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El veredero
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Libro electrónico269 páginas3 horas

El veredero

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De la venganza hizo su justicia, y de la amistad, el pilar de su vida.

Tras vivir una experiencia traumática, Arlett se adentra en un laberinto de nombres, hechos y lugares, anteriormente desconocidos para ella, que la llevan a revocar su idea preconcebida acerca de aquel hombre gris que malgastaba las últimas horas de una existencia aburrida en su sillón, junto a la ventana que da al laberinto del jardín.

Indagando, para su sorpresa, descubre a un ser complejo, de vida excitante, que logró sobrevivir sobreponiéndose al dolor y adversidad hasta hallar fortuna.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 jul 2020
ISBN9788418203749
El veredero
Autor

José Antonio R. Polvorosa

José Antonio Rodríguez Polvorosa nació en 1952, Mejorada del Campo (Madrid). En Melgar de Yuso (Palencia) disfrutó de una feliz infancia, plena de juegos e inocentes fechorías. Estudió en el Seminario de San Zoilo, Carrión de los Condes. Posteriormente, realizó estudios de Magisterio en Palencia y consiguió plaza, por oposición, en Sabadell (Barcelona). Titulado en Educación Física y posgrado por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ejerció como maestro treinta y seis años, de los cuales casi la mitad como director del centro, participando en el Proyecto Educativo de Sabadell, apartado Arte y Ciudad, y en el posterior: Sabadell Ciudad Educadora. De espíritu inquieto, con ganas de aprender y experimentar, le gusta decir que ha trillado y arado con yeguas, fabricado adobes, sentado ladrillos, plantado chopos y haber servido cafés y algún que otro vino en el bar familiar El Central. Hombre de familia y viajero empedernido, siempre le ha gustado volver a Melgar de Yuso y a sus gentes.

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    El veredero - José Antonio R. Polvorosa

    El veredero

    José Antonio R. Polvorosa

    El veredero

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418203305

    ISBN eBook: 9788418203749

    © del texto:

    José Antonio R. Polvorosa

    © de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi esposa e hijas,

    compañeras fieles de vereda.

    «Nadie puede ni debe arrogarse la prerrogativa de juzgar el color de cualquier vida ajena, pues, por más que el momento presente resulte gris a los ojos del observador externo, esa vida siempre puede contener todo el espectro cromático del arcoíris. Luces y sombras, colores del día y de la noche, con todo un amplio espectro de tonalidades teñidas de alegría y tristeza, amor y odio, amistad y enemistad, fidelidad y traición… Una empinada escalera formada por peldaños resbaladizos en ocasiones y más firmes en otras».

    Arlett de Salses

    «Todo veredero que se precie ha de estar dotado de buenos pies y mejor cabeza. No basta con ser rápido para alcanzar el grado de magíster. Precisa conocer al dedillo la importancia y ubicación de las ciénagas, trampas y peligros que el oficio acarrea, con el fin primordial de evitar cualquier ruta insalubre hasta alcanzar el objetivo final del viaje. Solo de esta forma gozará de una vida plena que compartir con los que en verdad interesan».

    Melitón del Río

    «Que el buen y sano juicio de cada uno os guíe por todas las veredas que recorrer en vuestra vida. Por intrincadas y espinosas que se presenten, adelante, ¡echadle valor!».

    Vincent Epaillard

    Capítulo I

    Limoux: 1863

    Mi nombre es Arlett de Salses.

    No hay mayor desprecio que no hacer aprecio, y de ello no me arrepentiré lo suficiente. En mi descargo diré que me llevaban los demonios contemplando a mi abuelo tan encerrado en sí mismo. Un hombre sin sangre, excesivamente tranquilo, predecible, que, hasta ese día, no me hubiera costado trabajo alguno jurar que el pobre habría vivido una existencia gris, insulsa, resignadamente aburrida, dedicado a sus tejas y ladrillos, sin un pasado digno de mención.

