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Horizonte lunar
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Libro electrónico517 páginas9 horas

Horizonte lunar

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Mientras el universo conocido está sumido en la guerra, la nave Horizonte lunar se encuentra con algo inesperado que podría llevar la contienda a nuevos niveles destructivos e, incluso, acabar con buena parte de la civilización que conocen. Con una tripulación heterogénea, formada por representantes de distintas especies que en otras circunstancias habrían sido enemigas, la paz no es fácil de mantener a bordo de la nave.

Crow, la hosca comandante de la misión, deberá apañárselas para que la tensión no escale hacia un punto explosivo de ruptura... y mantenerse viva en el proceso, lo que quizá no sea posible en última instancia.

En su primera novela, Felicidad Martínez nos ofrece un space opera tenso e inquietante en el que las cosas tal vez no sean lo que parecen.

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento13 feb 2014
ISBN9788415988298
Horizonte lunar
Autor

Felicidad Martínez

Valencia, 1976 Ingeniera Técnica en Diseño Industrial y escritora amateur desde temprana edad, principalmente de ciencia ficción, donde destaca su universo spaceoperístico UC-Crow, que sigue desarrollando como juego de rol. En el 2008 uno de sus relatos fue incluido en la antología Visiones 2007 y escribió la presentación de la novela El Circo de los Malditos de Ediciones Gigamesh. Su relato «La textura de las palabras» en la antología Akasa-Puspa no tardó en despertar el interés y la atención de los aficionados. Horizonte lunar es su primera novela publicada: un inquietante space opera en su universo de Crow.

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    Horizonte lunar - Felicidad Martínez

    Prólogo

    En algún lugar más allá del UD

    Quince meses antes del Colapso

    Llevaban más de un año solar en aquel sistema y Klauv sabía desde el día tres que aquello era una mala idea.

    Los suyos, demasiado obsesionados con la localización y destrucción de los creadores de mundos, habían dado con aquel lugar y habían decidido instalarse y descubrir sus misterios con la esperanza de hallar un arma para sus propósitos.

    En algunos sistemas los apodaban destructores de mundos, porque si los planetas conquistados no se amoldaban a sus ideales, aniquilaban a sus habitantes. Él no estaba de acuerdo con el apelativo. A fin de cuentas, habían llevado la prosperidad tecnológica a multitud de sistemas. Ellos mismos eran un prodigio tecnológico de miles y miles de años de experimentación e incorporación de mejoras biológicas, y siempre habían estado dispuestos a compartir aquel conocimiento con las especies que quisieran adherirse a la causa gnöck. Pero en esos momentos, para Klauv, el término destructores de mundos empezaba a cobrar sentido.

    El planeta en el que habían instalado la base científica era un desierto de roca con una atmósfera irrespirable y un clima de pesadilla, pero nada de eso les importaba. Solo el extraño pedestal descubierto al final de la garganta de una caverna supuestamente natural y que sostenía una pequeña esfera de alguna sustancia oscura aún por identificar.

    ¿Qué estaban haciendo? ¿Por qué estaban tan seguros de poder establecer la naturaleza de aquella cosa y controlarla a su antojo? ¿Por qué no se planteaban sus superiores que si alguien lo había dejado allí, en aquel lugar remoto y perdido, no era para ser encontrado, sino para ser olvidado y evitado? ¿Por qué se creían mejores que los que habían contenido aquello, cuando ni entendían qué lo mantenía en un campo esférico?

    El día en que los ingenieros consiguieron traspasar la membrana y extraer una muestra, a Klauv se le formó un nudo en el estómago. Ya no había marcha atrás. Y aunque ahora estaba a millones y millones de años luz del planeta, no estaba más tranquilo. Cómo estarlo cuando iba en una nave con rumbo hacia otra exploradora que había tenido la excelentísima idea de transportar en sus entrañas el pedestal que habían encontrado en otro sistema.

    Que aquello se desmadrara en un planeta perdido e inhabitado era una cosa, pero que ocurriera dentro de una nave en mitad del espacio lo ponía de los nervios.

    Tampoco es que pudiera hacer gran cosa. Él solo era un mandado; y algo que los suyos hacían muy bien era seguir la cadena de mando sin rechistar. Pero aún no se había desanimado del todo. Aquel código estricto también podía tener sus ventajas. Y es que si conseguía obtener una sola prueba de que aquello era un error, cualquier superior a quien se la enseñara pararía máquinas de inmediato. Por lo menos el tiempo suficiente hasta estar seguros por completo.

    A pesar de haber cogido todos los atajos posibles para llegar en el menor tiempo a aquel otro sistema perdido, aún quedaban al menos cinco meses más para alcanzar a la Kell-Met, y Klauv empezaba a tener serias dudas de que el plazo le bastara para encontrar algo entre los registros que había ido solicitando. Después de todo, llevaban trece meses de trayecto y aún no había sido capaz de dar con una pista, por disparatada que fuera.

