La cosecha: Narrativa breve completa
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Si bien en algunos relatos queda espacio para cierta esperanza, esta queda en suspenso, sin concretar, solo como una posibilidad.
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No hay esperanza de diálogo. No existen éticas a las que apelar. En los relatos de Felicidad Martínez, si golpeas, te golpean.
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Es de esos cuentos en los que dices: «Qué guay. Me ha molado mucho», te acabas el vaso de whisky escocés y te metes una puta bala en la cabeza; a ser posible sin pistola: golpeándola con un martillo.
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Una narradora que no solo domina multitud de registros y técnicas, que sabe dar naturalidad a los diálogos, que consigue transmitir estados extremos de implicación con el vacío del mundo, sino que sabe adaptar todo eso a un ritmo y unos conceptos específicos según lo va viendo necesario. En alguien tan joven y con tanta carrera por delante, nos encontramos con un camino ya alcanzado. Hay esperanza en saber que nos queda mucho que disfrutar de las historias de Felicidad.»
Del Prólogo de Fernando Ángel Moreno
Felicidad Martínez
Valencia, 1976 Ingeniera Técnica en Diseño Industrial y escritora amateur desde temprana edad, principalmente de ciencia ficción, donde destaca su universo spaceoperístico UC-Crow, que sigue desarrollando como juego de rol. En el 2008 uno de sus relatos fue incluido en la antología Visiones 2007 y escribió la presentación de la novela El Circo de los Malditos de Ediciones Gigamesh. Su relato «La textura de las palabras» en la antología Akasa-Puspa no tardó en despertar el interés y la atención de los aficionados. Horizonte lunar es su primera novela publicada: un inquietante space opera en su universo de Crow.
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La cosecha - Felicidad Martínez
felicidad martínez
LA COSECHA
narrativa breve completa
Primera edición: Octubre, 2022
© 2022, Sportula por la presente edición
© 2006, 2008, 2013, 2014, 2015, 2016, 2022, Felicidad Martínez
© 2022, Fernando Ángel Moreno por «El infierno lo es todo»
Ilustración de cubierta: Tithi Luadthong
Diseño de cubierta: Sportula
ISBN (tapa dura): 978-84-18878-48-0
ISBN (rústica): 978-84-18878-49-7
ISBN (ePub): 978-84-18878-50-3
SPORTULA
www.sportula.es
sportula@sportula.es
SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez
Prohibida la reproducción sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor. Para obtener más información al respecto, diríjase al editor en sportula@sportula.es
El infierno lo es todo
fernando ángel moreno
Leo estos días algunas críticas de Iris Murdoch al existencialismo, puesto que, dice, en él solo hay vacío y voluntad, mientras que la vida se sostiene en muchos otros aspectos que el existencialismo no contempla o a los que no concede importancia. Aunque entiendo la postura de Murdoch, cercana en algunos aspectos a la de Hannah Arendt, en mi opinión, no puedo dejar de verme a mí mismo como «existencialista». Vacío y voluntad.
Con voluntad nos referimos a las decisiones propias de construir algo sobre ese vacío, como por ejemplo un sistema ético o un concepto fraternal de sociedad. Si no hay voluntad de ir por esos caminos, en efecto, solo queda vacío.
Veo muy poca voluntad ética, pero mucho vacío, en estos cuentos de Felicidad Martínez. Comparto su existencialismo poético, pese a que me obsesione, fuera de la literatura, la necesidad de la voluntad ética. Leo estos cuentos y reconozco esa sensación sobre el universo, me identifico con su manera de presentarlo. Como en muchas buenas historias proyectivas, esta impresión no surge en mí del encuentro con la monstruosidad de lo irreal ―el vampiro, Grendel, el espectro―, sino de la monstruosidad derivada de la enorme distancia en que los personajes se sienten respecto a los demás personajes: la muy bien plasmada distancia entre el Yo y el Otro. Como podría decir Andrés, el protagonista de «El mito de la caverna», por cerca que se encuentren físicamente unos de otros, en realidad viven rodeados de oscuridad. Quizás hay chicas como la Laya de ese cuento, que se interesan con sinceridad, pero son personajes secundarios y no muy abundantes en este libro, como si el confort, la caricia, la empatía fuera algo que ocurre en otros universos.
Tienes en tus manos, amable lector, un libro existencialista.