    Su sillón ocupaba un rincón del salón, junto a la ventana que da al jardín, por donde entraba el cálido sol de la tarde. Allí, encerrado en sí mismo, malgastaba las últimas horas de su existencia. Quieto, con la mirada perdida, vacía y, a intervalos, acuosa. Verdad es que nunca se mostró muy comunicativo ni dado a exteriorizar cualquier tipo de sentimiento, pero actualmente su estado de frialdad podría compararse con el de una estatua de mármol.

    Va para tres inviernos que su estado de ánimo se agravó considerablemente. Enterró a su mejor amigo, Benoit Tremblé, y aún no se le habían secado las lágrimas cuando falleció de repente la abuela Yvette, su amor y refugio.

    ¡Qué gran mujer! Ella solía acariciarle con ternura, él sonreía satisfecho y le lanzaba un guiño cómplice. La abuela transmitía dinamismo y se multiplicaba para atendernos a todos, aunque él era su ojito derecho. Acudía solícita a sus requerimientos y ambos se prodigaban toda clase de mimos y arrumacos cuando se creían a salvo de nuestras miradas. Nosotros reíamos y comentábamos con admiración que eran tal para cual.

    Por desgracia, poco pude disfrutar de la abuela, de su optimismo y mentalidad tan moderna; es más, diría que avanzada a su tiempo, sin miedo a exagerar o faltar a la verdad.

    Distinta de mi madre, que siempre tuvo ensoñaciones nobiliarias y se salió con la suya cuando se unió en matrimonio con el señor de Salses, de ascendencia nobiliaria, aunque venida a menos. Ambos no se ensuciaban con los lodos de nuestra fábrica, manteniéndose en cargos de representación encaminados a expandir nuestro humilde producto.

    Ni que decir tiene que yo, que me tengo por una mujer moderna, soñaba con asistir a fiestas y acontecimientos sociales como dama libre de compromiso, independiente, que se ilusiona con ser cortejada por los galanes más apuestos.

    Por esto, juzgaba anticuado y en desuso el comportamiento de la abuela. Me atrevería a etiquetarlo de ñoño, más propio de épocas pasadas, y así se lo decía. Ella siempre me repetía con una sonrisa que su hombre era un ser muy especial, tan merecedor y digno de su amor que por él daría lo que fuera, incluso la propia vida; pero, por desgracia, ella se fue antes y él se quedó solo, huérfano de sus desvelos y como único superviviente de su generación.

    Mis padres nunca me hablaron del pasado del abuelo, desconozco sus razones, tampoco a mí me interesó. Como no incordiaba, todos le dejamos vivir en su mundo, cultivando su dolor. Desde jovencita vi a mi abuelo convertido en un viejo sin historia. Alguien recluido en aquel rincón del salón, dueño de una melancolía extrema, imposible de paliar, que un buen día tuvo la genial idea de poner en marcha la fábrica.

    Nuestra tejería, Le Rouge Limouxin, se había modernizado y funcionaba a pleno rendimiento. El negocio de las tejas y losetas iba viento en popa, incluso éramos pioneros en la fabricación de azulejos. Nuestros productos habían alcanzado una calidad excelente y tal renombre que la totalidad de la producción apenas si cubría la demanda. ¡Jamás llegué a pensar que se necesitaran tantas tejas! Las ciudades crecen y cada día se asemejan más a verdaderas colmenas. Los nuevos ricos, los favorecidos por el negocio de las guerras, compiten con la rancia burguesía en la construcción de casas, a cual más suntuosa, y palacetes que eclipsen a los ya existentes.

    A fecha de hoy, Marsella es el puerto más importante del Mediterráneo, convertido en el motor de crecimiento de una gran zona de influencia. Al expansionarse, la ciudad se hallaba sedienta de tejas, losetas y azulejos. Al menos eso afirmaba el abuelo, que insistía en que habría de pasar lo mismo que en Londres o Manchester y que, si no nos adelantábamos a posicionar nuestro producto en aquel mercado, lo haría la competencia. Este convencimiento llevó a mis padres a visitar Marsella y alrededores.

