Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Gaoh. En Tierras de Urantia
Gaoh. En Tierras de Urantia
Gaoh. En Tierras de Urantia
Libro electrónico787 páginas17 horas

Gaoh. En Tierras de Urantia

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Ambientada en escenarios reales de España (Valencia, Madrid, Barcelona) y Europa. Acción, aventuras, viajes, sexo, tecnología, persecuciones, escenarios mágicos, seres extraterrestres... Tienes ante ti un nuevo thriller moderno y atrevido que te hará reflexionar sobre la realidad.

Valencia (España). Una pareja de jóvenes mujeres recibe la inesperada noticia de un embarazo virginal provocado por una entidad extraterrestre. Finalmente el parto tiene lugar, y la niña no deja de sorprenderlas constantemente mostrando una elevada capacidad de aprendizaje y poderes sobrehumanos. A lo largo de toda la novela se narran las aventuras que viven ellas y otro grupo de elegidos para llevar a cabo un gran plan que tiene por objetivo liberar a la humanidad del dominio de una especie reptiliana que invadió el planeta Tierra hace milenios y que todavía está instalada en el planeta.

A lo largo de la novela aparecen personajes, aparentemente humanos, que realmente son extraterrestres perfectamente camuflados e integrados en la sociedad, pero que forman parte de un plan superior oculto a los humanos.

El autor lleva años investigando temas espirituales y conspiranoicos. Es maestro de Reiki y profesional en De-Codificación Biológica, aunque no ejerce, dedicándose profesionalmente al diseño gráfico y la fotografía.

El ritmo trepidante y los variados escenarios donde se desarrolla la historia, con localizaciones en capitales principales de todo el mundo, hace que la atención del lector quede atrapada en una trama mezcla de ficción y realidad, donde se conjuga sutilmente acción, aventura, sexo y misterio a partes casi iguales. Puede clasificarse esta novela dentro de un subgénero mezcla de thriller espiritual y ficción, donde se presentan diferentes niveles de comprensión que el lector puede ir descubriendo si es capaz de interpretar las claves ocultas a lo largo de la historia.

Todos los escenarios donde se desarrolla la novela son reales, y el lector puede ubicarlos de forma sencilla utilizando Internet, lo que confiere a la novela un viso todavía más real... o quizás fantástico. Según se desee.

La novela se comenzó a escribir en el invierno de 2016 y se terminó en la primavera de 2017. Fueron cinco meses de intensa actividad ininterrumpida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 mar 2019
ISBN9788494677366
Gaoh. En Tierras de Urantia
Autor

José Ignacio Díaz Latorre

Nacho Díaz Latorre nace en Ginebra (Suiza) en 1966. Vive en España. Mantiene una actitud dinámica e inquieta y combina su pasión por la escritura con su trabajo de Freelancer como diseñador gráfico, editor y fotógrafo. Casado en 1992, tiene dos hijos. Aficionado a la práctica del Trail Running. Estudios de Profesor de educación primara (Lengua española). Escritor. Blogger. Youtuber.Ofrece talleres y conferencias en torno al tema del despertar de la consciencia y la evolución personal.

Lee más de José Ignacio Díaz Latorre

Relacionado con Gaoh. En Tierras de Urantia

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Gaoh. En Tierras de Urantia

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Gaoh. En Tierras de Urantia - José Ignacio Díaz Latorre

    1

    Un suceso inesperado

    Aquella mañana de viernes estaba transcurriendo sin grandes sorpresas. La primavera ya estaba empezando a hacer acto de presencia en la ciudad, y las luces blancas y limpias se dejaban reflejar en las mudas cristaleras que iluminaban la habitación de Marina. Un ambiente de fiesta inundaba las calles, era quince de marzo, y el tradicional ritual fallero marcaba su ritmo constante e invariable. En pocas horas daría comienzo otra nueva mascletà (1) en la Plaza del Ayuntamiento. Valencia, en esos días de fiesta, abarrota sus calles y avenidas de turistas curiosos y atentos a todos los estímulos que les abruman a cada paso.

    Un tumulto anónimo y relajado recorría las calles adyacentes a su domicilio, y las constantes explosiones de los petardos formaban un denso cuerpo sonoro en torno a la casa de Marina, adobado de vez en cuando por alguna banda de música que desfilaba cansada con aire festivo. Frente a su ventana se podía observar un intenso ir y venir de turistas cargados con sus maletas que aparecían por las sabias y regias puertas de la estación central de trenes, conocida entre los valencianos como Estación del Norte.

    Marina estaba absorta frente a la ventana de su habitación mirando hacia la calle. Por un momento su visión quedó indefinida, dispersa, veía todo pero no veía nada en concreto, y sus retinas no enfocaban realmente nada, era una sensación de relax, de no estar. Desde el otro lado del cristal, en el vacío sobre la calle, pudiera haberse visto su rostro impasible y tranquilo, su mirada perdida paseando sobre aquel incesante ir y venir de personas. Estaba desnuda. Acababa de salir de la ducha y aquel momento mágico de fusión con el todo la sorprendió justo a punto de comenzar a ponerse la ropa interior. En su mano derecha sostenía unas bragas rojas, todavía plegadas en un pequeño cuadrado. Su otra mano se apoyaba sobre la cortina translúcida de la ventana de su habitación, contra el cristal. Su cuerpo, todavía fresco y estimulado por la ducha de agua fría, lucía joven, y su piel tersa envolvía un cuerpo dulce y hermoso, con bellas curvas y unas caderas redondas; definidas pero abundantes, aunque sin excesos. El abdomen era terso y ligeramente redondo. Los pechos grandes, firmes y modelados, con una areola amplia y oscura. Sus pezones, a escasos milímetros del cristal, apuntaban directamente hacia la calle, reflejados por la luz del sol que entraba en la habitación. Algunas gotas de agua todavía dibujaban su perfil en el suelo de madera escurriendo por sus delicados tobillos, mientras que un silencio vacío, profundo y sosegado, la protegía en su pequeño momento de introspección, tal como le ocurriera tantas otras veces.

    Desde su posición elevada disfrutaba de una visión completa de la puerta principal de la estación ferroviaria y de la totalidad de la plaza de toros, separada de la estación por la calle de Alicante. Frente a ésta, una de las principales arterias de la ciudad, se encontraba la calle de Xàtiva delimitando el segundo cinturón del centro de la ciudad. Marina vivía en pleno centro, en un piso antiguo pero muy bien localizado y espacioso que habían decorado a su gusto tras la marcha de su madre. Aquel domicilio siempre fue el de la familia. Podía disfrutar de una amplia panorámica de la parte sur de la ciudad: el barrio de Russafa, la Gran Vía, la Plaza de España... Caminando podía acceder a cualquier servicio propio de una gran ciudad. Su completa red de transporte público era más que suficiente para permitirle el traslado a cualquier lugar imaginado: puerto, aeropuerto, metro, autobus... Su padre, ya fallecido, fue un empresario de éxito que supo aprovechar las oportunidades de negocio de una España en plena transición política. Fundó una empresa en mil novecientos sesenta y seis que fue suficiente para amasar una pequeña fortuna familiar, de la cual Marina, su hermano y su madre, Asun, disfrutaban en la actualidad. La madre de Marina ya hacía tiempo que decidió vivir en el chalet familiar de Canet de Berenguer que tanto disfrutó ella en su infancia. Su decisión vino motivada por el fallecimiento de su marido a mediados de los años ochenta, cuando ella apenas tenía un año de edad.

