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La colina de los gatos
La colina de los gatos
La colina de los gatos
Libro electrónico422 páginas6 horas

La colina de los gatos

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Una apasionante novela de ficción histórica sobre la Guerra Civil Española con dosis de amor.

«La puerta mejor cerrada es aquella que puedes dejar abierta.»

¿Estás de acuerdo?

La relación entre Lola y su hija siempre estuvo marcada por los silencios, las ausencias y los secretos de un pasado del que no está dispuesta a morir sin desvelar. La necesidad de ser escuchada por la hija y la pulsión por exorcizar los demonios que siempre la acompañaron, llevará a la protagonista a sumergirse en un viaje en el que el sufrimiento y las ansias de redención serán el denominador común de su desgarrador relato.Una extraordinaria historia de amor llevada hasta sus últimas consecuencias. Un conmovedor relato sobre la vida y la muerte, el perdón y la redención.

Han dicho de La colina de los gatos...
«Me encantan las novelas históricas sobre la guerra civil española, porque en ellas conocemos de primera mano en realidad lo que pasó en nuestro país, historias humanas y cercanas que te llegan a lo más hondo, como ha sido con esta novela.»
Pepa Fraile, Locura de libros

«He disfrutado de la historia. Me parece una novela muy bien narrada, con una sutil narrativa y una gran documentación que podemos apreciar durante su lectura. Muy recomendable si os gustan las novelas de familias enmarcadas en el contexto histórico de la Guerra Civil.»
Laura R. Durán, Algunos libros buenos

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 abr 2020
ISBN9788418018817
La colina de los gatos
Autor

Eva Baeza

Eva Baeza (Barcelona) estudió Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma de Barcelona y Turismo y Gestión de Empresas Hoteleras en CETT Barcelona. Los veranos que pasa en una localidad del sur de España y la revelación de que sus antepasados por línea paterna proceden de un pueblo cercano, desde hace más de trescientos años, le inspiraron para recrear el escenario de La colina de los gatos, su primera novela publicada.

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    La colina de los gatos - Eva Baeza

    Parte primera

    1

    —Quiero contarte algo.

    —¿Tú también? Estoy cansada de que todo el mundo me cuente sus historias.

    —Es sobre tu madre. Llevo tiempo pensando que deberías escribir sobre ella. La abuela se lo merece.

    ¿Se lo merecía? En los últimos meses los acontecimientos se habían desencadenado de una forma precipitada y la muerte de la abuela supuso el colofón definitivo. Recordaba a la abuela en un delantal, en el aroma de la albahaca cuando cocinaba, en el estribillo de una nueva canción cuando sonaba en la radio. Cualquier estímulo servía para que mi mente evocara su aroma y me deleitara con su recuerdo.

    Almorzábamos en un céntrico restaurante en el corazón del paseo de Gracia, que durante la celebración de la Diada de Sant Jordi estaba más abarrotado de turistas que nunca. Acomodadas en una tranquila mesa del final del salón, advertía cómo mi madre atraía las miradas de aquellos comensales que recordaban haberla visto en la televisión o en la cubierta de alguno de sus libros. La indiferencia con la que siempre supo afrontar este tipo de situaciones quedó empañada por la tensión en su rostro.

    —¿Qué tiene de especial la historia de tu abuela?

    —¿Vas a escucharme?

    —Hombre, de entrada, el tema no me interesa lo más mínimo, pero no tengo nada mejor que hacer hasta las ocho —respondió mientras se secaba los labios para llevarse la copa de vino a la boca—. He de estar en Palafrugell a las diez. Una cena con los escritores de Girona.

    —No me llevará tanto tiempo.

    Un camarero que me recordó al malogrado Tino Casal, solo que algo más bajo, se acercó a nuestra mesa para retirar los platos y entregarnos la carta de los postres. Se respiraba un clima de trasiego y urgencia. En el vestíbulo, más de una veintena de clientes aguardaban impacientes el turno para ser acomodados en las mesas que, a esas horas, estaban todas ocupadas.

    —Tú dirás…

    La forma en la que se mordía el labio inferior y se enroscaba compulsivamente los mechones de cabello que le caían por el rostro hizo que me sintiera responsable de alterar lo que debería haber sido un tranquilo almuerzo en un día muy especial. ¿Puede una ciudad tener un día más especial que aquel en el que todos sus habitantes se lanzan a la calle para regalarse entre ellos flores y libros?

