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Los juegos de la mentira: Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas
Los juegos de la mentira: Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas
Los juegos de la mentira: Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas
Libro electrónico257 páginas3 horas

Los juegos de la mentira: Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas

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Una audaz reflexión sobre la era digital y sus efectos en las relaciones humanas, bajo la apariencia de unas sorprendentes memorias.

Bajo la apariencia de un relato autobiográfico, el autor va desgranando los efectos nada tranquilizadores que la nueva era digital nos está dejando. Si en algunos capítulos asistimos al retrato sociológico y humano de los años 80-90, en otros nos damos de bruces con la zona de obras e inseguridades de hoy. A veces parece más un relato de intriga que una narración amable de memorias. No obstante, el autor concede algún sitio a la esperanza, sin ocultar sus dudas y su compromiso con la verdad histórica y la defensa de lo social. Nada es lo que parece y cada página es una sorpresa para el lector: la rememoración del pasado, pero también la reflexión y el abrazo a nuevas inquietudes. El autor nos introduce en temas que, por su conflictividad, son poco tratados por la novelística, pero es que su intención es esa: molestar, dar la coz en la herida. Además, naturalmente, de practicar una escritura consistente y madura, difícil, poética, de frases largas —cuando es necesario— que expresan pensamientos complejos. Nada que ver con una supuesta tendencia a las frases cortas, deslavazadas y sin sustancia —nos dice—. Y solo cuando llegas al final del libro percibes el revulsivo que te ha dejado en el cuerpo ese «viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas».

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 abr 2021
ISBN9788418665011
Los juegos de la mentira: Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas
Autor

Pedro Díaz Cepero

Pedro Díaz Cepero es sociólogo, periodista y publicitario de profesión. Escritor de vocación. Apasionado de la lectura, especialmente, de la narrativa clásica y de los escritores de finales del siglo XIX, y gran aficionado a la pintura. Profesionalmente, ha trabajado en empresas tan relevantes como El Corte Inglés, Cortefiel, Alcampo, Induyco, Chicco, Antena 3 o Pingouin Esmeralda, y ha sido consultor de referencia en conocidas empresas de franquicia de toda España. Ha escrito en numerosas ocasiones para revistas de marketing y comunicación como Marketing+Ventas, Campaña, Anuncios o Harvard Deusto, y ha publicado artículos en la sección de opinión en Cinco Días, El País, Información (Alicante) y en el diario digital infoLibre. Más recientemente (noviembre 2020), la revista Esquire publicó uno de sus relatos cortos. Con Los juegos de la mentira se cierra la saga de sus memorias heterodoxas, un libro comprometido con el presente, de digestión reposada y más maduro por su temática. Anteriormente, ha publicado No puse nombre a mi primer amor —memorias heterodoxas de un chico de posguerra— y Memorias prohibidas —el relato emocionado de la juventud perdida—.

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    Me parece una reflexión acertada y valiente de la sociedad individualista/ egoísta en la que vivimos. Un retrato demoledor que casi ningún escritor es capaz de mostrar, tal vez para no despertar antipatías. Me ha encantado. De vez en cuando hay que darse un baño de realidad, aunque escueza. Es también una crítica a la literatura banal y falta de compromiso social de muchos escritores "bestseller", aupados por mor del marketing editorial.

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Los juegos de la mentira - Pedro Díaz Cepero

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Los juegos

de la mentira

Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas

Pedro Díaz Cepero

Los juegos de la mentira

Viaje al horizonte turbulento de las relaciones humanas

Primera edición: 2021

ISBN: 9788418665585

ISBN eBook: 9788418665011

© del texto:

Pedro Díaz Cepero

© del diseño de esta edición:

Penguin Random House Grupo Editorial

(Caligrama, 2021

www.caligramaeditorial.com

info@caligramaeditorial.com)

Impreso en España – Printed in Spain

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Dedicado a mis hijos,

Ana y Alberto.

… solo se escriben libros para, más allá del propio aliento, comunicarse con otros seres humanos, y así defenderse de la otra cara implacable de la vida: la fugacidad y el olvido.