Esto se debe a que todo lo que debería ser público se convierte en privado en la mayoría de los cuentos de este libro, se lleva al terreno del Yo, alejando así cualquier solución fraternal, ética de la voluntad. Cada historia muestra fuertes amenazas exteriores, muy exteriores, como de realidades alejadas de la que debería ser «la normal». La interacción constructiva con el Otro es imposible en la mayor parte de los casos. No solo lo ajeno de estas amenazas, sino que su facultad para afectar a un colectivo o, desde luego, a más de una persona, se desarrolla a través de discursos intimistas, de personajes encerrados en sí mismos que se ahogan de fuera hacia dentro. Quizás la excepción sea «El sabor de tus heridas», lo cual resulta chocante por la metáfora de agresiones en las relaciones personales que implica. Llegaremos a él.
En este sentido, Felicidad Martínez comparte cierta tendencia muy presente en la joven literatura española actual: la asunción de lo público como privado, pero se separa de ella en la no aceptación personal de la convivencia pacífica de dicha asunción. Es decir, en la literatura española joven actual se repite la manera de llevar el debate político sobre los cuerpos, el relato de género, lo normativo… a lo privado de modo inspirador, por lo que a menudo las descripciones, las acciones de los personajes parecen responder o reproducir constructivamente los debates sociales, aunque el protagonista se encuentre en la más completa soledad. No obstante, si bien autores jóvenes como Aixa de la Cruz o Alejandro Morellón politizan el interior para entenderlo en sincronía con los discursos ideológicos del mundo, los protagonistas de Felicidad Martínez no dialogan con lo público, porque dicho diálogo está condenado al fracaso. Son asediados por lo público. El exterior siempre es hostil y la manera de defenderse no parece ser desde una comprensión de ese exterior, sino desde el vacío, desde la desesperanza.
Ahora bien, lo público no es el otro ser humano como tal, una persona concreta, como ocurre en la obra de Hustvedt o de McCarthy o, al fin y al cabo, en casi todo el realismo. Tampoco se trata de una amenaza que surja del propio Yo, como en Madame Bovary o en las novelas de Philip Roth, ni de una sociedad que deviene compleja, como en la obra de Ursula K. Le Guin; por el contrario, más en la línea de Dick o de Lovecraft, los cuentos de Felicidad Martínez crean una terrible intimidad del Yo con lo monstruoso, con una tercera entidad que no es pública ni privada, sino ambas al mismo tiempo, una entidad cuya mera existencia ya señala la falta de asideros, de esperanzas, de sentido, una existencia definida por el vacío.
De este modo, llama la atención cómo la irrupción de lo monstruoso no se produce sobre la calma de lo cotidiano, sino sobre situaciones ya perversas o alienantes, rotas. Si se trata de un virus, como en «El sabor de tus heridas», entra en una estación espacial condenada. Si se produce la aparición de lo demoníaco, como en «Maldito», les ocurre a personajes extremos que viven en los suburbios de la normalidad. Si nos encontramos con un asesinato en un reino lejano, como en «Adepta», llega a una sociedad alienada de conjuras y desconfianzas enfermizas. Lo monstruoso aparece en lugares donde ya hay monstruos, donde el vacío ya se ha asentado, donde lo privado sufre por lo público. Y supera ese horror inicial imponiendo un nuevo horror. Por ejemplo, Ámber, la protagonista de «Adepta», sufre una experiencia terrible no alejada de las experiencias terribles que ya ha sufrido o es capaz ella de hacer sufrir.
Y nada de esto se retiene como información. No nos encontramos de repente con que nuestros protagonistas eran monstruos. Lo sabemos casi desde el principio.
En este sentido, nos encontramos ante una colección de relatos que tienen en común una visión muy oscura del ser humano e incluso del universo. No puede negarse que hay personajes positivos y retazos de esperanza, pero la acumulación de desconfianzas e incursiones de lo cruel y de lo sórdido en la vida dificultan que quede un poso de positividad al acabar la lectura.
No es que el Infierno sean los otros, como decía Sartre, sino que el infierno es todo, es la existencia en sí misma.