    Aquel día, sin embargo, con la desgana y la derrota a las puertas, recibió una notificación que, si bien no parecía relacionada con su búsqueda, le llamó poderosamente la atención. En un sistema no demasiado lejano de aquel al que se dirigían, los suyos habían enviado un mensaje a las demás colmenas para anunciar que la cuarentena se levantaba después de dos mil años. Así que los gnöcks allí instalados volverían a activar los protocolos de conquista.

    —Cuarentena. ¿Qué cuarentena? —murmuró sin poder apartar la vista de la pantalla.

    No eran infrecuentes los estados de cuarentena, como tampoco sonaba descabellado el tiempo que había durado aquella. Por lo general eran una simple medida preventiva: un desastre natural que amenazara las instalaciones principales, el descubrimiento de algún organismo anómalo, llegar al sistema en plena guerra y esperar a su conclusión para encontrar menor resistencia...

    En este caso no tendría por qué ser muy diferente, y sin embargo, a Klauv, que la Kell-Met hubiera descubierto un pedestal no muy lejos del sistema donde se había producido la cuarentena le provocaba un resquemor irritante.

    De inmediato solicitó que le proporcionaran todos los informes enviados por aquella colmena durante el periodo en el que había mantenido las comunicaciones abiertas.

    Pasaron seis largos días hasta que llegó el paquete de información. Seis días que aprovechó para repasar de nuevo todo lo que habían descubierto hasta la fecha sobre el contenido de la esfera. Necesitaba tener los datos frescos para poder encontrar alguna similitud con lo que le enviaran.

    Cuando al fin tuvo todo en su poder y realizó las referencias cruzadas pertinentes, el corazón le dio un vuelco. Porque no era que su ansia por encontrar un arma eficaz contra los creadores de mundos les hubiera hecho cometer un error, no. Aquello era un desastre en toda regla.

    Y como si de una broma macabra se tratara, la alarma de la nave bramó de repente para anunciar que estaban siendo atacados.

    Klauv abandonó su puesto y se fue directo a la sala de control. Tenía que avisar cuanto antes, tanto al planeta del que habían salido como a la exploradora a la que se dirigían. No tenía ni idea de quién o qué los atacaba ni si eso sería relevante para utilizar el sistema de comunicación de larga distancia instalado en la sala de control, pero necesitaba trasmitir la información antes de que pudieran lamentarlo de verdad.

    Los hombres corrían por los pasillos hacia sus puestos de manera organizada y en una sincronización perfecta. A pesar de que la alarma había dejado de aullar, las luces intermitentes recordaban a los tripulantes la urgencia. Sin embargo, Klauv, demasiado concentrado en su misión, no era capaz de darse cuenta de lo que estaba sucediendo en realidad hasta que se dio de bruces con el horror. Y es que el ataque no estaba teniendo lugar fuera de la nave, sino dentro.

    Lo que antes le había parecido orden dentro de un caos aparente, ahora era simplemente caos, y cuanto más avanzaba hacia la sala de control, más evidente era. Desde el momento en que descubrieron la manera de modificarse el cuerpo para convertirse en un arma, nunca les había hecho falta equiparse con ninguna en combate cuerpo a cuerpo, y muchos menos para proteger el interior de la nave. Nadie, ninguna especie, ningún enemigo había sido capaz nunca de superar sus barreras de defensa y abordarlos. Y ahora estaban cayendo como moscas ante un rival del que apenas podían ver una sombra a su paso.

    Corrió todo lo que pudo y más con el temor anclado en las entrañas mientras trataba de no reparar en los cuerpos caídos que sembraban los pasillos. Y el universo entero implosionó dentro de él cuando, alcanzado su destino, comprendió que el enemigo salía a borbotones de la sala de control, y que el aparato de comunicación ya estaba activado y transmitía una algarabía de alaridos y bramidos desde el otro lado.

    —¡No podemos detener su avance! —exclamó un ingeniero que Klauv reconoció como uno de los que se habían quedado en el planeta para estudiar la materia oscura—. Lo está devorando tod...

    Al gnöck no le dio tiempo a terminar la frase. Klauv cayó de rodillas al suelo.

    —Apagadlo —murmuró, aún consternado—. Apagadlo. ¡Apagadlo!

    Pero ya era demasiado tarde. El mal había sido despertado.

    Primera Parte

    En algún lugar del UD

    Diez meses antes del Colapso

    —¿Qué tenemos? —le preguntó Crow al ingeniero de comunicaciones de la Horizonte Lunar al entrar en la sala de control.

    —No estoy seguro —replicó el ingeniero sin volver la vista—, pero me ha parecido detectar una transmisión que procedía de la superficie del planeta.

    —Si solo te lo parece, ¿por qué dices que es una transmisión y no una simple radiación que interfiere en nuestras escuchas? ¿Por qué estoy aquí si no estás seguro?

    —No seas tan dura con él, Crow —intervino Dick’om, que en esos momentos entraba también en la sala de control—. Si no lo creyera importante, el chaval no nos habría llamado.

    —No soy ningún chaval —refunfuñó el ingeniero.