Stefan Zweig

Tenía yo entonces diez y nueve años; no había sufrido ningún contratiempo ni enfermedad; era de un carácter a la vez altivo y franco con el corazón lleno de esperanzas. Los vapores del vino fermentaban en mis venas; estaba en uno de esos momentos de embriaguez donde todo cuanto nos rodea nos habla de la mujer adorada. La Naturaleza entera parecía una piedra preciosa de mil facetas, sobre la cual está grabado el nombre misterioso. Sentía impulsos de abrazar a los que sonreían, y todos mis semejantes eran mis hermanos. Mi querida me había citado para aquella noche, y yo la miraba mientras acercaba la copa a mis labios. Al volverme a coger un plato, mi tenedor cayó. Me bajé para recogerle y, no encontrándole, levanté un poco el mantel para ver dónde había caído. Entonces vi bajo la mesa el pie de mi querida apoyado sobre el de un joven que estaba sentado al lado suyo; sus piernas estaban cruzadas y enlazadas, y de vez en cuando las oprimían dulcemente.

A. de Musset

(1810-1857),

Confesión de un hijo del siglo (Editorial Calpe, Madrid)

1. Introducción: la tempestad y la calma

Hoy quisiera verme en el tobogán de inseguridades y certezas que unas veces me quemaron y otras me dieron impulso. Tal día como ayer. ¡La desolación y la euforia caminaban tan juntos en esos años irrepetibles de la adolescencia! Las Confesiones de un hijo del siglo, de Alfred de Musset, ilustran o sugieren en los dos párrafos reseñados esa zozobra agridulce del enamoramiento, alegoría cercana a la travesía de la vida. Porque es casi tan dolorosa la confrontación con el desamor como ingrato el caminar por la incertidumbre del resultado. Pero, aun así, con todos los tropiezos y calamidades…, ¿no sería de necios renunciar a vivir la tormenta de esa pasión?

En la medida que puebles de emociones y contrariedades el relato de tu juventud, así te serán devueltos como entusiastas habitantes del alma del ahora. La riqueza e intensidad de tus peripecias, tanto los aciertos como las equivocaciones, tus relaciones personales y tus vivencias, serán el precioso maná que dará alimento y sentido a tu madurez. Y con ello, la traza de mi memoria señala que uno de los principales activos de esa fortuna está en la exploración de los confines de la cultura, en el cultivo entusiasta de las artes, en la determinación de caminar desde las sombras a las luces del conocimiento. Te invito ahora, amable lector, a navegar en el horizonte confuso de las relaciones humanas, a atravesar las fases cambiantes y contradictorias de la vida. Cualquier parecido con tu propia experiencia será algo más que una coincidencia.

En aquellos años, muchos de nosotros pasamos de forma natural de los tebeos a los libros, como una página sigue a la otra, como una estación se funde con la siguiente. Sin darnos cuenta, cambiamos los héroes de las viñetas por los grandes personajes de la novela clásica. Yo, además, mantuve la ceremonia iniciática de acercamiento físico al papel impreso, sin duda heredada de la manía cimentada con la tinta fresca que los tebeos me traían cada sábado. Los tebeos de Superman, El Llanero Solitario y Hopalong Cassidy, probablemente editados en Argentina, desprendían un aroma distinto, como si pasar el océano hubiera hecho mella en ellos. Sigo olfateando como entonces las páginas de los libros, las cuento para saber la medida y el límite de mi disfrute, acaricio su cubierta, rastreo las primeras frases del texto, hago una cata para regodearme o intuir su trama… Pienso que esas primeras líneas, en apariencia ingrávidas, sirvieron al autor para espolear el caballo de su imaginación en pos de la culminación del relato, aunque tal vez para algunos sean intrascendentes. Yo las recorría sin desmayo, arrasando una línea tras otra, con urgencia no disimulada de adolescente, en una singladura sin puertos ni escalas, ansioso por descubrir el final. Si te decides a practicar la experiencia con los autores clásicos de la literatura universal, casi siempre reconocerás en los párrafos iniciales algo del genio de los más grandes, el esfuerzo y la pasión por concentrar, ya desde el comienzo, algo de la esencia de sus pensamientos e intenciones. Ese trasunto inasible que los animales perciben antes de que se desate un terremoto, esa sensación que nos turra cuando estamos en presencia de una obra maestra. Yo la he sentido muchas veces. No es una regla absoluta, pero me gusta pensar que los comienzos no son gratuitos, que algo de las preocupaciones íntimas del autor subyace allí. Y no hay nada más difícil, me atrevería a decir, que conjurar en los primeros trazos de un relato el magnetismo vital del conjunto y, cuando así ocurre, estoy seguro de que se debe a las intenciones nada ocultas del escritor, que ha querido anidar en esas páginas algo de su alma profunda.

