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La heredera de los cinco soles
La heredera de los cinco soles
La heredera de los cinco soles
Libro electrónico376 páginas5 horas

La heredera de los cinco soles

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Solo conociendo su pasado podrá encontrarse a si misma.




El matrimonio inglés Parker vive con su única hija, Anya, en un próspero campo, en un haras, en la provincia de Buenos Aires.
Se dedican a la crianza y exportación de caballos de polo.
Cuando la niña tiene nueve años, un incendio durante la gran fiesta en la casona de huéspedes de la estancia acaba con la vida de su padre. Su madre desolada decide volver a Windsor, Inglaterra, su sitio natal con la pequeña .
Solas tienen que reiniciar su vida con todo el dolor que supuso la pérdida del ser querido y del sitio donde habían vivido tiempos felices.

Años más tarde, Anya, convertida en una bella joven, decide retornar a la estancia a reclamar su herencia pero sobre todo a reencontrarse con sus raíces.
Allí reforma y reabre la casa, descubre secretos que nunca le habían sido contados y se embarca en la búsqueda de un tesoro que le había dejado su padre.
Esta decisión la conduce a un mundo mágico, encuentra mucho más que sus tierras. Comprende que todo lo pasado forma parte de nuestras vidas, que a veces las despedidas son necesarias para marcar el comienzo de una nueva etapa y, en especial, que el amor verdadero es más fuerte que el tiempo y la distancia y que nos acompaña siempre.
Vidas que se entrelazan, secretos desvelados, historias de amor y desamor.
Una novela envolvente y apasionante sobre cómo el pasado puede cambiar el presente para siempre.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2023
ISBN9788411144919
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    La heredera de los cinco soles - Natalia Moderc Wahlström

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Natalia Moderc Wahlström

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1114-491-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Esta novela está dedicada a mis padres Nora y Adalberto que siempre me han apoyado en todo y que me han incentivado a escribir.

    Capítulo 1

    Buenos Aires, septiembre de 2017

    Amanecía y los primeros rayos de sol iluminaban a lo lejos, la casona. Allí me encontraba yo, al otro lado del mundo, de camino a mi estancia, a mi haras. Desde la ventana del coche observaba el paisaje. Paralizada. Tantas veces este momento y ahora, por fin, estaba aquí. Desandaba el camino que dieciséis años antes me había llevado a Inglaterra, junto con mi madre, quién luego de la muerte de papá decidió, con dolor, volver a su país natal.

    Me faltaba el aire. Abrí la ventanilla del coche. La brisa me acarició el cabello y pude sentir el aroma de los eucaliptus y del césped recién cortado. Reconocí la humedad en el ambiente, lo cual hizo estallar un torrente de recuerdos, y comencé a navegar por las aguas de mi memoria. Me trasladé a mi feliz infancia, en aquellos campos de la provincia de Buenos Aires, en las llanuras planas y fértiles de la pampa argentina.

    Desde el accidente en el año 2001, la vida parecía haberse detenido en aquellas tierras del sur. Sentí que los años no habían transcurrido.

    El antiguo chofer de mis padres, que ahora trabajaba para Martina, conducía callado. Mi visita lo había tomado por sorpresa. En el asiento trasero del coche, a mi lado, estaba Martina, la vieja amiga de mi mamá. Ella sí sabía de mi llegada. Ambos me habían recogido en el aeropuerto el día anterior y también aquella mañana en el hotel del pueblo, cercano a mi estancia, para llevarme a la casa. A mi casa.

    —¿Por qué no ha venido tu madre contigo? —preguntó Martina.

    —Lo ha intentado varias veces, pero es difícil. Siempre tiene pretextos novedosos para no volver. Creo que ella quisiera hacerlo, pero teme enfrentarse con el pasado, con la pérdida. Pienso que hasta se siente culpable, pero no sé por qué —dije.

    —Entiendo. Por eso has venido tú sola. Son las dos únicas herederas, nadie más.

    —Quiero saber qué ocurrió —dije y bajé la mirada.

    Yo quería conocer de cerca esa historia que había poblado de alegrías mi infancia y de dudas e incertidumbre mi presente. Caminar por las mismas calles que entonces había recorrido. Reencontrarme con la gente que había formado parte de nuestra vida. Descubrir qué sucedió aquella noche del incendio en la casa de huéspedes, la noche en la que mi padre murió, cuando yo tenía apenas nueve años.