    —Verás, mamá. Sé que no te gusta hablar de la abuela —devolví las cartas al camarero y le pedí dos cafés con hielo—, pero hace ya dos meses que murió y creo que ha llegado el momento de hacerlo.

    —¿Y dices que vas a contarme una historia? ¿Qué clase de historia podría escribir yo sobre tu abuela? A ver, déjame pensar. ¿Un relato de mentiras y traiciones? O… ya sé, una historia de redenciones imposibles.

    —No seas burra. ¿Tú no eres la escritora del alma femenina? ¿A cuántas mujeres les has dedicado horas de tu vida para que te publiquen un libro? No te estoy hablando de Ana Bolena ni de Catalina de Rusia. Te estoy hablando de tu madre. Y no me negarás que la abuela no da para un libro.

    —Ya. Y necesito oír la historia que tú me vas a contar para ponerme las pilas y, voilà, he aquí mi nuevo éxito.

    —¿Cuánto tiempo hace que no escribes un libro?

    Ignoró mi pregunta para concentrarse en la enorme cristalera con vistas al paseo de Gracia, que se extendía frente a nosotras. El día era radiante y primaveral, nada que ver con la pasada celebración que, además, coincidió con el Domingo de Pascua. Desde allí se divisaba el deambular de una marea humana que se perdía en el corazón de las Ramblas. En esos momentos, a pesar de que muchos escritores aprovechaban las horas del mediodía para ir a comer, la vorágine de transeúntes seguía siendo incesante y la visión desde allí arriba lo hacía todavía más espectacular.

    —Lo del libro ha sido un golpe bajo —protestó—. ¿Cuánto tiempo hace que no pintas tú un cuadro?

    —Vamos, mamá. No estés a la defensiva. Yo no podría competir contigo. Siempre saldría perdiendo.

    —¿Entonces?

    —Entonces quiero que hablemos de nosotras, de la abuela, de lo que hemos hecho bien y no tan bien. Todavía estás dolida, mamá; lo veo en tus ojos cuando tocamos el tema.

    —Cuando tocas tú el tema, querrás decir.

    —Es que, si no lo hago yo, tú nunca lo vas a hacer. ¿Cuánto tiempo hace desde que os dejasteis de hablar? ¿Diez, doce años? Mamá, ella ya no está.

    —No, ahora estás tú para sacarme todos mis demonios.

    Su crispación acrecentaba el sentimiento de culpa que se había apoderado de mí. Sabía que entre mi madre y la abuela no existió nunca una buena relación, por no decir que, desde que acierto a recordar, jamás vislumbré entre ellas unos memorables lazos de afecto. Luego vino el distanciamiento o, más bien, la ruptura de su relación a raíz de la muerte del abuelo. Aquello supuso el fin de todos los estrechos vínculos que un día las unieron.

    —Imagino que no hace falta que te recuerde todo el daño que me hizo.

    —Lo sé; recuerda que yo también soy parte afectada.

    —No es lo mismo, y lo sabes. —Apuró el último sorbo del café y dejó la copa con los hielos sobre la mesa.

    —¿Por qué? ¿Porque yo la perdoné?

    —Quizás tú tenías motivos para hacerlo, pero te aseguro que, a día de hoy, yo no he podido encontrar ninguno.

    Hacía catorce años que la abuela se presentó en casa para poner el mundo patas arriba; catorce años desde que apareció una tarde por sorpresa —no solía venir a menudo, y, menos aún, en los últimos años, en los que la enfermedad del abuelo la retuvo incondicionalmente a su lado— y nos arrastró a todos a un viaje sin retorno. Cuando aquella tarde la vi traspasar el umbral de la puerta con el deslustrado bolso de Santa Eulalia bajo el brazo, reservado para ocasiones especiales, tuve la certeza de que aquella visita cambiaría para siempre el rumbo de nuestras vidas.

    Habíamos terminado de comer. Al día siguiente nos íbamos de vacaciones a una localidad de la Costa Brava, donde ese año mis padres alquilaron una bonita casa junto al mar, por lo que me disponía a preparar la maleta con la agitación que suscita perder de vista por un tiempo el hostil escenario de madrugones y exámenes indiscriminados. Mi madre se alegró de verla, prodigándole una serie de afectos a los que ninguna de las tres estábamos acostumbradas, pero que entendí como una muestra de empatía con el dolor que ambas atravesaban desde la muerte del abuelo. Pero el espejismo enseguida se desvaneció.

