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El prisionero del Vaticano (nueva versión)
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Libro electrónico197 páginas4 horas

El prisionero del Vaticano (nueva versión)

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El nuevo pontífice acepta con reticencia una misión que teme imposible. Irá comprendiendo que los rumores sobre la gestión del Vaticano no son solo ciertos sino incompletos. La curia romana financia su ansia de poder y su ostentoso cotidiano con fondos mal habidos: tráfico de influencias, lavado de dinero, malversaciones y contrabando. Obtiene la obediencia con chantaje y el silencio con la amenaza de excomunión. Pero no se dejara ni intimidar ni doblegar y ante su resistencia lo privan de libertad. Con la ayuda de partidarios internos logra huir. Fuera de la Santa Sede le van llegando testimonios agobiantes. Los escándalos de la pedofilia y del encubrimiento que prolongó el tormento de niños y la impunidad de los victimarios, no solo se explican por un intento culposo de proteger el prestigio de la Iglesia. Y a eso se suman las violaciones y el maltrato de las monjas, el abandono de los hijos de clérigos y las anulaciones de matrimonios por razones políticas. El virus que asola al mundo entero modificará las circunstancias. Recupera su pontificado para implementar las reformas indispensables, con el asentimiento de todos los que habían venido llorando “ El honor perdido del Vaticano”.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 mar 2013
ISBN9782954465302
El prisionero del Vaticano (nueva versión)
Autor

Maria Josefina Uribe Mallarino

Maria Josefina Uribe Mallarino es psicóloga de la Universidad nacional de Colombia y posee una maestría de la Universidad de Londres. Fue consultora en Recursos Humanos en una firma internacional de auditoria y consulting, primero en Bogotá y luego en Paris. Actualmente es profesora de español en la educación superior francesa. Publicó una primera obra: “La Isabela”, una novela con fuerte contenido histórico sobre las contingencias sociales y económicas del Siglo de Oro en España y en el entonces Nuevo Reino de Granada.

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    La historia es trilladamente interesante, trae de nuevo a la luz secretos a voces que ocurren entre las autoridades católicas y con propuestas muy irreales sobre cómo podría mejorar el Vaticano. Lo que es repudiable son sus terribles faltas de ortografía y puntuación, palabras inventadas e ideas inconclusas que hacen lenta la lectura y provocan desconexión con la trama, se nota que no hubo trabajo de corrección de estilo o quizá quien lo hizo sea tan malo redactando como la escritora. No hay un sustento bibliográfico de todos los datos que menciona...
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El prisionero del Vaticano (nueva versión) - Maria Josefina Uribe Mallarino

El Prisionero del Vaticano

(otra versión)

Smashwords Editions

Copyright 2013 María Josefina Uribe Mallarino

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1

Eh Ave María! La manida expresión, bien colombiana, lejos de una invocación cristiana era casi un juramento, por todo su contenido de irritación e impaciencia. Pedro Guerrero estaba exasperado. Llevaban cinco interminables días.  Los contó con los dedos, con el puño ligeramente cerrado para que no fuera obvio. Para ser exactos la tarde del primero, las cuatro jornadas siguientes y la de hoy que iba a recomenzar ahora, después del almuerzo. Si no llegaban a un acuerdo sería la elección más disputada de mucho, mucho tiempo. Esos cinco días habían ido diluyendo ilusiones, sobre él y sobre los otros, ni se encontraba entre los electores por verdaderos méritos propios ni aquel que saliera vencedor los tendría.

Esa mañana se había admitido, por consenso general, que se abandonaría la regla de los dos tercios por la más asequible del 50% más un voto, pero eso no había destrabado la situación. Desde el comienzo los dos contrincantes que se enfrentaban, reñían como dos ciervos con los cuernos entreverados, casi inmóviles durante horas. Cada cual contaba con sus seguidores. Los demás, advenedizos, sin posibilidades reales de triunfar, en vez de hacer fuerza por uno u otro contrincante como se podía esperar, estaban presentando candidatos alternativos con la secreta esperanza de que los dos machos se mataran entre sí. Los seguidores de cada contendiente se conocían, conocían a algunos del bando adverso e ignoraban a la franja de los no alineados, entre los que se encontraba él.  En una elección normal, cada candidato intenta seducir al elector. Aquí no pasaba eso, era un pugilato entre dos titanes, convencidos de poder ganar por su sola fuerza. Aunque les estaba costando, por potentes que se sintieran no lograban obtener la mayoría, ni siquiera relativa, de los 124 votantes. Pedro hizo cuentas: Warsoski, el candidato polaco, contaba con el apoyo de la mayoría de los europeos, pero no de todos, y el de buena parte de los países emergentes fuertes. Stuart, el americano, reunía sin duda a sus compatriotas, a los australianos, a los neozelandeses, probablemente a muchos de los británicos y de los canadienses. Y ninguno de los dos grupos sumaba más del 40%.  Erráticas quedaban las voces de los países latinoamericanos pobres, las de los africanos y las de los poco numerosos asiáticos que tendían a expresarse en favor de totales desconocidos, aunque la fatiga del ejercicio repetido hasta la saciedad había hecho que unos pocos se resignaran dándole su apoyo a uno de los candidatos de peso.