    Un grupo de japoneses llamó la atención de Marina. La guía del grupo portaba una de esas banderitas en la punta de una fina y larga varilla telescópica. El ondear de aquel minúsculo círculo rojo sobre el fondo blanco rompió la monotonía del ir y venir de los transeúntes y la sacó repentinamente de su momento de no estar. Pestañeando volvió a recuperar un ritmo de respiración normal, algo más agitado y profundo. Su visión volvió a enfocar claramente todos los detalles de la calle, y su mente volvió al espacio-tiempo de su existencia en la habitación, tras la ventana, volviendo a procesar toda la información sin ningún objetivo concreto. Movió un pie ligeramente y notó un poco de agua sobre el suelo, pero volvió a centrar su atención en el gentío que veía a través de la ventana. Conscientemente acercó su cuerpo desnudo todavía más hacia el cristal hasta que sus pechos lo rozaron levemente; estaba liso, firme y templado por el sol. Sus pezones reaccionaron inmediatamente al contacto, proporcionándole una agradable sensación que erizó su todo su vello y recorrió su cuerpo, yendo a extinguirse en su vagina después de atravesar la columna vertebral. Fue un segundo de placer, tiempo suficiente para sacarla de su estado meditativo. Comenzó a vestirse. Sonia estaba al llegar y tenía muchas ganas de besarla, de acariciarla y de sentirla. El mero hecho de pensar en su presencia la excitaba irremediablemente. Marina se sentó sobre el lateral de la cama y comenzó a acariciarse los pechos lentamente, con la mirada todavía fija en la ventana, abandonada en lo que pudiese haber sido el inicio de un planificado momento de placer sexual. Prefirió esperar. Se vistió despacio, ligera, sutil, sin prisa. Hacía calor.

    Beni, la gata persa de Marina y Sonia, la observaba desde la otra esquina de la cama sin mover un solo músculo. El sol hacía brillar su pelaje níveo, y sus ojos cristalinos, profundamente azules y algo entrecerrados, casi desaparecían en su pequeña y robusta cara con un hocico sin apenas relieve, dibujado. Entre Marina y Beni siempre hubo un lazo muy especial. En el siguiente segundo se iba escuchar un estruendo que traería a ambas definitivamente a la realidad de una gran ciudad en plenas fiestas. Una enorme carcasa (2) rompió la paz con un gran estrépito. Beni, poco amiga de los ruidos, salió de un salto de la habitación y derrapando por el parket del pasillo se perdió en lo más profundo de la casa. Marina, en cambio, terminó de secar sus pies tranquilamente y se calzó unas bonitas y ligeras sandalias de piel que había comprado el sábado anterior, de suela plana y con unos pequeños adornos metálicos en el empeine.

    Se acercaba la hora de comer. A las catorce horas treinta y tres minutos Sonia abriría con su llave la puerta de casa, después de un turno completo en la factoría donde trabajaba. Tenía el tiempo justo para bajar a comprar el diario, el pan, un kilo de manzanas y realizar un encargo de Sonia, necesario para el fin de semana. Inmersa en el enorme ajetreo de las fiestas falleras no podía entretenerse mucho tiempo más. Marina sabía perfectamente que las calles estarían abarrotadas de curiosos turistas. Lo que en un día normal podía resolver en quince minutos, en aquella situación le podría llevar más de una hora.

    Sonia le había pedido que le comprase un cortavientos para soportar mejor el frío nocturno de Montserrat, el que tenía lo perdió en un control de avituallamiento durante su último ultra trail de montaña, y no estaba dispuesta a pasar frío aquel fin de semana. A Marina se le ocurrió ir a unos conocidos grandes almacenes que tenía a no más de cinco manzanas, calle Colón abajo. El tráfico estaba cortado en todo el centro de la ciudad debido a los eventos falleros, por lo que se lanzó a disfrutar del tumulto avanzando satisfecha por el centro de la calle de Colón, caminando justo sobre la línea continua que divide el eje de la avenida, aquello no podía hacerse todos los días. Se dirigía con paso firme en dirección a la frutería. Se detuvo, como siempre solía hacer, en el Apple Store, era ya una parada casi ritual, y tras satisfacer su curiosidad tecnológica se dispuso a comprarle a Sonia su cortavientos. Subió directa a la quinta planta, deportes, y fue a buscar el cortavientos sin más dilación. Lo cogió de la percha, comprobó la talla, le dio un vistazo rápido y pasó a caja, todo en aproximadamente quince minutos. No quería entretenerse ni perder el tiempo. Eran las trece horas. Marina volvió a casa entre roces y empujones con su diario, las manzanas y un hermoso y colorido cortavientos para su chica. En el ascensor de la finca tuvo otro momento de impasse. De repente su mano se aflojó y la bolsa con el cortavientos cayó en el suelo del ascensor. No le importó. Durante los trece segundos que duró el trayecto hasta su rellano estuvo impasible, relajada, observando su reflejo en los dos pequeños cristales verticales de la puerta interior, escuchando ese soniquete mecánico y rítmico... Y de fondo esa pared gris y monótona que pasaba veloz hacia abajo y la hipnotizaba a través de los dos pequeños cristales. Vivía muy frecuentemente esos momentos en su intimidad, le gustaba abstraerse porque se sentía completamente en paz. Siempre que tenía ocasión se dejaba llevar por ese agradable abandono que hacía expandir su ser hasta no tener consciencia de su propio yo, fundiéndose con el todo más absoluto. Era algo que siempre le había ocurrido, incluso de pequeña, y lo vivía con total normalidad como parte de su existencia. Hacía algunos años, cuando todavía era una joven e inexperta estudiante de psicología en la universidad, tuvo uno de estos momentos de plenitud en mitad de un examen. Estuvo absorta durante más de quince minutos, y hubiese seguido absorta de no ser por la intervención de su profesor en aquel momento, el Dr. Pedro Checa, un eminente médico psiquiatra valenciano, que la alertó y la hizo regresar al mundo de los vivos. Sin aquel aviso seguramente no hubiese podido completar el examen con un mínimo de garantías para el aprobado. A partir de aquel momento Marina fue entablando progresivamente una sincera amistad con el Dr. Checa, mucho mayor que ella, y que todavía perduraba a pesar del paso de los años y de la magnífica nota de licenciatura obtenida a su paso por la facultad.

    Beni corría por el pasillo en dirección a la puerta de entrada de la casa, aparentemente era otra de sus locuras, pero pocos segundos después se abrió la puerta del ascensor y se escuchó el sutil y breve sonido de una llave entrando en la cerradura. La puerta de casa se abrió y se volvió a cerrar. Marina levantó la mirada desde la cocina y una sonrisa se dibujó en su cara, su espalda recuperó el tono y salió decidida por el pasillo al encuentro de Sonia, su pareja, su amor y su mejor compañera.

    —¿Hola?

    Sonia entró por la puerta, apenas pudo cerrarla tras ella y colgar en la percha de la entrada la bolsa de deportes que llevaba. Marina se abalanzó sobre ella abrazándola, la rodeó con sus brazos por la cintura y la besó. Sus miradas se fundieron con una complicidad intensa y se besaron repetidamente, apasionadamente, como si hiciese años que no se veían... Entre susurros le preguntaba por su día en el trabajo, y Sonia le contestaba en los labios mientras mantenía un abrazo firme, cálido y cercano en la penumbra del recibidor. Beni las observaba atentamente a una distancia prudencial.

    Marina y Sonia eran pareja desde hacía cinco años, se conocieron en la Plaza de San Agustín, durante una manifestación contra la violencia de género. En aquel momento Sonia tenía veinticuatro años y Marina veintiséis. Fue inmediato.

    Tras la bienvenida, ambas mujeres se dirigieron hacia el salón.

    —¿Qué tal el día? ¿Muy cansada?

    —Ya sabes, como siempre. Es lo que tiene trabajar en una cadena de montaje, las cosas suceden siempre igual. Por lo demás hasta el coño de las fallas, no se puede circular y he entrado andando por Colón. Tuve que aparcar en la Alameda. Esta tarde tendremos que ir allí a recoger el coche y guardarlo en el garaje antes de irnos. ¿Y tú qué, bien?

    —Bueno, bien, preparándolo todo para el finde... Tenía muchas ganas de que volvieras... ¡Qué guay! ¡Quiero subir ya a ese tren, tengo la sensación de que este finde va a ser muy especial! Por cierto, te he comprado el cortavientos, pruébatelo, podemos cambiarlo esta tarde antes de salir si no te gusta.