    Quería volver.

    Pensé en mi madre. Había decidido casarse, justo ahora y después de un noviazgo tan corto, el primero desde que enviudó hacía tantos años. Cerré los ojos; aún no lo podía creer. Casarse otra vez. Además, irían a vivir a la misma casa en Windsor que aún compartía con ella. Debería buscarme otro sitio. No me echaba, pero yo no quería estar más allí.

    —Madeleine debe de estar preparando su casamiento —dijo Martina.

    —Va a ser sencillo, pero, de todos modos, es un cambio de vida —dije.

    Era un nuevo giro para ella y para mí porque, coincidiendo con el cambio de vivienda, yo también buscaba un nuevo trabajo de veterinaria. Había enviado mi CV solicitando empleo a varios sitios.

    El hospital donde trabajaba estaba cerrando y lo vi como una oportunidad para conseguir un buen empleo en Londres o, ¿por qué no?, abrir mi propio negocio: una clínica o un haras, que siempre había querido.

    Pero para esta última opción necesitaba dinero y sabía que yo, junto con mi madre, éramos las herederas de estas tierras.

    A su llegada al país, mi padre había comprado parte de los campos, incluyendo la casona y luego, gracias a las ganancias que le proporcionaba la crianza y venta de caballos de polo, logró incorporar más hectáreas, convirtiéndose así en el orgulloso propietario de uno de los haras más prominentes de la zona.

    Volví a concentrarme en el olor a césped. Aquello me relajó, así como lo hacía en mi infancia. Estaba nerviosa por volver, uno siempre teme a lo nuevo, lo desconocido, pero me sentía feliz de haber tenido el valor para hacerlo. Ahora, tenía el tiempo, el incentivo y las ganas.

    Mi madre y yo no vivíamos mal, con el negocio de arte de ella, mi trabajo y algunas propiedades alquiladas, que habíamos logrado comprar con el dinero traído de Buenos Aires después del accidente en 2001. En lo económico, estábamos bien.

    Para abrir la clínica necesitaba mucho más. Pero no era solo eso lo que me movía a volver. Yo quería reencontrarme con mi pasado, con mi padre, que en cierta forma se había quedado aquí para siempre.

    Si reacondicionaba la estancia y si a mamá le parecía bien, podríamos vender todos los campos y ser ricas para el resto de nuestras vidas. Tantas hectáreas fértiles tenían mucho valor. Además, siempre mi padre hablaba de un tesoro escondido en la estancia. Mi madre nunca lo había creído, pero yo sí.

    El coche se desplazaba entre campos y yo pensé en mi madre, Madeleine, en Windsor. Como si la estuviese viendo. Recordé que al día siguiente, llegaban los huéspedes, los alumnos. Seguro que estaba tomando un té, después del almuerzo, y pensando en su trabajo.

    Luego de quedar viuda, había empacado pocas cosas y con dolor había vuelto, conmigo, a su Inglaterra natal, a su casa de la infancia en Windsor, en las afueras de Londres. Esta residencia victoriana había sido de sus padres, pero tras la muerte de ambos, y siendo la única hija del matrimonio, ahora le pertenecía. A nuestro retorno, fue allí donde vivimos y mi madre instaló su negocio.

    Era preciosa, con vistas al Long Walk, el Camino Largo, un sendero que era una de las entradas al castillo de Windsor.

    La vuelta a Windsor, después del accidente, no fue fácil. No para mí y creo que tampoco para mamá. Habíamos dejado atrás demasiados recuerdos. Nuestra vida.

    Luego de intentar mantenernos con algunos trabajos y un par de negocios, decidió dar clases de arte a turistas. Se hospedaban en la casa por unas semanas, se alojaban en un área separada con entrada independiente. La selección de la gente que nos visitaba era una parte importante del trabajo.

    En el momento, no lo pensé, pero con el tiempo resultó ser una muy buena idea. Si bien estos cursos le dejaban una buena ganancia, luego de cubrir los costos de cocinera, limpieza, jardinero, etc., no le quedaba demasiado, pero vivíamos bien y ella hacía lo que más le gustaba y sabía hacer: arte. Además, creo que disfrutaba enormemente la constante visita de gente de todo el mundo con sus diversas historias y realidades. Tal vez porque la acompañaban en su soledad y la ayudaban a olvidar su propia historia, de la cual, entiendo que, si bien lo había intentado, no se había repuesto. Aún.

