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Los guardianes del castillo
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Libro electrónico223 páginas3 horas

Los guardianes del castillo

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Sergio, un niño de once años, se ve compelido a trasladarse junto a su familia a un pueblo en el que están teniendo lugar sucesos inusuales. En este sitio, forjará amistades con nuevos compañeros y juntos se adentrarán en una investigación acerca de los enigmas que envuelven unas llaves enigmáticas, la presencia de un forastero intrigante y un antiguo castillo que resguarda una historia fascinante por desvelar. Acompaña a Sergio y su pandilla en esta emocionante travesía que alterará sus vidas de manera irrevocable.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 nov 2023
ISBN9788410047846
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    Los guardianes del castillo - Paulino García Marín

    CAPÍTULO 1

    SERGIO

    Tenía ganas de volver a ver el cielo estrellado desde aquel mirador de la sierra de Collserola, desde donde se podía contemplar la ciudad en la distancia. Era una parada obligada cuando hacía una ruta en bici con mi padre y mis hermanas. Desde aquel mirador todos los problemas se veían igual de pequeños que aquellas diminutas luces de la ciudad de Barcelona. Así que, siempre que podía aprovechaba el fin de semana para pedir a mi padre explorar nuevas rutas en la sierra de Collserola con nuestras bicis de montaña. Una excusa que servía para huir de la rutina y, por qué no admitirlo, del aburrimiento en casa. Ahora no recordaba la última vez que había podido ir. Quizás solo eran unas semanas, pero en ese momento me parecía una eternidad…

    Me llamo Sergio y tengo 11 años. Me encanta ir en bici y el deporte en general, aunque es verdad que desde el accidente de papá no soy la misma persona. Antes era más alegre y me encantaba ir a la playa a jugar en la arena en verano y recoger conchas u otros objetos extraños, que guardaba como un verdadero tesoro. Pero ahora en el nuevo colegio me siento más triste, como si algo no encajara. Mamá había intentado animarme todo este tiempo, diciendo que todo iría bien y que pronto recuperaría la sonrisa. Sabía que mi adaptación no estaba siendo fácil y que mis intentos por ocultar mi tristeza eran vanos ante la mirada inquisidora de mamá. Sus palabras eran sinceras, aunque no podían eliminar el hecho de que nuestras vidas habían cambiado para siempre y que lo que nos deparaba el destino nos llenaba igualmente de incertidumbre. Y es que no era la primera vez que, a mitad de un curso, nos teníamos que mudar por motivos de trabajo. Esa circunstancia hacía cada vez más difícil establecer fuertes lazos de amistad en el colegio y, en cierto modo, lo agradecía para evitar un sufrimiento estéril si se avecinaban nuevos cambios.

    Al llegar a casa, intentaba matar el tiempo jugando a la consola o viendo mis series preferidas por televisión. Había dejado mi bicicleta aparcada las últimas semanas bajo la escalera de la entrada. Intentaba no mirarla, ya que me recordaba a papá y eso me entristecía. Por suerte, en mi habitación disponía de otro gran tesoro que me ayudaba a recobrar el ánimo: mi colección de cómics. Cada vez que me adentraba en la lectura de alguno de esos libros, podía liberarme de la realidad y enfundarme en la piel de cualquiera de esos superhéroes a los que los problemas parecen no afectarles en absoluto y donde los mamporros y poderes sobrenaturales les permiten encontrar siempre una solución a sus problemas.

    Por su parte, mamá pasaba poco tiempo en casa y con mis hermanas me había distanciado bastante. De este modo, mi habitación era otro de mis refugios cuando quería estar tranquilo y no discutir con nadie. Así, aquel primer día de agosto, me tumbé en la cama de mi habitación empezando a pensar en lo que me depararía el destino a la mañana siguiente.

    Hacía varios meses que estaba anunciado. Vivir en Barcelona y repetir la misma rutina diaria, era algo que tenía fecha de caducidad. En las próximas horas, la mudanza se realizaría sin remedio abandonando todo lo que había conocido hasta la fecha. Por mucho que quisiera hacerme ilusiones de que aquel traslado jamás se realizara, no había vuelta atrás. Debía hacerme a la idea de dejar de nuevo el colegio, abandonar la costumbre de jugar partidos de fútbol en el parque o bañarme en la playa y buscar tesoros escondidos en la arena.