    Marina iba hablando mientras se dirigía al dormitorio, donde había dejado la bolsa con el cortavientos.

    —¿Tienes hambre Sonia? Todavía no he empezado a hacer la comida...

    Sonia comenzó a seguirla en silencio sin que Marina se percatase. Observaba su espalda, su culo redondo y sugerente, todavía percibía el aroma del jabón en su cuerpo...

    —¡Estoy muerta de hambre y creo que voy a empezar a comer por aquí!

    Sonia abordó a Marina por la espalda, mientras ésta sacaba de la bolsa el cortavientos. Comenzó a mordisquearle el cuello aprovechando su mayor altura. Ambas cayeron abrazadas a la cama, sobre el sufrido cortavientos, y durante diez minutos se perdieron entre besos, susurros y caricias. Beni, acostumbrada a estos momentos de pasión, las observaba indiferente desde la puerta mientras se lamía la pata izquierda con auténtica fruición.

    —¡Vamos! ¡Pruébatelo!

    Sonia se levantó y rápidamente se deshizo de la ropa, desnuda frente a Marina se puso el cortavientos sobre su cuerpo. La sutileza del tejido técnico de la prenda sobre su piel delataba en la transparencia unos hombros atléticos y angulosos seguidos por unos senos casi perfectos, con unos prominentes pezones. Aquella prenda parecía que estuviese confeccionada a medida para ella. Sonia sabía perfectamente lo que hacía, y se tomó su tiempo para lucirse y contonearse sonriente ante Marina, que seguía recostada en la cama observando impaciente y excitada aquel inesperado espectáculo, esperando el momento en el que se acercase a ella para comérsela sin ninguna piedad.

    Era viernes, ese día en el que se experimenta cierta alegría por la llegada del fin de semana, y Marina estaba dispuesta a empezar a disfrutar en ese mismo momento.

    Se acercaban a las tres de la tarde. Sonia salió de la cama y se agachó para recoger del suelo el cortavientos, salió de la habitación y entró en la ducha. Marina continuaba tendida sobre la cama, recuperándose de un orgasmo muy reciente. Miraba la lámpara del techo sin pestañear, con los brazos extendidos a ambos lados y las piernas abiertas.

    —¿Por qué no nos vamos a comer algo por ahí? Nos tomamos una cerve y luego ya venimos, preparamos las maletas y salimos para la estación... ¿Qué te parece? —dijo Sonia gritando por encima del ruido del agua de la ducha—.

    Al escuchar a Sonia tuvo que retomar la actividad y se incorporó preparándose para saltar de la cama.

    —¡Vale! Pero que sepas que va a estar todo a tope. ¡Estamos en fallas, tía!

    Marina no tenía demasiada hambre, ella había tenido una mañana mucho más tranquila, por eso esperaba pacientemente a Sonia, aunque estaba lista para salir a comer en cualquier momento. No había preparado la comida porque sabía que Sonia se lo iba a proponer... Ya se conocían lo suficiente.

    Sonia estaba acabando su ducha. Su físico, imponente, se dibujaba en los espejos, entre el vaho y la luz que reflejaban los halógenos del baño. Secaba su cuerpo sistemáticamente con la toalla, con la prisa de quien quiere comer. Salió desnuda por el pasillo. Su metro y setenta centímetros y sus anchos hombros mostraban una complexión atlética perfectamente equilibrada, musculosa, definida y esbelta. La media melena morena, todavía mojada, enmarcaba unos pechos firmes y redondos que jugaban arriba y abajo, acompasados con sus pisadas cortas e inseguras sobre el resbaladizo suelo de madera del pasillo en su camino de regreso hacia el dormitorio. Mantenía un abdomen liso y muy marcado, muy bien definido; y unas caderas estrechas, propias del género masculino, que sostenían unas nalgas redondas, pequeñas y prietas, como de futbolista. Sus piernas estaban muy musculadas y delataban su pasión por las carreras de montaña. Sonia era una mujer muy hermosa, bella y atractiva, con un cuerpo de características masculinas pero a la vez muy femenino, casi griego. Llevaba muchos años practicando el trail running, y había participado en muchas e importantes carreras en su comunidad y fuera de España. Nunca había obtenido grandes clasificaciones, pero sí mantenía un nivel de competición más que aceptable para ser amateur. Era una deportista nata, no importaba el tipo de deporte, todos le apasionaban.

    Marina, todavía en la cama, clavó la mirada en Sonia, desnuda frente a ella. Se aproximó hacia ella por encima de la cama y sus manos comenzaron de nuevo un lento y apasionado recorrido por su cuerpo, aún sabiendo que no lo podría completar...

    —¡Noooo, ten-go-ham-bre! ¡Son las tres! Tenemos que comer ya y preparar las maletas... Ahora noooo... —dijo Sonia sonriendo mientras daba un paso atrás y se encaminaba hacia el armario ropero— ¡Para!

    Marina sonrió con cara de pícara, admitiendo implícitamente que no era el momento de tener de nuevo otro encuentro sexual, pero también deseando encontrar un mínimo atisbo de duda en la actitud de Sonia para retomar su ataque. Salió de la cama y abrazó su cuerpo desnudo frente al armario, olió su piel todavía húmeda, y sus pezones volvieron a manifestar su deseo. La piel de Sonia se erizó y zanjaron el conato hasta mejor ocasión con un profundo beso que parecía no tener fin.

    Sonia comenzó a vestirse precipitadamente mientras Marina abandonaba el dormitorio.

    —¿Dónde vamos entonces? ¿Miss Sushi, Tony, Navarro, Casa Roberto...?

    Sonia quería comer sin importarle mucho el lugar.

    —¿Por qué no vamos al Foster’s? Estará a parir pero cuando te sientas son muy rápidos sirviendo, además hace tiempo que no vamos... —dijo Marina desde el cuarto de baño—.

    —¡Estupendo! Vamos, yo ya estoy.

    Sonia se dirigió a la entrada acabando de reorganizar su melena y buscando sus gafas de sol en el pequeño mueble que presidía la entrada al domicilio.

    Foster’s Hollywood estaba en la Gran Vía, a menos de cinco minutos a pie. Sólo tenían que bajar por Russafa y girar a la izquierda en la Gran Vía, en dirección al puente de Aragón. No tenían una prisa excesiva porque tenían comprados los billetes para el Talgo de las veinte y treinta y cinco horas destino Barcelona. Tenían casi toda la tarde por delante para disfrutarse y descansar.

    Marina y Sonia iban a emplear todo el fin de semana entre Barcelona y el monasterio de Montserrat, habían planeado un fin de semana activo y muy especial. Su plan era participar en el encuentro organizado por un grupo de contacto OVNI en las montañas de Montserrat. Indudablemente fue iniciativa de Marina. Una tarde, hacía más de un año, navegando por Internet descubrió la existencia en Barcelona de este grupo de contacto OVNI y se puso en contacto con ellos. Con el paso de los meses estableció una relación más amistosa con algunos de sus miembros, y comenzaron a intercambiar correos electrónicos de forma habitual. El contacto a través de Whatsapp acabó de consolidar la relación de amistad. Marina siempre estuvo muy interesada en todo lo que suponía salirse de lo establecido por la ciencia oficial y los mass media, era una apasionada de los vídeos de misterio de YouTube, y no dejaba de visitar varios blogs y páginas web relacionados con estos apasionantes temas. Ya hacía más de medio año que estaba prevista la fecha para ese encuentro, y tuvo tiempo suficiente para convencer a Sonia y confirmar a la organización la asistencia de las dos.

