A esta ronda invito yo: Prólogo de Martín Mucha
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A esta ronda invito yo - Alejandro Centellas Alonso
Mundo
Por qué este libro
Estuve durante muchos años diciendo a la gente que me rodeaba que de mayor quería ser empresario. No era capaz de concretar qué tipo de empresario. Tan sólo tenía en mente a un empresario idealizado, de esos que amasan fortunas y hacen crecer su compañía hasta convertirla en un imperio. No había, en mi representación particular, ninguno que estuviera hasta arriba de deudas, sacando adelante un negocio que se tambaleaba. Yo sólo quería ser uno de éxito, trajeado y con un coche tipo berlina de un negro intenso.
Unos años después, cuando en clase preguntaron por nuestros proyectos de futuro, confesé que quería ser científico. Tampoco dije ningún campo de especialización, ni ninguna rama en concreto, lo que da una imagen fiel de mi rechazo hacia lo determinado. Creía que ser científico me procuraba un prestigio; podría inventar cosas nuevas, publicar en revistas técnicas, y mis familiares estarían orgullosos de mí. No alcanzaba a ver qué había de malo en mi elección hasta que la realidad me puso un capote enfrente y terminó por torearme: no había nacido yo para adentrarme en el mundo de la ciencia.
Fue ya más adelante, con el paso de los años y de las decepciones, cuando deshice la idea de buscar lo que daba prestigio o lo que estaba socialmente aceptado. Entendí que las integrales y las mitocondrias no eran para mí, pero supe ver en la escritura, en el arte de contar, todo aquello que me completaba. Cuando los demás aún se preguntaban a sí mismos hacia dónde dirigir su carrera, yo soñaba con el dominio del lenguaje y la habilidad para la metáfora de las columnas de Umbral. Cuando el resto echaba cuentas para saber en qué estudios podría tener más futuro, yo encontraba en los libros de los grandes periodistas un alimento que espoleaba mi vocación.
Cuando decidí empezar Periodismo, el mundillo se movía entre dos ideas donde creo que aún permanece: entre el oficio más bello del mundo que preconizaba García Márquez y el «no le digas a mi madre que soy periodista, cree que soy pianista en un burdel» de Tom Wolfe. En esa eterna dicotomía entre lo necesario y lo oscuro. Entre sentirse parte de un gremio que vigila los desmanes del poder o la idea social instalada de la manipulación y el amarillismo. Supongo que siempre fue así y que siempre lo será.
De lo que no cabe duda es de que encontré en la profesión un lugar que me permitía volcar mis ansias creativas. Escribir es una creación constante que requiere un proceso, un método y un aprendizaje. El folio en blanco es un reto, da igual que se trate de un reportaje elaborado o de una nota de prensa. Encontrar las palabras para lo que necesitas transmitir es un ejercicio continuado de ensayo y error, ir dando bandazos hasta encontrar la fórmula que funciona y eliminar lo superfluo. Un buen periodista vale más por lo que borra que por lo que llega a escribir.
Llevo toda la vida escribiendo, trasladando a un papel (o a una pantalla de ordenador) mis vivencias y mis reflexiones. Y lo seguiré haciendo, si nada lo impide. Muchos de esos textos están publicados en blogs o en Facebook, sin duda el germen de lo que hoy es este libro, pero muchos otros están guardados. No por pudor ni por vergüenza, sino porque no todo en esta vida merece ser compartido. Reservarse una cuota de intimidad, incluso aunque se trate de pensamientos sin trascendencia, es hoy más necesario que nunca.
Lo que encontrará el lector en estas páginas no es más que un desahogo. El uso del «yo» es un pretexto para contar lo que rodea al «yo». Nunca me sentí el centro de nada, nunca tuve necesidad de ponerme por encima de nadie ni de lanzar ideas moralizantes. Este libro no será una excepción. Mirarme demasiado mi propio ombligo me sobrecarga las cervicales y por eso prefiero prestar atención a lo que me rodea. Por eso este libro no es sobre mí. Mi visión es sólo un punto de apoyo desde el que observar el mundo, ese que gira en torno a nosotros y que es más apasionante si lo contemplamos con la cabeza erguida y el móvil en el bolsillo.
La pretensión de este libro no es más que entretener. Quedaré satisfecho si consigo arrancar una media sonrisa, alguna reflexión o amenizar cualquier rato de espera. No existe una estructura definida, ni las historias tienen mucho que ver entre sí. No se exige comprender una trama, aprenderse nombres de personajes ni recordar lo que sucedía en capítulos anteriores. El procedimiento es tan sencillo como escoger las historias que más interés puedan generar, leerlas y pasar a otras, sin ningún orden preestablecido.
Del tono de cada historia, o de cada artículo, se puede deducir el estado de ánimo desde el que se escribieron. Los hay con una evidente voluntad humorística, otros que pretenden ser irónicos y otros en los que una cierta seriedad reflexiva invade cada palabra. De alguna forma, representa la mezcla de sensaciones, lo complejo de la mente humana, que bien puede tener días de dispersión y sarcasmo y otros en los que ahonda, preocupada, en todo lo que nos rodea.
