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Alinne Little: Un año para vivir
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Alinne Little: Un año para vivir
Libro electrónico321 páginas5 horas

Alinne Little: Un año para vivir

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Alinne Little cree que a sus 17 años está lista para triunfar en el patinaje hasta que un accidente cambia todos sus planes. Destinada a ser un hada desde pequeña, los seres blancos salvan su vida y le conceden un año para despedirse del mundo humano, lo que al comienzo será una vía de escape para borrar recuerdos que la atormentan. En un viaje a la Polinesia al que deberá acompañar a su tutora conocerá a Alex Grint, al que considerará un insignificante periodista, pero quien se convertirá en la persona que la hará aferrarse a la vida.
¿Qué harías si tienes tan solo un año para corregir los errores, para vengarte de los que te han destruido y perdonarte a ti misma?
Antes de dejar el mundo humano, Alinne buscará la justicia y su propia redención, encontrándose con un pasado que debe resolver antes de marcharse y descubriendo que el universo de hadas que habitará dentro de poco se aleja de la bondad que quiere recuperar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2019
ISBN9788418064616
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    Alinne Little - Nicole Meyer

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Nicole Meyer

    Ilustración de portada: Rebecca Baika Bell

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18064-61-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi padre, por darme el amor más grande que alguien pudiese conocer, y porque tu amor me salvó, incluso cuando ya no estabas.

    A mi madre, por enseñarme a leer y a escribir y porque sin ti no existiría.

    A mi hermana, por ser la verdadera heroína de mis cuentos de hadas.

    I

    MORIR PARA VIVIR

    Un pedazo de papel sentenció mi existencia a los ocho años. No fue un documento de carácter judicial lo que terminó por condenarme, sino una hoja con los nombres de los dioses de la mitología griega. Pero sería casi una década más tarde desde que lo escribí, cuando realizábamos el trayecto al aeropuerto de Newark donde abordábamos el vuelo a París como todos los veranos, que mi vida terminaría y comenzaría al mismo tiempo. Y es que a veces solo la destrucción puede reparar lo que está roto.

    Hasta ese viaje, siempre había vivido concentrada en los detalles, dilatando al máximo mis capacidades para encajar en un mundo que siempre fue igual. Las calles de Newark, Nueva Jersey, jamás cambiaron. En mi mente su recuerdo surge muy nítido: llenas de ruido; vehículos de carga que venían desde Nueva York formando una conurbación exitosa; extranjeros, que conformaban casi un tercio de la población, comportándose como anglosajones sin saber que jamás llegarían a serlo; y un montón de turistas que venían a nuestras playas, de las que estando tan cerca recorrí solo un par de veces. ¿Por qué? Quizás perdí demasiado tiempo enfrascada en mis cuadernos, en las clases de patinaje o en las de piano. La necesidad imperiosa de ser admirada lidiaba contra mi naturaleza innata para borrar mis defectos, y ahora que ya no los puedo conservar, que ya no me pertenecen, me parece que viví muy poco, que regalé mi vida para satisfacer mi ego herido. Las ambiciones me coartaron y en este momento en que quiero disfrutar el simple hecho de ser humana, las horas avanzan atolondradas compitiendo entre ellas y recordándome a cada segundo que debo estar preparada para enfrentar el minuto final.

    Y así Long Beach Island regresa otra vez a mi memoria: las playas de arena blanca, el faro de Barnegat cuyos más de doscientos escalones nunca subí y las gaviotas que se bañaban sumergiendo sus cabezas despistadas en aquellas aguas cristalinas, para luego emprender el vuelo torpe y raudo a la vez, que algún día las traería de vuelta para regresar en picada hacia el mar nuevamente. Mi vida no fue ni será muy distinta a la de las aves, una gaviota puede vivir hasta los veinte años si es afortunada, yo viviré solo un poco menos que eso. La única diferencia que puede existir entre nosotras es un océano enmarcado por la disciplina, la precisión y la rigidez que no me permitieron volar libremente y me transportaron a un universo inexorable.