    Su plan era salir el viernes por la tarde de Valencia aprovechando que Sonia tenía turno de mañana en su trabajo, y llegar a Barcelona a media noche. Dormirían en una pensión cerca de la estación de Francia, en el barrio gótico, muy cerca del Parc de la Ciutadella, y a la mañana siguiente cogerían un autobús de línea hasta Monistrol de Montserrat, donde habían quedado con algunos de los participantes en el evento. Desde allí se trasladarían en coches hasta el monasterio y el lugar establecido para la ceremonia de contacto.

    Como el contacto se extendería a lo largo de toda la noche del sábado, habría tiempo suficiente para hacer algo de turismo en Monistrol. El pueblo tenía una antigüedad anterior al siglo X, y contaba con varios lugares dignos de visitar como l’Ermita de Sant Antoni, el Palau Prioral, l’Esglesia de Sant Pere o la Bestorre, una torre románica bastante bien conservada. En la mañana del domingo regresarían a Barcelona y pasarían el resto de la jornada haciendo turismo por Barcelona, para regresar a casa el lunes por la mañana, ya que Sonia esa semana tendría turno de tarde y podría incorporarse sin problemas en su horario habitual. Sin duda un intenso y provechoso fin de semana perfectamente planificado.

    Eran las veinte horas del viernes cuando Marina y Sonia atravesaban las puertas de la Estación del Norte en Valencia, una estación centenaria inaugurada en agosto de mil novecientos diecisiete. Después de atravesar el enorme vestíbulo de estilo modernista, profusamente decorado con azulejos de cerámica de muy diferentes tipos y colores, se dirigieron directamente a la zona de embarque en previsión de inesperados problemas de última hora. Sonia tiraba de un trolley de tamaño medio con la ropa de las dos. Marina llevaba una pequeña mochila a la espalda con algo de agua, un par de sándwiches de pan de centeno para la cena, dos manzanas y algunos objetos básicos de aseo y abrigo. La estación estaba radiante, hacía poco tiempo que la habían remodelado y casi todo lucía perfectamente en su justo lugar. El brillo de los azulejos de trencadís y los motivos vegetales que adornaban el vestíbulo brillaban orgullosos bajo la amarillenta luz de los múltiples focos que iluminaban los techos y paredes. Sonia hacía tiempo que no visitaba la estación y atravesó el vestíbulo principal con la vista clavada en el techo, dirigiéndose involuntariamente hacia un joven con gafas de pasta y traje de chaqueta que iba consultando su teléfono móvil. El choque era prácticamente inevitable, ya que Marina miraba en ese momento en dirección opuesta. Aquel hombre llegó a impactar con el trolley de Sonia y casi se precipitó contra el brillante suelo del vestíbulo, todo quedó en un elaborado traspié y un cruce de disculpas. El joven ejecutivo se recompuso rápidamente y siguió con la mirada a Sonia admirando su espectacular figura, después retomó su marcha y volvió a fijar su vista en ese pequeño aparato hipnotizador que continuaba pegado a su mano. Marina, que estuvo al tanto del incidente, esperó a Sonia con una sonrisa no exenta de celos al observar la actitud del joven a sus espaldas. En el fondo estaba acostumbrada a este tipo de situaciones, bastante habituales, pero nunca llegaría a encajarlas del todo, al fin y al cabo era su pareja. Ambas mujeres estaban radiantes, relajadas y dispuestas a disfrutar de un bonito e intenso fin de semana en Catalunya, o al menos eso pretendían.

    El tren tenía puntualmente prevista su salida a las veinte horas y treinta y cinco minutos. La cola de embarque estaba abierta, y los pasajeros iban rebasando ordenadamente el control de billetes y equipajes, el detector de metales, y por último las medidas sonrisas de las dos azafatas que coronaban la procesión de maletas y bolsas. Cuando llegó el turno de Marina la cola se detuvo, faltaban nueve minutos para la salida del tren y al parecer había un pequeño problema con su billete. El sistema no detectaba la compra de ese pasaje a pesar de haberlos adquirido conjuntamente a través de una agencia de viajes. El escáner leía una y otra vez el código de barras del billete, pero no aceptaba su validez. Marina, de momento, no podía subir al tren. Una de las azafatas las invitó amablemente a que se retirasen a un lado para permitir el acceso del resto de pasajeros. Mientras, la otra azafata llamó por teléfono con cierta prisa a un superior, por lo visto su responsable directo, que se presentó en el lugar inmediatamente teléfono en mano. La situación era poco habitual, ya que tanto Marina como Sonia tenían en sus manos los billetes, pero uno de ellos no era aceptado para su validación. El encargado supervisor de embarque tuvo que emplearse a fondo para evitar que el tren saliese con retraso. Tras consultar hábilmente una pequeña terminal de mano que desenfundó de su cinturón y verificar el número de serie del billete, dio el visto bueno a Marina para acceder al tren. Eran las veinte horas y treinta y seis minutos, y el tren todavía no había salido. Al parecer un error informático había eliminado parte del fichero de registro de ese billete en la base de datos de la compañía, y eso imposibilitaba la validación. La revisión de la secuencia lógica de los números de serie inmediatamente anteriores y posteriores al billete de Marina por parte del supervisor, permitió trazar manualmente el registro del billete y validarlo. Le aseguraron que en el trayecto de regreso del lunes por la mañana no tendría problemas, ya que el billete había sido creado de nuevo en la base de datos.

    El tren salió a las veinte horas y treinta y ocho minutos del viernes quince de marzo. Tres horas y veinticuatro minutos las separaban de la estación de França, en pleno corazón de Barcelona, en la villa olímpica, a orillas del Mediterráneo. A lo largo de las cerca de tres horas y media que duró el trayecto tuvieron tiempo para charlar, reír, comer y leer. Marina estaba notablemente emocionada con el evento, ya que nunca antes había participado en algo similar, y menos todavía en un entorno tan mítico como las montañas de Montserrat. Estaba convencida de que iba a haber una aparición OVNI durante la noche del sábado, y también deseaba conocer a sus nuevos amigos virtuales, ponerles cara y crearlos definitivamente en el mundo físico. Sonia, menos motivada con estos temas, sonreía y especulaba con mucho humor sobre la posibilidad de que unos extraterrestres pequeñitos y cabezones descendiesen de la nave y colmaran de regalos a los asistentes. Su sentido del humor disparó las risas de la pareja, haciéndoles olvidar el breve momento de estrés vivido durante el embarque. Entre risas, Sonia giró la cabeza hacia la ventanilla, donde estaba sentada Marina, y la besó. Cruzaron sus manos, y pasados unos minutos el silencio se adueñó del vagón de aquel Talgo. La noche caía inexorable, y el tren se dirigía sin pausa hacia la estación de Francia, en pleno corazón de Barcelona.

    Después de una hora y veinte minutos de viaje Sonia dormía dulcemente, tenía los pies apoyados en el asiento situado frente a ella, y las piernas semi flexionadas; su cabeza se apoyaba ligeramente sobre el hombro derecho de Marina, que tenía asiento de ventanilla. Al ver que Sonia descansaba, se abandonó de nuevo ante el paisaje que se desplegaba frente a ella, las luces interiores del vagón producían un curioso efecto al reflejar en el cristal de la ventanilla la escena del interior. Marina veía al mismo tiempo su propio reflejo, a Sonia a su lado, y una fracción de los asientos laterales y posteriores del vagón, pero también era capaz de ver el mar a través de la gran ventana del tren. Las matas de cañas, los postes de teléfono, las casas puntualmente colocadas a lo largo de la costa y algún que otro puente, pasaban rítmicamente ante sus ojos atravesando el reflejo de Sonia. El atardecer ya era casi noche, y ese antiguo mar Mediterráneo por el que iban circulando en dirección norte provocó en Marina un nuevo estado meditativo, otro momento de abandono y plenitud con el Todo que Es, similar a los que frecuentemente estaba acostumbrada a experimentar. Le gustaba definirlo con esa enigmática y profunda frase.