Como adelantaba en la primera parte de mis memorias, eso me servía, junto a la pesquisa más primaria del olfato, para dictar un juicio sumarísimo sobre el interés que podía tener para mí, en ese breve intervalo, el libro que tenía en las manos. Y es que la ignorancia se tiene que valer de la intuición, de la corazonada, cuando no de vagas impresiones casuales y pasajeras que justifiquen sus decisiones, algo habitual y disculpable en la adolescencia; no tanto en la edad madura, en teoría más preparada para el discernimiento y la razón.

Hay valores que aprecio en la mayoría de las memorias que he leído, sean de escritores insignes o de ilustres desconocidos, y es que destilen emociones sinceras, que afloren añoranzas y sucesos auténticos de su pasado, que concierten en el relato los aires confitados de su época, el testimonio insustituible de sus recuerdos. También me gusta que sean críticas y describan con la crudeza necesaria la realidad social de su tiempo. Porque hay un circuito oculto para los libros de la gran historia, es el que circula por las venas de la cotidianidad de la gente normal. No habrá sentimiento de pérdida para las sucesivas generaciones si existen testimonios fiables de toda esa memoria anónima.

Hay meditaciones muy privadas que ni siquiera se comparten con nuestra pareja. No porque haya un ánimo de ocultación culpable, simplemente pueden ser negativas para la relación al descorchar paranoias poco saludables para el recuerdo, tal vez porque la entretela del relato puede ser mal comprendida. Serían los momentos de recogimiento e introspección que nos reservamos en ese baúl de anhelos y pesares sin fondo conocido. Hay informaciones que no utilizamos en una conversación con familiares o amigos, por prudencia o por no sentirnos señalados innecesariamente. Hay reflexiones políticamente incorrectas que todos nos guardamos, aunque son, probablemente, más compartidas de lo que pensamos. Es difícil que se aborden en los artículos de opinión de la prensa escrita o digital, y menos aún en la «teleanécdota» de los realities o en la superficialidad de las redes. Y, cuando se tratan, se suavizan tanto que acaban convirtiéndose en placebos inofensivos o, peor, en mentiras piadosas o diatribas intragables. También en la novelística y en la ficción se escapan como sabandijas de los manuscritos, por no ser «comerciales», por autocensura o por no tener un enganche fácil en el texto. Para algunos autores es irrelevante plantearse tales cuestiones, que, al parecer, carecen de interés o legitimidad literaria, incluso pueden llevar a perder lectores. Aunque son las consideraciones que, cuando tienen tiempo u ocasión, se rebelan como fieras enjauladas en la mente de casi todos: el progreso de las desigualdades, las flores marchitas de la justicia y la fraternidad, la comezón de los deseos prometidos y no cumplidos, los vertederos de la memoria pactados con el olvido, el patetismo creciente de las relaciones interpersonales, la contingencia de las pasiones, la presencia diaria de la inseguridad y la incertidumbre, la mentira continua del discurso político… La vida, tal cual es, simplemente: lo que más nos debe importar.

Si el origen de todas las religiones, de los evangelios, los credos, los dogmas y las supersticiones que en el mundo son y han sido hay que buscarlo en la necesidad humana de explicar sus orígenes remotos y en poner orden a lo desconocido, no parece descabellado pensar que más de un escritor añoso haya tenido el apremio de novelar sus memorias como medio de poner también algo de orden en su vida anterior. Como los achaques acompañan a la edad, siempre hay vivencias que compartir con quienes habitaron los mismos días que nosotros, aunque medie la lejanía de tierras y usos horarios. Al final, la honestidad del escritor debe moverse dentro del cuadrilátero de la realidad social que envuelve a la condición humana, o sea, el tema eterno de la literatura de todas las épocas.

Con las reservas y limitaciones a mí debidas, quisiera compartir contigo, amable lector, las contradicciones de nuestro tiempo. Mi relato mezcla contenidos y registros de hoy y de ayer. He tratado de sintetizar en tres libros la forja de identidades múltiples, el barullo de unos años convulsos, el fresco de un tramo de la historia de España. Siempre será un intento limitado y parcial. No puede ser de otra manera, pues se trata de reconstruir una trama de infinitos hilos entrecruzados; una parcela de secano o de regadío —según nos tocó en suerte—, en la que cada uno de nosotros laboró con mejor o peor fortuna. He tratado de ensamblar vivencias personales y de otros con el trazo ligero de acontecimientos históricos, de enfrentar a mi personaje —mitad ficción, mitad real— con temas controvertidos y polémicos: el coste del supuesto progreso, los entresijos de las empresas —con opiniones heterodoxas que no aparecen en los libros—, las consecuencias políticas, económicas y sociales de un «orden mundial invisible»… Trato de expresar, a tumba abierta, mi opinión sobre temas sociales, mis temores e intuiciones sobre los cambios de esta era virtual, sobre el hiperindividualismo y el déficit de compromiso generalizado… En definitiva: de explorar el decorado incierto en el que se mueve nuestra vida. Porque nuestra historia personal tiene mucho que ver con lo que pasa en el mundo.