    Tomamos la precaución de empacar nuestras maletas la noche anterior, colocamos ropa cómoda y ligera para los días de calor, y también algunos abrigos delgados para que el frío repentino y las nubes improvisadas que amenazan constantemente con interrumpir el verano parisino no arruinaran nuestra estadía en aquella ciudad perfecta, al menos para mí. Mis abuelos paternos decidieron mudarse a Francia cuando Austin, mi hermano mellizo, y yo teníamos doce años, por lo que nuestras vacaciones estivales habían tenido desde entonces el mismo destino. Antes vivían en nuestro hogar, pero cuando se dieron cuenta que en casa comenzaban a ser una molestia, puesto que mi madre nunca se llevó bien con la abuela, prefirieron marcharse. Discutían constantemente y llegaron a odiarse; la abuela se inmiscuía en todos los asuntos en que me viera involucrada. Mi madre era de la idea que debía vivir una infancia de niña y no la de adulto como la que yo tenía, estaba en desacuerdo con mi comportamiento pues mi agenda estaba tan ocupada como la de un ejecutivo de banco; las muñecas permanecieron cubiertas de polvo en el sótano, nunca tuve tiempo de jugar con ellas. La abuela, en cambio, me apoyaba sin restricciones en cualquier actividad que emprendiera: siempre me ayudaba a conseguir la autorización de mi padre para asistir a mis clases de piano en el conservatorio de música y a los entrenamientos de patinaje sobre hielo, deporte que practicaba con gran disciplina y con el cual soñaba alcanzar reconocimiento internacional algún día. Luego ella era la persona que se quedaba hasta la madrugada con una taza de café y vigilaba mi estudio para que no estropeara mi excelente promedio de notas a causa de mis actividades extraprogramáticas. Cuando se marchó, mamá intentó cambiar mi comportamiento, sin embargo, ya era muy tarde, yo no sería la misma niña insípida de antes nunca más, aquella tímida e inútil se había quedado guardada en el baúl de los recuerdos de las burlas de sus compañeros. La nueva Alinne Little era muy diferente, se había transformado en un robot perfecto que no cometía equivocaciones. Pero al igual que un montón de hojalatas, los años comenzaban a oxidarme por dentro. Para mi buena o mala suerte ese detalle nunca fue percibido por nadie. Así fui odiada por muchos y admirada por otros, pero no sé si fui querida realmente por alguien.

    Mi hermano y yo, al igual que papá, sufrimos muchísimo la partida de los abuelos. A pesar de que era muy pequeña, nunca olvidaré los paseos con el abuelo al parque, la única diversión que recuerdo con afecto de mi infancia, y las crujientes galletas de mantequilla que la abuela horneaba para nosotros. Debido a la nostalgia que nos provocó su partida, acordamos visitarlos todas las vacaciones de verano en su pequeño departamento en la elegante avenida Suffren, a solo unas cuadras de la Torre Eiffel. La distancia sirvió finalmente para que mamá y la abuela perdonaran sus errores y desavenencias del pasado, y para que nosotros disfrutáramos de esa ciudad encantadora.

    Papá olvidó ajustar el despertador a las cinco de la mañana para tomar el avión a las diez, por lo que nos levantamos con solo dos horas de anticipación al vuelo. Yo había despertado a las cuatro de la madrugada, con los terribles presentimientos que me aquejaban durante los últimos meses. Había sido una noche llena de pesadillas y pensé que no sería mala idea aprovechar la hora que aún me quedaba para dormir. Subimos las maletas al auto sin guardar los regalos que habíamos comprado el día anterior para los abuelos, y nos vestimos en cuestión de segundos, sin tiempo para peinarnos, algo terrible para mis aires de superioridad y las apariencias que me esforzaba por mantener.

    Antes de que mi padre encendiera el motor, yo le supliqué que no viajáramos ese día, como si hubiese adivinado la tragedia que terminaría por destrozarme. Y es que en ese entonces me obligaba a creer que para mí la vida era perfecta y que solo necesitaba tiempo para cosechar los frutos de mi esfuerzo. Es muy duro mirar hacia atrás y certificar que faltaron tantas cosas por hacer, tantos cabos que atar, tantas heridas sin sellar y tanto por vivir…

    Tenía diecisiete años. Austin y yo nacimos un treinta y uno de diciembre bajo la protección de una pequeña familia. Éramos niños adinerados, en nuestro universo las necesidades económicas, ajustes y ahorros, no existían. Ese verano acabábamos de terminar la secundaria y habíamos acordado tomarnos un año sabático para viajar por el mundo en familia, por lo que aplacé mi aplicación para estudiar Medicina en Harvard. Austin, como de costumbre, desconocía cuáles serían sus planes, por lo que era el más emocionado con la idea de vacaciones por un año. No teníamos un itinerario definido, solo sabíamos que después de visitar a los abuelos en París, iríamos a Italia, ya que era el sueño de mi madre, quien amaba todo lo que tuviese relación con ese país.