    —Lo que tú digas —replicó Crow—. Y ahora contesta a mi pregunta. Me apetece entre poco y nada bajar a un planeta por un error de cálculo, y mucho menos que tengamos que salir huyendo como ratas iromitas en medio de una recarga solar solo porque alguien haya perdido los nervios y asegure que nuestra posición está comprometida. ¿Es una transmisión?, ¿sí, o no?

    Hanton, el ingeniero, revisó los datos mientras trataba de mantener la compostura ante la mujer que lo escrutaba desde las alturas con la mirada fría e impasible. Después de diez años aún no había conseguido acostumbrarse a esos ojos que podían atravesarlo como acero al rojo blanco. Intentó no mesarse la incipiente barba para no denotar su indecisión y finalmente dijo:

    —Sí. Es una transmisión.

    —Bien. Triangula su posición y determina la naturaleza del mensaje. Dick’om, organiza una partida de exploración. Yo estaré en la armería equipándome.

    —Como deseéis, mi dueña y señora —respondió Dick’om con un gesto reverente que no ocultó una sonrisa socarrona.

    Crow, a punto de salir en dirección a la armería, le lanzó una mirada fulminante a su compañero, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. No le gustaba que los técnicos o cualquier otro miembro de la tripulación fueran más conscientes de lo necesario de su punto débil: Dick’om.

    Quien, por su parte, ignoró por completo el aviso que Crow no llegó a expresar en voz alta. La altivez de la mujer le resultaba divertida y ni por asomo surtía en él el mismo efecto que en los demás miembros de la Horizonte Lunar; aunque tampoco era estúpido y sabía cuando era mejor no hacerla enfadar.

    —Hanton, muchacho, espero que no la hayas cagado esta vez.

    —Yo también lo espero —murmuró el ingeniero mientras tecleaba en su consola y cruzaba los dedos mentalmente.

    Pyk odiaba los planetas sin atmósfera respirable como aquel, y más aún con tantas rocas y salientes que lo amenazaban a cada paso que daba. Embutirse en un traje espacial, por mucho que estuviera equipado para el combate terrestre, le hacía sentirse torpe y vulnerable. Una fisura y adiós Pyk.

    Oh, sí, tenían aquellos maravillosos botes de plastoespuma para sellar los trajes en caso de fuga, pero ¿y si se le enganchaba el bote en el bolsillo y no conseguía taponar a tiempo? ¿Y si en medio de una crisis como aquella no conseguía siquiera abrir la solapa? Sí, vale, el cierre era de velcro, pero eso no le aseguraba que no se pudiera dar el caso. O mejor, ¿y si conseguía sacar el bote sin problemas, pero el maldito gas no reaccionaba al agitarlo y en vez de plastoespuma chorreaba plástico líquido? Eso sí que sería una putada, sin duda.

    —Me cago en la reina kord —refunfuñó.

    —¿Qué pasa ahora? —le preguntó Crow de mala gana.

    —Nada, jefa. Es este puto traje. Me da urticaria y no puedo rascarme las pelotas.

    —Demos gracias al traje de Pyk por ahorrarnos el espectáculo.

    —Gracias, traje de Pyk —corearon los otros cuatro miembros del equipo de exploración.

    —Podéis besarme el culo —se rebeló Pyk—. Todos. Por turnos.

    —Vas a empezar a besármelo a mí como no asegures la colina que tenemos a las once.

    —A la orden, jefa.

    —Beneth, Lybonn —llamó Crow—. Cobertura. Makguî, Dick’om. Conmigo.

    Los intercomunicadores empezaron a transmitir el silencio mientras Pyk ascendía con dificultad por la ladera y maldecía una y otra vez mentalmente. «¿Por qué tengo que subir yo la maldita colina? ¿Por qué no va su querido Dick’om, o ella, ya puestos? Los dos se mueven mucho mejor con los trajes que nosotros, pero no. Le toca al bueno de Pyk, como siempre. Si no hubieran puesto a esa zorra al mando… ¿Y por qué?, ¿eh? ¿Por qué? Si la echaron del ejército hace veinte años sería por algo, digo yo. ¿Qué burócrata de mierda tuvo la estúpida idea de poner a los militares bajo su mando? Si me dieran la oportunidad... Oh, sí. Si me la dieran, se iba a enterar esa…»

    —¿Pero qué baldurs…? —murmuró al alcanzar la cima. Con un movimiento rápido se tumbó en el suelo cuan largo era y se quedó inmóvil.

    —Informa —le ordenó Crow.

    —Una vaina gnöck. Una maldita vaina gnöck.

    El ingeniero no se había equivocado esta vez, aunque Pyk no estaba seguro de si aquello era buena señal o mala. Qué narices. Hablaban de gnöcks: unos tipos de aspecto chungo, con una tecnología condenadamente superior y poderes mentales; solo les faltaba lanzar rayos por el culo. No. Era mala, mala señal.

    Además, la vaina estaba, sospechosamente, justo en el centro de un claro, desprotegida, bien a la vista.

    «¿Quién sería tan estúpido para hacer una cosa así? Es de libro. Manual de supervivencia para torpes, joder.»

    —¿Objetivos? —preguntó Crow.