    Cada mañana mi madre salía a correr con Nike, nuestra labrador color dorado. Yo le había puesto ese nombre en honor a la diosa griega Nike, diosa de la victoria.

    Sabía que en septiembre, al salir, respiraba el aire tibio del inminente otoño. A veces caminaba, otras corría, pero siempre esta salida matutina le servía para pensar, organizar su vida o, al menos, esto decía.

    Los cursos estaban muy bien organizados. Nada escapaba para que resultaran un éxito o, al menos, una experiencia positiva y placentera para sus huéspedes. Consistían en clases teóricas y prácticas de pintura que estaban a cargo de ella misma y de Alicia Barbieri, su ayudante de Uruguay. Hacía doce años que Alicia trabajaba con mamá. Era unos años mayor que yo y como una hermana para mí. Gracias a ella pudimos mantener el idioma español vivo y algunas costumbres y cultura de América del Sur, lo cual era importante para nosotras, para guardar el recuerdo de lo que habíamos dejado atrás.

    Durante la estadía de los visitantes, no se impartían clases de inglés, pero los alumnos aprendían mucho del idioma y la cultura al estar expuestos. Creo que ayudaba estar en Windsor, donde se respira el estilo de vida británico en cada rincón.

    Acudían en grupos de hasta ocho personas a la vez, de todas partes del mundo. El público era siempre acomodado, no solo en cuanto a recursos económicos; todos tenían en común intereses culturales. En otros aspectos de la vida, era de lo más variado. La edad mínima para hospedarse era de dieciocho años. Concurrían estudiantes de arte, solitarios en busca de pareja, de aventuras; otros venían recomendados como terapia. Pintaban, dibujaban. Mi madre organizaba visitas a eventos culturales, museos, galerías de arte, incluso teatros en Londres, y proporcionaba ideas para utilizar los grandes recursos que ofrecía esta ciudad como fuente de inspiración.

    Miré hacia afuera. La vista me resultaba lejanamente familiar. Creo que estábamos cerca. Seguí pensando, recordando. Siempre había escuchado que el incendio fue en la cocina de la casona de huéspedes durante la gran fiesta. A unos cuantos metros de nuestra casa; por eso las llamas no alcanzaron a la residencia principal.

    Tenía nuestra casa registrada en la retina desde el mismo día en que partí, desde el mismo instante en que la vi por última vez. Pero ahora, al divisarla a la distancia, mi corazón se aceleró. Sentí que el tiempo no había pasado. Era otra vez 2001 y los años transcurridos entre entonces y ahora desaparecieron en un abismo. Estaba inmóvil y con los ojos vidriosos tras los lentes de sol.

    Pude ver el molino de viento con el cual extraían agua del subsuelo y el tanque de agua a su lado. ¿Funcionarían todavía?

    El chofer no hablaba. Martina, tal como la recordaba, llenaba el espacio con comentarios.

    El coche desaceleró al llegar al gran portón de hierro, enmarcado por antiguas columnas de piedra, sobre las cuales apenas se leía en un desdibujado letrero: «Haras Nuevos Comienzos».

    Al verlo, me invadió la tristeza. El auto siguió su marcha entre dos filas de añosas tipas, que formaban una avenida y enmarcaban el desdibujado camino hacia la residencia.

    —Hemos llegado.—dijo el chofer.

    —Gracias —dije.

    Se me encogió el corazón al ver el jardín enmarañado, donde algunas estatuas se erguían desnudas, sucias por el tiempo y por las aves. Todo el entorno parecía tragado por la maleza, envuelto en el olvido y la desgracia. Poco quedaba del antiguo esplendor.

    Tan poco quedaba de nuestro pasado, tan distinto que en mis recuerdos.

    —Le he comentado a Dora que vendrías. Te está esperando cerca de la puerta —dijo Martina.

    La imagen de Dora, mi antigua niñera, desdibujada con el tiempo, comenzó a asomarse en mi mente. Al levantar la mirada, la vi. Sonriente como antes.

    Estaba paralizada, con las manos húmedas. Martina se despidió hasta más tarde, cuando vendría a buscarme. Me dejó su número por si la necesitaba y un móvil para que yo usara.

