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Xanto: Xanto
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Libro electrónico228 páginas5 horas

Xanto: Xanto

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Xanto, el Luchador de las Multitudes, superhéroe nacional y vencedor de muchas batallas, ha combatido toda clase de adversarios y amenazas. Pero ahora afronta el reto más grande que haya encarado cualquier defensor de la justicia: los Dioses-Monstruo de Más Allá de las Dimensones, las fuerzas de la Gran Oscuridad, no sólo han llegado a la Tierra, e
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076219249
Xanto: Xanto
Autor

José Luis Zárate Herrera

José Luis Zárate (Puebla, México) es un autor de culto, nativo digital. Ha publicado novela, cuento y ensayo en México, España, Francia e Italia. Ganador de múltiples premios nacionales e internacionales. Adora la twitteratura y es una presencia constante en redes sociales.

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    Xanto - José Luis Zárate Herrera

    I

    —Vas a morir —dijo Gaffé a nadie en particular. Se refería a todos: a la gente que rodeaba la entrada del metro en la estación Insurgentes, a los puesteros que atiborraban el lugar, al sol de las cuatro de la tarde, a los cientos de puntos IMECA que presionaban sus pulmones, a los ruidos que se apretujaban tanto como la gente, al asfalto caliente, al embotellamiento cercano, a un perro que miraba con aspecto suicida un puesto de tacos.

    —Vas a morir —dijo Gaffé, a sí mismo.

    Sintió frío. Nostalgia de lo que estaba a punto de desaparecer. Miró todo a su alrededor como quien ve un viejo álbum de fotos. En este caso no habría muerte súbita. No hay forma de hacer que la muerte sea súbita. Todos ellos verían arder el horizonte, serían testigos de la caída del mundo.

    El mundo que Gaffé había derribado.

    Con un suspiro avanzó entre la gente. Siempre le había desagradado el roce de otras personas, sentir vidas palpitantes a su alrededor. Pero ese día quiso abrazarlas, darles a todas un beso de despedida.

    Gaffé se detuvo al azar ante uno de los puestos de reproductores mP3 y bocinas. Desde una de ellas, a todo volumen, un muerto le hablaba:

    Para subir al cielo

    para subir al cielo se necesita

    una escalera grande

    una escalera grande y otra chiquita.

    Ritchie Valens. Se desplomó en una avioneta y ardió al final. Un cantante menos. Con todo, su voz seguía ahí, viva pero muerta.

    Se supone que los muertos saben más que los vivos. Miles de civilizaciones les han preguntado, mediante ceremonias execrables, acerca del conocimiento que sólo puede adquirirse en ultratumba.

    Se necesita una escalera grande y otra chiquita.

    ¿Y para salvar al mundo qué se necesita? Primero, por supuesto, que se encuentre en peligro. ¿Y cómo hacérselo saber a quienes lo rodeaban? Fíjese, señor, que va usted a ser masacrado. Peor que masacrado: las ciudades van a hervir, y hordas de aberrantes seres de múltiples rostros destruirán la realidad.

    Sí, sí, claro, le dirían. Tal vez alguien lo quitaría de en medio con un empujón, o incluso le daría algunas monedas para que dejara de molestar.

    El mundo estaba en peligro. Y Gaffé había contribuido a que lo estuviera. Había deseado que no quedara nada de la humanidad, que la sangre inundara los mares y convirtiera la Tierra en un mundo rojo. Pero ya no. Se había arrepentido. Más que eso: ahora deseaba detener todo aquello que ayudara a poner en marcha.

    No podía permitir que ardieran las bocinas llenas de leds, los cientos de colgajos de alambre, el tipo que ofrecía tatuajes que no se despintan o calcomanías de lujo, ni las tortas triples cubanas-hawaianas a sólo 40 pesos, ni el rumor eterno de la multitud, tan pesado como la atmósfera. Esas actividades que, en principio, no tenían que ver con él, que estuvieron siempre lejos y que no le importaban, ahora eran suyas porque deseaba que siguieran existiendo: le pertenecían porque debía salvarlas.