    La vi tensa. Ella, toda una hembra capaz de sobreponerse a las mayores adversidades de este mundo con una templanza fuera de serie, parecía, allí en el sofá, una caricatura de sí misma, contraída y temerosa. No necesitó estúpidos preámbulos. Aconsejó a mi madre que retirara la jaula del loro del aparador porque «ese loro se va a achicharrar con tanto calor que le entra por la ventana». Extrajo el abanico del bolso e, inclinándose levemente sobre el eje de sus rodillas, me rogó, con ese tono suyo que no admitía réplica, que la dejara a solas con mi madre:

    —Es algo que tenía que haber hecho hace ya mucho tiempo —confesó—, pero de hoy no va a pasar, hija mía.

    El aire caliente se tornó denso como el barro. Me levanté del sofá con un mohín de fastidio y cerré tras de mí la pesada puerta del salón.

    No titubeó. Se tomó unos minutos para encender su pipa, con esa destreza que confieren los muchos años de experiencia, y, tras aspirar una profunda bocanada en la que pareció estar a punto de perder el conocimiento, le espetó a mi madre lo que sin duda hubo de haberse emponzoñado para siempre en sus entrañas:

    —Hija, tienes que saber que el hombre al que enterramos hace dos meses no era tu padre. —Después el silencio, el desconcierto, la digestión traumática y dolorosa. Al silencio le siguió la incredulidad, y a esta, la indignación y los reproches. A los reproches, de nuevo el silencio y el desconcierto, la incredulidad—. Hace tanto tiempo que tenía que habértelo dicho…, pero tu padre, Tomás, me hizo prometerle que no te dijera nada por tu bien. Y tú sabes que él te quería más que a nadie en este mundo.

    —¿Qué estás diciendo, mamá? Eso no es cierto. No puede ser. ¿Lo es, mamá? ¿De qué teníais que protegerme? Responde… ¿Y dices que papá te lo hizo prometer?

    Desde el pasillo, agazapada como un animal desde su madriguera, oí a mi madre deslizarse inexorablemente por la pendiente del pánico mientras la abuela suplicaba sin éxito un perdón desconsolador. Las respuestas, si las había, quedaron suspendidas en el aire embarrado porque ella ya no quiso oír nada más. Dejó claro que ese hombre al que habían enterrado fue y sería siempre su padre y que, a esas alturas de la vida, ya no le interesaba saber nada más. Abandoné el escondite al oír los pasos de mi madre encaminarse hacia la puerta, para escupir desde el umbral, con una indolencia que no admitía réplicas:

    —Lo siento, mamá, pero esto no te lo voy a perdonar.

    Esa noche me levanté varias veces: dos para vomitar lo que aún quedaba en mi estómago de la digestión del mediodía, y una tercera para tomarme la temperatura, pues aquella sensación de brasas en mi cabeza, acompañada de un enloquecedor ritmo en el pulso y en la respiración, solo podía deberse a la bajada de defensas causada por mi estado anímico. Tenía la boca tan seca que parecía que me hubiese tragado tres cubos de esparto. Tibias lágrimas brotando de mis ojos me recordaban sin piedad aquella tarde de agosto.

    —Vámonos ya. Hace demasiado calor aquí —protestó mientras introducía en el billetero la tarjeta con la que pagó la comida. Me fijé en la cubierta del libro que dejó sobre la mesa: en tonos rojos, tenía una especie de monigote en el centro. Se trataba de El niño de los coroneles, de Fernando Marías. Instintivamente, abrí la portada y leí la dedicatoria. «Para Ana… y la sensibilidad se hizo mujer».

    —Lo conoces, ¿no? —Y ante el gesto de asentimiento señaló—: He estado en el hotel Regina esta mañana. Un desayuno fabuloso el de este año. —Se pasó la palma de la mano por el abdomen—. Hoy estoy comiendo tanto que mañana tendré que ponerme a dieta. Por cierto, Lucía Etxebarria te manda recuerdos. Ha hablado maravillas sobre aquel restaurante de Tenerife que le recomendaste.

    —Lucía, ¿cómo le va? ¿No estaba en Escocia?

    —Pues por lo visto no. Vino con Lola… Lola Beccaria.

    —Oye, hoy no habrás quedado con nadie más, que te conozco.

