ace un par de veranos alquilamos una casa en Somo (Cantabria) durante los primeros 21 días de agosto. Dejamos los últimos diez días del mes para improvisar un viaje familiar, a Francia, a Portugal o quizás sencillamente a Burgos, que a pesar de familiar fueron mis hijas, que dijeron que los viajes para ver museos, catedrales y castillos no son para el verano y que preferían comer sobaos e ir a los coches de choque de la feria de Castañedo a visitar cualquier viñedo de Burdeos. Después mi mujer, que supo medir bien el ánimo saboteador de mis hijas, profetizó que la cosa iba a acabar en broncas permanentes, y que además iba a ser una ruina, porque cuando los viajes fracasan uno no hace más que tratar de arreglarlos a golpe de tarjeta de crédito en los restaurantes. Se borró del plan y proclamó que su auténtica e inconfesable fantasía era tener nuestra casa de Madrid sólo para ella, sabiendo que no hay nadie alrededor para arrastrarla a hacer ningún plan y que no se va a encontrar con ninguno de nosotros durante días, que podrá pasearse desnuda, dormir en un sofá toda la noche, verse siete musicales seguidos y desayunar patatas fritas y cerveza a cualquier hora del día o de la noche. Mis hijas pronto se contagiaron del espíritu insurreccional de su madre, y cada una se buscó un plan lejos de su familia, manipulando emocionalmente a padres de amigas que las compadecían por el abandono de su madre. Pronto encontraron una cama supletoria en otras casas. Yo de repente me encontré solo, es decir, libre, y acepté sin culpa una invitación a Ibiza donde fui náufrago de una sucesión de sofás ajenos. Al cabo de esos diez días, finiquitado agosto, todos nos volvimos a reencontrar, ávidos de escuchar las aventuras de cada uno. Jamás una familia se ha querido tanto un 1 de septiembre.
Cada uno por su lado
Jul 20, 2023
2 minutos
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