    La idea del viaje surgió de mi padre, quien durante la mayor parte de sus cuarenta y dos años se había desempeñado como gerente de una compañía de teléfonos. Trabajaba mucho, lo veíamos muy poco, pero eso nos permitía vivir con comodidades. Sin embargo, la rutina lo estaba asfixiando, por lo que había pedido un permiso de un año en su trabajo, que le concedieron de inmediato debido a su buen rendimiento. Mi padre era el tipo de hombre que sonreía y hacía bromas desde el desayuno hasta la cena, que se esforzaba por pasar bajo las escaleras pues no creía en la mala suerte, el único capaz de distender las discusiones de mi madre y de la abuela, el que era capaz de hacer el trabajo de sus compañeros para evitar que sus jefes se molestaran con ellos, el que no tenía que lidiar con la envidia de sus triunfos porque era querido por todos. De él heredó mi hermano su carácter, mientras yo solo pude retener la seriedad de mi madre, una psicóloga infantil que no esbozaba sonrisas con desconocidos y que rehuía de besos en la mejilla, pero que tenía un gran corazón y ansias de justicia. Siempre trabajó en voluntariados para niños desposeídos, hijos de inmigrantes indocumentados y menores que sufrían violencia. Se encargó de darnos todo el amor que podía, sobre todo a mí, que ciertamente heredé su seriedad, pero no su corazón. Discutíamos a menudo porque ella no deseaba que mi infancia fuese tan absorbente como la suya. Finalmente lo aceptó, los genes siempre pesan en la personalidad. Me adoraba, pero cómo iba a saber que la hija que tanto admiraba era un papel arrugado que se estiraba una y otra vez para no ahogarse en sus mentiras. Ella siempre trató de entrar en mi oscuro mundo, pero jamás se lo permití.

    Mis padres no pudieron tener más hijos porque mi madre contrajo una varicela tardía que la incapacitó para embarazarse otra vez. Mi impresión siempre fue que ese era un tema realmente duro para ella, y en algunas ocasiones, podía sentir que ni mi hermano ni yo logramos llenar su maternidad. Nosotros, en cambio, no deseábamos más hermanos, cuando nuestros padres nos plantearon la posibilidad de adoptar un hijo en Asia, nos aterró la idea y nos negamos. Éramos dos niños egoístas. A pesar de eso, mis padres se amaban mucho y siempre nos transmitieron la sensación de un matrimonio y una familia feliz. Cómo quisiera que eso hubiese sido suficiente para mí. Pero no lo fue.

    Nuestro Chevrolet rojo iba tan rápido que los centros comerciales pasaban como rayos ante mis ojos, era una autopista muy peligrosa, cientos de autos y camiones corrían a velocidades que excedían lo permitido, y papá no era la excepción. Le pedí que detuviera el coche, o al menos que disminuyera la velocidad, pero esta vez fue mamá la que me dijo que no había nada que temer. Austin, como siempre, jugaba con su consola de videojuego portátil sin percatarse de ningún indicio, menos de mi nerviosismo. Desde que habíamos salido de casa, el auto no se había detenido ni una sola vez, incluso los semáforos estaban de nuestro lado señalizando siempre luces verdes. Papá estaba seguro de que llegaríamos antes de que la puerta de embarque se cerrara. Pero de pronto ningún tiempo tuvo ya importancia, porque un Mercedes azul atravesó con luz roja. Cuando mi padre frenó ya era muy tarde: estaba encima del automóvil y se colisionó contra él provocando un estampido que salió desde el fondo de la tierra, desde el fondo de nuestros corazones que se separarían para siempre. El Chevrolet rojo se hizo añicos, la colisión lo lanzó más de diez metros de la vía principal. Y esos cinco segundos que duró el impacto fueron suficientes para que papá golpeara su cabeza en el volante y atravesara el parabrisas, para que mamá saliera volando por la ventana que estaba abierta y mi hermano pasara al asiento delantero golpeándose la cabeza. Para mí todo pasó muy rápido, y sin explicarme por qué, no me sucedió absolutamente nada, me quedé impregnada en mi lugar sin siquiera haber llevado el cinturón de seguridad abrochado mientras veía todo en cámara lenta. Cerré los ojos involuntariamente, pensando que solo estaba viviendo una de mis peores pesadillas.