    —Tranquila. —Cogimos nuestros bolsos del respaldo de las sillas—. Aunque si te apetece que Sara Montiel te firme un ejemplar de sus memorias, me ha dicho Quim Monzó que esta tarde estará mano a mano firmando libros con ella en una librería de Gala Placidia.

    —No, por favor.

    —Vamos. —Miró el reloj—. Son casi las cinco. Te invito a un gin-tonic.

    Abandonamos el restaurante para permitir que la marabunta humana que seguía devorando las calles de nuestra ciudad nos engullera por completo. Sorteamos las inmediaciones de los puestos de libros y sus asfixiantes aglomeraciones, arrambladas a las fachadas de los edificios y las tiendas que se abrían a nuestro paso. Estuve tentada de comprarle una rosa. Las había de tela, de cristal, de arcilla y hasta de chocolate. Pero desistí, pues sabía de sobra que si hay algo que mi madre detesta por encima de todas las cosas, además de las palomas, son las flores, en cualquiera de sus versiones.

    Descendimos por el paseo de Gracia en dirección a la plaza de Catalunya. Las lluvias de la semana anterior no nos hicieron presagiar los días primaverales que irrumpieron sin aviso.

    Mi madre, que se iba abanicando con un folleto que le dieron unos monjes tibetanos, estaba en su salsa, rodeada de libros y de gente que amaba los libros. Nos costaba avanzar, pues en cada concentración destacada del paseo, allí donde veía una masa de cuerpos apretujados en torno a un estand, se detenía con la esperanza de avistar alguna cara conocida. «Es imposible —se lamentaba—. Un solo día no es suficiente para vivir algo así. Es como si tuvieras que visitar Venecia en un solo día. No puede ser de ninguna manera».

    Integradas entre una muchedumbre despreocupada, percibía el olor de los cuerpos que se apretujaban indiscriminadamente sin más inquietud que la de salvaguardar sus pertenencias por recomendación de las guías de viaje. Cuando al fin alcanzamos las inmediaciones de la plaza de Catalunya, una cacofonía de bocinas y altavoces escupiendo todo tipo de misivas nos abofeteó sin piedad.

    En la entrada de la plaza, un gigantesco panel, elaborado con páginas de conocidos diarios internacionales, nos recordaba que el 2001 era el Año Europeo de las Lenguas. Decidimos cruzar la ronda de Sant Pere hacia las Rambla de los Capuchinos.

    Parecía como si todo el mundo hubiese salido a la calle para decir algo ese día. Un grupo de jóvenes, que parecía haber salido de una revista musical de los años ochenta, con la cabeza afeitada y la misma barba descuidada de tres días, pasó por mi lado enarbolando una pancarta que incentivaba la legalización de los matrimonios homosexuales. Unos pasos por delante, unos jóvenes, casi adolescentes, recogían firmas para promover la supresión de la prueba de la selectividad. «Vaya, hombre, a ver si esta vez va en serio. ¿Cuántos años llevamos ya oyendo la misma propuesta?», pensé.

    Como debido al bullicio resultaba difícil hablar, en los momentos en los que nos deteníamos ante un semáforo, llevaba la conversación hacia temas anodinos: mis planes de futuro, por ejemplo, cuando consiguiera un trabajo estable que me permitiera vivir con solvencia o consiguiera entrar por fin como restauradora de un museo de Londres —porque Londres sí que era una ciudad donde vivir—. ¿Y ella, tenía algún nuevo libro entre manos? Hacía varios años que dejó su puesto de redactora en La Vanguardia para dedicarse exclusivamente a escribir y lo cierto es que nunca la había visto tan feliz.

    Al pasar ante la terraza del Café Zúrich, abarrotado hasta la bandera, reparamos en que una pareja de turistas, que ocupaba una mesa cercana, se disponía a marcharse.

    —Vamos. —Se abalanzó mi madre sin darles apenas tiempo a recoger el cambio—. Ya verás qué bien preparan aquí los gin-tonics.

    Nos lanzamos a la mesa con el mismo entusiasmo que unas adolescentes ante su primer cigarrillo. Sin dejar de abanicarse con el folleto, mi madre se reclinó en el respaldo de la silla y comenzó a escudriñarme con esa forma suya, casi amenazante, que lapidaba cualquier conato de indulgencia. Suyo era el dicho «nacemos como somos y morimos siendo igual».