    Pero ya había puesto en manos de locos un poder inmenso, fuera de toda proporción: las claves de las puertas.

    Gaffé quiso ponerse al lado del tipo que vociferaba las virtudes de un montón de aparatos eléctricos hongkoneses. Explicar, a voz en grito, no lo bueno que era un smartphone con linterna integrada y radio de banda civil, sino que el mundo es sólo una dimensión: "Pasen, admiren el concepto de que la realidad en la cual nos movemos, el universo del que formamos parte, son simplemente una porción del todo. Hay otras realidades, otros universos, distintas dimensiones. Y otros smartphones". Sin embargo, no podía decir nada. ¿Cómo explicar que, por fortuna, cada dimensión se encuentra aislada de las demás? Es una suerte y pocos lo saben. Cerca de nosotros hay otros universos, poblados de seres cuya idea de pasar un buen rato es cometer algún genocidio.

    Las puertas protegen a los universos de las otras dimensiones. Cuando están cerradas, nada puede entrar a esta realidad desde los otros mundos, pero si llegaran a abrirse…

    Y justo ahora se estaban abriendo. Universos oscuros donde estrellas hambrientas desangran planetas.

    El esoterista se deslizó entre la gente; se sentía muy culpable. Discúlpeme por asesinarlo; perdón, no quise matarlo. ¿Sabe?, es que yo me sentía mal, odiaba al mundo, la realidad me maltrató demasiadas veces y decidí que el mejor modo de olvidarme de todo era terminar con la humanidad. Si llegaba el fin, yo podría librarme de mi pasado, de la pesada sonrisa de mi padre, del recuerdo de tantas humillaciones.

    Pero no había excusa posible. Lo único que podía hacer para redimirse era impedirlo.

    Sólo entonces perdería sentido la culpa. Despertar de repente y decirse que se estaba comportando como su padre. Él habría destruido al mundo sin remordimientos. ¿Pa qué se dejan?, habría dicho.

    Por eso él debía salvar al mundo.

    ¿Y para salvar al mundo qué se necesita?

    Un héroe. O mejor dicho, el héroe.

    ¿Pero qué sabía de héroes un hombre que pasó toda su vida entre libros monstruosos, estudiando blasfemas ceremonias escritas en lenguas afortunadamente muertas o masacradas?

    Era capaz de llamar incluso al propio demiurgo de Providence, al místico Howard Phillips Lovecraft, pero ¿qué caso tenía?

    Era demasiado tarde para detener los conjuros.

    Miles de hombres y mujeres (que se llamaban a sí mismos Los Convocantes) estaban abriendo, en mil lugares del planeta, las puertas para que un ser de otra dimensión pasara a nuestro mundo.

    Ese ser tenía una misión simple y sencilla: destruir a la Tierra y a la humanidad entera.

    Se necesitaba a alguien capaz de enfrentarse a él, al Visitante de los universos insanos.

    Y por eso, para detenerlo, realizó ceremonias terribles, pactos con las criaturas del submundo. Llenó de poder un objeto que le traería al héroe, luego lo dejó en medio de la ciudad donde iba a realizarse la ceremonia última, el lugar desde el cual iba a comenzar el fin del mundo.

    Un objeto banal, a simple vista inocente. Un objeto que transferiría a otro la posibilidad de traer al héroe. Si había minas metafísicas listas para destruir a cualquiera que realizara un llamado, al menos sería alguien más quien acabaría destrozado.

    Mientras Gaffé naufragaba en las seguras profundidades del metro, se arrepintió un poco de ese acto.

    Pero era necesario. Sólo él podía detener el holocausto. Él, y el héroe.

    Fue por eso que envenenó un Blu-ray.

    II

    El miércoles era mi día libre. Bueno, en realidad no, pero qué diablos. Seguramente el mundo se las podía arreglar veinticuatro horas sin Arturo Villalobos. No fui a dar clases y decidí que iría a buscar a Aurora. Ella trabaja en Egipto, o sería más justo decir: Egipto Caché, una tienda de ropa que pretende ser exótica disfrazando a las dependientas de exploradoras.