    La sirena de la ambulancia se oyó por toda la ciudad…

    Abrí los ojos, miré a través del agujero donde antes estaba la ventana que se había convertido en un montón de innumerables cristales reventados y esparcidos por todo el automóvil, y vi el cielo tan azul como siempre, era el mismo de todos los veranos, cerré los ojos y allí estaba el accidente, no lo había soñado, era real y no había cielo, solo infierno. Desde fuera se escuchaban gritos de personas que se acercaban con afán de curiosidad más que de ayudar. Observé mi cuerpo, mis brazos, mis manos, no sentía dolor físico alguno y no tenía ni una sola cicatriz. Un policía me sacó del auto, o más bien de lo que quedaba de él, me llevó hasta una zona de seguridad y me preguntó si me sentía bien, si estaba herida. Cuando se convenció de mi buen estado de salud, comenzó a formular las típicas preguntas para cerciorarse de que mi capacidad mental no había sido afectada. Extrañamente mi diagnóstico no podía ser mejor, sin embargo, me pidió que lo esperara porque pronto me llevaría a un hospital para que un especialista me examinara. Pero sin pensarlo dos veces, al ver a unos cuantos metros de distancia un bulto recostado sobre una camilla y tapado con una sábana blanca, evadí sus palabras y corrí hasta él. Era mi madre, lo supe sin necesidad de apartar la sábana, pero la quité, necesitaba comprobar que era una equivocación, que aún continuaba con vida.

    Su cara estaba casi intacta, sus labios solo tenían una pequeña marca, sus mejillas pálidas como siempre, sus tenues arrugas en las sienes, su frente amplia surcada por unas finas líneas de sangre que provenían de su cabeza. Pero sus grandes ojos verdes abiertos al cielo no se dirigían hacia mí, estaban fijos como si ya no fuesen a ver nada más, y así era. Me acerqué tanto como pude a su cuerpo ensangrentado y magullado, la abracé para que no se escapara y se quedara conmigo, escuché su corazón, pero ya no latía, se había detenido, me había abandonado. La sacudí, le grité como si creyera que mis gritos la despertarían hasta que el oficial me sacó de allí a regañadientes y me pidió que no tocara el cadáver.

    Jamás había llorado tanto por alguien que no fuese yo misma, mi madre era la persona más importante para mí y ya no estaría conmigo. Dentro de los muros de frialdad que construí durante mi niñez y adolescencia, ella siempre fue el eslabón que me unía por un instante a la bondad, ahora ya no me daría sus abrazos delicados, no me besaría con sus labios finos y dulces, no me cobijaría como cuando era una niña, la niña inocente y después corrompida y atribulada. En su afecto siempre descargué sin decírselo toda mi rabia, tragándome su amor que no pude devolver al mundo ni en una mínima expresión.

    En ese momento no podía pensar en nada más que en ella, su recuerdo me envolvía por completo, sentía que hacía demasiado frío a pesar del sol radiante que iluminaba la carretera. Su cara entraba y salía de mis pensamientos cuando recordé a mi padre y a mi hermano: los subían a la ambulancia, vivían aún, no me podían abandonar también, tenían que consolarme por la pérdida de mi madre. El policía me pidió nuevamente que lo acompañara para llevarme al hospital, pero le expliqué que estaba bien, que no tenía heridas, que lo único que deseaba era estar con mi padre y mi hermano, y él me concedió ese regalo advirtiéndome que en algún momento del día tendría que ser examinada.

    Antes de abandonar el lugar en el coche policial, observé detenidamente el otro automóvil: estaba estacionado a un costado de la vía para no entorpecer la circulación, no había sufrido mayores daños, solo había perdido el parachoques. Su infraestructura era mucho más imponente, parecía una armadura imposible de romper. Ya habían transcurrido casi dos horas. Los vehículos seguían corriendo por la autopista como si allí nada hubiese pasado. El sol todavía alto en el cielo aclaraba mi cabello rubio despeinado y nublaba mis ojos azules enrojecidos.

