Una vida de novela
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Yolanda desde muy pequeña se ha enfrentado a situaciones muy tristes haciendo de ella una persona sumisa pero también solidaria, alegre y carismática con gran espíritu de sacrificio. Para ella lo más importante fue el amor y la unión familiar y logra crear una familia muy unida donde ella fue el núcleo
A través de estas líneas se abordan temas como la orfandad, el abandono y el alcoholismo. Además el ultraje a la dignidad de los niños víctimas de acoso sexual, llegando al extremo de culpar al acosado y no al victimario. Todo esto dentro de un contexto histórico que muestra que los problemas aún existen, pero en esa época la sociedad los ocultaba.
Esta historia que parece lejana en el tiempo y en el espacio, se actualiza de manera esencial porque representa la lucha del ser humano por sobrevivir a las contingencias y dar sentido y belleza a la vida.
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Una vida de novela - Marta Heríquez-Dimitriou
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© Marta Henríquez-Dimitriou
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-157-6
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A la memoria de mi madre
Yolanda Quevedo Adasme (1920-2009)
Cumpliendo una promesa
AGRADECIMIENTOS
Quiero agradecer a mi esposo Christos Dimitriou y a mi familia en general por su amor y apoyo incondicional, y un reconocimiento muy especial a mi amiga Maria Rosa Garbero, filólogo por sus consejos e indicaciones para poder llevar a cabo esta novela
Introducción: El mate
Ya se escuchaba el ruido que hacía mi madre cuando restregaba sus zapatos en el pavimento, era su costumbre al regresar de las compras del mercado para así limpiarlos. Salíamos a su encuentro mientras la empleada sacaba el mate que estaba escondido en el horno y calentaba el agua para prepararlo. Mi padre se lo había prohibido. Decía que su madre —la mamá Juanita— se había enfermado y había fallecido de tanto tomar mate. Mi mamá, que se había criado desde pequeña en la casa de mi padre, le tenía mucho respeto y miedo a su esposo, pero no podía renunciar a ese placer. El mate era «el niño». A causa de esa consigna, se escuchaban los siguientes diálogos en mi casa: «Geno, ¿está listo el niño?». La empleada respondía: «Sí, señora Yolita, está en el horno».
Esas mañanas estivales de nuestras vacaciones fueron inolvidables. Llegaba mamá del mercado siempre con algo sabroso para acompañar el mate: quesito de cabra con ají, pernil cocido y pan tostado eran nuestros bocadillos preferidos. Además al mate le agregábamos azúcar quemada y hojas de cedrón.
La cocina era más bien estrecha para todas, pero no nos importaba. Mi hermana Verónica, mi prima Carmen, a veces mi amiga María Isabel, la Geno y yo sentadas en unos pisos alrededor de nuestra madre nos intercambiábamos el mate y escuchábamos las historias increíbles que nos contaba.
La vida de Yolanda había sido muy especial. Perdió a su madre a los cinco años. Esos primeros cinco años de su vida debían haber sido muy intensos porque tenía muchos recuerdos. Posiblemente recopilados de narraciones posteriores.
Su madre, una mujer culta de buena familia, cometió el error de casarse con un apuesto vividor, José Enrique Quevedo, hijo ilegítimo de Ofelia. Al parecer, Yolanda era muy pequeña cuando su padre los abandonó, porque el único recuerdo que tenía de sus padres era el ir tomada de la mano de su madre para entregar a sus clientes los bordados que ella hacía. Doralisa se amanecía confeccionando aquellos bordados que eran verdaderas obras de arte. Menos mal que tenía muchos pedidos, porque era la única fuente de ingreso desde que su esposo los había abandonado.
Mientras el mate pasaba de mano en mano, le pedíamos: «Mamy, cuéntanos la historia del tío Julio». «De la tía María con Baudilio». «Del tío Enrique».
Ella daba una enorme chupada a su mate para inspirarse y comenzaba. Mi madre en esa época del mate tenía alrededor de cuarenta y cinco años, gordita y muy agraciada. Sus grandes ojos negros combinaban con su pelo igual de negro. Una sonrisa luminosa que era el reflejo de un alma plena de bondad y comprensión.