Pensó en su invitación a la ópera Garnier. Fino gesto de su amigo Pradier, con quien se había iniciado a los encantos de la lírica en tiempos estudiantiles y que al saber de su viaje a Europa había imaginado un reencuentro de evocaciones musicales y juveniles.  Ojalá no tuviera que renunciar a ella ni a las remembranzas de antiguos camaradas. Intentó recriminarse por un desasosiego claramente fútil en esos momentos, sin llegar a sentirse culpable.  Tarde o temprano acabarían por escoger a quien menos inquietara. ¿O sí? ¿Sería ilusorio imaginar una conclusión diferente a la que se venía presentando?  Aun él, con todas sus ganas de terminar pronto, se había comportado e iba seguir haciéndolo, de idéntica forma.  No tomaría partido por ninguno de los dos contrincantes, porque no confiaba en ellos y aunque no todas las veces había votado por el mismo tercero, lo había escogido siempre entre los outsiders, sin posibilidades de ganar.

Lo que bloqueaba el resultado era la soberbia de los dos candidatos. Muy poco se había visto a los prosélitos de uno u otro lado ir a la caza de votos en donde se encontraban los que faltaban. ¡Ni más faltaba! La experiencia de los cinco días de encierro no perturbaba su arrogante empecinamiento.  La codicia, pensó Guerrero, era el motor de la política, aunque las motivaciones personales se disfrazaran de interés colectivo. La mayor parte de los otros vicios eran perniciosos para el que los experimentaba: la gula, la pereza, pero la avidez de bienes y poder le hacía daño a los demás. En este caso a la institución y al sistema. ¿Podría él contribuir en algo para salir de ese atolladero? Le vino a la memoria una conferencia que había dictado un colega en la universidad de Detroit sobre resolución de conflictos sindicales. Había sido antes de la muerte de Paulina, luego hacía más de veinte años de aquello.  En esa época, como parte de su actividad profesoral, organizaba coloquios y conferencias sobre temas de sociología y comunicación. ¿Cómo era el método que había experimentado su colega para conseguir abrir negociaciones atascadas entre la patronal y los obreros en las más intrincadas huelgas en el sector automotor? En una situación de bloqueo había que convencer a las dos partes inamovibles de mostrar su buena voluntad favoreciendo un proyecto alternativo. En un primer tiempo lo importante era el gesto, luego se podía esperar construir sobre un terreno común.

Sus labores en Colombia lo habían llevado en muchas ocasiones a discutir con bandos rivales y cualquier éxito que hubiera alcanzado había pasado siempre por ponerse en el lugar del otro y explicitar y considerar las aspiraciones de cada cual. El respeto era la clave del desmontaje. Aquí no había nada que aclarar, las pretensiones de unos y otros eran transparentes y contradictorias y la consideración por los no alineados inexistente. Con todo, algo había que intentar. Quizás se pudiera encontrar una tercera vía. Se decidió a ir a hablar con los anglosajones. El hecho de que un suramericano hablara un perfecto inglés y ostentara un PhD de una universidad americana, pequeña y modesta pero estadunidense, le concedió alguna escucha. Oyeron lo que decía, si no con interés, con alguna cortesía. Cuando acabó, Stuart hizo un gesto de despido con la mano y sin moverse de donde estaba designó a cinco o seis de sus prosélitos para una conversación privada.