    El camarero me sorprendió reflexionando sobre la enconada falta de fe que había convertido a mi madre en la mujer dogmática e intransigente que tenía frente a mí. Pedimos, cómo no, dos gin-tonics de pepino mientras escogía las palabras con las que retomar la conversación que habíamos dejado pendiente.

    —Mamá, ¿no te has arrepentido nunca de haberle dejado de hablar a la abuela?

    —Ni un solo día —me espetó sin vacilar—. Y no me vengas con absurdos argumentos sobre la fuerza de la sangre. Ya sé que ella me tuvo, sí, como todas las madres tienen a sus hijos, pero con el tiempo he aprendido que todas las madres no son iguales. —Extrajo un cigarro de su pitillera y lo encendió dándole una profunda calada—. Y que conste que no he influido jamás en vuestra relación. No podrás recriminarme que te haya malmetido alguna vez en su contra. —Se incorporó para mirarme—. Es más, sabes que he tenido que sufrir desde siempre vuestra buena, ¿qué digo buena?, vuestra envidiable relación. ¿Es o no es?

    —La quise mucho, pero a ti también te quiero.

    —No lo dudo, pero ¿crees realmente que todavía me puedes sorprender con algo sobre tu abuela? ¿O es que hacer que me sienta culpable es lo mejor que puedes ofrecerme un día como hoy?

    —Te quería, mamá. —Me acerqué para escrutar cada poro de sus facciones, unas facciones que se me antojaron inundadas de una frialdad sin límites—. Y créeme si te digo que jamás quiso que sufrieras por su culpa.

    —Ya. Qué buen equipo formabais las dos y qué bien le has venido siempre para salir adelante. Eso también ha sido un precio que he tenido que pagar.

    —¿Y crees que ella no sufrió? Te recuerdo que tú eres su única hija.

    —Deja de tocarme las narices. —Aplastó con furia el cigarrillo en el cenicero—. Veo que te has empeñado en joderme el día. Con ella nunca fuiste tan dura. ¿A que para ella nunca tuviste un reproche? Porque te recuerdo que tú también eras su nieta; a ti también te traicionó. No, claro que no; a ella siempre se lo consentiste todo, ¿no es cierto?

    Estuve a punto de preguntarle si alguna vez se detuvo a meditar en el dolor que me causó el secreto de la abuela, pero no lo hice, abatida por su actitud desafiante; como si los años no hubieran conseguido cicatrizar la magnitud de las heridas que nos hicimos. Lo cierto es que, después de aquella tarde de agosto, nunca más volvimos a mencionar el tema.

    Encajé la confesión de la abuela como un duro ataque hacia mi madre, y conociéndola, no me extrañó lo más mínimo su reacción. Respeté su decisión: si para ella su padre seguía siendo su padre, para mí el abuelo seguía siendo mi abuelo. Aprendí desde pequeña, primero en los cuentos y después en los libros de aventuras que devoraba, que todo el mundo atesora inconfesables secretos con los que aprende a convivir; la mayoría de las veces, sin remordimientos. Yo misma los tenía y algunos llevaban conmigo tanto tiempo que casi me costaba recordarlos. La abuela también los tuvo. Tal vez sea yo la que no ha sabido analizar con la suficiente objetividad y desprendimiento el dolor que causó en mi madre el secreto de la abuela. Quizás debería haber respetado también su dolor; ese dolor que destilan sus pupilas y que lejos de afligirme, me conmina a juzgarla con esta falta de conmiseración.

    La abuela, en cambio, sí respetó la firme decisión de mi madre y, por encima de todo, respetó su dolor —la única y verdadera razón por la que no quiso verla durante su enfermedad—. Porque ella nunca entendió las insólitas razones que empuja a la gente a arreglar sus vidas en el lecho de muerte. «Demasiadas películas, chiquilla. La culpa la tienen las películas. ¿Cómo pretenden solucionar en un ratillo lo que no han conseguido en toa una vida?».

    Cuántas tardes de invierno nos arremolinábamos con una manta y un cuenco de palomitas en el sofá para ver su película favorita: El príncipe de las mareas. Cuando Nick Nolte, nostálgico, rememora su aventura amorosa en Nueva York y teoriza sobre la posibilidad de que todos dispusiésemos de dos vidas, porque una sola no es suficiente para reconciliarse con el mundo. Entonces la abuela me apretaba con fuerza la mano y dejaba caer unas lágrimas que a mí me parecían tan amargas como necesarias. Fue eso lo que ella pidió siempre: otra vida para poder enmendar sabiamente los errores que cometió en la primera; otra vida para poder ser más y mejor.

