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No pediré disculpas
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Libro electrónico209 páginas3 horas

No pediré disculpas

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En el periodo comprendido entre 2010 y 2020 las nuevas tecnologías de edición y comunicación revolucionaron el mundo editorial del fantástico español, ayudaron a fomentar su difusión y permitieron una organización más eficiente de fans y escritores, pero también avivaron el linchamiento gratuito y el caos. La situación actual no es más que la germinación de los hechos que acontecieron en ese periodo.
No pediré disculpas habla de eso y de mucho más. En un tono personal y directo, Felicidad Martínez, autora de ciencia ficción, relata su experiencia durante esos años, desgranando los sucesos y las situaciones más relevantes que vivió, sin dejar de lado el espíritu crítico y objetivo.
¿Te atreves a leerlo?
IdiomaEspañol
EditorialFM
Fecha de lanzamiento25 mar 2024
ISBN9788412840919
No pediré disculpas
Autor

Felicidad Martínez

Valencia, 1976 Ingeniera Técnica en Diseño Industrial y escritora amateur desde temprana edad, principalmente de ciencia ficción, donde destaca su universo spaceoperístico UC-Crow, que sigue desarrollando como juego de rol. En el 2008 uno de sus relatos fue incluido en la antología Visiones 2007 y escribió la presentación de la novela El Circo de los Malditos de Ediciones Gigamesh. Su relato «La textura de las palabras» en la antología Akasa-Puspa no tardó en despertar el interés y la atención de los aficionados. Horizonte lunar es su primera novela publicada: un inquietante space opera en su universo de Crow.

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    No pediré disculpas - Felicidad Martínez

    UNAS PALABRAS DE KAMERON HURLEY

    ¿POR QUÉ DEJA DE ESCRIBIR TANTA GENTE?

    Si te sorprende que algunos de tus autores favoritos dejen de publicar, o si eres alguien que aún no ha considerado dejarlo, seguramente la idea de alejarte de la supuesta vida glamurosa de autor publicado te parecerá espeluznante.

    Quién va a querer dejar de crear historias, sobre todo tras haberse pasado varias décadas refinando sus habilidades, abriéndose paso a través de las pilas de proyectos pendientes de revistas y editoriales hasta conseguir la oportunidad de firmar un contrato de publicación y llegar a los lectores y acceder a nuevas oportunidades y…

    ¿Y?

    Era algo que me preguntaba con mucha frecuencia como escritora novata. Cada cinco años o así pensaba «¿Qué habrá sido de este autor o de aquella escritora?» al ver que algunos colegas dejaban de asistir a eventos y desaparecían de los anuncios de publicación.

    Es algo que ahora me pregunto menos a menudo: soy consciente de las muchas razones que puede haber para ello.

    Y es que la duración media de una carrera literaria (es decir, el tiempo durante el que alguien se dedica asiduamente a escribir y publicar) oscila entre los cinco y los siete años.

    Las razones para ello son innumerables, algo que volví a constatar al leer las palabras de Felicidad sobre sus motivos para dejar a un lado la pluma (y los encuentros literarios, los sinsabores de la publicación, las angustias de la corrección y la presencia online) tras haber intentado sobrevivir en un mundo cada vez más incierto, mientras los problemas médicos se apilaban uno sobre otro como sombras arracimadas en la oscuridad.

    Pese a lo que nos hacen pensar las típicas series de televisión como Se ha escrito un crimen o Castle, la vida de la mayoría de los escritores no tiene nada de glamorosa, y es poco probable que tengan tiempo para andar resolviendo delitos ni disfrutando de largas vacaciones. La inmensa mayoría no tenemos el tiempo, el dinero ni las ganas para ello.

    En realidad, casi todos hacemos malabarismos tratando de compaginar trabajos a tiempo completo con la escritura y con varios trabajillos secundarios. Yo trabajo todo el día en una agencia de publicidad escribiendo los anuncios, el contenido de los sitios web o los emails no deseados que abarrotan tu navegador o tu bandeja de entrada. Me paga las facturas. Y no me queda más remedio que seguir con ello, pese a haber publicado una docena de novelas y escribir un cuento mensual para los suscriptores de mi Patreon.

    El mundo de la publicación es un negocio. Y, como tal, está lleno de egos, prioridades que chocan entre sí y angustia. Muchos no estamos preparados para lo desgarrador que puede ser descubrir que las palabras y los mundos con los que hemos llenado las páginas no son más que mercancía, un producto que se puede comprar, vender y anunciar, y casi siempre para que otros ganen muchísimo más dinero que nosotros. Añadamos el tiempo que lleva saber protegerse de los fans tóxicos o de los comentarios ociosos online, algo que muchos no logramos aprender. A lo largo de mi vida he acumulado unos cuantos acuerdos editoriales nefastos, cheques que nunca han llegado, batallas jurídicas, ataques de llanto, abandono de las RR. SS. e incluso la quema de algún manuscrito, llevada por el despecho y la frustración.