    Estirado en la cama, podía ver a través de la gran ventana de mi habitación cómo un camión de mudanzas se iba llenando de enormes paquetes embalados para el transporte. Unos fuertes empleados se iban pasando, como una cadena de hormigas, los recuerdos acumulados de nuestras vidas en la gran ciudad.

    Mis hermanas no estaban preocupadas como yo. Sofía era la mayor. Tenía 15 años. Era decidida y valiente, además de tener un fuerte carácter que, en ocasiones, nos hacía desesperar. Se esforzaba mucho por conseguir sus propósitos sin pedir ayuda a nadie. Un ejemplo de ello es que, a su edad, había conseguido ser la primera de su promoción en todas las materias. Mamá tenía la esperanza que de mayor alcanzara un gran puesto de trabajo que valorara esas aptitudes. Antes pasaba más tiempo con mi hermana y conmigo, pero ahora casi nunca está en casa. Desde que empezó a salir con sus amigas, llegaba siempre tarde para pasar algún rato con Alba y conmigo y jugar a las adivinanzas o a un juego de mesa, altamente adictivo, con el que podíamos pasar largas horas intentando construir un imperio de hoteles ficticio. En esos juegos nos lo pasábamos en grande, aunque también discutíamos acaloradamente cuando a alguno de nosotros se nos ocurría hacer alguna trampa maliciosa para ganar. No obstante, todo aquello había quedado atrás, ya que ahora mi hermana estaba más preocupada por cómo iba a estar en contacto con sus amigas después del traslado.

    Mi hermana Alba era diferente. Con sus 13 años, era la alegría de la familia. Siempre estaba pendiente de los demás y valoraba de forma positiva y optimista cualquier problema. Me ayudaba con los deberes y pasábamos largos ratos jugando juntos hasta que venía mamá del trabajo. Desde hace meses, era consciente del cambio que se avecinaba en nuestras vidas, pero controlaba su ansiedad con una de sus pasiones: la lectura. Su habitación, llena de libros, cuadernos y lápices rezumaba a su enorme talento. Supongo que lo habría aprendido de mamá, con quien acostumbraba a pasar algunas tardes aprendiendo nuevos estilos literarios en su despacho. Su habitación era su fortaleza, su santuario, al que solo las personas con expresa invitación podían acceder.

    Lo cierto es que no me importaba cuando me cerraba las puertas en mis narices impidiéndome el paso. Si no me dejaba entrar, hacía lo imposible para saber lo que estaba pasando en el interior de su habitación.

    Al mirar mi habitación con las paredes desnudas de todas mis figuritas de superhéroes, de pósters de videojuegos y de mi colección de cómics, empecé a comprender que no había marcha atrás. A mis 11 años, resultaba difícil desprenderme de la habitación que tantos secretos había guardado: noches en vela leyendo cómics bajo las sábanas, llantos en la almohada después de discutir con mis hermanas, rincones secretos donde escondía mis juguetes preferidos, etc. Todos aquellos recuerdos debían quedarse atrás y encarar con valentía el futuro que me esperaba. No quería defraudar a mamá, aunque tenía el corazón en un puño y, por unos instantes, la certeza de ponerme a llorar desconsoladamente.

    Lo cierto es que mudarme de la ciudad a un pequeño pueblo no resultaba de lo más emocionante. ¿Podré seguir viendo mi serie preferida? ¿Habrá buena conexión a Internet para jugar online con mis amigos? Esas eran algunas de las preguntas estúpidas que en ese momento me venían a la mente. Lo más probable era, o al menos eso pensaba yo, que mi vida se iba a convertir en un auténtico aburrimiento. Eso sin contar con la posibilidad de conocer nuevos amigos allí. ¿Cómo serán? ¿Les caeré bien? ¿Cómo se divertirán? Preguntas que me golpeaban la cabeza como un martillo y que acrecentaban cada vez más mi nerviosismo.

