El tesoro de la esquela
Por Mila M. Navarro
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La llegada del maestro a La Casa del Ratón coincidirá con el despertar de nuevas vivencias y de pequeñas revoluciones, que conllevarán grandes cambios en la lucha de todos los vecinos y vecinas por la igualdad y la justicia. La historia transcurre en una aldea cualquiera de España y en un tiempo no tan lejano, pero que pronto caerá en el olvido.
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El tesoro de la esquela - Mila M. Navarro
EL TESORO DE
LA ESQUELA
MILA M. NAVARRO
EL TESORO DE
LA ESQUELA
MILA M. NAVARRO
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El tesoro de la esquela
© Del texto: Mila M. Navarro
© De la corrección: Álvaro Martín Valcárcel
© De esta edición: Editorial Sargantana, 2022
Email: info@editorialsargantana.com
www.editorialsargantana.com
Primera edición: Octubre, 2022
ISBN: 978-84-10046-14-6
A todas aquellas grandes mujeres que, al fresco de la noche, compartían generosamente sus historias bajo las estrellas. A las que ya no están y a las que sí, con las que sigue siendo una auténtica delicia compartir esas veladas. Recojo el testigo de ellas —mi madre, mis tías, mis abuelas, mis vecinas— en esta novela para que no caigan en el olvido. Y, por supuesto, se la dedico a Ariadna y a toda mi familia. No me dejo a nadie: a las y los Martínez, Navarro, Sánchez… Y, en general, a todas las personas con las que he compartido en La Casa del Ratón momentos entrañables.
Capítulo 1
Partida
La Casa del Ratón, enero de 1965.
Subo la cuesta que lleva al amasador, el olor a pan me sugiere el camino. Sigo los pasos de la línea invisible que dibuja en el aire, me gusta jugar a seguir su rastro, me dejo llevar por la senda inexistente con los ojos cerrados. Estoy yo sola. Me envuelve el abismo negro y vacío que es el mundo entero. Esquivo las piedras, intento no caer porque el camino es estrecho y parte en dos el desfiladero. Voy despacio: pie izquierdo, derecho, de nuevo el izquierdo…
Rompe mis pensamientos mi nombre: Elisa. Salgo de mí y vuelvo a ser yo. Mi madre me llama. Entre las brasas puedo ver las formas circulares, de corazón y media luna de los mantecados, rollos y demás dulces. Mi madre y las vecinas ya han amasado y cocido el pan. Me gusta estar allí, rodeada de todas ellas, escuchando sus historias. Aún no han reparado en mí, consigo pasar desapercibida y me entero de que Roberta estuvo en la cárcel. Y todas ríen, aunque no entiendo el porqué. A mí me parece algo horrible, aunque solo fueran unas horas. Me pregunto qué haría ella para estar presa, pero enseguida se disipa mi duda. Me sorprende ver a Juliana convertida en uno de los miembros de la Guardia de Asalto. Su voz se vuelve ronca y grita:
—Señora, ¿dónde está su marido? No creo que no sepa dónde se esconde. Diga, ¿dónde se oculta? Usted miente y él no debe de andar muy lejos. Salta a la vista, de lo contrario, ¿cómo podría estar embarazada?
Todas sueltan una carcajada unísona. Y Roberta, que ha aumentado el tamaño de su vientre camuflando bajo su falda la almohada de la silla, erguida y enérgica, contesta:
—Como usted puede comprobar, aquí no faltan hombres…
Las tres no pueden parar de reír, mi madre incluso llora. Poco a poco esas lágrimas se van tornando amargura. Me han descubierto. Me hacen volver a la realidad. Hay que preparar la mesa, esta noche cenamos todos en mi casa. Mañana mi hermano y yo partimos de viaje.
Mi padre atiza una y otra vez el fuego del hogar, como si nunca fuera suficiente, como si no pudiera hacer otra cosa, como si no quisiera pensar en nada más. La casa está de sobra caldeada, pero parece no darse cuenta. Prefiero no decirle nada, sé que está preocupado. Me mira y me sonríe, pero yo me centro en mi cometido y pongo sobre la mesa el mantel y el pan.
Serafín acaba de entrar por la puerta, ha olvidado el vino y me envía a su casa a recogerlo. Sabe que conozco perfectamente su paradero. Apenas un grueso tabique separa nuestras casas. Siento que la suya es también la mía, que siempre ha sido así. Desde niña me gustaba jugar allí, subir esa escalera alargada y empinada con peldaños acabados en madera que conducen a la doble estancia en que se divide la planta superior. Una de ellas, la más amplia, hace las veces de almacén de trigo, centeno y cebada. La otra es un perfecto escondite en el que pasar las horas jugando a contar, mover y organizar todo aquello que guardan los enormes, altos e inacabables estantes provistos de todo tipo de artículos: tabaco, lápices, comida… Y una pequeña barra donde Serafín atiende a los vecinos y envuelve las comandas en ese rugoso papel marrón oscuro. La tienda huele a vida, incluso de noche.