    El movimiento regular del tren y ese sonido rítmico y sordo la llevaron a un estado de aislamiento en el que no podía dejar de observar el anochecer sobre el mar, y sus ojos, muy abiertos, expandían el enfoque a máximos, como si todo ante ella dejase de tener entidad efectiva y se evaporase en un sinfín de formas indefinidas, calmas y lentas. Para ella era un momento de mucho placer. A su derecha Sonia seguía dormida. Deslizó su mano hasta colocarla delicadamente en su pierna, acariciando su muslo con suavidad, quería tocarla y sentir que estaba a su lado. Pasados varios minutos en ese estado, cerró sus ojos y su cuerpo se disolvió entre ensoñaciones y realidad. Consciente como era de su viaje en el tren, pudo vivir al mismo tiempo un micro sueño en otra dimensión del tiempo y del espacio. Escuchaba perfectamente todo a su alrededor, pero el estado de relajación en el que estaba sumida la invitaba a dejarse ir en la profundidad de su alma.

    El rítmico traqueteo del tren la había llevado a otro lugar, ahora se encontraba caminando desnuda por una amplia y hermosa playa desierta durante un bonito amanecer. Algo más adelantada caminaba Sonia, vestía la braga de un pequeño bikini blanco que dejaba al descubierto el resto de su espectacular cuerpo. De repente una sensación de peligro invadió a Marina, el desasosiego iba poco a poco apoderándose de ella al tiempo que no podía dejar de caminar por la orilla de aquel mar extraño. Una angustiosa sensación iba en aumento y la forzaba a acelerar el paso para advertir a Sonia de un peligro inminente que, por otro lado, no era en absoluto evidente ni esperado. Por más que se esforzaba en avanzar, sus piernas no le respondían. Tenía la sensación de caminar cada vez más lentamente a pesar de su denodado intento de acelerar el paso. Tanto fue así que en un momento dado sintió cómo sus piernas iban hundiéndose progresivamente en la arena de la playa a cada paso que daba. Impotente, veía cómo se alejaba Sonia, totalmente ajena al momento de angustia que ella estaba viviendo. Era completamente incapaz de avisarla del peligro, gritaba su nombre pero ni ella misma se oía. De repente pudo ver cómo un enorme cangrejo de más de cinco metros de ancho y varios metros de altura aparecía entre la arena húmeda de la orilla, frente a ella y por detrás de Sonia. Era monstruoso: pardo oscuro y lleno de pelos largos y puntiagudos, y con un duro caparazón plagado de abcesos y espinas aserradas. El monstruo se recompuso rápidamente sobre sus peludas patas dejando un enorme agujero que inmediatamente se llenó de agua. Gotas de agua y arena mezcladas chorreaban por sus amenazadoras patas, y sus dos enormes pinzas chasqueaban inquietas al viento. Lanzó una de sus enormes pinzas en dirección a Sonia, que seguía caminando despreocupada, ajena al macabro escenario. Aquel monstruo se acercaba progresivamente a su presa ante la evidente ansiedad de Marina, que seguía cada vez más enterrada en la húmeda arena de la orilla, hasta que terminó cogiéndola por la cintura con una de sus dos enormes pinzas, la acercó a sus oscuros ojos, cerca de su boca, y con la ayuda de la otra pinza la partió en dos mitades para después comérsela poco a poco. La sangre de Sonia salpicaba la oscura arena.

    La visión-ensoñación de Marina la llenó de pánico. Fue tan angustiosa que despertó repentinamente ante aquella macabra experiencia. Su respiración era agitada y unas gotas de sudor partían de sus sienes en dirección al mentón. Buscó el móvil para ver la hora, tenía la sensación de que todo había ocurrido en unos segundos, pero realmente habían pasado veinticinco minutos. Sonia, alarmada por la presión que notaba en su muslo, también despertó de repente sin comprender qué estaba ocurriendo. Marina la miró todavía algo excitada. Presa de su impotencia ante aquel extraño sueño le estaba estrangulando la pierna de forma inconsciente, entonces aflojó la mano y la abrazó con notable ansiedad. Todavía asustada, le contó su micro pesadilla, no era normal, a ella no solían pasarle esas cosas. Nunca le había ocurrido algo así, Sonia tuvo que calmarla durante más de cuarenta minutos hasta que volvió a recuperar una aparente normalidad, pero este hecho la mantuvo muy afectada hasta que llegaron a Barcelona. Poco después, en los monitores del tren comenzaba la emisión de una película: La vida de Pí. Pasó una azafata repartiendo auriculares, y ambas olvidaron momentáneamente el trance, ahora estaban demasiado ocupadas buscando la conexión para conectarlos y probar los diferentes canales de audio. La visión de la película las reconfortó tanto que durante la próxima hora y cuarto quedaron absortas mirando al monitor. Al finalizar la película, Sonia aprovechó para sacar los sándwiches de la mochila y tomar una cena frugal, no exenta de varias lonchas de jamón serrano y unas pequeñas porciones de aguacate fresco que Marina había colocado, como siempre, en el sándwich de Sonia. Eso era amor. Después llegó el turno de las manzanas, que pusieron un broche perfecto a aquella atípica cena.

    Concluía la película cuando ya se divisaban a lo lejos las luces de Barcelona y Montjuich, el trayecto ferroviario estaba a punto de finalizar, y la limpia y sufrida vía de hierro se tornaba ahora una maraña de cruces y conexiones formando una elaborada tela de araña de acero que se perdía en la oscuridad de aquella noche de marzo. Eran las veintitrés horas y cincuenta y un minutos, faltaban aproximadamente diez minutos para la llegada a la estación de França. La emoción de Marina era notable, y ya estaba con el móvil en la mano lista para llamar a la pensión donde había reservado la habitación, necesitaba asegurarse la entrada y confirmar su presencia en la ciudad. La llegada en tren a Barcelona siempre era muy sorprendente, tras atravesar los últimos túneles aparecía la ciudad, abierta al mar, y el tren iba aproximándose lentamente a su destino entre el mar y la montaña. Aquella noche de marzo las pocas estrellas que se dejaban ver brillaban intensamente. El aire era transparente, ligero y nítido, poco habitual en una gran ciudad con una importante área metropolitana industrializada como Barcelona. Todo parecía perfecto, como en las mejores películas. Su aventura no había hecho más que comenzar.

    A la una de la mañana del sábado atravesaban las puertas de la estación de França y se encaminaban al hostal, situado en el Carrer d’Avinyó. La distancia era de novecientos ochenta metros, suficientemente corta como para hacer el recorrido caminando. Decidieron hacer el recorrido a pie acompañadas por el silencio de aquella noche tranquila y suave. Les serviría para estirar un poco las piernas después de tres horas y media de viaje, y pensándolo bien tampoco llevaban tanto equipaje. Tomaron la Avenida del Marqués de l’Argentera en dirección sur, se percibía el aroma salado del mar, una brisa neutra les acariciaba la cara, y todo apuntaba a un paseo relajado por la ancha acera, precisamente pensada para este tipo de actividades. Marina cogió por la cintura a Sonia mientras ella tiraba del trolley, y dulcemente recostó su cabeza sobre su ancho hombro, caminaban en silencio hacia la basílica de la Mercé. Después, frente a los viejos muros de piedra de la iglesia, giraron a la derecha adentrándose en el inicio del Carrer d’Avinyó. Aquella calle del barri gòtic de Barcelona era estrecha, típica del casco antiguo, de no más de cuatro metros y medio de ancho, cinco a lo sumo, con dos aceras de aproximadamente un metro salpicadas de bolardos por donde un turismo difícilmente podía circular. En ella se mezclaba toda la gama de grises y marrones, incluso amarillos y ocres; en algunos casos alguna mancha de mugre, incluso algún vómito escondido entre las jambas de algún portón. Se respiraban un sabor y olor rancios combinados con gotas de tiempo acumulado en verjas, muros y paredes, algunas de ellas decoradas con graffittis urbanos de dudosa factura, otras con viejas y oxidadas persianas que cerraban la entrada a establecimientos centenarios, resultado de la gran tradición portuaria y comercial de la ciudad durante los siglos pasados. Los edificios a lo largo de la calle eran en su mayor número de cuatro o cinco alturas, generalmente de color gris mortecino, y su envergadura comparativamente alta en relación a una construcción moderna del mismo número de plantas. Fachadas recubiertas de losas de piedra o con sillar incrustado, balconadas y ventanales con baranda jalonados de tiestos, y luminarias en hierro forjado. Las escasas farolas proyectaban una luz amarillenta que contribuía a recrear un ambiente de novela negra salpicada de misterio, persecuciones y acción.