    Logré moverme, dejar el coche y comencé a avanzar por el otrora camino de inmaculadas piedras blancas, hacia la puerta de entrada. Me temblaban las piernas. Mi coraje disminuía al tiempo que el pórtico se agrandaba.

    Por suerte, ahí estaba Dora, mirándome incrédula.

    —Dora —solo pude decir.

    —¡Cómo has crecido! —dijo con la mirada empañada. Por su actitud, pensé que quería expresar algo más, incluso se acercó unos pasos hacia mi y creí que me abrazaría pero luego retrocedió sin hacerlo y tras unos segundos, continuó—: Mira, aquí aún tengo la llave. La he guardado todos estos años. Nadie la ha reclamado; nadie ha entrado. Bueno, casi nadie. Mi esposo y yo hemos venido a menudo para hacer correr el agua, abrir las ventanas, limpiar. Y el jardinero también, para cortar un poco las plantas.

    Hizo una pequeña pausa, durante la cual intenté decir algo o abrazarla como cuando era pequeña pero no conseguí moverme, ella continuó:

    —De lo que sí nos ocupamos fue del molino de viento y del tanque de agua. Creo que funcionan bien —dijo mientras los señalaba a la distancia. No supe qué decirle—. La vieja capilla, al tener acceso desde fuera de la casa, la pudimos cuidar durante estos años. Yo tengo la llave.

    La miré a lo lejos, pequeña como la recordaba. Había sido construida mucho tiempo antes de que mis padres compraran la estancia. Yo solo asentí, en silencio. Dora subió la pequeña escalinata hacia la entrada, con determinación. Yo la seguí y pude ver, a la distancia, entre la salvaje maleza, la casa de huéspedes o lo que quedaba de ella después del incendio.

    Ella abrió la puerta y una gran polvareda nos envolvió. Esperamos unos instantes a que se disipara y luego entramos. Una vez adentro, permanecimos de pie. La situación me agobiaba. El recuerdo de mi padre, la presencia inesperada de Dora, el olor a encierro. Pero respiré hondo y solo pensé en averiguar lo que había sucedido y en reformar la casa. Restaurar nuestras vidas.

    —Si te parece bien, abriré los ventanales —dijo Dora, en voz baja, como con miedo, como si la presencia de ambas pudiera despertar a los fantasmas.

    —Claro, gracias.

    Una vez abiertas algunas de las ventanas, reaccioné. La tímida luz del sol matutino parecía invitar la belleza exterior al interior de la sala. Pero, al volver mis ojos hacia adentro, vi que el deterioro de la casa era innegable e inexorable. Podía sentir un olor dulzón y nauseabundo. Abandono. Los muebles parecían blancos fantasmas de tiempos lejanos, cubiertos, que escondían historias.

    Divisé la cocina, llena de tarros vacíos y hollín. Dora me sonrió, creo que para que me tranquilizara. Permanecimos de pie, mirándonos. No aguanté esta situación y propuse subir, para hacer algo diferente.

    Al seguir a Dora escaleras arriba, noté que había envejecido; estaba diferente de cómo la recordaba. Su piel estaba surcada por arrugas, parecía aún más baja y definitivamente más pesada, pero aún era la misma. La seguí, sin decir palabra, con un nudo en el estómago.

    Anhelaba ver mi antigua habitación, pero acepté recorrer otros cuartos antes, para ganar tiempo para el gran encuentro con mi pasado, con mis cosas.

    Anduvimos por la casa en silencio, entre persianas desprendidas, cortinas en el suelo y humedad en las paredes. El sol ya estaba fuerte y se colaba por todos los rincones, pero aun así, yo solo percibía una oscuridad macabra.

    Por fin llegamos a mi antigua habitación. Dora intentó entrar primero, pero la detuve. Quería hacerlo sola. Abrí la puerta despacio. Primero asomé la cabeza; mi cuerpo siguió en forma mecánica. Al entrar, me trasladé al pasado. Todo estaba intacto. Polvoriento pero inalterado. Mi mirada se volvió hacia un objeto redondo con la forma de un sol que decoraba la pared. No lo recordaba, pero lo reconocí. Mi madre tenía uno parecido en Windsor y una fugaz imagen se cruzó por mi mente; lo había visto también en otro sitio.

    Con la vista seguí recorriendo la habitación. Aún mis perfumes y cepillos estaban en el mismo sitio donde solían hacerlo. Con mi mano temblorosa abrí el armario; mi ropa pequeña todavía estaba allí. No tuve fuerzas para ver más y cerré la puerta del armario.