    —Solo la puñetera vaina.

    —¡Confirma, gilipollas!

    Pyk activó de mala gana los sensores de medio y largo alcance del brazalete. Calórico, energético… Nada. Nada, más allá de lo que había a simple vista. No esperaba otra cosa.

    —Una vaina, un objetivo en su interior —confirmó Pyk.

    —No me gusta. —Dick’om comentó por el intercomunicador lo que todos estaban pensando—. Aunque sea una cápsula de salvamento, estamos hablando de tecnología gnöck. Sabe que la Horizonte Lunar está ahí fuera, o por lo menos que hay una nave no aliada en órbita, así que ¿por qué se arriesgaría a enviar una señal de socorro que de seguro íbamos a captar?

    —Bueno, parece que la vaina está hecha mierda demrhana —les anunció Pyk—. Puede que hayamos tenido suerte por una vez con esos malnacidos y no les funcionen los dispositivos de rastreo. O puede que esté condenadamente desesperado.

    —Sabe que estamos aquí —dijo Crow en un murmullo.

    —Ya. Obvio.

    —No. Sabe que estamos aquí. Dick’om, Makguî, aproximación. El resto, cubridnos.

    —A la orden, jefa.

    Pyk tomó posición de vigía. Se descolgó el fusil franco del hombro, accionó el dispositivo de camuflaje del traje y, en segundos, se hizo uno con la colina. Después activó el implante ocular y lo sincronizó con la mira del arma. Era muy útil cuando se estaba embutido en un traje espacial y el casco no permitía acoplarse el visor a la cuenca del ojo. Aunque tenía un pequeño inconveniente: si el implante estaba demasiado tiempo en funcionamiento, la retina empezaba a escocerle y el lacrimal se ponía a segregar hasta cegarlo y, por simpatía, le pasaba también en el otro ojo.

    «Por la mam’n que os parió, daos prisa, cabrones», pensó mientras fijaba la cabeza de Crow como objetivo.

    Makguî se consideraba un tipo tranquilo y reservado. Eso de hablar no iba con él. El silencio no fastidiaba nunca nada, pero hablar traía problemas más tarde o más temprano.

    Otra cosa buena de ser callado era que la gente tendía a ignorarlo. Pasaba desapercibido, lo que le permitía satisfacer su curiosidad a menudo, siempre y cuando no contraviniera las órdenes, claro. Así que nadie lo molestó cuando hackeó los protocolos de seguridad y fisgoneó en los expedientes de Crow y Dick’om. Interesantes ambos. Sobre todo la parte que decía que eran dos de los tres supervivientes de la masacre de la Dalius.

    Por eso tampoco cuestionaba nunca las órdenes de ninguno de los dos comandantes. Si se alcanzaba el objetivo, qué más daba el camino que se hubiera tomado. Así que si Crow decía «A por la vaina», por muy mala espina que le diera, a por ella que iba. ¿Que luego resultaba que caían en la trampa, como estaban pensando todos? Bueno, pues ya se encargaría de solucionarlo la jefa.

    Buena parte de la tripulación, por el contrario, seguía sin apoyar del todo a la comandante, aunque nadie se atrevía a decírselo a la cara, claro. Después de diez años en aquella misión de exploración esperaban cualquier ocasión en que la fastidiara para poder despotricar de su condición de mujer. Y es que Makguî tenía la sospecha de que el problema era que los hombres no aceptaban la idea de que una mujer tuviera ese poder, y mucho menos aún que no se comportara como se esperaba de ella.

    Crow no era solícita, no era toda sonrisas, no intentaba evitar el conflicto como fuera. Era mujer de pocas palabras, no tenía ningún problema en usar la fuerza y no se cortaba un pelo a la hora de decir lo que pensaba cagándose en los muertos de quien hiciera falta. Y eso no gustaba. Los buenos resultados no importaban; que estuviera allí por mérito propio no importaba. Habían dejado el UC atrás y bien atrás, pero no la cultura en la que habían crecido, donde la figura de la comandante era incómoda para ellos.

    Pero bueno, a Makguî eso tampoco le quitaba el sueño. Él era práctico y punto. Como buen militar, estaba allí para obedecer órdenes. Nada más. Lo que pensaran los otros no le importaba mientras cumplieran con su obligación. Eso era todo.

    Una vez que alcanzaron la nave de salvamento gnöck, tomaron posiciones a ambos lados de la compuerta de entrada y con un gesto Crow ordenó a Makguî que forzara el mecanismo de apertura. Antes de que este pudiera siquiera rozar los controles, la plataforma de acceso se desplegó y la entrada quedó despejada. La mujer se volvió hacia Makguî y lo interrogó con la mirada. El interpelado solo pudo responder encogiéndose de hombros.

    Dick’om asomó la cabeza por la entrada unas décimas de segundo y volvió a su posición; el arma aferrada y apuntando al suelo y la espalda contra la nave. Luego hizo tres señas: «Un objetivo», «Al fondo» y «Desarmado». Crow asintió y seguidamente dio la orden de entrar. En un par de zancadas llegaron hasta el objetivo, al que no dejaron de apuntar en todo momento.