    El trayecto lo realizaron en poco más de once minutos, pero en él Marina fue objeto de un misterioso e inexplicable accidente que le pudo haber costado la vida.

    A esas horas de la noche la Barcelona del trabajo y el ajetreo dormía. El gran tráfico ya se había disuelto y todo respiraba con un ritmo mucho más tranquilo, excepto los pequeños grupos de jóvenes estudiantes, habitantes impenitentes de las noches del fin de semana que, cerveza en mano, apuraban los minutos sin ningún ánimo de remisión. Marina y Sonia se disponían a cambiar de acera cruzando el Passeig de Colom en dirección a la pensión. Era una avenida ancha y moderna, muy bien planificada urbanísticamente, con tres pares de carriles dedicados al tráfico rodado, separados de forma alterna por dos carriles bici perfectamente identificados y jalonados de palmeras. También se observaban varios pasos de peatones estratégicamente colocados para permitir la circulación fluida de los muchos peatones que circulaban por aquella zona a lo largo del día. Era muy difícil, por no decir imposible, que algún vehículo circulase a alta velocidad por aquel paseo, sobre todo porque la guardia urbana siempre estaba presente en la zona y su actuación era implacable. En ese escenario, cuando Sonia estaba atravesando el paso de peatones seguida por Marina, se pudo escuchar el fuerte y repentino sonido de aceleración de un turismo, era un coche negro, grande y potente, con los cristales tintados. El paseo, antes de abordar el paso de peatones, estaba vacío. Nada podía verse en torno a Marina y Sonia excepto un pequeño grupo de cuatro turistas a no menos de cincuenta metros. Apareció de la nada, como si se materializase de repente. El vehículo se dirigía claramente en dirección a Marina, que se encontraba en medio de la avenida atravesando el paso de peatones. El coche aceleraba decididamente como si no la viese. Sonia, que acababa de cruzar, situada a escasos dos metros de Marina, imaginó la trayectoria de aquel misterioso vehículo y gritó asustada para avisarla, instintivamente Marina se lanzó por el aire buscando la acera. En ese momento el coche pasó a toda velocidad por el lugar donde cruzaba Marina, no la rozó, pero pasó a escasos centímetros de su pié izquierdo, que volaba a más de medio metro de altura sobre el asfalto. Marina cayó precipitadamente sobre la acera, casi en los brazos de Sonia. El coche se alejó describiendo varios cambios consecutivos de carril en los metros siguientes, y desapareció derrapando bruscamente con un giro a la izquierda en la primera rotonda.

    A los ojos de cualquier espectador aquel suceso podría pertenecer a una elaborada escena de atropello sacada de cualquier película de acción. El vehículo en cuestión había corregido en dos ocasiones su trayectoria cambiando de carril mientras se acercaba a Marina, como si buscase atropellarla voluntariamente. Los cuatro turistas, que en ese momento caminaban no muy lejos de ellas, se llevaron las manos a la cabeza al observar directamente el acontecimiento. Uno de los testigos, sin dudarlo, sacó su teléfono precipitadamente, seguramente para dar aviso del hecho a la guardia urbana. Marina, todavía absorta por el incidente, y sin poder creer lo que le había sucedido, se incorporaba mirando a Sonia con la mirada completamente desencajada, incapaz de entender nada. Sonia, lanzando una enorme retahíla de improperios y maldiciones, y sin dejar de mirar a la rotonda por donde había desaparecido el vehículo, ayudaba a Marina a levantarse cogiéndola por el brazo y recomponiendo su maltrecha ropa. La pequeña mochila que llevaba a la espalda amortiguó su caída, que vino a ser casi de espaldas tras realizar medio giro por el aire impulsada por su salto. Ambas se abrazaron presas de la sorpresa y lo precipitado de los hechos. Sonia se agachó para recoger el trolley. La avenida recuperó en pocos segundos su ritmo habitual, que a esa hora era ninguno. El grupo de turistas continuó alejándose tras comprobar desde una prudencial distancia que ambas estaban bien, y la noche volvió a ser la de una gran ciudad costera en primavera. A Marina le quedaron pequeñas contusiones, que al día siguiente se transformarían en notables moratones con su correspondiente dolor, pero todo quedó ahí.

    Pocos minutos después, sobre la una y veinte de la noche, Marina y Sonia se registraron en la pensión. Todavía estaban en estado de shock, apabulladas por aquel accidente que les acababa de acontecer.

    Después de lo ocurrido, y tras el viaje, estaban cansadas, lo único que querían era llegar a la habitación para descansar. Sólo debían caminar treinta o cuarenta metros más calle arriba. Tocaron un timbre alto, redondo y negro. Al cabo de varios minutos abrió la puerta un hombre enjuto, descamisado, de unos setenta años, ya algo doblado por el paso del tiempo, con barba cana de varios días y notables muestras de haber interrumpido una cabezada en algún sillón frente al televisor. Saludó desinteresadamente a Marina, que se identificó recordándole la llamada telefónica de hacía unos minutos. El hombre asintió con la cabeza y pronunció un cansado —Sí. Frotándose un ojo con una de sus manos, recogió los DNI de ambas y les dio la llave de la habitación. A la mañana siguiente, antes de salir hacia Monistrol, tendrían que pasar por recepción, rellenar la ficha de ingreso y recoger sus respectivos carnets de identidad antes de abonar el importe de la estancia.

    La puerta de la habitación, repintada de un blanco roto y con más años que la estatua de Colón, se encontraba al final de un oscuro pasillo con el suelo cubierto por una vieja y raída moqueta, en la tercera planta sin ascensor de aquel viejo hostal. Sonia abrió la puerta con cierta intriga, un ruido agudo y prolongado delató la edad de las bisagras de aquella puerta. Tras abrir y atravesar el umbral encontraron algo de paz y cobijo, al menos para concluir aquella noche tan ajetreada. En el centro de la reducida habitación había una cama grande, sin lujos. No sobraba mucho espacio hasta las paredes, pero el suficiente como para acceder y tumbarse. La pared del cabecero de la cama estaba pintada en un extraño color violeta intenso, que contrastaba con el blanco del techo y el panelado en madera de haya que arrancaba desde el suelo y acababa bruscamente a un metro del alto techo en la misma pared. El suelo estaba recubierto con unas desafortunadas baldosas cerámicas que se esforzaban en imitar a la madera de haya de la pared sin conseguirlo. A los pies de la cama había un pequeño escritorio con una silla de plástico verde, sencilla y completamente fuera de lugar, y una pequeña papelera de los años ochenta también de plástico verde. En el techo había un pequeño ventilador que hacía las veces de lámpara. Al menos la habitación era luminosa. En la pared de la derecha se abría un gran ventanal con mil capas de pintura blanca que daba acceso a un viejo y sucio balcón que enfrentaba con el otro lado de la calle, casi a tiro de mano estirando un poco el brazo. La vista de aquella escena no invitaba precisamente a escribir poesía. Mínimo confort, pero en consonancia con el precio que pagaron. Al fin y al cabo era sólo para dormir unas pocas horas.