    El color blanco repetitivo de la sala de espera me enceguecía, el olor del desinfectante que arrojaba la encargada de la limpieza al piso para borrar unas manchas de sangre me ahogaba. Era la primera vez que pisaba un hospital, nunca había tenido la necesidad de hacerlo. Solo una vez, pero evadí esa responsabilidad. Aguardaba la salida del médico para que me diera información sobre el estado de salud de mi padre y Austin. Quería abandonar lo antes posible ese lugar y que ellos también lo hicieran. Cuando me pidieron un número de teléfono para avisar sobre lo sucedido a un adulto, no se me vino ningún nombre a la memoria. Estuve varios minutos con la cabeza apoyada sobre mis rodillas pensando en un nombre para decir a la enfermera, quien esperaba con paciencia fingida, seguramente compadeciéndose de mi situación, sin protestar por mi tardanza e indecisión. Sabía muy bien que si les comunicaba algo así a los abuelos, morirían de un infarto, además mi madre había sido criada en un orfanato, por lo que no tenía familiares. Solo podía recurrir a una tía extravagante, hermana única de mi padre, que trabajaba como fotógrafa en una revista de viajes, razón por la cual siempre estaba en alguna expedición por lugares recónditos del mundo. Ni en cien años hubiese querido llamarla, pero en medio de mi confusión y angustia, finalmente di su número a la mujer, quien prometió con una sonrisa piadosa que haría todo lo posible por contactarla, lo que me importaba muy poco.

    Cuando el médico salió del quirófano usó su discurso habitual, como si realmente lo sintiera, como si hubiese podido hacer algo:

    —Lo siento mucho, pero su padre ha muerto, tratamos de hacer todo lo posible…

    Ni siquiera presté atención al diagnóstico de su muerte, mis oídos ya no escuchaban, me derrumbé y lloré otra vez. Ese día supe que era nadie, y que todo lo que había hecho alguna vez daba igual, se quedaría en la memoria de la gente que me admiraba porque yo solo podía odiarme y sentir lástima por mí. Más tarde me enteré que Austin estaba fuera de peligro, y agradecí a Dios cuando lo supe, sí, se lo agradecí olvidando toda la rabia que en ese minuto podía sentir contra él, porque no podía perdonarle que me hubiese quitado a mis padres, ¿es que consideraba que ya tenía edad suficiente para valerme por mí misma?

    Sentía un temblor en las rodillas que me dificultaba el estar de pie. La auxiliar que limpiaba los pisos intentó darme una palabra de aliento, pero yo la ignoré, no necesitaba su compasión. En ese punto continuaba siendo tan arrogante, a pesar de lo pequeña que era en ese entonces. Pequeña, porque muchas personas habían pasado frente a mis ojos durante mi vida y no había calado lo suficiente en sus corazones, no había dejado ninguna huella, nadie escuchaba mi voz ahora y dentro de mí sabía que me sentía muy sola. El sol se había escondido y su ausencia me dolía, el verano había terminado, aunque apenas comenzaba.

    En tan solo un par de días me convertí en una persona lánguida y más amargada de lo que era hasta entonces, según lo que la mayoría consideraba. Mi energía inagotable se había esfumado y la poca cordialidad que heredé de mi madre se me escapó por los codos. Me sentía un ser humano peor que antes, más insensible y egoísta, insultaba a todo el que me miraba y las lágrimas de familiares de pacientes con enfermedades terminales que estaban en el pasillo aledaño al de Austin me eran indiferentes. La única diferencia es que ya no sentía el peso de mi conciencia sobre mí, muy en el fondo sabía que era un castigo merecido, pero suficiente para pagar mi falta.

    Ahora Austin era lo único que quedaba para mí en el mundo, y debía estar sufriendo tanto como yo. Luego de dos días entré a su habitación, no tuve el valor para hacerlo antes. Tenía un par de costillas esguinzadas y aún estaba conectado a un tubo de suero, había perdido mucha sangre por lo que estaba débil, pero ya consciente. Pronto le darían el alta para que pudiese asistir al funeral de nuestros padres. Me acerqué a él y lo abracé con el alivio de quien recupera a alguien que creía muerto, él me acarició la cabeza con la mano que tenía libre y me secó las lágrimas con sus pulgares. Sin duda también había llorado la muerte de nuestros padres, pero me dijo con su voz entusiasta que con frecuencia me animaba:

    —Alinne, ya no llores, vas a ver que superaremos esto. —Siempre había sido muy optimista.