Tras casi mil páginas dedicadas a recoger pacientemente recuerdos y reflexiones al borde del camino, brotes tiernos de mi vida entremezclados con las de otros, tal vez condicionado por mis estudios y lecturas, me sale sin querer la interpelación sociológica de los sucesos, como un criminólogo que, por deformación profesional, visualizara en sus paseos diarios la escenografía de posibles delitos. Las anécdotas narradas no pertenecen a ninguna escena del crimen, son tan vulgares como tantas otras. Solo he tratado de encontrar la esencia que cada una de ellas destila, el perfume de la época, recuperando la emoción de entonces a través de la poética de las palabras. No resulta fácil traspasar al papel la atmósfera de una generación, ese verano de la vida en donde coincidimos muchos. He llegado a pensar que cuantos más libros consultaba y más datos acumulaba, más se me escapaba de las manos. Espero haber capturado algo de su sustancia.

De joven no he sido nada diplomático, y he dicho lo que pensaba dentro de los límites de la insensatez o la anomia social. Siempre hay un grado de mentira innegociable y obligatoria, ese es uno de los principios de la convivencia, el coste obligado de la civilización. Así que no voy a dejar de ser incorrecto ahora, al final del guion y libre de ataduras. Si me dan a elegir, prefiero la luz, y asumo la incomodidad de las críticas. Al lado de los sentimientos y las reflexiones que jalonan el relato, el lector se tropezará con insalubridades, a menudo silenciadas en el espacio social y literario por aquello de quedar bien. Es la autocensura que nos imponemos todos, ese filtro que refleja los miedos impuestos por el poder, acrecentados en esta era digital de interdependencias, de exposición pública múltiple, con menos libertad de expresión de lo que se presume.

2. Después de la escapada

No hay nada que agrade tanto al amor propio de un joven, ni que fomente más la formación de su carácter, como el hallarse inesperadamente ante una misión que ha de cumplir apelando exclusivamente a su iniciativa

y energía propias.

Stefan Zweig

, Impaciencia del corazón

(Círculo de Lectores, cortesía de Editorial Luis de Caralt)

Llegué en el epílogo de una luminosa mañana de domingo a Logroño, afortunadamente con buen tiempo, pese a ser un tramo de invierno propenso a tormentas y copiosos sucesos de nieve que causaban, frecuentemente, dificultades en los desplazamientos hacia Madrid, tanto se hicieran a través de Soria como de Burgos. Pude estacionar el coche a escasos metros del hotel, enfrente de un desaparecido Simago, una cadena de medianas superficies que no supo captar los cambios en la distribución y fue fagocitada por otros formatos comerciales, y cuando, en otro orden de cosas, no existían las «zonas azules», por lo que desplazarse y aparcar fácilmente en la misma plaza del Espolón —pleno centro capitalino— era un inesperado agasajo de bienvenida para un madrileño acostumbrado a mayores pesares. Después de bien comer hice de explorador del mapa festivo y despoblado de la ciudad. Me costó poco llegar al enclave de la empresa donde prestaría mis servicios, para mi sorpresa a tiro de piedra del centro, a pesar de rezar en sus señas «polígono industrial». ¡Qué gusto descubrir un mapa urbano tan agradecido y accesible a pie! Ya al día siguiente empezaba a trabajar y a organizar mi nueva cotidianidad. Esta vez, en solitario: una escapada vital en toda regla. Llegué sin que se me hiciera demasiado pesado el viaje en un Renault 8 de color vainilla que, durante bastantes años, me acompañó sin rechistar ni dejarme tirado en las excursiones laborales y de ocio por toda la península. Desde que comencé a sentir terror de los monumentales atascos de Madrid, la ciudad que me vio nacer, decidí que no estaba dispuesto a seguir perdiendo el tiempo sentado al volante, con la certeza de que la densidad del tráfico iba a agudizarse año tras año. Tal vez por ser una persona demasiado nerviosa e impaciente, me resultaba insufrible aguantar esos paréntesis a la existencia cada dos por tres. De hecho, disponiendo de coche, trataba de ir andando y utilizaba todo lo posible el transporte público, sobre todo el metro, y habría sacado matrícula de honor recitando de carrerilla todas las estaciones de cualquier línea, al derecho y al revés. Como única ventaja, la intimidad compartida de los vagones me permitía leer, reflexionar sobre la existencia y, especialmente, imaginar cómo sería la vida de tal o cual pasajero. Dicen que la observación y la curiosidad son los primeros requisitos para ser escritor. Y supongo que es bueno que empiecen pronto a manifestarse.

