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Viaje tiempo atrás: De regreso a casa
Viaje tiempo atrás: De regreso a casa
Viaje tiempo atrás: De regreso a casa
Libro electrónico272 páginas4 horas

Viaje tiempo atrás: De regreso a casa

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Información de este libro electrónico

Viaje tiempo atrás, de regreso a casa, habla de un joven que emigra a los Estados Unidos, con las emociones que se puede tener a su edad: juntar dinero —y en pocos meses—, regresar a casa montado en la camioneta de sus sueños, y ayudar a sus padres. El destino le tenía preparado algo más que lo planeado; pasaron meses, años lejos de casa, enfrentándose a un sinfín de pruebas, que hacen que un día no pueda más, y quiera regresar a casa, con tan solo un poco de dinero en el bolsillo, y sin su camioneta Pick Up del año color roja, pero sobre todo, sin imaginar que a su regreso, le esperaba la lección más grande de su vida. Acompáñalo en este viaje tiempo atrás, de regreso a casa, a vencer los fantasmas del hubiera.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 feb 2023
ISBN9781662494314
Viaje tiempo atrás: De regreso a casa

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    Viaje tiempo atrás - Morian Ismael

    cover.jpg

    Viaje tiempo atras

    De regreso a casa

    Morian Ismael Gutierrez Diaz

    Derechos de autor © 2023 Morian Ismael Gutiérrez Díaz

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING

    Conneaut Lake, PA

    Primera publicación original de Page Publishing 2023

    ISBN 978-1-66249-428-4 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-66249-431-4 (Versión electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Table of Contents

    Introducción

    Chapalita la bella

    Unos cuantos recuerditos

    Más recuerdos

    Definiéndome

    Visible

    Saliendo del nido

    Dejando todo atrás

    El muro del no retorno

    El norte

    Tiempos mejores

    Mi por siempre

    La nostalgia

    La última noche

    Volver a oler a mi gente

    El reencuentro

    Readaptación

    Y si hubiera...

    Retomando mi camino

    Agradecimientos

    Con todo mi amor para mi más grande tesoro:

    ¡Mis padres Any y Fernando!

    Por ti Said, Alejandra, Mauricio, Héctor y Adriana.

    A mis sobrinos Adrián, Joshema, Areli, Yare, Vicky, Giselle, Sofía, Lio, Mía, Mateo, Alexa, Erandi y mi Sam.

    A mis hermanos, cuñadas y cuñados.

    Hay días que me carcome la idea de retroceder en el tiempo —hoy es uno de esos días—; regresar justo a ese momento, y volver a decidir. Daría cualquier cosa por haber dicho que no...

    Introducción

    La idea de escribir este libro, surge de una plática por teléfono que tuve con mamá, luego que regresé a San Francisco, California, después de haber estado de regreso con ellos por algunos meses; fueron casi siete años los que pasé lejos de casa. Mamá pidió que le narrara en una carta, cómo había sido mi readaptación, porque aunque regreses a tu ciudad, después de muchos años ausente, llegas a ser un extraño en tu propia tierra. Ella tenía la inquietud de saber cómo ese viaje, había tocado mi vida. El destino solo me tuvo reservado estar casi siete meses con ellos; regresé a la ciudad de San Francisco, quedando todo, como si solo hubiera sido un sueño, pero cambiando mi vida para siempre.

    Comencé con una pequeña carta de dos hojas, tiempo después fui añadiéndole algunas páginas más, hasta convertirlo en el libro que hoy es. Qué curioso resultaba, por cada año ausente, parecía que el destino me había regalado un mes con mi familia. ¡Gracias má, por ser la inspiración, y, gracias pá!, por ver en usted, el amor hacia la lectura.

    ¡Los quiero más que a la sal!

    Una hermosa mañana, he despertado en una hermosa mañana, un día nublado, de esos que me gustan, grises y con probabilidad de lluvia, sino es que lloviendo ya. Me encuentro aún sobre mi cama, entre mis cobijas; he abierto las cortinas, permitiéndome tener ante mis ojos la maravillosa vista de San Francisco, a través de la ventana de mi habitación, observo los edificios, la gente en su andar, los autos, me levanto.

