciegos de torpe andar y mendigos, que se alejaba vociferante a la par que la polvareda los envolvía. Y cierta angustia lo invadió por un instante. Un vago presentimiento indefinible…

    —Cortar el mal de raíz —fue la voz un tanto lejana de Teófilo que lo trajo a la realidad— e impedir a toda costa la proliferación de ese grupúsculo, convertido en amenaza potencial para la unidad religiosa de Israel. Basta de palabras, querido Saulo. Sobre mí recaerá la responsabilidad, más temprano que tarde, del sumo sacerdocio y como es natural, quiero que, cuando ese momento llegue, el camino se encuentre libre del obstáculo que representan estos doce antiguos discípulos que difunden sus perniciosas ideas entre nuestra gente, que nos quita familias enteras, de las más prestigiosas, que sonsaca también a gentiles pudientes, en fin, que socava nuestro terreno, que ya nos estorba más de lo permisible.

    Teófilo hizo una pausa que acompañó con un par de sorbos de vino. Y continuó, ya con más sosiego:

    —He logrado reunir un pequeño grupo de hombres muy diestros… Todos muy fieles, insobornables, te lo aseguro; no cometería otra vez el error de aquellos que me antecedieron.

    —¿Y qué pretendes hacer con ellos, acabar con los romanos? Me recuerdas lo incrédulos que se mostraron los doce capitanes de Jesús cuando les dijo que sólo con ellos bastaba…

    —Es algo distinto. Probado está, y así nos lo puso de manifiesto la fallida experiencia de nuestro Mesías, que resulta imposible un alzamiento general contra el imperio. Es demasiado poderoso, ocurriría lo de siempre: un mar de sangre, de nuestra sangre. Hay otra cuestión que se impone y lo que voy a proponerte sería como una puesta en práctica, a modo de ensayo: pasar a la acción en pequeña escala escogiendo nosotros a quién, cómo, cuándo y dónde asestar el golpe, siempre de acuerdo con nuestra conveniencia…

    —Pero los sicarios…

    —Los sicarios se conforman con acuchillar al primer romano que les dé esa oportunidad. No constituyen una fuerza cohesionada, con un objetivo bien definido por el cual valga la pena poner en riesgo tanto vidas como recursos. No pienses que haya desechado la idea de valernos de ellos también, pero en su momento. Lo que intentamos ahora sería a largo plazo, ha sido bien estudiado… ¿Nunca has sentido terror —y enfatizó la palabra—, querido Saulo? Hay algo de lo cual todos sentimos miedo: de lo inesperado, pero ése es un sentimiento cotidiano que se ha asentado en nuestro ánimo y ya forma parte de nuestra vida; es simplemente el azar, que no nos aterroriza. Pero cuando ese miedo se convierte en un temor que te amenaza siempre —volvió a enfatizar, pero esta vez en la palabra siempre—, cuando has visto morir a alguien al derrumbarse una pared a su paso, que hasta unos momentos antes parecía segura; cuando tienes la certeza de que puedes caer en una trampa, que quizá no es para ti; cuando ni el suelo que pisas te parece seguro… Eso es terror. Y a eso queremos llegar con los romanos y de ahí mi propósito de ver en la práctica y en pequeña escala cómo funciona con tu grupo…

    Saulo intervino:

    —¿Nadie conocerá de la existencia de este… grupo?

    Teófilo negó con la cabeza y prosiguió:

    —Grupo o partida. Aún no sé cómo llamarle con exactitud. Los romanos emplean el vocablo factio para designar a una banda de gente armada, o partido de violentos o desaforados en su proceder o sus designios. Aunque tampoco se trata de eso concretamente si tenemos en cuenta

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