    —¿Sabes algo de Noemí? —me preguntó mientras contemplábamos a un fornido Obélix zarandear a una niña de unos tres años que caminaba del brazo de su madre.

    —Sigue en Tenerife. Es más guanche que el mijo. —Extraje un Winston de su pitillera y lo encendí con el Zippo dorado que había dejado sobre la mesa.

    —Qué rápido pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando me la presentaste y te atacaron todos esos problemas existenciales.

    2

    La primera vez que vi a Noemí fue en la sala de restauración de un museo. Mi padre, director del proyecto, me comunicó esa mañana la asistencia de la hija de un buen amigo, cuya tesis de fin de carrera le exigía presenciar el proceso de restauración de una obra de arte. Para mí era la primera vez que colaboraba bajo las órdenes de mi padre, pues si bien lo había hecho en innumerables ocasiones como espectadora, esta vez, ya como licenciada, participaría en el proceso y, además, cobraría por ello.

    No puedo describir el impacto que experimento cada vez que estoy ante una obra de arte. En mi caso, siempre he vivido rodeada de ellas y todas me parecen bellísimas bajo la pátina de nostalgia que les confiere el paso del tiempo.

    Mi padre siempre recuerda las visitas que solíamos hacer al abuelo en la tienda de antigüedades que tenía cerca de la catedral. Explica que cada vez que iba allí lo hacía como si me adentrase en un parque de atracciones, en una gruta maravillosa de la que no veía la hora de salir. Mientras ellos hablaban de sus cosas, yo fisgaba por las salas y me interesaba por cada uno de los objetos raros que encontraba: enfriadores de plata ingleses de patas retorcidas, vasijas de loza francesas de colores indescifrables, lámparas de bronce con forma de dragón, teteras, abanicos… Y cuenta que jamás me iba sin detenerme frente a la pareja de muñecas de porcelana que mi abuelo exhibía sobre el aparador que daba a las Ramblas. No las tocaba, me gustaba observarlas muy fijamente; aquellas muñecas de porcelana blanca, fabricadas de piezas separadas a las que unas gomas elásticas le otorgaban movimiento, me parecían fascinantes en su inmovilidad. Presentía que solo era cuestión de tiempo que cobrasen vida y se pusieran a charlar conmigo de sus cosas.

    Ya desde pequeña el olor a polvo de las antigüedades, la extravagancia de los muebles, muchos de ellos destartalados, y la geografía de los cuadros fueron objeto de mi atención y, sobre todo, de mi apasionamiento. Fue mi padre quien logró transmitirme esa pasión, influido también por el ambiente en el que se crio desde niño. Estudió en Madrid y fue allí donde inició su andadura profesional como galerista de arte.

    Durante los años sesenta, considerados muy duros para la cultura, solo había en esa ciudad dos galerías de arte intentando abrirse paso en un contexto difícil. Fueron los años en los que una serie de artistas, alarmados ante la falta de coleccionistas, de crítica constructiva y de salas de exposiciones que orientasen al público, firmaron un manifiesto con el fin de vigorizar el arte contemporáneo español. Mi padre fue uno de esos valientes e idealistas que decidió ampliar el mercado del arte contemporáneo español de los sesenta, abriendo su propio negocio.

    La galería, situada en el paseo de la Habana, fue un modelo de calidad y criterio desde su origen. Como había trabajado anteriormente en una de las dos galerías punteras de la ciudad, cuando abrió sus puertas, supo bien lo que quería hacer. Representó a artistas vivos del realismo español y algunos pintores de la escuela de París. Pero seguían haciendo falta más valientes como él. Cuando años más tarde fueron las mujeres las que se adentraron en el campo del arte y el negocio comenzó a tomar impulso, decidió cerrar la suya para instalarse en Barcelona y volver a empezar de cero. Detrás de aquella decisión se hallaba mi madre, a la que había conocido dos años antes en una exposición fotográfica. Desde entonces, compaginaba la dirección de la nueva galería con ciclos formativos sobre pintura contemporánea, su especialidad, y la dirección de proyectos de restauración de obras en diversos museos de la ciudad.