    Y efectivamente había un gnöck desarmado, tumbado en una plataforma que le hacía de catre. Piel blanca mortecina, cabello largo y negro como sus vestiduras y unos ojos azules intensos como el hielo baldur. Sí, era lo que esperaban ver. Con lo que no habían contado era con la nula intención del objetivo de defenderse ni con el hilo de sangre que le manaba de las comisuras de los labios.

    Nadie se atrevió a decir nada. La escena era impensable por sí misma. ¿Dónde estaba el truco?

    Desde que la mala suerte los había conducido un día a unas ruinas, en un planeta perdido, y se toparon por primera vez con los gnöcks, éstos se habían convertido en un enemigo de opereta. Potencialmente superiores, solo habían podido realizar pequeñas escaramuzas contra ellos y huir. Sobre todo huir. Solo la afortunada aparición de una nueva especie, las faiorys, de poderes similares a los gnöcks y eternos rivales, les había proporcionado una ventaja táctica, un aliado contra un enemigo tan implacable.

    —Pensé que no vendríais nunca —dijo el gnöck en un perfecto universal, con una sonrisa beatífica y sin apenas fuerzas para mantener los ojos abiertos.

    A Makguî se le heló la sangre.

    —¿Por qué lo has traído a bordo?

    Crow siguió caminando por el corredor en dirección a la enfermería sin prestar la más mínima atención a las quejas de la faiory. Aquel iba a ser un asunto difícil de capear.

    —Te he hecho una pregunta —insistió Agma cortándole el paso.

    La faiory miró a la mujer a los ojos y estuvo tentada de sondearle la mente, pero decidió que lo mejor sería dejarlo. Eso solo complicaría las cosas.

    Crow, por su parte, también la miró a los ojos. Aquellos ojos terroríficamente rojos salpicados de llamas amarillas. Merecía una respuesta, sí, pero tendría que esperar.

    —¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer? —preguntó desafiante.

    —Si se trata de un gnöck, es lo mínimo que espero.

    —Pues sigue esperando —replicó antes de pasar junto a Agma y dejarla atrás.

    —Crow, es un gnöck —insistió la faiory mientras trataba de alcanzar de nuevo a la comandante—. Un peligro en sí mismo. No deberías fiarte de un enemigo, y menos aún si está herido.

    —¿No? Pues también te va a hacer gracia saber que hemos subido la vaina a bordo.

    —¿Has traído tecnología gnöck a la nave? ¿Acaso quieres matarnos a todos? ¡Estás loca!

    —Es posible. Pero también estoy cansada. Llevamos años luchando contra ellos según tus consejos. No me quejo, al contrario, pero ya no es suficiente. Estoy harta de escaramuzas, estoy harta de huir y de que cada vez que creemos que les hemos dado pero bien, aparezcan más y más como una maldita plaga. Necesitamos una ventaja táctica efectiva y la necesitamos para ayer.

    »Empiezo a sospechar que hemos pasado algo por alto. Hace tiempo que no tenemos noticias del UC y temo que los gnöcks le hayan puesto el ojo. Ese es el precio de explorar lo desconocido: que lo desconocido decida que le resultas interesante.

    —Entiendo tu preocupación, de verdad, pero estás cometiendo un terrible error. ¿Qué esperas conseguir de él? No va a decirte nada, o te dirá solo lo que le convenga. Tratará de manipularte, lo sabes. Te hará creer que puedes confiar en él, jugará contigo, y cuando menos te lo esperes te hundirá la mano en el pecho y te arrancará el corazón sin pensárselo dos veces. Recuerda su premisa: estás con ellos o contra ellos. Y serías una necia si pensaras que puedes engañarlo. Aun malherido, puede sondear tu mente.

    Se detuvieron ante la puerta de la enfermería. Crow se volvió hacia la faiory y la miró de nuevo a los ojos.

    —Por eso, mi querida Agma, asistirás a todos y cada uno de los interrogatorios. Alégrate —dijo con una amplia sonrisa antes de palmearle el brazo—. Vas a ser útil por una vez.

    La mirada de Agma refulgió fuego, pero Crow se limitó a guiñarle un ojo y entrar en la enfermería como si tal cosa.

    La faiory tardó en reaccionar. ¿Por qué le consentía aquel trato? ¿Qué había cambiado para que la actitud de Crow fuera tan hiriente? De no ser por sus hermanas faiorys, todos los de la Horizonte Lunar habrían muerto hace tiempo. ¿Tendría algo que ver con ese gnöck? No. No podía ser. Un lavado de cerebro requería tiempo, y Crow no había pasado el suficiente con él para llegar a aquel extremo. Entonces, ¿qué estaba pasando por alto?

    Decidida a averiguarlo, entró también en la enfermería. Se le erizó el vello de la nuca cuando vio al gnöck tumbado en la camilla. Aunque los ojos de su enemigo estaban puestos en los de la comandante, pudo sentir como este la saludaba mentalmente con una sonrisa malévola. Lo habría matado allí mismo, pero no podía arriesgarse con Crow delante.