    Aurora estaba agachada bajo el mostrador. Cuando escuchó que me acercaba, se levantó con una sonrisa artificial de bienvenida.

    —Hola, flaca.

    Al reconocerme, sonrió de verdad.

    —Hola, loco. ¿No deberías estar dando clases?

    —Debería, pero como sé que me amas tal cual soy, y como soy un flojo, quise venir a presumírtelo. Vengo por ti a la salida.

    —Faltan dos horas.

    —¿Qué son dos horas si al final voy a verte a ti?

    —Son 120 minutos.

    La besé, recargado en el mostrador de perfumes. Un tipo que pasaba ahí en ese momento debió preguntarse si era una nueva manera de vender perfumes. De ser así, tal vez querría que le enseñaran el catálogo entero.

    —Regreso —le dije a Aurora.

    Cuando uno se sale del horario habitual, es fácil encontrarse con horas vacías, gente que no ha llegado, funciones que aún no empiezan, novias que todavía no han checado tarjeta. Pero uno de los placeres de salirse del horario es bucear en esos limbos.

    Entré a un supermercado para admirar las barbaridades en lata que sólo las grandes tiendas pueden ofrecer (caracolas en su tinta, vino asturiano de sabores, calamares en almíbar, etcétera) y, de paso, buscar un libro que pudiera expropiar bajo la ley de lo caído es caído.

    Galerías Star le presenta las más recientes películas de estreno, dijo de corridito y con perfecta dicción una mujer a través del altavoz. De inmediato me dirigí a ver el catálogo. Uno nunca sabe cuándo va a encontrar una joya cinematográfica. Y, por supuesto, uno nunca sabe cuándo va a recibir un buen golpe su cordura. En este caso, el golpe vino de Xanto, el Luchador de las Multitudes, el ídolo de millones, una de esas figuras atípicas de las que está repleto nuestro cine.

    El Xanto había protagonizado un montón de cintas en las que se enfrentaba a todo tipo de enemigos, desde momias aztecas que regresaban del más allá en busca de víctimas para embalsamar y hombres lobo enfermos de rabia, hasta fenómenos de circo y robots asesinos camuflados bajo los disfraces más ridículos. Había sido el personaje que peleara contra el Abominable Hombre de las Nieves en pleno Yucatán; el héroe que tenía un laboratorio secreto adornado con foquitos que hacían bip-bip y con matraces rebosantes de café hirviendo.

    Pero el Xanto nunca filmó la cinta Xanto contra los fantasmas nazis, cuya portada (el héroe saltando desde las cuerdas contra un tipo que no podía ser otro más que Adolfo Hitler) estaba en un estuche bajo el cartel de ¡ESTRENOS! ¿Una película inédita del Xanto? ¿Sería posible tanta belleza? También tenían otra que yo no recordaba haber visto: Xanto contra Fu-Manchú y los siete samuráis.

    No conocía la empresa que distribuía esos Blu-ray (El Visitante, Sociedad Anónima de Capital Variable), pero aunque fuera un fraude y hubieran rebautizado viejas cintas, siempre he sido un fan de las películas mexicanas de fantasía.

    Todavía recordaba con cariño aquella máscara con una X enorme, de un color dorado amarillento como de moneda dejada al sol, y también la famosa campaña del luchador a favor de la goma xántica para los alimentos chatarra.

    La dependienta me miró con sospecha; supongo que no hay muchos que lleguen saltando de emoción mientras abrazan un par de estuches, o si los hay, ninguno quiere llevarse dos veces la misma película.

    —¿Perdón? —le pregunté, sin entender lo que me había dicho.

    —Que si quiere comprar dos veces Tinker Bell y el secreto de las hadas.

    —¿Tinqué de quién?

    Me señaló las fundas que yo traía aferradas contra el pecho: ya no eran Blu-ray del Xanto, de la empresa El Visitante, S. A. de C. V.; ahora eran dos estuches muy comunes y corrientes de Tinker Bell.