    —Me siento muy desamparada y sola —le contesté sin saber cómo se podía seguir viviendo.

    —No lo estás, me tienes a mí y yo nunca te abandonaré…

    Austin no era el típico hermano protector, era el hermano tierno y afectuoso. Dentro de la frialdad que mostré siempre al mundo, había dentro de mí una excepción para él. Sabía que su promesa no sería del todo cierta y eterna, sin embargo, durante esos días pude descansar un minuto en él.

    Los abuelos se enteraron de lo ocurrido, pero no consiguieron llegar a tiempo al funeral. La empresa de mi padre corrió con la organización y los gastos, asistieron muchas personas a las que nunca habíamos visto y que nos daban condolencias torpes, típicas de quienes nunca han lidiado con la muerte. Yo me eché a llorar por enésima vez en el momento en que los ataúdes comenzaron a descender al mismo tiempo, en un reflejo simbólico de que partían juntos. Austin me tomó de la mano para que me calmara. A diferencia de mí, no lo vi derramar una lágrima. Esa tarde aprendí que yo no era tan fuerte como creía.

    Cuando ya faltaba muy poco para que terminaran los actos fúnebres, apareció una mujer de baja estatura, delgada, con el pelo negro erizado, vestida con faldas y blusas floreadas y un gran listón en la cintura que le daban un aspecto muy extravagante si se consideraba la situación en la que estábamos. Me costó trabajo reconocerla, era más joven la última vez que la había visto, ahora debía tener un poco menos de treinta y cinco años. Era ella, mi tía Marcelle Little.

    Nos abrazó apretándonos tan fuerte que Austin tuvo que recordarle que hace muy poco había sido dado de alta, ella se disculpó y luego nos dijo:

    —Oh, niños, lo siento tanto, créanme que a mí me duele tanto como a ustedes, quería mucho a mi hermano George.

    —No creo que tu dolor se compare con el nuestro —le rebatí mientras mi hermano me pellizcaba.

    —Alinne… —titubeó por un momento, luego tomó fuerzas y dijo todo rápidamente como si hubiese ensayado ese discurso repetidas veces—. Me alegra volver a verte, has crecido tanto, estás tan linda y simpática como tu madre. Oh, y tú eres Austin, tan guapo como tu padre. No saben el gusto que me da volver a verlos, aunque sea en estas circunstancias —nos dijo con tono maternal.

    Sus palabras me parecieron fuera de lugar, tanto que volví a irritarme:

    —Pues a mí no me da el mismo gusto —le respondí.

    Mi hermano, siempre cordial y encantador, se adelantó antes de que ella contestara:

    —A nosotros también nos da mucho gusto, te agradecemos que hayas venido en este momento difícil.

    —Era mi obligación, le prometí a George que si algo malo ocurría me haría cargo de ustedes. Soy su tutora legal, sus padres siempre pensaron que, si ellos ya no estaban, yo sería la persona más adecuada para cuidarlos —afirmó con una amplia sonrisa.

    —¿No lo dices en serio? —le pregunté sin disimular mi desagrado.

    —Claro que sí, Alinne, desde ahora en adelante seré como su madre, vendrán conmigo y me acompañarán en mis viajes, al menos hasta que cumplan la mayoría de edad.

    No podía ser, aún faltaban seis meses para ello.

    —¡Nunca reemplazarás a mi madre! —le grité y me marché indignada.

    Austin se quedó con ella, pues estaba fascinado con la idea de viajar por todo el mundo. Qué se imaginaba esa aparecida, ella nunca sería una madre para mí, jamás la dejaría ocupar su lugar, ni entrar en mi corazón otra vez.

    Una semana más tarde nos preparábamos para partir. Estaba en mi habitación sentada sobre la cama, desde la puerta las medallas que el patinaje me había regalado sin merecerlo me contemplaban recordándome que todo lo malo te alcanza algún día. Era la última noche que pasaría en la

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