    He despertado con una sensación de angustia, lo he notado al estarme preparando mi café. Hoy, luego de mucho tiempo, he vuelto a soñar a mamá. La vi claramente en mi sueño, percibía su olor, ese olor peculiar que tiene nuestra mamá; sentí su calor, la pude tocar. Me sentí como niño protegido tras sus faldas, tuve la sensación de protección que nos da esa figura materna. Siempre que sueño a mi familia, veo a mis padres jóvenes y fuertes, y a mis hermanos, puedo disfrutarlos de la edad que los dejé, cuando partí de casa, o incluso aún más pequeños.

    Amanecimos en nuestra casita de Convive en una hermosa mañana, ¡sí!, porque también era una hermosa mañana en mi sueño. Aunque no pude ver a ninguno de mis hermanos, tenía la certeza dentro de mi sueño que se encontraban fuera de casa jugando con sus amigos; a Said, mi hermano menor, lo imaginaba corriendo con sus zapatos de futbol color verde, sus famosos chapulines, como le pusimos de cariño a los zapatos que le regaló Héctor, el tercero de mis hermanos, el hermano adolescente, que seguramente estaría en una épica cascarita con los amigos de la colonia, junto a mi otro hermano Mauricio. Alejandra, de mis dos hermanas, la menor, a quien llamaré cariñosamente, a partir de aquí Dulcina, sin duda alguna andaría platicando con todas sus amiguitas, ¡y de pelo corto! —siempre viene a mis sueños de pelo corto—. Mi hermana Adriana, se encontraría en su casa, con mi único sobrino —en ese entonces—; a mi papá, lo sabía trabajando, como lo ha hecho durante toda su vida, me hubiera gustado haberlo disfrutado también, pero hasta en este sueño, ya se encontraba trabajando. Volviendo al sueño.

    No quería perder de vista a mi madre en ningún instante, para donde ella fuera, de lado a lado, mis ojos iban detrás de ella; le preguntaba sobre algún celular usado de alguno de mis hermanos que pudiera usar yo, por lo que ella dio media vuelta, y fue a buscarlos, la sensación que estaba experimentando al tener a mamá a mi lado, era indescriptible, escuchar el tono de su voz, era la más bella melodía que mis oídos habrán de escuchar, me maravillaba poder contemplar su hermoso cabello lacio del color de la noche, que más de una vez lo peiné pidiendo una mamá eterna. Observar su rostro y el movimiento de sus manos, me perdía en el más profundo viaje, recorriendo desde mi infancia, hasta justo ese momento, cuando a su regreso colocaba los celulares que traía, sobre el sofá color azul de la sala. Mientras yo los checaba para ver con cuál iba a quedarme, ella continuó con sus quehaceres; al minuto me decidí por uno en particular, solo habría que activarlo, y eso sería después.

    Caminé hacia la ventana a echar un vistazo, esa misma ventana donde siempre solía asomarme contemplando la nada, haciéndome llevar a donde yo quisiera en ese instante. Esta ocasión sí observaba el paisaje, era un bosque inmenso, lleno de árboles altos aunque, era imaginario puesto que mi casa siendo de un solo piso, yo me veía como en un tercero.

    «¿Y si temblara en este momento?» —tuve ese pensamiento estando cerca de la ventana.

    Esto me dio miedo, caminé hacia donde se encontraba mamá, y ya no quise separarme de ella.

    —¿Quieres salir a caminar un poco, hijo? —preguntó mamá.

    —¡Vamos má!—respondí.

    El tiempo transcurría en mi sueño de una manera que no lo podría explicar, la tarde había llegado, y luego que mamá recogiera su pelo en una cola de caballo, haciéndose su clásico peinado de rayita por un lado —el río, como le llamábamos a su peinado— y, se pusiera su suéter color gris con botones al frente, salimos de casa.

    Ya la escena era en la calle, y como los sueños son tan raros, pasamos de caminar por mi ciudad natal a las calles de San Francisco, California, para ser preciso, era sobre la calle 21, esquina con calle Shotwell, justo donde está un parque deportivo; ahí yo, tan orgulloso con mamá tomada de mi brazo, tal y como solíamos caminar juntos, muchos años atrás. Nos acercábamos a un pequeño tianguis que se encontraba ahí, mamá poco antes de llegar a la esquina, soltó mi brazo y comenzó a caminar por separado, apresuró el paso dejándome en un instante atrás; seguramente vio a una de sus amigas e iría a platicar sobre su pasatiempo favorito: el tejido.