Desconozco cuánto existe de esta visión del mundo en la mente de la autora; al fin y al cabo, he conocido personas enormemente optimistas y esperanzadas que escribían poesía desoladora y nihilista. Ya sabemos que la voz poética y la personalidad no tienen por qué mantener una exacta sincronía. Sin embargo, me quedo con ganas de hablar con Felicidad Martínez (quizás en un futuro, espero) sobre su visión de la sociedad, porque ha coincidido con un sentir post-pandemia que percibo a menudo alrededor y que tiene una fuerte base socio-económica: la impresión de que todo va mal y de que va a ir incluso peor.
En efecto, considero que existe una fuerte relación entre este vacío y los momentos socio-culturales que vivimos. No sé cuánto existe en todo ello de la decepción por la caída de las esperanzas políticas de izquierda en España, que trae el vacío político menos deseable en un país. No tengo dudas de que Felicidad tiene el corazón en el lado correcto, pero no puedo más que converger en una relación estrecha entre lo que siento cuando leo sus cuentos y lo que siento cuando pienso en la situación de nuestra sociedad. Y es que las experiencias mentales privadas de los protagonistas, vividas en un entorno de vacío existencial, dialogan perfectamente con el relato de cambio climático, de triunfo del capitalismo, de empeoramiento de nuestras condiciones de vida y de vivencias pandémicas. Esto, desde lo real.
Desde lo irreal, los cuentos dialogan con la afluencia de relatos apocalípticos que los medios de comunicación y las redes sociales nos transmiten: futuros tsunamis, meteoritos, enfermedades mortales que están a punto de destruir la raza humana.
Vivimos asediados por un exterior amenazante, invencible, desolador.
No niego que se trate de una percepción mía, pero leía los cuentos y la impresión de «¿Qué nueva desgracia vendrá ahora?» tenía las mismas características que la que siento al abrir ciertas noticias o recibo una llamada telefónica del trabajo en el momento menos esperado.
Muchos vivimos en una impresión constante que, deduzco, guarda fuerte relación con el convulso momento socio-político-económico que viven Europa y Estados Unidos. Quizá es difícil escribir de otro modo en este momento, pero lo interesante de los relatos de Felicidad es la manera en que existe una cierta cotidianeidad en ese horror, tan cercana a las experiencias sociales que he comentado. Los protagonistas de Felicidad viven en un horror literario, como nosotros vivimos en un horror cotidiano. Lo público se fractura, se corrompe, se emponzoña, pero es que tampoco tengo claro que lo cercano más real de nuestras propias vidas (compañeros de trabajo, viejos amigos y familia) sea muy diferente cuando encuentro tantas ideologías políticas cada vez más egoístas, más crueles, más desinformadas en gente cercana. Da la sensación de que la voluntad no crea ética desde el vacío, sino negatividad.
Sin embargo, ¿acaso no viven los personajes de Felicidad Martínez en un horror mayor que el nuestro?
En lo físico, quizás.
En la visión del mundo… No lo tengo claro.
Resulta interesante cómo se proyecta esta insatisfacción mental en cada relato.
En «El mito de la caverna», uno de mis favoritos, encontrarás, amable lector, una terrible ambigüedad característica del relato fantástico todoroviano: la duda sobre si lo que ocurre es real o no, pero pasada de tuerca, en el buen sentido. Es decir, si suponemos que todo es fruto de la imaginación del personaje, tampoco es que las cosas vayan demasiado bien. Recomiendo mucho leer el texto de la autora que acompaña el cuento, porque considero que introduce más dudas enriquecedoras que soluciones.
Desde el punto de vista del fantástico más usual, tenemos lo monstruoso maligno evidente. Sin embargo, igual de monstruoso es el entorno, sobre todo tras leer el texto de apoyo, en cuanto a la insignificancia de nuestras decisiones éticas. No cabe duda de que se trata de un entorno positivo en cuanto a intenciones, pero no hay ningún resultado positivo en ellas. Una de las mayores proezas narradoras de este relato se encuentra en el finísimo juego de actitudes que van ahogando las acciones del protagonista y las reflexiones lectoras que me ha llevado a pensar que todo intento ético de solucionar el mundo vuelve de nuevo al vació de los sinsentidos. No sobra ni una línea de diálogo en esa manera de mostrar la fuerte, aplaudible y comprensible postura ética de los personajes, cercados por sus propias personalidades, encerrados en sus propias limitaciones. Como en todo buen cuento, debe ser leído de un tirón, porque el ritmo está construido desde este viaje abisal de desconcierto e inseguridades hasta un final tan abierto como lógico. Insiste la autora en que no sabe escribir finales. Joder… No será por este cuento.