    Dedicamos toda la mañana a evaluar los daños del óleo: un busto mariano, procedente de un monasterio catalán, al que el paso del tiempo y un incendio le habían arrebatado parte de su policromía. De un primer vistazo se advertían unas ligeras microfisuras en el rostro de la Virgen, como unas líneas oscuras que se apreciaban a simple vista sin necesidad de la lupa. Las líneas intersecaban entre sí, produciendo un craquelado, según mi padre, por la incorrecta aplicación de una capa de pintura de secado rápido sobre otra ya existente. Era normal en un cuadro antiguo y no había razón para alarmarse.

    Mediante una lupa observamos detenidamente el rasgado de la parte superior del cuadro, originado, probablemente, por una exposición demasiado intensa a la luz o una brusca variación de temperatura. El marco tampoco escapó a nuestro análisis: por todo el contorno y en la madera del bastidor se apreciaba el deterioro causado por los insectos y los hongos. Acordamos tratarlo con laporita, un gel especial que, además de fortalecer la madera, evitaría inducir a un error sobre el color original. Uno de los dos ayudantes del equipo anotaba todas las impresiones que mi padre arrojaba a la luz.

    Nos llevó toda la mañana evaluar las causas del deterioro, estudiar los materiales, observar las necesidades del cuadro y concretar el tiempo de trabajo: tres o cuatro jornadas. Noemí estaba entusiasmada, tomando notas de todo, y solo cuando dimos por concluida la jornada, la vi relajarse y darnos muestras de su gratitud. Tenía acento canario, de Tenerife, dijo, y se hallaba cursando el último curso de Bellas Artes en la Universidad de La Laguna.

    Los días siguientes la vimos aparecer por la sala con la misma puntualidad del primer día. Mi padre, al que tampoco le pasó inadvertido su entrega, se saltó el protocolo y le permitió colaborar en la aplicación del barniz final. Un par de días de secado y el óleo ya estaría en condiciones de ser colgado en la sacristía del convento del Empordà.

    —Ha sido apasionante —exclamaba—. Uno se siente como el médico que le acaba de salvar la vida a un paciente. Bueno… yo más bien como una de las enfermeras que ha asistido a la intervención.

    El último día, Noemí me invitó a comer; también a mi padre, que lamentó no poder acompañarnos por motivos de trabajo. Durante la comida hablamos de todo: de aquellas asignaturas que eran un coñazo y de nada servían en el mundo del arte; de lo difícil que estaba el mercado de trabajo; de lo maravillosa que era Madrid, una ciudad tremendamente cultural en todos los sentidos; de la bonanza económica, la libertad y la apertura mental que supuso la movida para esa ciudad, provocando un auténtico bombazo en el mundo del arte; de la crisis que, iniciados los noventa, se había instalado en todos los segmentos del mercado y que ya estaba obligando a cerrar a muchos especuladores y galeristas sin proyecto, solo interesados en vender.

    La veía profundamente enamorada de su vocación y tremendamente agradecida con la oportunidad que le habíamos dado.

    —Ha sido increíble, Andrea. No me importaría pasarme la vida en una sala como esa restaurando todos los cuadros que me trajeran. ¿Te das cuenta de la suerte que tienes de poder vivir algo así con un maestro como tu padre?

    —Sí, reconozco que soy muy afortunada. No todo el mundo tiene un padre que, en lugar de leerte cuentos antes de ir a dormir, le da por mostrarte todas las láminas del expresionismo abstracto.

    —Yo, en cambio, no he tenido esa suerte. Mi madre todo lo que entiende de arte está en las páginas del Marie Claire y mi padre, aunque estudió con el tuyo, nunca llegó a ejercer la profesión. Regresó a Tenerife y allí lo enredaron mis tíos para cultivar aguacates. Actualmente, tenemos la mayor extensión de cultivo de aguacates de la isla.

    —Bueno, al menos no se lanzó a plantar más plátanos —bromeé—. Imagino que tenéis un clima que plantéis lo que plantéis…

    —Cierto. ¿Nunca has estado en Tenerife? —Le contesté que no—. Muy mal. No sabes lo que te pierdes. Vivimos en Puerto de la Cruz, una ciudad preciosa, mejorando lo presente, porque Barcelona es una pasada.

    —Pues sí. Los juegos olímpicos han contribuido mucho. ¿Es la primera vez que vienes?