    Muchas ocasiones no había para comer, recuerdo a mamá salir de casa a vender sus tejidos —algunos eran comprados por la señora Ortíz—; luego de largas horas, regresaba siempre gustosa con comida para todos en casa. Aunque a veces no los lograba vender, y teníamos que conformarnos comiendo bolillos partidos a la mitad, medio tostados sobre una cazuela al fuego, y untándole la mantequilla que nos daban en la despensa, las monjas Dominicas de la escuela a la que asistíamos; eso nos mató tantas veces el hambre.

    Mi mamá había avanzado una considerada distancia, entre la multitud, cada vez se me hacía más difícil no perderla de vista; sin querer me distraje y, cuando reaccioné ya no la veía, la comencé a buscar con la mirada entre toda la gente, no lograba distinguirla; caía en desesperación, buscaba señoras con suéteres grises, de cabellos lacios del color de la noche —y nada—, ninguna era mi mamá; finalmente la perdí, y desperté.

    Viaje tiempo atrás. Un viaje necesario realizar para escapar y tomar un respiro de la vida que llevas. Vencido ya, por los fantasmas del hubiera; tratando de rescatar la persona que solías ser, y que por alguna razón, la dejaste olvidada en alguna parte del camino.

    «¡No! ¡No puedo creerlo! Estoy frente a mi casa después de tantos años. ¡Es increíble! Me siento como en un sueño, la veo y no lo creo». Fue mi primer pensamiento al estar ahí, frente a mi vieja casa. Esa última casa en tu país en la que viviste antes de partir a ese viaje, del cual algunos tenemos la dicha de regresar, pero que para otros se convierte en un viaje sin retorno; en mi caso, pude volver, y me encuentro aquí, justo en frente del lugar donde comenzó todo, el día que mi vida se partió en dos, al salir aquella mañana de abril, de mi casita de Convive.

    Pasaba ya de la medianoche, un panorama desolador para donde yo volteara. Pudiéndose escuchar el canto de algún grillo perdido, seguido del ladrido de los varios perros con insomnio. Por la hora que era, todo se veía sereno.

    ¿El clima? Después de haber llegado de una ciudad tan fría como lo es San Francisco, California, el clima de mi ciudad me parecía muy agradable. El viento tenía olor a pasado. El alumbrado público de luz amarillenta de la colonia, hacía la escena aun más nostálgica. Yo ahí, frente a mi pequeña casa, a las orillas de la ciudad, de solo un piso y de fachada triste, con sus paredes que si apenas se podía distinguir su color, pues ya su pintura se encontraba deslavada, al frente, seis gradas que te llevaban a un descanso que daba a su puerta de fierro color gris con delgados barrotes en la parte de arriba, siempre con su cortina evitando pudiera verse el interior de la casa a través de sus vidrios; dos diminutas ventanas a los lados, igual con sus cortinas —pero que nunca hacían juego con la de la puerta—, una daba a la sala, y la otra a una habitación. Tenía una puerta trasera que daba al corral y al baño. Esa noche la casa parecía reconocerme, que, si hubiera cobrado vida propia en ese momento, se hubiese soltado en llanto gritando —¡Ayúdame! (lágrimas).

    El paso del tiempo se le podía ver encima. Esta casa -sobre una colina- en la colonia Convive, había sido construida con el esfuerzo tanto de mamá, papá, como el mío; quién haya trabajado construyendo las populares casas de Convive, sabrá de lo que hablo. Fueron seis meses ayudando con la mano de obra, los primeros tres, de sol a sol pepenando piedras y escarbando, para luego comenzar a levantar paredes, viendo nuestro sueño cada vez más cerca. Fue sin duda una época inolvidable, donde pude convivir mucho con mamá, pues ella tomó mi lugar, luego de que yo comenzara a trabajar para la casa de un primo, ahora era ella, la que trabajaba para la nuestra; mi tía Rosy para conseguir la suya se turnaba días con alguno de mis primos —sus hijos— para trabajar. Ahí también trabajó mi padrino Armando por su casa, al igual que Carmen, esposa de Chapala, amigos del coro de la iglesia; y así, por cada casa, un integrante de la familia, eso era como el enganche que se daba, se pagaba con seis meses de trabajo, después vendrían mensualidades pequeñas.