Busco el vino y junto a él encuentro que alguien ha dejado un pequeño paquete con mi nombre y mis dulces preferidos. Los pequeños, deliciosos y suaves caramelos de Tellín. Mi sonrisa cómplice es el reflejo de la complicidad de Serafín. Los escondo en mi bolsillo cuidadosamente. Alguien sube por las escaleras. Es Juan, Juanico, como todos lo llamamos, el hijo pequeño de Serafín. Solo es mayor que yo un año y ocho meses, pero en ocasiones me recuerda a los adultos. Se preocupa por mí, mucho, y me ha construido un columpio. Él solo, con dos cuerdas y un tablón de madera. Lo que más me gusta es dónde lo ha construido: en el sombraje que hay frente a la puerta de mi casa y mirando hacia el infinito, hacia la gran extensión de montaña y pinos que nos rodea. Cuando me impulso fuerte, mis piernas sobresalen por encima del campo, y desde la altitud, observo a los caminantes que circulan por el sendero de piedras que queda a los pies de nuestro caserío. Entonces, y por unos instantes, siento que vuelo libre por encima del trigo y del mundo mientras la tierra se hace pequeña. Me impulso fuerte, con tanto ímpetu que creo que voy a caer. Pero esa es la sensación que más me gusta. Pierdo la noción de mi cuerpo, que flota en el aire, y por momentos suelto los brazos, los abro y abrazo todo cuanto me rodea. Imagino que el balanceo del columpio es el movimiento incompleto de la Tierra hacia el Sol.
Juanico me vuelve a llamar. Nos están esperando en la mesa. Volvemos a mi casa, donde ya están todos sentados. Serafín me dirige una mirada silenciosa, no le hace falta hablar para expresar lo que siente. Sé que siempre he sido su preferida, su niña incluso sin serlo. Roberta y él tienen dos hijos, y pese a que deseaban con toda su alma tener una niña, esta nunca llegó. Francisco, Cisco, es su hijo mayor, él también parte de viaje mañana. Vuelve a Barcelona porque dice que aquí no hay trabajo para él. Conoce la ciudad, donde ya vivió unos meses hace un par de años. Siempre cuenta que dormía en pensiones, que trabajaba de peón, pero con un salario tan escaso que no le daba ni para vivir. Ahora confía en que todo será diferente, un amigo le ha buscado ocupación en una fábrica. Aunque no lo dice, yo creo que no volverá, que se quedará allí. Lo mismo debe de pensar su madre, porque los últimos días parece estar un poco más nerviosa de lo habitual.
Los mayores han empezado a cenar, pero eso no es problema para Juanico, que enseguida los alcanza. Todos se disputan las patatas, el pan recién hecho y las dos liebres que esta mañana cazó mi hermano. Es bien conocido y alabado su acierto en el tiro entre los vecinos, y también su destreza para trabajar la tierra, y aunque a veces puede parecer tímido y rudo en el trato, en su corazón cabría todo el monte que nos rodea.
Mi madre insiste en que coma algo, pero reconozco que no puedo, las liebres ya cocinadas me miran y me acusan, como si yo tuviera la culpa de su trágico final. Ahora son solo cadáveres en la mesa que procuro no mirar. Definitivamente no tengo hambre, me gusta más observarlos a todos, escucharlos cuando hablan del día a día de la cosecha y de las últimas noticias de los caseríos vecinos.
Roberta cuenta que en unas semanas vendrá un nuevo maestro. El corazón de repente me palpita muy rápido. ¡Quiero estar aquí cuando venga, quiero que me dé clases, quiero, quiero, quiero…! Mi madre me mira, ya sabe lo que estoy pensando, y se anticipa a mis palabras:
—Por supuesto que estarás aquí e irás —me calma.
Recuerdo perfectamente la última vez que vino a visitarnos mi tío Miguel, hermano de mi madre. Nos juntamos la mayoría de los niños de las aldeas cercanas en esta misma mesa en la que ahora cenamos. Estábamos todos expectantes mientras nos explicaba nuevas y más complejas operaciones de matemáticas. Entre sumas, restas y multiplicaciones casi imposibles, Mati suspiraba sin contener su resoplido; César no aguantaba más de quince minutos sentado sin desesperar, y Almudena no paraba de rizar aún más sus rizados rizos mientras intentaba solucionar el gran misterio que ocultaban esos números. El mejor de todos, también el