    Así que quizá habría que preguntarse, más bien, cómo es que aún hay quien sigue escribiendo y publicando.

    No son los correctores, los editores ni los agentes los que nos mantienen pegados al escritorio todas las mañanas, al menos para la mayoría. Para muchos, que no hemos sabido desarrollar otro modo de ganar dinero, no queda otra que seguir adelante y soportar una forma de ganarse la vida que puede ser agotadora e incluso abusiva. Algunos quizá tengan una pareja que los pueda sostener económicamente, y tratan de proyectar una imagen de éxito que puede ser real... o no. Otras personas, simplemente, han convertido la escritura en parte de lo que son hasta tal punto que dejarlo significaría perder una parte importante de su identidad, así que siguen creando nuevos seudónimos e intentándolo en nuevos géneros. Y hay quienes escriben por despecho, quienes siguen escribiendo y mandando su obra en un intento de reactivar una carrera fracasada; saben que las probabilidades están trucadas en su contra y están decididos a plantarles cara.

    He querido dejarlo más veces de las que recuerdo, sobre todo en los últimos años. Aún estoy trabajando en un libro que se suponía que tenía que entregar durante la pandemia; diversas angustias editoriales me dejaron agotada y abatida. Mi primera editorial dejó de pagar y uno de los propietarios se fue a Finlandia para no pagar impuestos. O quizás a Suecia, qué más da. He sufrido saldos editoriales, contratos cancelados, libros que se publicaron llenos de erratas, libros con unas cifras de ventas descorazonadoras, gente cabreada que me gritaba en las convenciones, en Internet, en mi bandeja de entrada, porque al parecer tenía la necesidad de hacerme saber lo mucho que detestaba mi trabajo y lo mierdosa que era yo.

    Si aguantas lo suficiente en este mundillo, acabas conociendo lo peor de cada casa.

    Pero si aguantas lo suficiente, también conocerás lo mejor.

    Y sí, he tenido mis recompensas.

    En primer lugar, la gente a la que ido conociendo estos años. Otros escritores, como Felicidad, que tratan de abrirse camino en este mundo durante tanto tiempo como les es posible aguantar. Mis pares intelectuales, las mentes creativas que disfrutan de lo que hacen y a las que les importa su creación.

    Es en eso en lo que me centro cuando las editoriales, el fándom y el ruido de la red intentan agobiarme. Lo que hago importa. Nuestras voces importan. Hay gente que descubre obras mías de hace más de diez años y me dice que la han inspirado y la han ayudado a salir adelante, que le han llegado al alma en tiempos difíciles y oscuros.

    Ese legado me sobrevivirá, tanto si dejo de escribir hoy mismo como si no lo dejo hasta morir y estar enterrada entre mis tomateras.

    Sigamos escribiendo o no, nuestra obra nos sobrevivirá.

    Respecto la decisión de Felicidad de agarrar los vaivenes de la publicación y del fándom, meterlo todo en una botella y lanzarla al mar, igual que respeto su decisión de distanciarse por el bien de su cordura y su salud, porque cada persona es la más capacitada para juzgar sus propias circunstancias.

    Pero, como con cualquier otro escritor, su trabajo la sobrevivirá. Este negocio de mierda nunca nos podrá quitar la obra que ya hemos creado. Y eso es un pensamiento consolador.

    Sé que hay aspectos de la procesadora capitalista de la publicación, el grifo abierto de internet y de la furia de los fans, la falta de apoyo a los escritores que no podemos cambiar individualmente, pero tengo la esperanza de que resaltar esos fallos pueda conducir a un cambio en la forma de concebir y tratar el trabajo creativo. A menudo pienso en todas esas voces que hemos perdido porque no las apoyamos, no las tratamos como se merecían, sino como mercancía que compramos, vendemos y reseñamos, igual que si fueran electrodomésticos.

    Deberíamos ser capaces de hacerlo mejor.

    Le deseo a Felicidad, como os deseo a todos, la mejor suerte del mundo en vuestros viajes creativos, os lleven adonde os lleven.

    Nota de la autora

    Antes de leer este ensayo, ten en cuenta que empezó a escribirse a principios de 2020 y se terminó en el verano de 2023. Para cuando este libro se publique, quizás encuentres algunos comentarios o puntualizaciones un tanto desfasados. Espero que eso no afecte al mensaje general del texto.