    Con todo el suceso Sonia estaba furiosa y había perdido el sueño, que no el cansancio. Marina, en cambio, necesitaba un profundo descanso, su voz iba apagándose progresivamente, y su cuerpo, laxo y torpe, buscaba el dulce abrazo de las sábanas. Mientras, Sonia sacaba algunas piezas de ropa del trolley. Marina entró torpemente a la ducha, pequeña y estrecha, con pocos detalles y una breve cortinilla que tropezaba con la taza del inodoro. Examinó su cuerpo fente al minúsculo espejo del baño, tenía algunos pequeños arañazos en el codo derecho, y también en el antebrazo y la mano. Soportó todo el impacto de la caída con ese brazo y parte del costado derecho. Su pierna derecha también tenía un buen golpe a la altura de la rodilla, ya se estaba convirtiendo en una mancha amoratada del tamaño de un posavasos. Presionó con sus dedos sobre el moratón y lanzó un gemido sordo y cansado. No había motivo para alarmarse, ni tampoco causa suficiente como para visitar un servicio de urgencias de un hospital. Se deshizo de toda la ropa y comenzó una ducha lenta, con mimo. Cuando finalizó su turno, entró Sonia, que ni en la ducha dejaba de recordar y maldecir al conductor de aquel coche, a su familia, amigos, y posibles acompañantes. Cuando parecía que se iba a calmar, volvía a arrancarse con nuevos y elaborados insultos que volvían a hacer referencia a la madre y el padre del conductor, a cómo nació, y a lo que le haría si lo tuviese al alcance. Sonia era una mujer con bastante carácter, primaria, y muy apasionada y reactiva, sobre todo cuando estaba en juego su integridad o era objeto de vejaciones e injusticias, hacia ella o hacia sus seres queridos. Pasados unos minutos se centró en el agua tibia de la ducha que mojaba su cuerpo y poco a poco se relajó, consciente de que Marina, muy probablemente, ya estaría dormida sobre la cama. Cuando abrió la puerta del minúsculo baño, una densa nube de vapor invadió la habitación y el aroma del gel de ducha inundó la pequeña estancia. Marina estaba semi desnuda, cruzada boca abajo en la cama y profundamente dormida. No le dio tiempo ni a retirar la colcha, todavía tenía puestas aquellas sandalias de piel con remates metálicos. Sonia se quedó mirándola, estaba desnuda, secándose todavía con una pequeña toalla en el reducido espacio que quedaba entre la puerta entreabierta del baño y el lateral de la cama. Recordaba a Marina aquella misma tarde en su casa, y el momento en el que ella llegó del trabajo. Recordaba a Marina caminando por el pasillo con los brazos abiertos a punto de lanzarse sobre ella para besarla y abrazarla, y al tiempo recreaba el accidente. ¿Qué hubiese pasado si aquel maldito coche hubiese atropellado a Marina? Sonia se sentó en la cama a su lado, le quitó las sandalias y comenzó a hacerle un suave masaje por todo el cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, pasando por las piernas, las nalgas, la espalda, los brazos... Marina, extenuada por el cansancio, notó las hábiles y familiares manos de Sonia, y todavía acertó a darse la vuelta sobre el colchón. Una breve y desdibujada sonrisa iluminó su rostro dándole a entender que aceptaba con gusto aquel contacto. Mantenía los ojos cerrados por el cansancio. Sonia apagó la luz. Aquella noche hicieron el amor.

    Eran las siete de la mañana del sábado quince de marzo, Marina ya estaba despierta y Sonia dormía plácidamente sin ninguna muestra de actividad. La noche pasada había sido especialmente intensa para ambas, Marina tuvo un extraño sueño que sería el inicio de una tremenda e increíble historia que iba a cambiar definitivamente sus vidas y las de algunas personas que estaban a punto de conocer.

    Seguía tumbada en la cama observando a Sonia, tapada con la sábana hasta media espalda. Tomó dulcemente la sábana y la retiró despacio, entonces se acercó y besó su espalda repetidamente, de abajo arriba. Le gustaba despertarla de esa forma, y a Sonia le encantaba esa sensación al despertar. Marina acercó su cabeza a la de Sonia y comenzó a alternar algún murmullo de buenos días con pequeños besos, casi rozando su piel. Cuando Sonia despertó se abrazaron.

    —¿Todavía me quieres?

    —¿Qué tonterías dices por la mañana? ¡Claro! ¿Por qué me preguntas eso ahora? —dijo Sonia murmurando mientras se sentaba sobre el colchón—.

    —Esta noche he tenido un sueño muy extraño, y ayer en el tren... Ese cangrejo... En una interpretación más o menos de psicoanálisis, mi incapacidad para caminar hacia ti y avisarte del peligro me hace pensar en una separación, es un símbolo del subconsciente... Además, el cangrejo monstruoso te mata y se te come... Desapareces de mi vida...

    —Vale, estudiaste psicología y tuviste la mejor calificación de tu promoción, pero no eres Freud —dijo Sonia entreabriendo los ojos—. Deja ya de alucinar de buena mañana y olvídalo.

    —Ya, lo sé, pero no es normal lo que me está pasando, yo no he cambiado sustancialmente en los últimos meses, mi vida está equilibrada, estamos juntas, no tengo problemas, soy feliz contigo, no he tenido ningún problema grave que me saque de mi centro... Y sin embargo en veinticuatro horas me han sucedido demasiadas cosas desagradables. Estoy preocupada, Sonia. El sueño en el tren, el accidente del coche, y ahora este sueño...

    —¿Qué sueño? Cuéntamelo.

    —No es sencillo, no sé por dónde empezar —dijo Marina sentándose en la cama y cruzando las piernas—.

    —Te escucho...

    Sonia se acomodó de nuevo en la cama colocando la almohada doblada bajo su cabeza.

    —Bien, empezaré... Nunca antes había tenido un sueño tan lúcido como el de esta noche, además recuerdo muchos detalles, conversaciones y escenarios, pero lo más curioso de todo es que recuerdo sensaciones físicas. Me encontraba flotando en un mar azul, sobre el agua, pero no era agua. No hacía viento, pero una brisa ligera y muy agradable rozaba mi cuerpo, y había luz pero no pude ver el sol. Estaba completamente en paz y veía un lejano horizonte que se fundía con un cielo también azul, con colores muy vivos. En un momento dado se formó ante mi una esfera preciosa de luz azul; era grande y giraba, tendría cuatro o cinco metros de ancho... Entonces una voz de niña, como de cinco o seis años me habló, me llamó por mi nombre y me dijo: —Hola Marina, hace mucho tiempo que estoy esperando este momento y ahora está ocurriendo. Te doy la bienvenida. Cuando despiertes creerás que todo ha sido un sueño, pero yo te digo que todo esto es real y está ocurriendo aquí y ahora, fuera de tu densidad y al margen de tu espacio-tiempo. No te asustes, a partir de ahora tú y yo vamos a ser muy buenas amigas. ¡Quedé paralizada Sonia, era tan real, tan intensamente real!

    —Bueno, una voz que te habla en un sueño no es tan extraño, y esos escenarios tampoco —dijo Sonia—.

    Marina interrumpió a Sonia y continuó.

    —Aquella voz de niña era diferente Sonia, era dulce, clara, y transmitía tanta paz que no podía dejar de escucharla. Yo estaba suspendida en el aire, imagínate la escena... Aquella voz continuó: —Marina, estás aquí, frente a mí, porque te he traído para que nos conozcamos, esta es mi casa, este es mi espacio, este es mi lugar original, y esto que ves frente a ti soy yo en mi manifestación real. Tengo tantas cosas que contarte... Empezaré por el principio. Mi nombre es Gaoh, sé que no vas a comprender muchas cosas, pero sólo te pido que estés en paz y escuches. Sé que en las últimas veinticuatro horas te han pasado cosas extrañas, un coche intentó matarte anoche, yo lo vi. Quieren acabar contigo porque tú vas a ser mi madre y ellos no quieren que yo encarne en un cuerpo físico. Van a hacer todo lo posible para evitarlo, por eso tengo que prevenirte y protegerte. En adelante deberás prestar más atención a cada detalle de tu vida y estar preparada para cualquier situación de peligro. No te preocupes, a partir de este momento yo siempre voy a estar en contacto telepático contigo y te protegeré. Te protegeré siempre, a ti y a Sonia, incluso cuando haya nacido y podamos sonreír juntas, hablar, abrazarnos, caminar...