Quiero insistir en esta idea de lo monstruoso, pues en este libro de relatos lo monstruoso no es solo una entidad fuera de lo normativo o una faceta perversa que reconocemos en nosotros mismos, sino una atmósfera de dolor lector, una experiencia agónica que se desprende de diversas técnicas narrativas. Ya he hecho referencia a la fractalidad de actitudes de personajes éticamente complejos, pero si acudimos a «Maldito» y «El cadáver sin nombre» podemos percibir esa insania creada por una sintaxis en cascada que se obsesiona por llevarnos de un horror a otro en la misma frase. A veces se trata de sensaciones cotidianas: «Hace un frío del carajo, estoy calado hasta los huesos, huelo a perro mojado...», que están ahí al principio del cuento, solo por empezar ya con una sensación de incomodidad malsana desde el primer párrafo. A veces, más avanzado el relato, va más allá de lo cotidiano usual para crear una cotidianeidad más decadente de lo normal: «Sentía la lengua pastosa y los párpados pesados como lápidas. Tenía la sensación de que una apisonadora le había machacado los huesos y luego lo habían tirado al vertedero». A veces es una preparación para la llegada del monstruo:
El lugar apestaba a moho y humedad, con un punto dulzón mezcla de incienso y formol. El primero procedía de la capilla que había en el piso superior y en el que todos los días, de seis a siete de la tarde, el cura decía la misa. El formol, del quirófano del sótano y en el que todas las noches, de cinco a siete de la madrugada, extraía órganos de indigentes e inmigrantes.
Cada personaje de estos dos cuentos se encuentra en una monstruosidad extrema que no viene marcada tanto por sus acciones o diálogos, monstruosos sin duda, como por el esfuerzo por no dejar al lector ni un respiro en la paz de la quietud del mundo. Es como si el entorno jamás estuviera quieto, sino que palpitara rezumando adjetivos, verbos, preposiciones tóxicas, emponzoñadas, y estas reptaran por toda la lectura. Evidentemente, no todos los cuentos mantienen este estilo; si bien la lectura sería traumática (más aún) de haber partido de esa misma línea, la escritura no podría sino estar acompañada de una medicinal carga constante de fuertes bebidas alcohólicas para aguantarla. Por el contrario, en cuentos como «Adepta» la tensión léxica desciende un poco, hay más agarraderos a atmósferas calmadas, como veremos. En «Maldito» y en «El cadáver sin nombre», no obstante, el lector carece de mesetas en las que descansar. Todo son hoyos fangosos sin que se recuerde en ningún momento cómo se ha salido de uno para entrar en el siguiente. Este estilo danza bien con unos personajes de novela negra, del crimen organizado sórdido y de los personajes al límite que picotean alrededor de él, pero engarzado todo ello en una realidad blasfema de perversiones de la naturaleza. Las llamadas del cuento a la imposibilidad de comprensión tienen mucho que ver, en mi opinión, como ya he apuntado, a esa sensación constante de sinsentido existencial que algunos vivimos en la sociedad actual: una sensación de que nuestro entorno está cubierto de actitudes malsanas, pero que incluso esos son solo los resquicios que podemos ver de una sociedad aún más retorcida e incomprensible. ¿Te parece malo? Pues es peor.
Por todo esto, los diálogos agresivos, contundentes, de una virilidad enferma son heridas inevitables entre las descripciones de estos dos cuentos:
—¿Por qué no la deja en paz? ¡Ya está muerta, por el amor de Dios!
—No blasfemes —ordenó, volviéndose a medias—. Ya sé que está muerta, pero necesito información. Esa zorra sabía que venías a verme, pero no esperaba que yo tuviera esto —dijo acariciando la sábana.
—Mire, a mí sus rollos personales me la traen floja, pero me importa mi pellejo, ¿sabe? Miki no va a permitirme un segundo error.
—Miki ordenó tu muerte, estúpido, pero le salió el tiro por la culata.
No existen transiciones de cortesía o dudas que marquen una inseguridad íntima. Todo es un duelo competitivo de una fuerza atroz. El hecho de que los personajes se mantengan en tal tensión viril aleja la rendición, la investigación calmada de este mundo enfermo, la búsqueda de un alma amiga con la que viajar por el horror.