    Mi papá entró casi al final a trabajar, mi mamá había enfermado y no podía continuar. Cualquier trabajo que se realizó para levantar esa colonia, fue muy pesado. Muchas amistades nacieron de ahí. Recuerdo a todos, al final de la jornada, regresando asoleados y mal comidos a casa, montados en el camión que nos acercaba a la ciudad; los primeros en subir eran los afortunados, les tocaba asiento, los demás harían el viaje de pie. Todos con grandes sueños, tan grandes como el cansancio con el que terminábamos nuestro día laboral. Cansados, llenos de tierra y con ampollas en las manos, pero satisfechos de estar construyendo nuestra primera casa propia. Y así, pasaron esos largos meses.

    1

    Chapalita la bella

    Hace mucho tiempo atrás, en una ciudad mágica llamada León, el tiempo parecía transcurrir en su normalidad, no para mis futuros padres; el reloj marcaba las 17:17 horas, un niño de tres kilos y novecientos gramos había nacido —en la parte de maternidad del IMSS T1—; así comenzaba mi historia, podría decir que comenzó cuando me concibieron mis padres meses antes, o más aún, desde que era un angelito durmiendo sobre una nube de algodón, pero, digamos que mi historia comenzó al salir del vientre de mamá, ambos batallando en un parto complicado —mamá había seguido los consejos de cuidado que mi abuelo paterno, le había recomendado—, estaba siendo el primer hijo de seis; llegué para ser el hijo arcoíris, el que nace después de que unos padres pierden un embarazo. Nací fruto del amor de ellos, y ya desde el día cero, fui un hijo muy deseado.

    El día de mi nacimiento ocurrió algo muy extraño, cuenta la historia que apareció a mi costado, entre las sábanas blancas características del hospital, y sin alguna explicación, un colorido morral, ¡sí!, así es, un morral que nadie sabe hasta el día de hoy, cómo pudo aparecer ni el por qué su existencia, fue encontrado entre mis ropas, y tanto mamá como papá, muy sorprendidos, lo tomaron cuidadosamente para observarlo, se preguntaban, ¿quién pudo haberlo puesto ahí?, ¿cómo lo colocaron sin que nadie se diera cuenta?

    —¡Nunca me he separado de mi hijo! —decía mamá.

    Luego de hacerse mil preguntas, optaron por ponerlo nuevamente a mi lado, y lo tomaron, como mi primer presente.

    —¡Está vacío! Se lo llenaremos de juguetes —dijo mi papá orgulloso.

    —¡Será para su ropita! —contestaba mamá—. ¡Mejor aún! Para todo lo que pueda necesitar.

    Y así, luego de salir de la clínica del Seguro Social, llegamos a Chapalita la bella, nombre de aquella pintoresca colonia, con sus casas de aspecto humilde, contrastando con algunas de fachada de gente bien. Ahí habría de pasar toda mi niñez y parte de mi adolescencia, entre viendo las bandas de pandilleros armar sus peleas campales, y teniendo que rodear los perros bravos de algunos vecinos. Viviendo entre la que sería mi primer casa, la casa del lote —como le llamábamos de cariño—, y la casa de mi abuelita Tolín, a solo dos cuadras de distancia en la calle Canadá.

    Se cuenta de que aquel 28 de agosto, estaba siendo una linda tarde en la colonia, que por estar situada en un valle, era bien conocida por sus tremendas inundaciones cada vez que llovía, si la lluvia caía por las tardes, las aprovechábamos todos los niños para salir a meternos al agua que se acumulaba, luego que las alcantarillas de las pocas calles con pavimento se tapaban; en temporada de lluvia, nos íbamos a atrapar tepocates en los charcos que se hacían en las afueras del parque Chapalita. Al anochecer, al que le tocara ir a la tienda a comprar lo de la cena, lo haría con el pantalón arremangado o la falda levantada, caminando con el agua hasta las rodillas.

    Los apagones en la colonia, lejos de parecernos deprimentes, hacía de nuestras reuniones familiares aún más divertidas, mis padres aprovechando la luz de las velas, nos hacían siluetas de animales hechas con sus manos reflejadas en la pared; hubo apagones, que para iluminarnos, utilizamos las veladoras de nuestro bautizo y primeras comuniones.

    De mis primeros años, los recuerdo a través de las decenas de anécdotas contadas por mis padres, mi gusto por la mantequilla de maní y las aceitunas sin hueso. Las primeras historias —yo recién nacido— son de mi mamá arrullándome en sus brazos, que aún estando ella dormida, no me soltaba; se preocupaba si yo estaba respirando bien, o que las corrientes de aire en el cuarto, no me pegaran fuerte, ella se las arreglaba para tener nuestra habitación bien acondicionada, levantando una especie de carpa sobre la cama, hecha con cobijas, que nos protegía del frío, o por si caía algún alacrán del techo de tejas. Y qué decir cuando mamá pedía a papá poner mis mantillas bajo sus ropas en la panza, para que estuvieran calientitas antes de ponérmelas.