No tuvo tiempo de hablar con los europeos antes de la primera vuelta de la tarde. Lo intentó después de sus desalentadores resultados. Habiéndolo visto hablar con el partido adverso lo dejaron expresarse, mientras se preparaba la última votación del día. Con ellos se presentaba un problema lingüístico, él no hablaba ni alemán ni italiano, ni muchísimo menos polaco. Su francés en cambio era bastante bueno porque había hecho sus estudios en el liceo francés de Bogotá y realizado más tarde una maestría en el Instituto de Ciencias Políticas de París. Hizo una síntesis de su discurso en las tres lenguas que dominaba. Warsoski, europeo culto, lo escuchó con cortesía. Cuando concluyó lo condujo con extrema amabilidad hasta su lugar habitual como quien lleva a un invitado hasta la puerta de salida. Una vez de vuelta a su territorio, Guerrero, con más terquedad que optimismo, decidió acercarse a los otros corrillos, pero sus diligencias fueron interrumpidas por la llamada a votar. La tarde concluyó con la misma frustrante constatación.

Mientras caminaba con los latinoamericanos hacia el alojamiento en donde pernoctaban les expuso a ellos también su idea. Le pareció que la acogían con mayor interés, pero era posible que esa no fuera sino la forma natural de expresarse en su subcontinente: fogosa y cálida pero no necesariamente transparente. El sitio en donde se alojaban se llamaba Casa Santa Marta, lo atestiguaba gravado sobre la piedra un anuncio en la fachada.  ¡El colmo de la paradoja! Era precisamente allí en donde hubiera querido dormir, pero en Santa Marta, departamento del Magdalena, Colombia. Él era del interior, de la capital; vivía desde hacía poco en la costa atlántica, en donde había encontrado un sosiego y un contento al que aspiraba retornar.

Al día siguiente antes de que se hubieran reunido todos, Pedro habló con los africanos y luego con los asiáticos. Los primeros sonrieron con malicia, convencidos de que se trataba de alguna triquiñuela, los segundos fruncieron el ceño porque sospecharon lo mismo. La primera vuelta arrojó exactamente los mismos resultados que la tarde anterior. La exasperación comenzó a hacerse palpable. Uno de los seguidores de Stuart atravesó la pieza e interrogó a Pedro.

-Quién era y qué era exactamente lo que proponía su colega de Detroit?

-Era un doctor en Sociología de la universidad de Michigan, aunque el coloquio tenía lugar en Mercy.

Las credenciales tranquilizaron a su interlocutor. Michigan presentaba mejor que Detroit. Le pidió que lo acompañara y Guerrero volvió a explicar el sistema ante el grupo de los anglosajones.  Desde las filas de los europeos lo observaban con suspicacia. Después de la segunda y repetidamente inútil votación se levantaron a almorzar. Los prosélitos de Warsoski le pidieron que se sentara con ellos y explicara de nuevo su idea para salir del círculo vicioso. Durante el café europeos y anglosajones debatieron el asunto y ya en el lugar de reunión le pidieron a Guerrero que expusiera su plan ante todos.

-Se trata de encontrar una solución alternativa, que por paulatina negociación pueda llegar a obtener un consenso.

El asunto se debatió y a medida en que se sometían ideas, la de abandonar el repetido ejercicio y modificar el modo de elección se impuso. Guerrero acabó por proponer que se votara por dos nombres y que cualquiera de ellos que obtuviera la mitad más uno sería el elegido, lo que fue aprobado por más de los dos tercios. Se inició la primera vuelta de la tarde. La lectura de las papeletas fue agobiando a Pedro, se estaba pasando de semejante a idéntico. De repente recordó el cumpleaños de su sobrino y comprendió que también se iba a perder ese festejo. Lo veía ahora muy regularmente y se había convertido en un ser cercano y muy querido. Su misión en Santa Marta había sido inicialmente más frustrante que otras muchas en donde la aparente sin salida, las bajas expectativas suyas y de los demás habían obviado el camino. La soledad entre muchos, las trabas de quienes aparentemente acatan, la lentitud de los progresos había sido penosa. Con todo, había avanzado y la llegada, dos años antes de su hermana, recién separada de su marido, sus dos hijos y su madre había llenado un vacío afectivo. La cercana presencia de todos ellos y la pasión por la labor que él realizaba habían hecho de este período uno de los más serenos de la vida de Guerrero. Después de los años de derrumbe moral y psicológico que habían seguido a la muerte de Paulina, había vivido en una paz aletargada y solamente ahora en Santa Marta había vuelto a conocer la premura al despertarse, las ganas de emprender y la alegría de realizar.

