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Aventuras de un niño índigo
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Libro electrónico157 páginas2 horas

Aventuras de un niño índigo

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"La primera cerveza, hablar con alguien fuera del mundo carcelario o comer algo que no fuese el rancho de la prisión. Todo era como algo nuevo y extraño".
La bendición o maldición de ver todo por primera vez, incluso después de haber vivido parte de la vida. Este es un fragmento de la apasionante historia de Miguel Ángel Santos Martín, un niño índigo que sabe que debe cumplir con su misión aquí, entre nosotros, que no es otra que la de hacernos ver más allá del horizonte impuesto.
En este libro se describe la vida en una prisión del siglo XXI en España. Algo único y novedoso en la literatura actual del país.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jul 2023
ISBN9788411812085
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    Aventuras de un niño índigo - Miguel Ángel Santos Martín

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Miguel Angel Santos Martín

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-208-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Prólogo

    Por mucho que una buena novela pueda enseñarnos cosas que antes desconocíamos, nada puede sustituir a la experiencia de la vida. ¿La prueba definitiva? La autobiografía que tienes en tus manos.

    Miguel Ángel Santos Martín es un niño índigo que ha tenido a bien regalarnos en un libro fantástico, serio y divertido al mismo tiempo, un buen trozo de la experiencia y los conocimientos que ha cosechado a lo largo de sus vivencias. Hay que leerlo con atención y con lentitud para degustarlo completamente, pues en cada frase hay gotas de sabiduría que nos harán mejores a todos los afortunados que caigamos en las redes de sus palabras.

    Se menciona en varias ocasiones lo de ser un «niño índigo». Explicarlo sería destripar la esencia del don y de la misión que tiene el autor. Sin embargo, puedo adelantar algo: son personas que, de una manera u otra, han trascendido o han venido a trascender. Da igual el cuándo, pues el tiempo es completamente relativo, incluso inexistente si tenemos en cuenta las reencarnaciones. Esta reencarnación ha llegado a nosotros para iluminar la oscuridad que nos invade y rodea. Un niño índigo brilla para que los demás podamos salir de la cueva en la que nos encontramos encerrados.

    Así, solo me quedan palabras de agradecimiento por este regalo que el universo ha puesto ante mí. Tú, lector o lectora, sentirás lo mismo que yo cuando termines de leerlo. Puede que lleguemos a sentir parte de esa extrañeza ante el mundo, como el autor. No hay nada como una lectura significativa para ver tu entorno con otros ojos.

    Episodio 1: Niñez

    Tarde de primavera. Cuatro niños corretean por un campo de verdes hierbas salpicado de flores silvestres que le pintan de colores. Un cielo azul adornado de nubes blancas y esponjosas es testigo de las corredurías de los pequeños. Yo era uno de estos niños que, cansado de tanto corretear, cae de espaldas sobre las frescas y acogedoras hierbas descubriendo sobre sí el cielo con sus nubes, que hasta entonces ignoraba, absorto en sus juegos y concentrado en el verde esplendoroso de la vegetación y en los saltamontes, mariposas y demás insectos que habitan en el campo silvestre. Al mirar tumbado en el suelo el azul celeste, tuvo un estado alterado de conciencia: se fundió su ser con el planeta que le rodeaba en una sensación placentera y de plenitud; algo en su interior despertó y reconoció que formaba parte del universo y que nunca ha estado ni estaría solo en su recorrido por el este mundo.

    Nací en un pueblo de la zona norte de Extremadura. Mis recuerdos en el pueblo son difusos: viví allí solo hasta los 5 años. Recuerdo el colegio: en todas las clases había un cuadro de una señora muy guapa vestida con un vestido largo blanco y túnica de color púrpura. Estaba de pie sobre la luna y, a sus pies, había varios niños gorditos y con alas que parecían acompañarla. «Qué bonito sería estar encima de la luna como ella», pensaba. Después me enteré de que era la Virgen de la Concepción.

    También recuerdo el olor y sabor de los borradores. Como me aburría en las clases (siempre eran lo mismo), me dedicaba a morderlos, lo que me trajo más de un problema con mis compañeros. Recuerdo a mis abuelos: todos muy cariñosos conmigo. Sus casas eran antiguas con escaleras de madera. Incluso en la de mis abuelos paternos tenían en la planta baja las cuadras para caballos, mulas o burros. Igualmente, en el pueblo, por las calles el olor a ganado predominaba sobre todo lo demás. También recuerdo escenas en el campo junto a secaderos de tabaco negro. Olor a tierra recién regada y niños sucios corriendo por la tierra polisa, tierra muy fértil pero muy fina, oscura y sucia.