    Ella jamás lo entendería. Por muy cerca que estuviera de comprenderlo, nunca podría empatizar con su odio hacia los gnöcks. Ellos habían destruido su mundo y habían salido impunes. Las habían perseguido y cazado como a bestias por servir a los creadores de mundos. Habían destruido y hundido civilizaciones enteras, y aun así seguían con su enfermiza idea de que eran los heraldos de la libertad.

    Aquel gnöck no merecía ni respirar el aire que compartían en la sala de la enfermería. Crow tenía que entenderlo cuanto antes, pero para ello, Agma tendría que ser paciente por una vez. Dolorosamente paciente.

    —Gracias por curarme las heridas —dijo el gnöck sin desviar la vista ni un milímetro de Crow.

    —Muerto no nos ibas a servir de mucho —respondió la interpelada.

    —Supongo que no todo el mundo piensa lo mismo.

    Agma se abstuvo de hacer comentarios. Estaba allí para proteger a Crow de las argucias del gnöck, así que debía evitar a toda costa entrar en el juego de su enemigo. Seguro que al gnöck lo incomodaba tanto como a ella estar en la misma habitación, pero no daría motivos para que Crow le ordenara abandonar la estancia.

    —Cierto —dijo Crow—. Yo soy la primera que lo piensa a cada segundo que pasa, así que dame un motivo para que cambie de opinión.

    El gnöck sonrió como un lobo hambriento, lo que dejó al descubierto buena parte de sus afilados colmillos.

    —Mientes muy mal.

    —¿En serio? —respondió Crow con la misma sonrisa—. Oh, eso está bien. Me facilitará las cosas cuando te rebane el cuello. Me encantará ver tu cara de imbécil preguntándose cómo es que no lo viste venir.

    —Tampoco creo que eso vaya a pasar. De ella me lo espero —dijo al tiempo que señalaba a Agma con un gesto de cabeza—, pero de ti lo dudo.

    —¿Acaso no me crees capaz?

    —Oh, eso no me atrevería a ponerlo en duda. No. Es solo que me defraudarías. Creo que eres más lista, Crow.

    Crow se puso en tensión. Era casi imperceptible, pero Agma, después de tantos años de convivencia, pudo sentirlo casi al instante. Una vez más, la faiory sintió que algo se le estaba pasando por alto.

    —Créeme —replicó Crow—. Me trae sin cuidado decepcionarte.

    El gnöck entrecerró los ojos como un felino. Durante un breve instante, Agma sintió que el enemigo bajaba sus defensas mentales, aunque las reinstauró de inmediato. Efectivamente, había algo más en toda aquella historia. La habían invitado a una fiesta que se estaba perdiendo.

    —Curioso —dijo finalmente el gnöck—. Ni te has molestado en preguntarme cómo es que sé tu nombre. Supe de ti mucho antes de tu llegada a este rincón del universo al que llamáis UD.

    —No me extrañaría que después de haber pateado tantos culos a lo largo de mi vida, a alguno le diera lo bastante fuerte para mandarlo adonde no debía —dijo Crow mientras se encogía de hombros en una actitud de completa indiferencia.

    El gnöck rompió a reír a carcajadas tan fuertes que acabó resintiéndose por las heridas aún sin curar del todo, y luego empezó a toser hasta escupir sangre.

    —Tozuda y reticente —consiguió decir casi en un hilo de voz culminado con una tos—. Sabes que te recuerdo a alguien, pero no estás dispuesta a reconocerlo. Por eso accediste a traerme, ¿no es verdad?

    Durante unos segundos se hizo el silencio. Crow miraba al gnöck como decidiendo algo y a su vez el gnöck le sonreía con aire de triunfo.

    —Tenías razón, Agma —dijo Crow con frialdad—. Esto es una pérdida de tiempo. Mátalo.

    «Por fin», suspiró aliviada la faiory.

    Sin pensárselo dos veces sacó la daga de acerhildrato alterado y se abalanzó sobre el gnöck mientras Crow se volvía hacia la salida con intención de dejarlos solos.

    —¡Espera! —exclamó aterrado el gnöck.

    Agma fue directa al corazón. La punta llegó a rozar una costilla, pero el gnöck encontró fuerzas para impedir que la daga siguiera su camino. La faiory no dudó en seguir intentándolo, y en dos ocasiones, aunque su objetivo logró desviar con su poder mental la hoja afilada, le perforó el cuerpo cerca del estómago. En segundos las sábanas se tiñeron de rojo. Un rojo cada vez más espeso y goteante.

    El gnöck chillaba histérico y se agitaba en la camilla tratando de evitar, fútilmente, las acometidas. Y a cada cuchillada, Agma se convencía más y más de que tenía que matarlo cuanto antes. Si, a pesar de su precario estado, el gnöck era capaz de usar el poder mental para impedir que cumpliera su cometido, no quería ni pensar en lo difícil que resultaría acabar con él en inmejorable estado de salud.