    Mamá tenía ganas de mudarse, respirar el aire puro del campo y recuperar las fuerzas perdidas tras la muerte de papá meses atrás. Desde entonces, mamá nos había criado sola y eso, claro está, era incompatible con la enorme inversión de tiempo en su puesto de trabajo como criminóloga de la Ciudad de la Justicia. Papá también era policía y supongo que eso fue lo que les unió. Los dos tenían un gran don para adivinar nuestras intenciones o descubrir si alguno de nosotros trataba de culpar a otra persona por una trastada que hubiésemos hecho. Mamá, por su parte, también destacaba por su capacidad de reinventarse y encarar los nuevos retos con ilusión.

    De este modo, decidió que era buen momento para ir a vivir a una antigua casa en el pueblo de mi abuelo, donde todavía se alzaba una enorme bodega de la que tantas veces presumía. Nosotros no habíamos ido nunca, ya que estaba muy lejos de Barcelona, aunque la verdadera razón era evitar recordar el accidente que se llevó la vida de papá. Nunca lo hablamos abiertamente en casa, pero aquella bodega albergaba más secretos de los que era capaz de entender en ese momento.

    A pesar de ello, mamá siempre nos explicaba historias divertidas sobre la infancia de papá y del abuelo en el pueblo, así que pensé que, tal vez, no era tan mala idea ir a vivir a allí. Nunca conocí a mi abuelo, pero siempre escuché hablar a mis padres muy bien de él y nos explicaban que era una persona muy conocida y querida por todos.

    Ahora se abría una nueva oportunidad de conocer las raíces de nuestra familia y, además, mamá podría seguir trabajando resolviendo casos sin el ajetreo de la gran ciudad.

    Por otro lado, según nos explicó, hacía unas semanas que le habían pedido ayuda en la resolución de un caso que había sucedido en el pueblo y que solo lo podría resolver si se trasladaba allí.

    Lo único que me inquietaba era saber cuál era el motivo de mamá para perder el miedo a ir a vivir a un lugar que le traía tan malos recuerdos. Era un gran paso que demostraba, una vez más, su carácter valiente y su fortaleza mental, imprescindibles para superar cualquier duda o temor.

    En este sentido, proponerle el reto de resolver un caso difícil le motivaba muchísimo y si se ponía nerviosa lo compensaba relajándose pintando cuadros de paisajes o de castillos medievales, antes de encerrarse en su despacho para solucionar los casos que investigaba. Era su manera de relajarse, aclarar las ideas y volver a concentrarse en su objetivo.

    Supongo que lo aprendió de papá, que acostumbraba a plasmar a cualquier hora del día sus bocetos e ideas en una libreta de trabajo. En los últimos meses antes de su accidente, recuerdo que su obsesión era dibujar llaves de tamaños y formas diferentes. Podía estar hablando por teléfono y, al mismo tiempo, garabatear en un papel. No sé por qué, pero siempre acababa dibujando llaves antiguas de tamaños y colores muy diversos.

    Ver la ilusión de mamá por ir a vivir al pueblo hizo que mis miedos pasaran a un segundo plano.

    —Escuchadme bien —dijo mamá mientras cenábamos por última vez en Barcelona—. Ya veréis cómo este cambio nos va a venir bien a todos.

    Los ojos de mamá se iluminaban ilusionados cada vez que hablábamos de la mudanza y del cambio de vida y era difícil expresar nuestros miedos e incertidumbres.

    —Mamá, yo no quiero cambiar de colegio y de amigos. ¡Eres muy egoísta! —gritó Sofía enfurecida y entre un mar de lágrimas.

    —¿Podremos llevarnos la consola? —pregunté inocentemente.

    —¿Cómo puedes pensar en eso cuando estamos a punto de abandonar todo lo que conocemos? —gritó Sofía levantándose de la mesa y corriendo hacia su habitación.

    El silencio inundó el salón interrumpido únicamente por los sollozos de mi hermana. Esa discusión me quitó de golpe el apetito y únicamente alcancé a decir:

    —Siento mucho haberla hecho enfadar —murmuré.

    —No te preocupes. Se le pasará —respondió mamá con una leve sonrisa.

    Mamá siempre veía los problemas como una oportunidad de superarse y hacerse más fuerte ante las adversidades. Pese a que sabía que ese cambio de vida no sería fácil, tenía la esperanza de que todos juntos podríamos adaptarnos a ese cambio y ser felices.