    Mi madre tenía una radio de galena y sonaba mucho la canción Ese toro enamorado de la luna (compuesta en 1964 por Carlos Castellanos) interpretada por Marifé de Triana. Me resultaba onírica y bella.

    Mis padres decidieron emigrar a Madrid, como muchas otras familias de la España rural de los años 60. Estaban cansados de la vida de miserias del campo español de aquellos años. Así que mi siguiente recuerdo fue montado en un camión, de noche: un largo trayecto desde el pueblo a Madrid. Pero, según dicen mis padres, no me dormí durante el largo trayecto de 5 horas. Carreteras malas y camión con tecnología neolítica hacían de estos desplazamientos una auténtica epopeya.

    Se paró por fin el camión delante de una gran verja de hierro con puerta de doble hoja que dejaba ver un gran camino de tierra rodeado de pinos piñoneros. Había un gran cartel hecho en piedra y forma rectangular al lado izquierdo y arriba de la verja, donde se indicaba el nombre de la finca: Maytechu.

    Este nombre vasco se debía a que el dueño de la finca era un armador de Euskadi, que compró la propiedad para invertir en Madrid. La misión de mis padres era el cuidado de la finca, de unas 10 ha, y de la casa que había, aunque estaba muy deteriorada. Se notaba claramente que no estaba habitada. Mi padre tenía permiso para trabajar también en el exterior, pues los dueños iban poco y vivían en un lujoso piso en el barrio de Moncloa de Madrid. Además, el salario no era muy generoso, con lo cual, tener un segundo trabajo era más que aconsejable.

    Este trabajo de guardeses se lo buscó mi tío, el hermano mayor de mi padre, que trabajaba igualmente con su esposa en otra finca vecina. Estaban prácticamente una al lado de la otra, separadas únicamente por el campo que describo en el inicio del relato.

    Mi tío para mí y mis hermanos fue un segundo padre. Ellos no habían podido tener hijos. Tuvo mi tía un aborto en la juventud que le produjo esterilidad. Nosotros para ellos éramos como los hijos que jamás tuvieron. Recuerdo a ambos como dos seres de luz maravillosos. Mi tío nos enseñó a nadar en la piscina de la finca donde trabajaba: nos ataba una soga a la cintura y nos soltaba en el agua. Con la soga, iba controlando que no nos hundiésemos. La verdad es que todos aprendimos a nadar con esta técnica singular.

    La finca donde él trabajaba pertenecía a un peruano famoso por producir películas de cine: Rey Soria Films era su productora. La casa de esta finca no tenía nada que ver con la que habitábamos nosotros. Era una casa muy grande, de unos 1000 m², con vivienda de guardeses anexa, que era donde residían mis tíos. El interior de la casa mansión era espectacular: todo de parquet y de madera; algunas habitaciones tenían las paredes forradas de maderas nobles. Recuerdo el olor a madera, el ambiente acogedor y de lujo que desprendía todo su interior. Nunca pensé que hubiera casas así.

    Las fincas eran muy grandes, calculo que unas 10 hectáreas cada una, situadas al lado de la carretera de La Coruña, Madrid. En esos años, 1965, era todo campo. Grandes extensiones de alfalfa nos rodeaban. Pastaban las ovejas por todos los sitios. Un pastor le regaló a mi hermano segundo una pequeña ovejita. La criamos a biberón con el mayor de los desdenes. Pero según fue creciendo, nos dimos cuenta de que no era ovejita, sino carnero. Nos advirtieron que no le enseñásemos a topar. Pero claro, no hicimos ni caso. Le enseñamos todo lo prohibido. Hacíamos corridas de toros con el carnero y llamábamos a otros niños para que se sumasen; la fiesta era total. Hasta que el carnero se hizo grande y peligroso. Atacaba a todo lo que se movía, incluida a mi madre, y no hubo más remedio que sacrificarle. Mi hermano sufrió, creo, su primer trauma en esta vida por la muerte de su carnero. Le afectó muchísimo. De hecho, al final creo que nadie se comió su carne. Todos teníamos un vínculo emocional muy fuerte con el animal.