Esta soledad pavorosa recorre todos los relatos, excepto en la intuida relación de «Adepta» entre Ámber y Yáxtor, dos monstruos unidos por el amor, de los que ya hablaré más abajo.
«Paz», «compañía», «empatía», «esperanza», «resignación», «calma», «satisfacción» son palabras que no se consienten en estas páginas.
¿Existen antecedentes de esta forma de escritura? No se me ocurren muchos, pero ya hay de todo. Quizás en algunos relatos de los Libros de sangre, de Barker, encontramos cotas similares o, de algún modo, la decadencia de autores como Bukowski o Palahniuk creen atmósferas similares. Sin embargo, el estilo de Felicidad Martínez no debe imponerse en nuestro juicio sin considerar sus personajes. Por momentos, he sentido una gran ternura por estos seres siempre al límite en cualquiera de los sentidos que pongamos a la palabra «límite». En numerosos textos de terror, el personaje se rinde antes o después e incluso si consigue ese esfuerzo épico final es porque ha tenido un posible momento de rendición. Por el contrario, en estos cuentos existe una constante lucha sin descanso que para una novela de aventuras implicaría un modélico viaje heroico y que en un universo sin esperanza representa un viaje agotador, sobrehumano, constante. Lo vemos en pasajes de «Maldito»:
—Vas a morir, capullo —trató de intimidar al chico en un acto desesperado. Claro que se le iban a echar encima sus matones y lo iban a destrozar, pero él ya no estaría para verlo. Lo sabía.
—No tengo nada que perder —replicó con la sonrisa más endemoniada que Miki había visto nunca y unos ojos… Unos ojos que habían visto demasiado, durante demasiado—. Tú sí.
Disparó a Miki entre ceja y ceja mientras un par de balazos le impactaban en la espalda. Antes de caer al suelo, envuelto en un mar de tinieblas y oscuridad, extendió la sábana en un gesto desesperado y cubrió el cuerpo del mafioso que ocultaba ahora una mirada vidriosa, un gesto de terror. «Por nosotros, cariño», fue lo último que pensó antes de morir.
No jodas, Felicidad, que ni el cadáver del mafioso está en calma, sino que debe quedarse con una mirada vidriosa, un gesto de terror.
No hay rendición alguna, jamás, ante un universo terrible al que no se puede vencer.
Si bien en algunos relatos queda espacio para cierta esperanza, esta queda en suspenso, sin concretar, solo como una posibilidad.
No es el caso de «El pastor de naves». Se trata quizás del cuento más poético del libro y es también uno de mis favoritos. En este caso, el lector pasa del barroquismo de fantasía oscura de los ya comentados a cierta sobriedad técnica, con la misma obsesión por el ritmo. En este calculado relato, las frases cortas, los diálogos directos sin florituras ni mensajes viriles, las descripciones escuetas se colocan en posiciones precisas para marcar un ritmo muy concreto que tiene que ver con la vivencia del tiempo por parte del protagonista. Del mundo del niño de los párrafos iniciales, con sus oraciones extensas marcadas por una cotidianeidad burguesa familiar para describir una intrusión nada cotidiana…
Acababa de cumplir nueve años y creía, estúpido de mí, que estaba dando el primer paso para convertirme en adulto. Y aunque, en cierta forma, no estaba del todo desencaminado, el proceso no iba a ser, ni mucho menos, como esperaba.
Cuando aquel desconocido entró en casa y habló con mi padre de manera desapasionada, como quien da la hora en la calle, poco podía sospechar que sus palabras, sin sentido alguno para mí, marcarían mi destino para siempre.
…pasamos al choque con lo inmediato, con lo estéril, lo inevitable, lo estremecedor y su correspondiente cambio de estilo:
¿Cómo había llegado hasta allí? Ni idea.
¿Estaba muerto? Lo habría afirmado sin dudar de no ser por el hambre, la sed y el dolor que me laceraba el cuerpo.
Me puse en pie; intenté dar con una salida; lloré, pataleé, pero nada surtió efecto.
De pronto se oyó un crujido. Era el mismo sonido desagradable que emitía la radio de mi padre cuando los trabajadores de la fábrica empezaban a transmitirle algún informe.
—¿Has llorado suficiente? —dijo una voz metálica salida de todas partes.
—Quiero ir con mi padre —respondí sin demasiada convicción—. ¡Quiero ir con mi padre! —ordené mientras golpeaba lo que suponía que era la puerta.