    Después de tranquilizar a mi hermana, mamá la convenció para volver a la mesa, ya que quería explicarnos más detalles de la nueva vida que nos esperaba.

    Mirándonos con una sonrisa permanente en su rostro, nos empezó a explicar que viviríamos en un pequeño pueblo de apenas 100 habitantes donde había vivido el abuelo. Aquella cifra, aunque anecdótica, me sobresaltó, ya que daba a entender que sería el pueblo más pequeño del mundo y que nada tendría que ver con el bullicio de una gran ciudad.

    La elección del pueblo no era casual. Al parecer, un antiguo amigo de papá le había dejado a muy buen precio una casa en el pueblo donde había vivido mi abuelo y que estaba muy cerca de un castillo del siglo XV. Según nos siguió contando mamá, aquel castillo estaba hasta hace pocos meses abandonado y en muy mal estado de conservación. Aun así, es el monumento más emblemático del lugar y por la noche, en ocasiones, encienden unas luces exteriores que lo iluminan. Además, la casa estaba muy cerca de la bodega del abuelo y podríamos ir a verla siempre que quisiéramos.

    —Os va a encantar —dijo mamá.

    —¿Vive alguien en ese castillo? —preguntó Sofía con curiosidad.

    Mi hermana había regresado minutos después de su habitación más calmada. Tenía los ojos humedecidos y ligeramente hinchados, como consecuencia de las lágrimas derramadas.

    —Por lo que sé —prosiguió mamá— ese castillo llevaba mucho tiempo abandonado, pero por suerte un coleccionista inglés se ha hecho cargo de él y lo está reformando. Vuestro padre, me explicó una vez que en su juventud subía a lo alto del castillo con sus amigos y que las vistas son espectaculares.

    —¿Podremos ir a verlo? —pregunté con curiosidad.

    —¡Fantástico!¡Qué pasada! ¡Es el mejor plan desde que me dejaste ir sola a comprar el pan! —dijo Sofía con clara ironía mientras resoplaba con fuerza en señal de desaprobación.

    —¡Ja, ja, ja! No seas exagerada. Seguro que encontrarás muchas diversiones en el pueblo que te harán cambiar de opinión —dijo Alba sin poder contener sus carcajadas.

    —Lo cierto es que es posible que debamos pedir permiso, ya que al estar restaurándose no será libre el acceso a su interior. Pero no os preocupéis. ¡Lo intentaremos! —dijo mamá guiñándonos un ojo en señal de complicidad.

    Era evidente que el tono jocoso e irónico de mi hermana no había hecho mella en el carácter alegre y optimista de mamá.

    Después de aquella explicación, nos pidió que recogiéramos la mesa mientras ultimaba los preparativos del viaje.

    Tras colocar los platos, cubiertos y vasos en el lavavajillas me senté en el sofá pensativo. Empecé a recordar algunas de las historias de papá relacionadas con un castillo. ¿Era una casualidad? Supongo que existen infinidad de castillos y torres similares a las de aquel pueblo, pero algo en mi interior me decía que pronto descubriría muchas más cosas sobre las anotaciones que papá realizaba en su libreta personal y que algún día tenía pensado darme.

    Recordaba aquella conversación en uno de los trayectos que hacíamos en bici por la montaña en la que me prometió dejarme ver aquella misteriosa libreta cuando me hiciese mayor. Aunque tenía curiosidad por el contenido de aquella libreta, pronto centraba mi atención en el deporte y la naturaleza que a los dos nos apasionaba. La verdad es que nos encantaba descubrir lugares especiales donde poder disfrutar de unas vistas espectaculares de la ciudad de Barcelona, lejos del bullicio de la gente y del humo de los coches. A veces incluso, si el tiempo acompañaba nos quedábamos en el monte a ver las estrellas y las lágrimas de San Lorenzo: una incesante lluvia de meteoros que durante el mes de agosto se podía disfrutar desde aquellos miradores elevados de Collserola. Pero ese fin de semana, sería especial, ya que se convertiría en el último tiempo de ocio que pasaríamos juntos viendo las estrellas e intentando identificar las diferentes constelaciones. Por desgracia, el accidente del pueblo lo truncó todo y jamás pude conocer los detalles de las aventuras de papá en

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