    Finalmente, el agotamiento del gnöck fue evidente. Ya no usaba su poder mental. Se defendía con las manos: trataba de agarrar la daga y esta le rasgaba las palmas una y otra vez. Agma sentía cerca la victoria.

    —Basta. — Crow apareció por detrás de la faiory y le sujetó la muñeca para impedir que siguiera apuñalando al gnöck.

    —¡No! —chilló Agma llena de frustración.

    Quiso usar el poder mental para lanzar a Crow por los aires, lejos. Tenía que acabar su trabajo. No podía dejar que el gnöck sobreviviera, o la tripulación de la Horizonte Lunar correría un grave peligro. Crow tenía que entenderlo.

    —He dicho que basta —repitió Crow con tranquilidad.

    Agma sintió que le hervía la sangre. No podía usar la fuerza física. Crow la tenía bien sujeta por la muñeca. Entonces, la comandante le puso la otra mano en el hombro. Por alguna extraña razón, eso bastó para calmarla. Por una vez miró al gnöck a los ojos. El terror brillaba en ellos.

    Comprendió entonces que lo había derrotado y que Crow lo sabía. Tal vez solo fuera temporal, pero suficiente para recordar aquel triunfo, aquella mirada desesperada, para el resto de su vida.

    —Si eres más listo de lo que me has demostrado hasta ahora —dijo Crow sin soltar a Agma y con la mirada clavada en el gnöck—, vas a dejarte de juegos. O de lo contrario, la próxima vez me marcharé de verdad por esa puerta. ¿Ha quedado claro?

    El gnöck asintió. No tenía fuerzas para hablar y respiraba con dificultad. El terror seguía dibujado en su rostro.

    —No era tan difícil, ¿no crees? —Crow le dedicó una sonrisa sardónica—. Urgencia médica en la sala tres —informó por el intercomunicador—. Vamos, Agma.

    —¿Vas a dejarlo aquí solo? —objetó la faiory.

    —No creo que vaya a ninguna parte. —Echó un último vistazo a la camilla empapada de sangre, donde el gnöck se desmayó entre temblores, y sonrió con complacencia—. Siempre tan eficiente, querida. Ya te dije que serías útil.

    Tal como suponía, Dick’om encontró a Crow en la sala de entrenamiento, corriendo en el circuito de obstáculos que ella misma había diseñado. Sin duda estaba en plena fase de meditación.

    Dick’om se quitó la chaqueta y fue directo a la posición de salida. Cuando Crow iba a pasarlo por segunda vez arrancó su competición personal. Ambos corrieron con ganas. Treparon por las cuerdas, saltaron los obstáculos, pasaron por debajo de ellos…

    —No vale hacer trampas —le gritó Dick’om en plena carrera al notar como Crow activaba a sus hamarakianos para obtener más potencia.

    —Si puedo hacerlo ante nuestros enemigos, ¿por qué no iba a hacerlo contra ti?

    —Porque no me apetece humillarte.

    —Eso ya lo veremos.

    Un último sprint y los codazos y empujones empezaron a sucederse.

    Una vez más, Dick’om ganó por apenas unos centímetros; se apoyó en la pared y trató de recuperar el aliento. Crow se sentó en el suelo, y luego se tumbó y jadeó sin cesar hasta que poco a poco volvió a respirar con normalidad.

    —Esta vez has estado cerca —le dijo Dick’om mientras se sentaba junto a ella.

    —Solo es cuestión de tiempo.

    —Ya era hora después de diez años.

    Crow, aún en el suelo, le asestó una patada en la pantorrilla. Dick’om rio a carcajadas y acabó también tendido en el suelo.

    Atesoró aquel momento. No se sucedían demasiados con ella.

    Mientras su respiración se iba aposentando, Dick’om no pudo evitar rememorar los primeros años en la Horizonte Lunar. Era evidente que Crow, al principio, no se sentía del todo cómoda a su lado. Era tan sumamente orgullosa que el solo hecho de verlo todos los días le recordaba su debilidad. Y Dick’om sospechaba que no era porque cuando habían coincidido en el UC como mercenarios de un mismo caso, pero por diferentes vías, él siempre había conseguido llevarse el gato al agua. No. Tenía que ver con lo que sucedió después de salir con vida de Luna Negra o la masacre de la Dalius, como fue conocida en el UC.

    Al cabo de tres días en un planeta hostil, en perpetua oscuridad, acosados por asesinos implacables que los perseguían campo a través, les daban caza en los refugios que conseguían encontrar y mataban uno a uno a la tripulación y a los pasajeros de la Dalius…, Zaurya, Crow y él consiguieron una nave que les permitió huir de aquel horror. La reacción de la mujer durante el trayecto a casa fue de lo más comprensible: sentirse viva de nuevo. Qué narices, a él le pasó exactamente lo mismo. Se comportaron como animales en celo, de acuerdo, pero no era para menos. Fue una manera como cualquier otra de celebrar que habían sobrevivido a la masacre.

    Pero Crow, en frío, no lo había visto así. Se había dejado llevar por los instintos, había cedido ante la evidente tensión sexual que existía entre ellos y, lo que era peor, desde su punto de vista, se había dejado ganar por él en algo que tenía asumido que era capaz de controlar y vencer. La había derrotado por completo, y no podía aceptarlo.