—Cuando hayas llorado todo lo que tenías que llorar, informa.
—No. ¡No! —Pataleé contra la pared.
En respuesta obtuve silencio. Y así durante… ¿horas?
Imposible calcular cuánto tiempo estuve encerrado.
Invito a observar que la única oración con dos subordinadas y cierta extensión en este párrafo que acabo de citar está dedicada al recuerdo de la cotidianeidad anterior: «Era el mismo sonido desagradable que emitía la radio de mi padre cuando los trabajadores de la fábrica empezaban a transmitirle algún informe».
El estilo fluctúa dentro del relato para marcar dos realidades incompatibles.
Ma parece interesante señalar que este es uno de los pocos cuentos del libro que no cuenta con la violencia de un arranque in media res; lo cual es decir poco, puesto que la brutalidad de un universo inmisericorde tarda apenas una página en aparecer.
A la violencia retórica y de trasfondo de personajes de los cuentos comentados hasta aquí, se suma la violencia conceptual de visión del universo del cuento más cienciaficcional del libro: «La plaga».
De nuevo, me interesan mucho los comentarios de la propia autora sobre su escritura, especialmente en lo que puedo enlazar con mis intuiciones. Y hablábamos de violencia y de un salto cualitativo con ella. En esta línea, se queja Felicidad de la comparación de uno de los personajes con otro de los de la película Aliens, de James Cameron. Efectivamente, como explica ella, no veo tanta la relación en este sentido, pero sin duda puede haber influido esa experiencia de enfrentamiento al monstruo inmisericorde de psicología imposible de analizar y ataque de enjambre que encontrábamos en aquel clásico de la cf militarista. Podría dedicarme con toda justicia a alabar la coincidencia de estados de desasosiego que considero que se desprende al poner en paralelo ambas obras, lo cual es más aplaudible cuando existe un cambio de lenguajes tan radical como el paso de literatura a cine. Por lo general, sería lo usual hablar de los plagios, homenajes… Sin embargo, en este caso, sea consciente o no, preferiría hablar de deconstrucción: la «reconstrucción» de un texto a partir del cambio del centro de interpretación. Así, si tenemos en mente la película de Cameron mientras leemos este relato, toda la violencia inexorable de aquella pasa ahora a una lectura ecologista muy poco común, en cuanto que no se trata del habitual relato que llama al encuentro con la naturaleza o a expresar un postapocalipsis melancólico y casi poético, como el de La tierra permanece o La carretera, por mucha violencia que ambas novelas transmitan. El hecho de que el enemigo sea algo tan al mismo tiempo cotidiano y extraterrestre elimina esa otredad tradicional, por un lado, del monstruo del space opera y, por otro, a la bondad ciega de los ecosistemas. Casi parece lógico, en la mentalidad que vamos descubriendo desde que empezamos a leer el libro, que el mensaje ecológico se conduzca a través de una crueldad que se encuentra donde no la esperaríamos. Para ello, la presencia de las fórmulas bioquímicas a lo largo del relato no es un mero adorno, una gracieta forzada. Las fórmulas bioquímicas representan el choque hard con nuestra realidad, con la idea de que ejercemos violencia sobre un entorno que no es del todo inconsciente, que no sufre sin respuesta. Por consiguiente, del mismo modo en que el capo mafioso es un adulto que se volvió chungo en algún momento de su adolescencia o de su infancia, por un golpe traumático de más, así en el mundo cabe esperar violencia como consecuencia de nuestras afrentas. No hay esperanza de diálogo. No existen éticas a las que apelar. En los relatos de Felicidad Martínez, si golpeas, te golpean. Dan igual las señas de identidad de aquello que resulta agredido. La vida es violencia y poco podrás encubrir esa realidad.
Y llegamos así a donde todo es ya violencia desatada a todos los niveles: «El sabor de tus heridas».
He insistido en que en varios de los cuentos la violencia no parte de un estado de tranquilidad, como en gran parte del fantástico tradicional, sino que surge en espacios donde ya existe una decadencia. Existe una gran diferencia entre ambas posibilidades. Cuando partimos de un estado de relativa calma o cotidianeidad y aparece repentinamente el horror, nos encontramos con dos realidades y, por consiguiente, una es aceptable, amable, trabajable, y la otra es desquiciante y abrumadora. Si, por el