Vivíamos en un barrio popular; todos los días pasaba gente que pedía limosna. Se iban contentos porque a cada uno le daba algo: una moneda, un pedazo de pan, ropa que ya no usábamos. Un día regaló mi blusa preferida.
—Pero hija, si ya te quedaba estrecha —contestó a mis protestas.
En otra ocasión, para ayudar a un alcohólico, le compró un tordo que solo se alimentaba con pan y vino.
Ella amaba y perdonaba. Vivíamos muy cerca del mercado. Sus caseros le decían la Mamita. Aconsejaba a todo el mundo y lloraba junto a las personas que sufrían.
—Pero mamá, ¡por qué sufres tanto por el sufrimiento ajeno! —le regañaba.
Cuando llegaron a Santiago, mi padre compró esa casa, que ya era antigua. Dicen que entonces el terreno estaba sembrado de trigo. Era una casa de campo muy bonita, mi padre la arregló de acuerdo a las necesidades de su familia. Cuando se instalaron ahí, la familia se constituía de cinco miembros con mis hermanos Luis, Jorge y Carlos. A los meses de llegar, nací yo. Después de cuatro años y medio, nació Verónica, mi hermana menor.
Como estaba cerca del Matadero, recuerdo en mi niñez haber visto algún ternero que corría despavorido tratando de salvarse de ser sacrificado. El barrio Matadero era muy peligroso, pero creo que debido a la bondad de mi madre nunca nos pasó nada. Yo en cierta ocasión tuve una experiencia. Debía haber tenido unos veinte años; había ido sola a presenciar la Ópera Rigoletto al Teatro Municipal, porque nadie me había querido acompañar y además no tenía plata para invitar a nadie. Cuando regresaba a mi casa a la una de la mañana, escuché unos silbidos. De pronto, se me acercó el hijo de un carpintero que le hacía trabajos a mi padre. Vivía muy cerca de nuestra casa. Me acompañó hasta la puerta y me aconsejó que otra vez no anduviera sola tan tarde. Él integraba la banda que estuvo a punto de asaltarme.
Mi casa era muy bonita, tenía un enorme parrón, una gruta con la Virgen de Lourdes que se veía de la calle. Mi padre no tenía religión. Libre pensador decía ser. Se molestaba al ver gente pegada a la reja de nuestra casa, que le rezaba a la Virgen, así es que la destruyó para tristeza de mi madre. Nosotros queríamos cambiarnos a un barrio mejor. Incluso papá, junto con su hermano, construyeron una casa para mudarnos; pero mi madre dijo: «Muerta me van a sacar de aquí». Adoraba su casa.
Pasaron los años, mi madre vivía sola. Se accidentó. Yo viajé de Grecia para estar con ella. Había estado todo el día acompañándola. De regreso a casa, me di cuenta de que se me habían olvidado las llaves. Estaba yo esperando que me abriera la puerta su arrendataria cuando pasó un mendigo y me dijo: «Señora, la mamita está en el hospital».
PRIMERA PARTE
1. La Plaza
Muy temprano, Yolanda y su tía Ofelia salieron de Longaví. Llegaron atrasadas al Convento a pesar de que esa ciudad estaba a solo 180 km de Concepción; porque el tren se había detenido en muchas estaciones pequeñas donde era usual que las vendedoras con sus delantales blancos ofrecían sus productos a los viajeros: pan amasado, tortillas de rescoldo, motemei,¹ castañas cocidas, maqui² y otras frutas de la región.
La Plaza de la Independencia —la plaza de Armas de la ciudad— está a pocas cuadras del Convento. El lugar es hermoso, en el centro de la plaza existe una pileta que tiene una columna de estilo corintio que en su cúspide está la figura de la diosa Dimitra (Ceres), patrona de la agricultura y la fertilidad. Dos enormes torres, al fondo, dan la impresión de que enmarcan esa columna. Son las torres de la Catedral que desgraciadamente se destruyeron con el terremoto de 1939. Sin embargo, la pileta de la plaza, con ciertas transformaciones, no ha cambiado desde su creación en 1853. Es un día primaveral de octubre. Los tilos, árboles centenarios de la plaza, perfuman el ambiente porque ya están adornados de flores y hojas tiernas. Es la hora de almuerzo de un día laboral. La gente sale de sus trabajos y se dirige apresuradamente a su hogar, lustrabotas y