    Para mi madre

    (1952 – 2023)

    Presentación

    A principios de 2020, cuando tomé la decisión firme de ponerme manos a la obra con este libro, escribí el siguiente texto introductorio:

    Me siento delante del ordenador, me abro una lata de cerveza y, mientras me preparo un cigarro, pienso: «Felicidad, ¿estás segura? Un ensayo, ¿en serio? Eso es mucho trabajo y tienes empezada una novela que no va a escribirse sola. Además, ¿quién va a querer leer lo que sea que quieras decir sobre lo que tienes en mente?».

    Abro el iTunes (lo del Spotify no va conmigo ni con mis atrasos tecnológicos), veo una lista que creé en su día, titulada BSO Inspiradora, le doy al play y empieza a sonar Bleed it Out de Linkin Park. Sonrío.

    «A la mierda», me digo. Y procedo a teclear.

    ¿Por dónde empiezo? Pues por La revolución feminista geek, de Kameron Hurley. Ahora mismo no recuerdo si leí el ensayo antes de conocer en persona a la autora o si fue después. Por las fechas de publicación y de cuando coincidí con ella en el festival Celsius 232 por primera vez, imagino que fue antes. Lo que sí tengo muy claro es que cuando me enfrenté a aquel texto me azotaron dos pensamientos. El primero: «Ah, cómo te entiendo, hermana». El segundo: «Si yo escribiera algo en el mismo tono, se me echaría un montón de gente encima. ¿Por qué ella puede y yo no?». Así que aparqué la idea de escribir un ensayo. «Bah, tampoco tengo nada que contar que pueda ser de interés para el fándom español».

    Hoy, ahora mismo, en este preciso instante, pienso: «Síndrome del impostor, que te den, pero bien dado». ¿Cómo que no tengo nada que decir? No, no. Reformulo la pregunta, ¿Por qué no iba a ser de interés lo que quiero contar? Soy una escritora premiada (en España y fuera de ella), me han dicho que soy un referente en la literatura patria de género (que no me lo crea es mi problema; mío y de mi maldita inseguridad) y tampoco tengo una trayectoria de hace dos días. Así que claro que tengo algo que decir; claro que mi perspectiva es importante. Para empezar, estuve ahí cuando me volví Pitufina y también cuando alguien demostró que eso no era cierto, que éramos muchas más. Para continuar, también estuve ahí cuando el mundo se volvió más grande, más reivindicativo, más real. Referente o no, tengo algo que decir de esos años, y mucho.

    ¿Mi perspectiva es sesgada? Por supuesto. La pureza puede lograse en una reacción química, pero en cuestiones humanas... es un punto de partida absurdo. ¿En mi caso? Soy mujer. Soy autora. Las dificultades que he vivido en estos diez años no han sido las mismas que las vividas por otros compañeros de profesión. Y lo peor: durante muchísimo tiempo lo achaqué a que no era lo bastante buena en lugar de aceptar lo que de verdad me estaba sucediendo. ¿Lo bueno? He pasado del «Hola, no quería molestar, pero, si a nadie le importa, me gustaría decir algo» al «No pienso pedir disculpas por existir».

    Mi prima Cristina Cabañero, periodista ella, me dijo una vez: «Nunca hay que conformarse con nada». Aquella frase se me quedó grabada a fuego, porque tiene tanta razón... Ningún tiempo pasado fue mejor. Ninguno. Nunca. Tampoco hay que conformarse con el presente. La lucha por un futuro en el que no sea necesario hablar de sesgos, rencillas y mierdas varias sigue adelante.

    Escribo esto en 2020. Vivo entre el enfado y la esperanza. Y ¿tú? ¿En qué momento estás?

    Eso fue el 10 de enero de 2020. Tres meses después se decretaría el encierro, viviríamos entre la incertidumbre y la angustia, pero, también, se nos agudizaría el ingenio con la ayuda de las nuevas tecnologías, revolucionando el mundo desde casa (quedadas, presentaciones, convenciones...). Por desgracia, las pequeñas editoriales acabarían perjudicadas por la situación y muchas no saldrían de ella. Algunas cerraron sus puertas pronto (tal como lo veo, a tiempo); otras agonizaron hasta que no pudieron estirarlo más. Anuncio tras anuncio, el fándom lloró la pérdida y se golpeó el pecho, pero ni por esas se dio por aludido. Vamos, jamás se señalará como parte responsable. Solo sabe reaccionar cuando se le tira de las tripas y de las banderas; como todo en este país de pandereta.