    Sentí que solo el viejo almanaque delataba el paso del tiempo y dictaba sin piedad: 24-03-2001. Veinticuatro de marzo, sábado. El día en el que murió mi padre, James Parker, en el edificio de las visitas donde se celebraba la fiesta. ¿Fue el incendio provocado? La eterna pregunta.

    Al darme vuelta, me vi reflejada en un enorme espejo en la pared. Una sensación extraña. Uno espera una imagen familiar al mirarse en el espejo. Pero esta vez no lo era. La última vez que me había reflejado allí era una niña y papá estaba aún vivo. Me pareció verlo desdibujado en el cristal. Extendí mi mano para tocarlo. Pero no fue posible: él ya no estaba. Me faltaba el aire. Bajé corriendo y me detuve frente a la puerta. Quería huir de la casa. Dora me siguió sin decir nada; no hacía falta. Temblando, llamé al chofer para que viniese a recogerme en la puerta de la estancia, junto a las columnas de piedra. Yo caminaría hasta allí.

    Al salir de la casa, miré a Dora, quien permanecía a mi lado. A pesar de los años transcurridos, la sentía muy cercana, con esa extraña conexión que dan los afectos, lazos que el tiempo no puede destruir. Me puso la mano en el hombro y sin hablar cerró la puerta. Creo que ambas sabíamos que volveríamos al día siguiente.

    —¿Quieres quedarte en casa? Estoy sola. Mis dos hijos se han casado y mi marido está trabajando en campos cercanos. Es época de nacimiento de potrillos y, además, de torneos de polo.

    Recordé vagamente a los hijos de Dora. Eran unos pocos años mayores que yo y también me acordé del esposo. Sentí curiosidad por preguntarle sobre sus vidas, pero no era el momento: estaba cansada y quería estar sola. Entonces, solo dije:

    —Gracias, Dora, pero estoy parando en el hotel El ombú blanco, en el pueblo, a pocos minutos de aquí.

    —¿Pero vas a estar allí sola todo el tiempo?

    —No, solo lo haré por pocos días. Mi intención es reacondicionar la casona y vivir en ella durante mi estadía. La podemos alcanzar a su casa antes de ir a mi hotel.

    —Por favor, tutéame. Me siento aún más vieja de lo que soy.

    Yo estaba agradecida por el comentario; en realidad, no sabía muy bien cómo tratarla.

    —Gracias por el ofrecimiento de llevarme a casa. Sigo viviendo aquí cerca, en el mismo sitio que logramos comprar, como otros trabajadores de la estancia, luego del incendio.

    —Qué bueno que el dinero que pudo enviar mamá desde Windsor les ayudó a rehacer sus vidas.

    —Seguimos con nuestras vidas, pero nada fue igual desde entonces —dijo Dora y su mirada se perdió en el verdor infinito.

    Aún parada en el portal, cerré los ojos, respiré el aire fresco. Necesitaba unos instantes para pensar. Acomodar, si era posible, mis emociones. Creo que Dora se dio cuenta de que necesitaba unos minutos para estar sola porque se alejó unos metros y se sentó en el tronco de un árbol caído.

    Preguntas sobre el accidente rondaban en mi cabeza, siempre. ¿Qué habría pasado con todo el personal y con los caballos del haras después de nuestra partida a Windsor?