    Teníamos una modesta casa de guardeses y era donde vivíamos nosotros; había una alberca para regar y una pequeña piscina que nos hizo nuestro padre con ladrillos para que nos bañásemos. Existía un molino de viento, con aspas, como los de las películas de los vaqueros americanos, que bombeaba el agua de un pozo, de donde bebíamos. Cuando se rompía el mecanismo de seguridad de las aspas y hacía aire, parecía que se iba a acabar el mundo. Veíamos a mi padre subir a atarlas jugándose la vida. Pero éramos sumamente felices en ese ambiente campero con mis padres y tíos cuidándonos con sumo mimo y amor. Éramos unos privilegiados.

    Todos los días íbamos al colegio a Aravaca, una hora de ida y otra de vuelta. No había autobuses entonces. Solíamos ir con los hijos de nuestros vecinos en pandilla. En el colegio cantábamos aún el Cara al sol por la mañana al comenzar las clases. Fotos del generalísimo en las aulas y tortazos a discreción a todo aquel que no guardaba disciplina. En el recreo nos daban la leche en polvo americana. La canción Días de escuela, 1977, de Asfalto, describe magistralmente estos días de colegio en España.

    De los 12 a 14 años, mis padres me llevaron a un colegio de la Estación de Pozuelo de Alarcón, que tenía muy buena fama por la excelente educación que impartía. Efectivamente, estaba dirigido por un seminarista que no aceptó finalmente los votos. Había rumores de que no se ordenó finalmente sacerdote por motivos de amor, si bien no se le conocía pareja alguna. Era una persona delgada, de unos 1,80 cm, muy elegante; vestía siempre con trajes muy bien conjuntados; sus zapatos brillaban a lo lejos y su olor a tabaco rubio (era un gran fumador) me hacía verle como un dios de la elegancia. La verdad que hay que reconocer que, en el mundo de la docencia, la Iglesia es el número uno con diferencia. La solidez de lo que aprendí en aquellos años me acompañó toda mi vida. Cuando empecé a estudiar Empresariales, los buenos resultados iniciales que tuve se los debo a esos años de enseñanza. Aprendí a estudiar y a disfrutar estudiando. Posteriormente, tuve que dejar los estudios por motivos de trabajo y la vorágine de la vida, que se entenderá según se vaya leyendo este relato.

    Esa edad del despertar en la pubertad que viví en ese colegio la recuerdo llena de las sensaciones que me hacían sentir las hermosas niñas adolescentes que tenía como compañeras. Especialmente, recuerdo a la Solís, una chica con unas curvas perfectas que me tenían loco. De qué intensidad era todo lo que se sentía en aquella época. Comprábamos en el recreo unos bollos de pan en una panadería frente al colegio; una peseta nos costaba. El aroma al pan recién hecho y el sabor a honor lo llevo incrustado en mi memoria.

    Los domingos íbamos a misa con una vecina que, igualmente, trabajaba junto con su esposo en otra finca cercana. No tenían hijos y eran de Asturias. Él cantaba canciones de Asturias añorando su tierra. Tenía una gran adicción al alcohol. El hecho de estar fuera de su tierra y no tener hijos le había agravado su tendencia a esta adicción, que acabó con su vida. Era alto y grueso. En una de sus borracheras, se cayó al suelo y se golpeó fatalmente la cabeza. Su mujer Isabel quedó viuda. Ella nos llevaba a la iglesia todos los domingos como si fuésemos sus hijos. Era alta, delgada y usaba ropa muy ajustada, que dejaba entrever un pompi respingón. Creo que despertó en mí los primeros instintos sexuales hacia alguien mayor a mí.

    Al salir de misa, íbamos al quiosco de prensa, y con las pocas monedas que teníamos de la paga semanal, comprábamos tebeos de Mortadelo, Zipi y Zape, Rompetechos, Capitán Trueno o Jabato Color. Si nos sobraba algo, lo invertíamos en soldaditos de plástico de la Segunda Guerra Mundial o de indios y vaqueros. Qué recuerdos tan felices.

    Mi hermano y yo íbamos juntos los domingos al cine: estaban en pleno apogeo las películas de Drácula con Christopher Lee y las películas de kárate de Bruce Lee. También empezaba a entreverse alguna película erótica, como las de Laura Antonelli.

    Las dos mujeres que más deseaba en esa época eran Marilyn Monroe y Laura Antonelli, al igual que otros miles de adolescentes y no adolescentes de esos tiempos. No era muy original, me imagino.

    El hecho de que España sea una potencia mundial en kárate hoy en

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