    Hoy, dos años y medio después, hago recuento de lo sucedido en el mundo editorial, desde entonces hasta ahora, y pienso que se podría escribir un libro de ensayo solo con ese periodo. No seré yo quien se ponga a ello; bastante tengo con terminar este, pero no me cabe duda de que será interesante de leer. ¿Te animas?

    Volviendo a este ensayo, diré que no soy la misma persona que empezó a escribirlo hace dos años. La intención sigue ahí: contar lo que vi y viví en el periodo de 2010 a 2020, no en un tono académico, sino personal. La diferencia es que, cuatro meses después de escribir aquella introducción, tomé una decisión muy importante que, entre otras cosas, me ha liberado del miedo a las posibles consecuencias de la publicación de este libro; las mismas por las que, durante años y años, me impuse un síndrome del impostor por temor a pisar callos o a cerrarme puertas. Qué gilipollas; así, con todas las letras.

    Soy muy consciente de que buena parte de lo que voy a relatar en los distintos capítulos no va a gustar; de que mucha gente, sea del «bando» que sea, se quedará con cuatro cosas en lugar de leer con atención todo lo que estoy diciendo (lo he comprobado hace poco, tras publicar uno de los artículos en mi web), y de que puede que se me acuse de pontificar porque me creo alguien cuando no soy nadie. Es verdad. No publico en grandes sellos ni tengo diez mil seguidores. Sin embargo, por mucho que a alguien le joda, eso no hace menos cierto lo que voy a narrar ni invalida mi derecho a contarlo. Por otro lado, no voy a pedir disculpas por el tono, por cagarme en el fándom, por no chafardear, por dar nombres y señalar con el dedo... No estoy escribiendo este ensayo para complacer a nadie. Quiero soltar lastre de una vez por todas.

    Año 2022. Me cabrea haber arrancado aquella introducción con la frase «Me siento delante del ordenador, me abro una lata de cerveza» porque romantiza el alcoholismo escritoril cuando es una chunguez de la que debería hablarse más. Shame on me. También me he modernizado y uso Spotify. Ahora mismo, oigo en bucle la lista «Héroes y villanos» que me creé. Casualidades de la vida, está sonando Rise or Fall, de Hidden Citizens y Vo William. Sonrío.

    Vamos allá. Te invito a seguir leyendo, si te atreves.

    Felicidad Martínez

    Gijón, 9 de julio de 2022

    Antecedentes

    Antes de entrar en materia voy a explicarte, por encima, mi entrada en el fándom y lo que allí me encontré; tanto lo bueno como lo malo. Quizás te sirva para entender mejor la importancia de lo que fue sucediendo en años posteriores.

    En 2005, mis únicos contactos frikis eran roleros y tolkienianos (incluso acudí a Mereths y Estelcones, pese a que no me gustan las novelas del autor). Un grupo de estos últimos, con quienes me llevaba muy bien, eran, además de miembros de la STE (Sociedad Tolkien Española), socios de la AEFCFT (Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror). También formaban parte de la TerVa (Tertulia Valenciana) y me animaron a que acudiera a alguna de sus reuniones. Estas resultaron ser cenas pantagruélicas que se organizaban cada quince días en un bar de Burjassot. Nos poníamos hasta los topes de bocatas de barras de pan de cuarto, tapas mil, cervezas y jarras de sangría, mientras hablábamos de libros, de cine, de series, de autores patrios (ellos, porque yo desconocía por completo el panorama literario español)... Sí, ellos. Yo era la única chica. Y sí, autores, en masculino.

    Fue en una de estas cenas donde me descubrieron una cosa llamada HispaCon que, al parecer, se organizaba todos los años, cada vez en una ciudad distinta. Ese año tocaba en Vigo, y como por aquel entonces yo era un culo inquieto que se recorría media España para participar en cualquier evento friki (¡y ese era literario!, una novedad para mí), pues me apunté sin dudarlo.

    Ah, Vigo. Sospecho que quienes también asistieron a esa edición estarán de acuerdo conmigo en que fue la mejor peor HispaCon de la historia. Vamos, con que alguien susurre «CosmosCon» o «BarraCon», nos sale una sonrisilla... Es inevitable.

    El evento en sí fue una mierda (así, con todas las letras), pero las charlas y debates en el bar de enfrente, el Cosmos, que nunca se vaciaba de frikis, por lo que siempre tenías con quien hablar, aunque no conocieras a nadie de nada, fueron impagables. En mi caso, además de conocer a quien sería mi pareja (me fui a vivir a Gijón al año siguiente por algo) y con quien acabaría casándome trece años después, me sirvió también para

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