    Sonia no pestañeaba ante el relato de Marina, y sin mediar palabra la animó con interés a que continuase con un breve gesto de su mano.

    Marina continuó con su narración.

    —Yo no daba crédito, era todo completamente real. ¡Una esfera de energía azul, grande y hermosa, me estaba contando cosas alucinantes! También me dijo que la iba a parir físicamente, que yo me iba a quedar embarazada sin necesidad de hacer el amor con ningún hombre, sin inseminación artificial. Ella era quien iba a provocar su propio embarazo. También me dijo que en los próximos días creería haberme vuelto loca, esquizofrénica, pero que no era cierto.

    Marina contó a Sonia que aquella voz llamada Gaoh le dijo que volverían a hablar aquella noche, durante el contacto OVNI, y que entonces podría comprobar que no se trataba de un sueño, aquello era real y tendría que acostumbrarse poco a poco a esta nueva situación.

    —¿Y qué mas pasó? —Preguntó Sonia—.

    —¿Te parece poco, tía? ¿Cómo voy a quedarme embarazada? Estoy contigo y nunca me han atraído los hombres... ¡Alucinante, hasta dónde puede llegar la mente! Un sueño, simplemente un sueño muy alucinante y real, pero sólo un sueño. Seguramente después del accidente y el viaje estaba tan cansada que mi mente compensó todo el estrés con ese sueño lúcido, un sueño de descarga.

    Marina, mirando al techo con un gesto de reflexión y preocupación, se recostó sobre Sonia acariciando su abdomen. Ambas estuvieron en silencio durante unos minutos.

    —Tengo hambre. ¿Tú no? ¿Qué me dices de un buen desayuno completo?

    Sonia, frotando con la palma de su mano el torso de Marina, la invitó a incorporarse con una leve presión.

    —¿Me invitas?

    —Hecho, pero elijo yo el sitio —dijo Sonia—.

    —¡Un momento! A mí esta pensión me parece muy cutre, no me gustaría volver a dormir aquí. ¿Qué te parece si a la vuelta del contacto buscamos un sitio un poco mejor para la noche del domingo, tampoco creo que un hotel de tres o cuatro estrellas sea tan carísimo?

    —La verdad es que no mola nada este agujero. ¡Menuda elección hiciste, tía! Recogemos todo y después de desayunar pagamos y nos vamos hacia el bus de Monistrol. ¿A qué hora tenemos que cogerlo?

    —Déjame un minuto, tengo toda la info en el móvil.

    Marina se levantó algo más animada imaginando el maravilloso día que les esperaba y cogió el móvil que estaba cargándose sobre el trolley, en el único enchufe de la habitación, entre la puerta del baño y el ventanal del balcón.

    —A ver... —Marina encendió el móvil y comenzó a pulsar sobre la pantalla táctil— Tenemos varias opciones, pero creo que la mejor es la de las nueve y veinte. El bus lo cogemos en la Ronda de la Universitat, está a kilómetro y medio de aquí. Podemos salir a las Ramblas rápidamente, están aquí al lado, y subir hasta la Calle Pelai, por ahí nos cruzamos con Ronda de la Universitat. Son las siete y media, tenemos casi dos horas para salir, desayunar por el camino y coger el bus.

    —¿Sabes por qué te quiero Marina? —dijo Sonia mientras se vestía— Eres una crack. Lo tienes todo controlado, me encantas... ¡Llévame al fin del mundo!

    Sonia se puso teatral imitando el típico gesto del cine mudo en el que una dama ofrece su mano alejando la cabeza hacia el sentido contrario y abandonándose a su protector. La vitalidad de Sonia comenzaba a recuperar de nuevo su ritmo habitual.

    —¡Además, haces el amor como los ángeles!

    Mientras, Marina, continuaba sentada en la cama mirando el móvil.

    —Sí, es la mejor opción. Bus hasta Monistrol de Montserrat, línea ochocientos cincuenta, cuarenta y tres kilómetros y medio, tres paradas: dos en Olesa de Montserrat y otra en el monasterio, la cuarta es en el pueblo de Monistrol de Montserrat, que es donde vamos. Salimos a las nueve y veinte de la Ronda... Tendremos que estar en la parada un poco antes por si acaso.

    —¡Claro, está claro! No mires más y vístete, yo ya estoy.

    Sonia estaba en el baño, peinándose y poniéndose algo de crema hidratante. Con una habilidad nivel leyenda perfiló las líneas de sus hermosos ojos sirviéndose de un pequeño lápiz perfilador, y eligió un rojo glossy para resaltar sus voluptuosos y perfectos labios. Mientras, Marina comenzaba a vestirse mirando todavía hacia el móvil que estaba sobre la cama.

    Salieron a las Ramblas por el Carrer Boqueria, desde allí tenían un bonito paseo ramblas arriba e infinidad de lugares hermosos para tomar un buen desayuno. La mañana pintaba limpia y luminosa. Sonia eligió el Café de l’Òpera, una cafetería modernista ambientada en los locos años veinte, frente al teatre del Liceu. Al salir a las Ramblas bajaron hacia su izquierda para ir a la cafetería, que estaba a treinta metros de la calle por donde venían, después sólo tenían que desandar unos pasos rambla arriba para continuar con su camino. Valió la pena el desvío. El desayuno fue completísimo, ambas se resarcieron de los malos tragos del día anterior y de la frugal cena en el tren. Durante el desayuno Marina no podía desconectar de su sueño. Estaba absorta esparciendo la mantequilla sobre la tostada, tuvo un nuevo momento de impasse. Su mano paró sobre la tostada sosteniendo el pequeño cuchillo todavía con mantequilla. Sus ojos se abrieron, y el tazón de café con leche se difuminó quedando todo absolutamente desenfocado frente a ella. Sonia, conocedora de sus momentos de ausencia, la interrumpió en un claro intento de hacerla regresar a la realidad.

    —¿Entonces dices que una esfera de gas azul de cinco metros flotaba delante de ti y te habló?

    Sonia la miraba esperando una respuesta. Pasados unos eternos segundos, la mano de Marina recuperó su ritmo normal y continuó esparciendo la mantequilla sobre aquel apetitoso trozo de pan de semillas.

    —Sí. Lo estoy viendo ahora Sonia... Simplemente fue alucinante.

    —¿Recuerdas algo más?

    —Fue una sensación tan real, tan vívida... Tenía tacto, podría haber tocado esa esfera... Notaba la brisa suave en mi cara, en mis manos... Me veía a mí, veía mis manos, mis piernas... ¿Sabes que normalmente en los sueños una no se ve? Y lo de quedarme embarazada... ¡Menuda pasada! ¿Te imaginas tía? Un bombo no entra en mis planes.

    Marina agitaba el café con leche, y Sonia la observaba con una sonrisa compasiva llena de amor, recordando que la noche pasada estuvo a punto de ser atropellada misteriosamente.

    —¿Y eso de que te quieren matar para que no nazca el bebé? Menuda paranoia, Marina. Es increíble, pero acuérdate de anoche, el coche aquel por poco se te lleva por delante... ¿Qué tal los moratones? ¿Te duele algo especialmente?

    Marina paró de mover la cucharilla y su cara cambió, Sonia le había ayudado sin saberlo a atar el primer cabo. ¿Y si el accidente tenía algo que ver con lo que soñó? ¿Y si realmente aquello fue real? Eran las ocho y diez de la mañana, el tiempo pasaba y tenían que llegar a la parada del bus. Sonia estiró el cuello por encima de la pequeña mesa de mármol blanco y Marina hizo lo mismo, se besaron fugazmente y Sonia le guiñó un ojo.

    —¡Vamos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1