Dicho todo lo anterior, tan sólo me queda invitarles entrar a mi mundo, que en realidad es el de todos. Les abro la puerta a mis experiencias y a mis reflexiones. A fin de cuentas, querido lector, no soy más que un loco descargando sobre el papel lo que nunca me atreví a contarle a mi psicoanalista.
Acepten mis disculpas anticipadas.
Tampoco soy tan gilipollas
«Ahora eres administrador», me anunció hace unos días WhatsApp, implacable. Son ese tipo de noticias que sólo pueden darse así, en afirmativo. Gasté unos minutos pensando en cómo debía gestionar mi equipo. Manejaba la idea de diseñar una estrategia acorde a las necesidades del grupo, en el que todos se sintieran parte de él y reinara un debate transversal, riguroso y sosegado.
Inmediatamente se plantearon las cuestiones habituales de cualquier team manager: ¿debía invitar a gente?, ¿echar a personas tóxicas?, ¿qué perfil psicosocial quiero en mi grupo?
Hasta ahora sólo me había enfrentado a una situación similar, cercana al desasosiego, cuando me tocó arbitrar un partido de fútbol. No hubo transcurrido mucho tiempo cuando comencé a advertir, por los gestos de los jugadores, que no estaba tomando decisiones acertadas. O que, como poco, no estaba respondiendo a lo que ellos esperaban de mí. Quise ser ecuánime y hacerlo igual de mal para ambos equipos. Protestaban con vehemencia, se dirigían hacia mí con frustración. Habían decidido boicotear mi actuación. Lo único reconfortante era que se trataba de un partido de benjamines, con los futbolistas apenas levantando unos palmos del suelo y celebrando cada gol corriendo hacia el córner, brazos en alto, como si aquello no fuera un campo enfangado de un barrio madrileño, sino Maracaná. Todo ello me hizo descartar la idea de que la situación se me terminara de escapar de las manos.
Cuando por fin me lancé a repasar en profundidad el grupo de WhatsApp, convencido de detectar a gente venenosa a la que poder fulminar sin contemplaciones, comprobé que sólo estaba yo. «Tú», ponía, para ser exactos. Ni una palabra de más ni una de menos. Sin embargo, yo sentí que ese «tú» no se proyectaba a través de una simple y aséptica pantalla de móvil, sino que una boca afectada por la halitosis me lo espetaba con agresividad, acaso con un dedo índice golpeando mi pecho.
Había llegado a ser administrador de un grupo por descarte. Los demás fueron abandonando el grupo en silencio, en un dignísimo desfile, mientras yo era ajeno a la diáspora. Me había quedado solo. Así que, técnicamente, lo que WhatsApp me proponía era administrarme a mí mismo, cuestión espinosa que yo siempre había decidido mantener aparcada al menos hasta los treinta años y enfrentarme a ella sólo si era estrictamente necesario.
Tenía ante mí una imagen desoladora. Aún permanecían mensajes que hacían referencias a épocas pasadas y muy desenfrenadas, a juzgar por su contenido; algo así como las señales de tráfico que se mantienen erguidas tras un huracán. También seguía el título que encabezaba el grupo, sintético y descriptivo, trufado de iconos con cervezas, flamencas con vestidos rojos en escorzos imposibles y un sol intenso. Alguien dijo alguna vez —soy un fanático de la rigurosidad— que producir un libro consiste en escribir un primer párrafo por el que darías tu vida y después trescientas páginas más. En las aguas de la posmodernidad sólo hay que estar dispuesto a perder la vida por un buen título de grupo en WhatsApp. El mío se llamaba Golferío veraniego. Daba lo que prometía.
Al fin tuve que abandonar el grupo, abdicar de un cargo efímero que apenas pude saborear, echarme a mí mismo. Qué otra cosa podía hacer. Y al dejarlo experimenté el sinsabor de la tristeza. Porque uno se siente parte de algo hasta que le fuerzan a tomar decisiones como esta, sobre un grupo que ya ni era grupo ni era nada, si acaso un amago de monólogo. Aunque esa pertenencia no era consciente, ahí estaba. Inasequible al paso del tiempo. No había actividad, pero sí un nexo de unión latente. Sin grupo ya no quedaba nada, todo se desvanecía. Quizá tan sólo sobrevolaba un vago recuerdo, aplastado por la inmediatez de los otros grupos, infernalmente activos, que acosan en el WhatsApp.
Haces unos días me invitaron a otro grupo. Por el tono entendí que había algo que celebrar. De pronto retornaron fantasmas del pasado que creía olvidados. Ya sabía en qué consistiría todo aquello, cómo se irían sucediendo los acontecimientos, a qué lugar quedaría relegado mi papel en esa asamblea digital. Entonces lo abandoné inmediatamente, sin dar explicaciones.
Tampoco soy tan gilipollas.
La flauta atravesada
Eran tres y caminaban por la calle en paralelo. Vestían de uniforme de colegio, ligeramente desaliñados, arrastrando los zapatos. Hice un cálculo rápido y les situé en torno a los quince años, venciendo mi proverbial incapacidad para determinar con cierta coherencia la edad de nadie, lo que me ha provocado no pocos problemas en mi vida en sociedad. Supuse que el trío transitaba por esa etapa en la que disfrutas de los vagos problemas de tu cotidianeidad mientras empiezas a vislumbrar que la vida trae