Van Gogh en La Mancha
Por Sonia Castaño
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Van Gogh en La Mancha - Sonia Castaño
Van Gogh en La Mancha
Sonia Castaño
ISBN: 978-84-19925-20-6
1ª edición, julio de 2022.
Imagen de portada: Wheat Field with Cypresses by Vincent van Gogh (1889) Metropolitan Museum of Art (public domain)
Imagen de contraportada: Remix of Girassol _Alto Taquari/MT by Delsonir (Creative Commons Attribution 3.0 Unported) https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Girassol_Alto_Taquari-MT_-_panoramio.jpg
Portada y maquetación: Fernando Zanardo
Conversión de formato de e-Book: Lucia Quaresma
Editorial Autografía
Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona
www.autografia.es
Reservados todos los derechos.
Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.
Mi padre se llamaba Martin Hansen. Nació en 1848 en Amsterdam. Por eso aquí en el pueblo le llamaban El holandés.
Tenía el pelo del color del trigo como el abuelo Herman y los ojos negros como su madre, la abuela Avelina. Los dos se conocieron un día en Ciudad Real, cuando el abuelo, un hombre muy viajero, estaba de visita. Ella ayudaba a su padre a vender alimentos en el mercado. Se enamoraron nada más verse. A las pocas semanas decidieron marcharse juntos a Amsterdam. Allí se casaron.
Como Avelina echaba mucho de menos su tierra, al cabo de unos años, decidieron volver. Con ellos vino mi padre, Martin. Tenía tres años. Fue su único hijo.
A toda la familia nos conocen como Los holandeses.
Mi padre, Martin Hansen, sí que viajó muchas veces allí. Era marchante. Se dedicaba a ofrecer cuadros de pintores desconocidos en los que veía maestría y genialidad. También vendía pinturas al óleo y pinceles. Siempre estaba de aquí para allá.
Cada vez que volvía de uno de sus viajes a mi hermana y a mí nos entusiasmaba escuchar las historias que le habían sucedido. Mi madre muchas veces se reía y decía que solo eran fantasías, que no le hiciéramos caso, pero a nosotros nos encantaba escucharlas.
Una vez nos contó que en un mercadillo de Arlés había un vendedor de hormigas habladoras. Unas hormigas azules de un país de África que eran capaces de repetir palabras y sonidos de los humanos con solo decírselas un par de veces.
Relató que a una de ellas le encantaba decir hapana
, que significa no
en una lengua africana llamada suajili. Recuerdo que esa historia le hacía reír mucho a mamá.
Padre y sus historias. Era fantástico escucharle.
Cuando ya era anciano y yo un joven independiente, iba todas las tardes a verle a su casa. Me gustaba tomarme un café con un pedazo de tarta de queso, mientras escuchaba sus aventuras. Lástima que en los últimos años su memoria fuera fallando.
Recuerdo una tarde en la que estaba muy silencioso, sentado en su sillón frente a la chimenea. No paraba de mirar el cuadro que estaba colgado sobre ella. Un campo de girasoles amarillo brillante, con una bandada de cuervos sobrevolando el lugar.
—Papá, ¿cómo se llamaba aquél pintor que vino contigo un mes de agosto hace muchos años?
En las últimas visitas ya casi eran más los silencios que las palabras.
—Van Gogh, Vincent Van Gogh —dijo de repente, como si un gran relámpago de memoria hubiera iluminado su cerebro.
Llevábamos días esperando a que papá regresara de Bruselas. Hacía ya seis semanas que se había ido. Como siempre cargado con los cuadros de los amigos pintores a los que representaba. También con los tubos de óleos y pinceles que vendía.
Siempre se marchaba muy sonriente con la esperanza de hacer buenas ventas y darles a sus amigos artistas la alegría del éxito. Lo malo es que solía volver sin haber vendido ni un cuadro, pero jamás dejaba por el camino su sonrisa.
Cada ocho o diez días recibíamos una carta en la que nos contaba cómo le iban las cosas. Mamá nos reunía frente a la chimenea y la leía en voz alta. Recuerdo que a veces su voz se quebraba, sobre todo cuando al final papá nos dedicaba uno a uno unas letras.
Para mi hermana Lila, que tenía ocho años, cuatro menos que yo y para mí, Theo.
Siempre me decía un beso para ti Theo, Haz caso a tu madre y ayúdala. Y cuida de tu hermana
. Me gustaba escuchar eso.
Cuando Madre leía: Y el más grande para ti, mi Guillermina. No sabes cuánto te echo de menos
, se emocionaba un montón.
Sabíamos que papá llegaría por la noche, pero desconocíamos exactamente a qué hora.
Lila y yo nos sentamos a jugar a las tabas junto a la ventana para vigilar el camino por el que aparecería el carromato de Don Ventura. Él era el que se encargaba de trasladar a la gente a sus destinos desde la estación de tren de Ciudad Real a cada pueblo de los alrededores.
Aquella noche mamá nos estaba ya diciendo que era hora de acostarse, cuando Lila gritó que había visto una luz aproximándose por el camino. Y sí, enseguida vimos que eran los farolillos de aceite del carro de Don Ventura.
—¡Mamá, mamá, es papá, ya ha llegado! —dije emocionado.
Enseguida salimos a recibirle.
Allí le vimos sonriente bajando del carromato.
—Estás muy delgado —dijo mi madre. Se abrazaron.
De la parte trasera del carro vimos bajar a un hombre. Nos quedamos callados mirándole. No era del pueblo.
—Os presento a Vincent, ha venido a pasar unos días con nosotros. Vincent, Esta es mi mujer Guillermina. Y mis dos hijos, Lila y Theo —dijo mi padre entusiasmado.
La luz de los farolillos del carro nos dejó ver a un hombre joven de la edad de mi padre, de pelo y barba pelirroja. Sus ojos eran de un color azul brillante. Me fijé en sus botas agujereadas.
El hombre con un gesto gentil agachó su cabeza para saludarnos.
—¡Un plaisier! —dijo.
A la mañana siguiente me levanté pronto. El viejo pájaro Cuervoloco se había posado en mi ventana y con su picoteo en el cristal me había despertado. Mira que era listo ese cuervo.
Negro como el carbón y con esa mancha blanca en el pecho que parecía una nube. Siempre que intentaba atraparlo se escapaba como un pez escurridizo.
Me acordé del invitado desconocido. Mamá le había arreglado el camastro del cuarto de la despensa para que pudiera descansar y guardar sus cosas.
El olor a café, leche caliente recién ordeñada y pan tostado me abrió el apetito. Así que enseguida bajé a la cocina.
Mi padre seguía durmiendo, pero mi madre, como siempre a esas horas, ya estaba levantada.
Me senté en la mesa de la cocina para desayunar. Allí estaba mi tazón con la letra T
que yo mismo había pintado, y mi servilleta bordada en azul con mi nombre completo, Theodoro. Mamá me puso un tazón de leche con un panecillo blanco cubierto con mermelada de albaricoque.
Al mirar por el ventanuco de la cocina vi pasar volando a Cuervoloco. Algún día lograría cogerle, aunque fueran unos minutos.
—Buenos días, ¡Vincent! —dijo mi madre mirando a la puerta.
Allí