    Llamaradas naranjas cruzaron mi mente; todavía recordaba el fuego. Lo podía oír, sentir su calor. Era una fiesta en honor a mi padre. Esa noche, la residencia de huéspedes estaba lindísima. Todo brillaba. Estaba decorada con una mezcla del típico mueblaje del campo argentino de 1900, pero con una gran influencia europea. Las tres lámparas doradas de cristal desparramaban luz sobre el salón y lo exponían en toda su opulencia. Las mesas vestidas con manteles blancos de hilo, vajilla francesa, cubiertos de plata que habían pertenecido por décadas a la familia de mamá, traídos de Windsor para el casamiento. Apreté mis párpados aún más y oí a la gente hablar en forma animada y, a través de los ventanales abiertos, podía observar, oler el jardín, ver la hilera de cipreses que marcaban el camino a la casona, rodeados de flores colocadas en forma simétrica. Me estremecí al poder visualizar, en mis pensamientos, el instante preciso en el que noté el fuego. Supe, después, que solo unas gotas de aceite derramadas sobre la hornalla encendida bastaron para que la pequeña llama enfureciera y creciera hasta proporciones insospechadas y se extendiera con dolorosas e irreversibles consecuencias. Fue sin dar aviso o, tal vez, con un suave sollozo. Una bola de fuego atravesó las arcadas de la cocina para instalarse en el comedor lleno de gente. El color de la esfera era vívido, rojizo. Parecía tener vida, voluntad propia. Con violencia y sin permiso, comenzó a trepar por las cortinas, saltaba de una a otra hasta alcanzar el techo para luego dejar caer retazos de tela quemada y continuar su despiadado camino, devorándolo todo. Desviaba nuestros destinos para siempre. Cambiaba nuestra historia. Abrí los ojos. Me senté en el escalón superior de la entrada. Seguí recordando.

    Las puertas de la cocina y los grandes ventanales del salón estaban abiertos al exterior y toda la gente pudo escapar. Incluso quienes estaban en los pisos superiores, alertados por los gritos desesperados, también tuvieron tiempo de huir. En realidad, no todos. Mi padre, como el capitán de un barco, permaneció en la casa hasta que la última persona hubo salido. Pero, a diferencia del capitán de un navío, él sí intentó huir, pero fue demasiado tarde.

    Recordé que afuera, la noche acunaba a las víctimas, pero adentro, el fuego continuaba su camino destructor, se arrastraba por las alfombras y se llevaba a su paso lámparas, muebles, cristales, recuerdos y una vida irremplazable, sin la cual, la existencia en la estancia «Nuevos Comienzos» no volvería a ser igual.

    Aquella noche, desde el jardín, lo último que vi fue un ejército de llamaradas, latigazos que se extendían por la planta superior. Mi madre y Dora me abrazaban. Nos abrazábamos las tres y oí a mi madre llorar.

    Un abanico de mariposas encendidas y luminosas caía desde lo alto al suelo, extinguiéndose en su camino descendente, apagando con ellas nuestras historia. No quise pensar más. Y comencé a bajar la escalinata. Dora se puso de pie y vino a mi encuentro. Me tomó de la mano y me ayudó a secarme las lágrimas. Y así, de la mano, a paso lento, fuimos hacia la entrada donde nos esperaba el coche para recogernos.

    Aquella noche volví a la pensión, confundida y triste. Cené muy poco y me refugié en mi habitación. Pensé en llamar a Michael, mi fiel amigo, y contarle sobre mi llegada, pero en Inglaterra eran varias horas más y estaba en el trabajo. Entonces, llamé a Alicia. En el fondo, pude escuchar la voz de mi madre:

    —Gracias, Alicia. ¿Qué haría sin ti? ¡Hace frío! He prendido la calefacción, pero creo que no funciona en todos los cuartos. Tal vez sea porque es la primera vez que la enciendo después del verano. Cuando llegue Jason, le preguntaré. Mientras terminas de preparar todo, iré por las habitaciones a ver en cuáles no funciona.

    —Perdón, Anya, estamos chequeando los radiadores de toda la casa. Mañana llegan los alumnos. Madeleine comenzará por la parte de los huéspedes. Ha desaparecido por la cocina —dijo Alicia.

    —Me imagino —dije. Siempre hacía la misma rutina: salía por la cocina, que era la única habitación que conectaba ambas áreas de la casa: nuestra casa y la de los alumnos.

    Me la imaginaba como si la estuviera viendo. Con paso apurado, su delgada figura se movería con agilidad. Seguro que comenzó a chequear por el sótano. Observaría cada detalle del sitio.

    Los caballetes preparados, los cuadernos, las pinturas. Su vista se detendría, como siempre, en los ventanales, perdiéndose en el verdor del Long Walk, como si esto le recordara a algo: ¿a la estancia? Pero sus pensamientos volverían en forma rápida a sus obligaciones.

    Apurada, mientras ataba su pelo castaño en una coleta, subiría a las habitaciones de las dos plantas superiores donde dormirían los alumnos. Caminaría nerviosa y, con los apuntes en la mano, trataría de aprender lo más posible sobre las personas que llegaban.