    En realidad no creo que estar loco sea un serio inconveniente, ni que alucinar tenga nada de malo. El problema radica en hacerlo público, enseñar el cobre, sugerir que lo que debería hacer el mundo es encerrarlo a uno bajo llave, para que delire diciendo que esos estuches se habían transformado en otros en un instante, que yo no quería ver haditas sino fantasmas nazis. Pero eso no sonaba muy cuerdo.

    —Creí que eran I y II —dije, en un intento de cubrir las apariencias.

    Sí, por supuesto que no era la mejor respuesta ni una buena excusa, pero en ese instante mi cerebro estaba tartamudeando y autointerrogándose sobre su salud mental.

    Los estuches no pueden cambiar solos y en un instante. Pero yo los había visto, admirado, no los solté ni por un segundo, y ahora eran otros. No sé por qué los compré. Tal vez para convencerme de que eran reales.

    Huí de ahí inmediatamente cuando por el rabillo del ojo vi Xanto: la comedia musical.

    Sólo era otra película: Rambo VII.

    III

    Gaffé, sin saberlo, ha entrado en una trampa. El aspecto de la asesina que lo aguarda cerca de la taquilla de los camiones a Puebla no puede ser más inocente. Es una ancianita de pelo blanco, vestido negro y un cuchillo de combate Gerber escondido en un oso de peluche. La anciana finge que espera a sus nietecitos mientras vigila con ojos de serpiente. Sabe el nombre de su víctima y por qué se ha decidido su muerte.

    Él es Gaffé, el famoso esoterista, uno de los cabalistas más prestigiados de ese mundo subterráneo en donde se buscan las claves secretas. Es muy famoso porque en realidad nadie lo conoce. A pesar de su gran fama, se ha mantenido en las sombras, y ha llenado libros enteros de blasfemos artículos acerca de realidades que pueden destruirse. Ha transitado caminos secretos y los ha abandonado: convocó a las fuerzas oscuras y ahora pretende darles la espalda, pero es imposible. La oscuridad tiene sirvientes que darían su vida por ella. Esa anciana no se detendrá ante nada con tal de acabar al hombre que en ese instante compra un boleto de ADO.

    La asesina empieza a caminar hacia él con pasos reumáticos. No puede saber que Gaffé mira consternado su boleto: es rojo y está sangrando. No, es un aviso. Hay peligro, se dice. Sus sentidos son capaces de ver más allá de las apariencias, las ceremonias secretas le enseñaron los colores ocultos de la realidad. Y lo pusieron muy nervioso. Ahora mira a su alrededor sin notar nada extraño; sólo ve a esa abuelita que abraza un osito de peluche de casi un metro de alto. El osito sonríe. Gaffé recuerda la última vez que vio una sonrisa tan muerta.

    Su padre le sonreía así desde su ataúd. Casi parecía contento, un cadáver con excelente humor. ¿Y por que no iba a estar de buenas? Había encontrado una manera tan buena como cualquier otra de huir, de abandonar a la esposa, a las tres hermanas solteronas y al hijo gordo y enfermizo que parecía una sombra y fingía no existir. Ahí los dejo a todos, habría dicho si los muertos hablaran y no le hubieran cosido la boca para que no se viera mal durante la ceremonia de cuerpo presente.

    Gaffé se sintió abandonado: esa sonrisa era como una burla. Hubiera querido decirle: ¡Quédate!, quédate a ver cómo destruyo todo lo que quisiste, cómo despedazo la realidad; a ver la forma en que voy a hacer arder al mundo.

    Pero no se quedó. Lo cremaron y esparcieron sus cenizas. Poco después, todos ellos empezaron a pelearse por la herencia.

    Todos, menos él. Para entonces ya había descubierto las puertas. Ya sabía que era posible convertir al mundo en cenizas y esparcirlas después. ¿Para qué luchar por una propiedad en Nuevo Laredo? Era mejor contribuir al desastre.

    Y ahora, Gaffé encuentra el mismo gesto de su padre en el oso peluche que la anciana levanta sobre su cabeza, como si pretendiera lanzárselo al cuello.

    Un grito lo distrae: ¡Abuelitaaa!. Un niño se lanza contra las piernas de la anciana, sacándola de balance con su abrazo.

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