El nuevo método no había dado los frutos esperados. Cada bando había votado por su candidato habitual y su principal acólito, con los eventuales disidentes ahora había seis candidatos, cada cual con un 20% de los votos o menos. Pedro se puso al frente del grupo y lo interpeló. Ese no era un proyecto alternativo, era el mismo disfrazado. El segundo nombre tenía que pertenecer a un grupo exógeno, a eso se tenían que comprometer todos y cada uno. La discusión duró en esta ocasión más de una hora. Puestos todos de acuerdo se procedió

Estaban a viernes, si por un milagro la elección se concluía esa tarde tal vez alcanzara a la ópera. Las ceremonias de entronización tendrían lugar pasado mañana, al día siguiente se presentaban saludos individuales, quizás podría pretextar su reserva no modificable con Air France para pasar entre los primeros. Si cogía el avión de las tres, todavía estaría a tiempo para Vivaldi y su amigo Pradier; despegaría de París el miércoles en la mañana, a las ocho de la noche, hora de Santa Marta, le estaría entregando la tableta electrónica que le tenía de regalo a su sobrino.

Oyó que lo llamaban y salió de su ensimismamiento. Pero no lo estaban llamando, solo nombrando. Sorprendido constató que Pedro Guerrero aparecía cada vez más frecuentemente como segunda opción en las papeletas de doble nominación. Su sorpresa se tornó en inquietud y luego en verdadera angustia. Lo último que deseaba era salir ganador. Ya era un verdadero azar que se encontrara ahí como elector. Pero a medida en que se ensartaban con hilo y aguja los trozos de cartón en los que se consignaban los votos, el final se iba haciendo evidente. Sintió una especie de vahído. ¿Habría alguna manera de evitar que se cerniera sobre su cabeza ese destino?

- Señor, aparta de mí este cáliz- alcanzó a rezar antes de que las famosas palabras resonaran bajo las bóvedas de la capilla Sixtina.

Habemus Papam -declaró el proto diácono desde el altar.

2   

A partir de ese momento todo se precipitó. El grupo de cardenales se partió en dos para hacerle haya de honor a un prelado del séquito del cardenal Warsoski, el Penitenciario Mayor. Dirigiéndose a Pedro pronunció unas palabras en latín en tono interrogativo, debía estar requiriendo su asentimiento. Pedro dudó unos segundos sobrecogido por la inmensidad de lo que se le venía encima y cuando el malestar general que su silencio producía se hizo sentir, respondió afirmativamente con la cabeza. ¿Qué más podía hacer a esas alturas? Él había impuesto las nuevas reglas y se había batido porque se jugara así y se jugara limpio.

Se procedió a enviar las consabidas señales de humo blanco. Inmediatamente después el Camarlengo, responsable de las funciones administrativas y financieras del Vaticano y una de las raras personas que Guerrero podía identificar, pues su foto había aparecido en la prensa en el momento de la dimisión de su predecesor, le comunicó el orden de los eventos que se sucederían. Se le nombraría primero Obispo de Roma. Inmediatamente después el sastre oficial del vaticano entraría con las vestiduras preparadas de antemano para ajustarlas a su talla. En cuanto eso estuviera listo se trasladarían a la Basílica de San Pedro desde cuyo balcón se anunciaría el nombre del cardenal elegido papa y su nueva denominación.

Nadie esperaba que quien saliera designado fuera un hombre pequeño y escuálido. Tanto Stuart como Warsoski medían más de un metro ochenta y cinco y a pesar de sus años tenían una silueta atlética. Estrechar y recortar iba a tomarle algún tiempo al sastre. En cuanto acabó de colocar alfileres y se retiró, el cardenal polaco se acercó al nuevo papa. No era seguro que su sonrisa fuera enteramente sincera, pero en todo caso contrastaba con los labios apretados del americano. Se dirigió a Guerrero en el tono confiado y seguro de quien se sabe acreedor. Y era muy posible efectivamente que su reciente título cardenalicio se lo debiera a él. Aunque Guerrero siempre había pensado que había sido el producto de una mala interpretada afirmación suya relativa a la influencia de la iglesia. Cuando los íntimos en Roma habían conocido, mucho antes que el mundo, la decisión de dimitir del papa, habían multiplicado los nombramientos de cardenales para influir en los resultados de su sucesión. En algunos casos, como en el suyo, claramente se habían precipitado.

-Si me puedo atrever Su, Su… -le costaba pronunciar el título oficial- Su Santidad, uno de sus primeros actos será el de escoger su nuevo nombre. Me permito indicar que el de Juan Pablo III causaría gran alegría.

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