    Me había contado Alicia sobre los huéspedes. Eran seis y ahondarían en los pintores John Constable y William Turner. Una señora de Milán, que se acababa de divorciar, con solo treinta y cinco años, y su amiga española, que la acompañaba en el viaje. Otro huésped era inglés: un ejecutivo asiduo a las galerías de arte, que vivía en Londres, recientemente viudo, interesado en pasar unos días en Windsor para visitar parte de su familia. Le pareció una forma diferente de hacerlo. Un joven que estudiaba dibujo en París, otro joven de Suecia y una doctora pediatra, de la India, de mediana edad.

    Al abandonar el área de las visitas, mi madre volvería a pasar por la cocina, donde estaría la cocinera preparando algunas cosas para el desayuno del día siguiente para recibir a los huéspedes. La saludaría de forma cordial y seguiría su camino.

    Seguro que estaba todo perfecto. Así era mi madre: estructurada, organizada. No le gustaba tomar riesgos. Mientras pensaba en ella, yo seguía hablando por teléfono con Alicia, pero pude escuchar su voz en el fondo.

    —Los radiadores funcionan en todos los sitios menos en el salón —dijo aliviada.

    —Bueno, Jason seguro que podrá arreglarlos —comentó Alicia.

    —¡Qué haríamos sin Jason! Además de conducir el coche, arregla todo. ¡Ah, perdón, estás hablando por teléfono! —dijo mamá.

    —Con Anya.

    —Mándale un beso y dile que se porte bien. En un ratito la llamo.

    —¿Hola, Anya, escuchaste a tu mamá? Estamos preparando todo. Mañana llegan muy temprano. ¿Y qué tal todo por ahí?

    —Bien. Estos días me quedo en un hotel hasta poder vivir en la casa de la estancia. Ya te iré contando. Dile a mamá que estoy bien. Creo que está nerviosa por mi viaje. Tal vez piensa que voy a descubrir algún secreto oculto —dije con ironía.

    —Tal vez; uno nunca sabe —concluyó Alicia.

    Después de mi conversación con Alicia, me sentí un poco mejor. Me acosté en la cama y en el silencio de la noche pensé en la estancia. Me remonté a mi infancia o a lo que recordaba de ella. Hasta el momento del accidente había sido feliz.

    Luego, sin ser invitado, el momento en que nos trasladamos a Windsor se instaló en mi mente. Pensé en nuestra rutina allí. En mi madre, en su vida, en nuestras vidas. Ella hizo todo lo posible para darme estabilidad. En cierto modo lo consiguió, pero lo que nunca logró fue superar el dolor que nos había dejado el accidente. Los recuerdos estaban dormidos, pero aún vivos bajo un manto de silencio.

    En Windsor, ella solía pasearse por la casa a diario, comprobando que todo estuviese en orden. Adoraba esta vivienda que había sido construida alrededor de 1870. Estaba situada en una esquina y al lado de otras casas adosadas muy similares, en hilera. El diseño del jardín exterior era hermoso, simétrico, con grandes canteros ubicados sobre el suelo de baldosas color terracota, beige y blanco, que formaban figuras simples pero geométricas. En la entrada, detrás de este jardín, había un porche que definía la entrada principal de la casa, enmarcada por dos columnas y un pequeño techo en bóveda que mamá había pintado, decorado ella misma. Aunque el jardinero acudía una vez por semana, también se ocupaba ella de los jardines; esto le relajaba. Además, al regresar cuando enviudó, estaba tan triste que se dedicó con exagerado entusiasmo a la decoración. Había renovado lentamente y con esfuerzo toda la casa. Reemplazó las pesadas cortinas por otras modernas, livianas, de telas. Quitó todos los empapelados de grandes flores oscuras y cubrió las paredes con un suave color pastel. También sacó las alfombras de las plantas inferiores y acondicionó el costoso piso de madera que había debajo. Y luego, siempre mantuvo la casa impecable. Renovaba muebles, cortinas o lo que fuese necesario. Me gustaba el salón: amplio, con vistas desde un lado al Long Walk, el cual se podía observar a través de las ventanas de guillotina, y desde el otro extremo se veía el jardín interno de la casa, el cual tenía una parte cerrada con cristales, que llamábamos conservatory. Ahí tomábamos el té, nos relajábamos.

    El jardín era mi sitio favorito, con su suelo de ladrillos, muchas plantas y una pequeña fuente con el agua siempre circulando. Ahí había instalado «mi

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