El viaje a Logroño me devolvió a paisajes escondidos fugazmente en mi memoria infantil, primero, y más tarde a reconocerme en una pequeña ciudad con unos alrededores y una calidad de vida inimaginables desde Madrid, donde teníamos la impresión de ser afortunados por habitar en el mejor de los mundos posibles. Aunque creo que hace tiempo que yo buscaba, inconscientemente, algo así. No es casualidad que haya hecho siempre de caracol impenitente, rastreando esa Ítaca del poema de Homero, aun pasando por la mala baba que traen consigo las mudanzas. Una casa a cuestas que he llevado de un sitio a otro, además de Madrid y Logroño, a Asturias, Albacete, Murcia, Granada, Valencia… para llegar a Alicante, pasando por Suiza, Alemania e Italia. Quería comprobar que todos los caminos llevan a Roma. «Sarna con gusto no pica», que decía mi madre.

Logroño, como la mayoría de las capitales de provincia —de las ciudades, en general—, ha ido perdiendo su personalidad en el vasallaje a un universo visual cosmopolita que se refleja en sus fachadas, en el asfaltado señalizado de sus calles, en el trazado urbanístico de los nuevos barrios, en la fisonomía de los grandes centros comerciales, en los hábitos de consumo de los ciudadanos, en definitiva, en la reconstrucción de comportamientos y relaciones entre sus habitantes. Las grandes urbes, que se han visto afectadas por un crecimiento demográfico imparable en sus cuatro puntos cardinales, son aún más proclives a perder ese carácter que las definía. Es la amalgama de gentes que acuden a la verbena de oportunidades anunciada, el aluvión de ilusiones y proyectos que buscan acomodo, la creación acelerada de zonas de expansión y barrios o áreas dormitorio, lo que termina de alumbrar un mestizaje que diluye las identidades de partida. Las ciudades de tipo medio que sostienen, aumentan o incluso reducen las tasas de población suelen conservar con mayor regularidad sus constantes vitales y, en consecuencia, es algo más fácil rastrear su alma original. Pero es un hecho que mantendrá su aceleración y generalización planetaria con los años, una muestra más a escala local y humana del proceso de globalización económico, social y medioambiental en el que estamos inmersos. Parece posible, gracias a la extensión futura de las tecnologías de la comunicación, un retorno a núcleos poblacionales más pequeños, pero aún llevará tiempo una cierta repoblación del espacio rural, ya con otras connotaciones de relación interpersonal. No será una vuelta masiva inmediata, y estará sujeta a la creación de clústeres de autodesarrollo; tampoco supondrá, en mi opinión, pérdida de relevancia decisiva de las grandes megalópolis.

La vida en una ciudad así discurría, y en parte discurre, a un ritmo más respetuoso con el valor del tiempo. Nada más llegar a Logroño pude percibir un latido más espaciado, como una cámara lenta que se impusiera a mi mirada impaciente, y tuve que acostumbrarme a una cierta parsimonia en el tráfico y a un mayor relax de los hábitos domésticos. Todavía no había vías de circunvalación de la ciudad y casi toda era accesible con poco esfuerzo, al menos para mí, acostumbrado a callejear sin tregua por Madrid. La mayoría de los recorridos, incluso de las personas que se desplazaban desde los pueblos aledaños, acababan en el centro urbano como cita obligada, pues este era también lugar de confluencia oficial, comercial y social. Las coincidencias en los itinerarios, por obligación o por ocio, a determinadas horas y días eran habituales, por lo que no era infrecuente saludar a la misma persona dos y hasta tres o cuatro veces. Este hecho tenía y tiene, pero ahora tal vez menos por la ampliación del mapa de los flujos urbanos, un gran efecto de control social. No solo de los comportamientos y las compañías, también se enfatiza la relevancia de la vestimenta como representación, el

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