    —La tercera. Mi hermano vive aquí desde hace dos años. Llegó para las olimpiadas con una oferta de trabajo en el hotel Presidente y aquí sigue. Está esperando a que inauguren ese parque de atracciones en Tarragona para ver si lo llaman. Su novia es de Tarragona, y ya sabes; podrían verse más a menudo.

    —Entiendo. Por lo que veo, tu familia se ha diversificado en el plano laboral. Nosotros no somos tan originales.

    —¿Tu madre también se dedica al arte?

    —Uy, no. Es periodista, aunque ahora ha dejado el periódico donde trabajaba para dedicarse a escribir.

    —¿En serio? ¿Y qué es lo que escribe?

    —Novelas, románticas la mayoría.

    —¿Y ha publicado?

    —Tiene varias en el mercado.

    —¿Cómo se llama?

    —Ana Blanco. ¿La conoces?

    —¿Ana Blanco? ¿Tu madre es Ana Blanco? Ostras, me he leído dos veces La habitación del silencio. Me encantó la protagonista, ¿cómo se llamaba? Alejandra… No, Adriana. Qué fuerte, con qué dolor se enfrentó a la muerte de su bebé. Mira —me mostró el brazo derecho—, solo de pensarlo se me ponen los vellos de punta. No me lo puedo creer. Tu madre es Ana Blanco.

    —Bueno, para mí es solo mi madre.

    —Me la tienes que presentar. Se me ocurre que tienen que venir a Tenerife. Están los tres invitados. Y si ellos no quieren venir, agarras un avión y te vienes tú, ¿qué me dices?

    —Te lo agradezco mucho, pero ellos están separados y, aunque de momento lo están sobrellevando con bastante entereza, no creo que sea una buena idea.

    3

    Hacía cinco años que mis padres se habían separado y, aunque no lo viví de forma traumática, la amenaza de un cambio en mi modo de vida me generó tal inseguridad que me sumió durante más de un año en una espiral de fobias donde cada noche veía derrumbarse el tímido horizonte que hasta entonces había conseguido trazar.

    No en vano cuando era pequeña y mi padre se ausentaba por motivos de trabajo, nada más comunicármelo, me invadía una sensación de asfixia que me dejaba paralizada. No era tanto la añoranza de la ausencia como el desasosiego que se apoderaba de mí, alertándome a gritos de que esa noche no sería igual a todas las demás; de que a partir de ese día las cosas podrían cambiar en una dirección desconocida.

    Nunca pensé que mis padres tuvieran motivos de desacuerdo, pues apenas se veían, y cuando lo hacían, apenas se hablaban. Por tal razón, ambos se tomaron la molestia de aclararme una tarde de domingo que, indudablemente, se seguían queriendo, pero que las cosas ya no eran como al principio. Llegados a ese punto, decidí irme a vivir con la abuela; la sombra de la incertidumbre no conseguiría atraparme porque no me hallaría en mi guarida. Mi madre se opuso al principio, pero como vivía una época de trabajo desbordante, con nuevas perspectivas laborales y el trasiego de una separación, acabó cediendo sin mucha convicción. Debió de pensar que como apenas pasaba tiempo en casa, siempre sería mejor que estuviera bajo la tutela de una madre de la que no quería saber nada a que fuera despendolada por las calles sin el control que suplicaban mis recién estrenados veinte años.

    Al cabo de un año volví a ver a Noemí, esta vez en la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid. La presentación de un proyecto para dinamizar el mercado del arte contó con mi padre como uno de los conferenciantes de las mesas redondas que formaban parte del conjunto de los actos culturales paralelos a la muestra.

    Se alegró mucho de verme y no escatimó en muestras de afecto hacia mí y, en especial, hacia mi padre cuando logró reunirse con nosotras al término la jornada. La encontré más delgada que la vez anterior, pero en su acento provocador se vislumbraban las mismas ansias de comerse el mundo a dentelladas. Había conseguido trabajo en la isla; no el tipo de trabajo con el que una sueña tras acabar sus estudios, pero no estaba mal. Realizaba visitas guiadas en el Museo Municipal de Santa Cruz y aunque ya estaba cansada de ver cada día los mismos cuadros, y a veces las mismas caras, no se resignaba a la idea de formar parte algún día del Departamento de Restauración; eso o marcharse a los Estados Unidos para trabajar en una de las múltiples galerías que se abren allí cada

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