    Pasó mucho tiempo hasta que la mujer, más o menos, bajó la guardia. Las competiciones se convirtieron en un juego y no en una actitud malsana. En unas cuantas ocasiones a punto estuvieron de consumar una vez más su atracción mutua, pero el orgullo de Crow siempre vencía. A Dick’om ya no le importaba. No es que le gustara que fueran solo amigos, buenos amigos, confidentes, inseparables, no. Pero prefería eso a no tener nada, y las necesidades fisiológicas se podían suplir por otro lado.

    Últimamente, Agma había resultado una compañera más que agradable. Y lo más importante: no se tenían que dar explicaciones de ningún tipo. No tenía que estar siempre compitiendo con ella para demostrarle que era merecedor de unos momentos de placer.

    —Se le parece bastante —comentó Dick’om después del largo silencio. Él también había caído en la cuenta cuando vieron al gnöck en la vaina.

    —Sí —respondió Crow sin ningún tipo de emoción en la voz.

    —Pero no es él.

    —No.

    —¿Crees que guardan algún tipo de relación o parentesco?

    —No lo sé.

    —¿Piensas que en verdad sabía de nosotros antes de que llegáramos aquí?

    Se hizo el silencio, aunque Dick’om podía oír los engranajes a pleno rendimiento dentro de la cabeza de Crow. Algo le decía que en aquella ocasión tampoco iba a defraudarlo.

    —No —respondió ella—. Creo que en algún momento me sondeó la mente sin que me diera cuenta y creyó que podría sacar provecho de esa inesperada información. Fui la primera que entró en la vaina. Él estaba muy débil y no tuvo tiempo de sondear a los demás antes de desmayarse. De lo contrario, también te habría incluido en esa afirmación.

    —Sí. Eso creo yo también.

    Volvió a hacerse el silencio. Los dos, tendidos en el suelo, apenas se movieron salvo para acomodar las manos detrás de la nuca a modo de almohada.

    Dick’om aprovechó para sopesar las respuestas de la mujer.

    La idea que tenía toda la nave era que Crow era una borde resentida y malhablada. Siempre enfadada, siempre en tensión. Muy pocos la conocían como él. Muy pocos se molestaban en entender por qué hacía lo que hacía o se comportaba como se comportaba. Y es que no se trataba de una mujer corriente.

    Mientras que las demás mujeres del UC (féminas de todas las especies) habían aceptado cierta sumisión y su supuesta incapacidad para ejercer oficios que se consideraban varoniles, Crow había decidido que quería más. Y para conseguirlo se había tenido que transformar no en uno de ellos, sino en algo más. Tenía que ser más dura, más implacable; no permitirse ni una sola debilidad, y más aún cuando se sumaba el hecho de que su altura no alcanzaba la media de las mam’n. Por lo que entendía que si quería que la tomaran en serio estaba obligaba a mantener la guardia alta. Siempre.

    La barrera que había levantado a su alrededor a base de orgullo parecía inquebrantable, pero Dick’om sabía que no era cierto. Amaba, lloraba y dudaba como el que más; sin embargo, después de décadas luchando para ser considerada una igual, no se permitía ni un momento de duda. Ninguno. Pero la extraña habilidad ocular de Dick’om le permitía conocer sus estados de ánimo. Y con ella había captado sus dudas, su esperanza.

    El gnöck se parecía a alguien a quien ella había amado, aunque se lo había negado siempre. Alguien que él en persona se había encargado de hacer desaparecer porque formaba parte de sus planes de venganza. Alguien contra quien seguía luchando. Un muerto que seguía impidiéndole alcanzar el corazón de Crow, deseosa de amar, pero que no se lo permitía; en opinión de Dick’om, estaba obsesionada por no mostrar a los hombres a su cargo que tenía sentimientos, convencida de que eso la volvería vulnerable. No se daba cuenta de que su actitud fría e implacable era lo que provocaba el rechazo de muchos.

    —Si no se trataba de una trampa —dijo Crow—, ¿qué baldurs haría que un gnöck se rebajara a pedirnos ayuda?

    —No tan deprisa, chicarrona. Aún no estamos del todo seguros de que no sea una trampa. Te recuerdo que subimos la vaina a bordo y no cuento con que nuestros científicos den con la forma de controlar ese trasto de aquí a unas horas.

    —Los científicos —dijo con un bufido—. Deberían habérselo encargado a los seremanitas. En cuanto se hubieran percatado de que no sabrían hacerla funcionar, habrían desguazado la vaina en menos de una hora y en este momento estaríamos discutiendo qué utilidad podríamos sacarle a cada pieza.

    —Es posible. Pero nosotros no tenemos autoridad para decidirlo, sino el Organizador. Así que estamos en las mismas. Ahora bien, en el hipotético caso de que, efectivamente, no haya trampa ni cartón en este rescate, no solo deberíamos preguntarnos qué hizo que ese hijo de la grandísima se viera obligado

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