    He escuchado una y otra vez los relatos sobre mi infancia, algunas veces contadas por alguna tía; nací con el pelo largo hasta los hombros, pero luego que mi tía Lurdes lavara mi pelo, este comenzó a caerse por mechones, de ahí que mi papá me compusiera la canción "El señor pelón" —así su título—, que ha venido cantándomela toda mi vida. Esos ayeres sin duda debieron ser maravillosos.

    A los meses de nacido, una ocasión en especial que enfermé, mi abuelita Tolín, abuela por parte de mamá, nos había dado alojo en su casa, mientras mi salud mejoraba, esto siempre pasaba cuando alguno de mis hermanos enfermaba, mi mamá corría a casa de la abuela, buscando refugio y apoyo. Se me había dado un medicamento para adulto por error y sufrí una fuerte intoxicación; esta misma abuela fue el ángel en la historia, que al ver la situación no dudó ni un solo momento, me tomó en sus brazos, y salió de casa buscando un taxi que nos llevara hasta el Seguro Social, donde no paró hasta que un doctor pudiera verme. Ironías de la vida, justo en el lugar donde había nacido, me encontraba de regreso al borde de la muerte. Puedo imaginar cómo se habrán sentido mis padres ante esa situación.

    En la sala de espera de aquel hospital, mi padre preparaba a mamá en caso de que yo muriera.

    —¡Chaparrita! ¡Podrás ver a nuestro hijo, en la estrella más brillante en el firmamento! Y él nos estará observando desde ahí.

    Saliendo todo bien, a las semanas de haber pasado el amargo trago de mi intoxicación, nos fuimos una temporada con mi abuela Carmen, mi abuela paterna. No duramos mucho tiempo ahí, nos regresamos a la casa del lote. Vino mi bautizo, teniendo a mi tío Felipe grande y mi tía Lula, como padrinos. Posteriormente, para mi confirmación, fue mi tío Rodolfo, hermano de papá.

    A los meses, vino para papá la oportunidad de irse a trabajar por una temporada a la ciudad de Torreón, al norte del país, aunque esto implicaba separarse de nosotros, pues mamá no veía como opción la idea de irnos a vivir allá —siendo yo muy pequeño—, a una ciudad con clima muy extremista. Ambos habían hecho un trato, donde yo estaría involucrado, yo sin aún poder hablar, si decía papá, antes de que él se fuera, desistiría de ese viaje; mi mamá pasó todo el tiempo repitiéndome esa palabra, y finalmente a pesar de que sí logré decirla frente a papá, no se quedó con nosotros. Pronto pasaron esos meses, y regresó papá; por esos días, hubo una palabra: Sato, que repetía una y otra vez, sin que alguien supiera lo que quería decir —ni yo recuerdo qué era—, señalaba a la distancia pronunciando esa palabra repetidamente.

    Llegó la fiesta de mi primer año, del segundo y del tercero. Me cuentan la anécdota que todo lo que se me daba, me gustaba compartirlo con todos, como aquella caja de galletas que salí a repartirlas a tíos y primos en casa, o aquella bolsa de dulces, con la cual hice lo mismo. Mamá optaría por ponerme mejor un puesto de dulces en casa, mis clientes serían la familia misma. No recuerdo nada sobre el festejo del cuarto año, ni los años venideros. No hasta mi fiesta de trece años; fue el día que la vida me presentó al mismísimo orgullo en persona, que me dejó el vacío de no haber hecho las cosas que quise hacer, de no haber disfrutado de esas personas acompañándome esa tarde, ni de mamá que me organizaba los juegos más divertidos que podía imaginar. Había hecho un berrinche yo, y aunque estaba muy contento horas antes, no quise salir del cuarto a celebrar. Todos divirtiéndose con los juegos de mamá, y yo —por mi orgullo—, observando todo, a través de la puerta del cuarto que había dejado entreabierta.

    ¿No sé cuáles sean tus recuerdos de niño?, ¿qué es lo que viene a tu mente de tu niñez? Te lo digo a ti, que me lees o me escuchas.

    También me presentaron a la iglesia, junto a mi hermana Adriana, ambos vestidos de inditos, siendo

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