    Mediante un correo enviado por ellos, supimos que habían cerrado un contrato muy ventajoso con el gremio de Masoniers y esperaban sellar otro importante acuerdo con el Hotel de la Ville, razón por la cual nuestra fábrica habría de doblar turnos para acelerar la producción.

    Mientras, el matrimonio Salses prolongaría su estancia por la zona, agasajando a los prebostes. Con el fin de fidelizar voluntades, invitaron a los más relevantes, esposas o amantes incluidas, a un balneario cercano.

    —Si conseguimos este contrato, aseguraremos tu futuro, el de tus hijos e incluso el de tus nietos —me había dicho mi padre al despedirse.

    Yo insistí en acompañarlos con el argumento de que me ahogaba en aquel ambiente pueblerino de Limoux, que nada tenía que ver con mi divertida vida en París.

    —¡Eres demasiado joven! ¡Ya tendrás tiempo de divertirte! Ahora te toca demostrarnos tu responsabilidad ocupándote de la casa y, principalmente, del abuelo.

    —¿Del abuelo? ¡Qué fastidio! ¿Para eso me hicisteis venir desde París? ¡Total, si es un mueble más del salón!

    De estar él muerto, mis padres me hubiesen llevado con ellos, y por esto estaba irritada principalmente con él, porque frustraba mis posibilidades de conocer nueva gente en una ciudad importante, haciendo valer mi posición y belleza. Ya no era una niña y ese viaje suponía la mejor oportunidad para que esta provinciana coqueteara entre gente importante; aunque, por mi parte, no pensaba atarme a hombre alguno antes de cumplir la veintena. De momento, me excitaba y conformaba con someterlos a mis caprichos.

    Del «viejo» hubiese podido ocuparse con todas las garantías el nieto de su amigo Benoit. René Tremblé gozó desde niño de todo el cariño y confianza de mi abuelo, y quizá por ello actualmente él era la única persona capaz de arrancarle una sonrisa.

    A partir del entierro de la abuela, el viejo perdió el interés por la vida, fábrica y familia. No parece esperar otra cosa que la muerte: apenas come, en ocasiones tan solo se sirve un orujo y se le llenan los ojos de agua cuando dice que ya no verá por la ventana a la abuela arreglando las flores del jardín.

    La primera semana del viaje de mis padres a Marsella, ambos nos ignoramos mutuamente. Él no me importunó ni yo cuidé de él, de eso se ocupaba René.

    Acudí a cuantas fiestas me invitaron. En más de una ocasión, él me contemplaba a hurtadillas, cuando vestía mis mejores galas, pero nunca dijo nada. Al tercer día de la segunda semana, cometí el mayor error de mi vida.

    Jamás me perdonaré haber tomado la decisión de acudir al cabaret, deseosa de probar lo que calificaban los predicadores desde el púlpito como el desenfreno de la lujuria y el pecado de depravación.

    En la intimidad de mi habitación, me excitaba con la sola idea de hallarme en medio de ese ambiente, de mezclarme al amparo de la noche con seres que, a buen seguro, no me atrevería a mostrar en público ni llevarlos de acompañantes a la misa mayor, lo que no era óbice para divertirme en una noche loca.

    Al abrir la puerta del cabaret, sentí una cálida bofetada de olor agridulce, mezcla de perfume barato aderezado con humo de cigarro puro que me obligó a entrecerrar los ojos. Lo sensato hubiese sido dar un paso atrás y tornar a casa, pero había ido allí en busca de sensaciones y vivencias prohibidas, a encontrar cuerpos repletos de alcohol por dentro, a los que poco les importaba compartir confidencias y sudor, que conversaban a medio tono, alterado por risas agudas y estridentes. Mujeres que recorrían la semioscuridad de las distintas estancias, donde el humo ahogaba los rojos de luces y terciopelos, husmeando posibles aventuras.

    Me sentí violenta, desnudada de arriba abajo y de abajo arriba por miradas poco tranquilizadoras y cargadas de deseo en ellos y desprecio en ellas. Mi cabezonería me impidió el retroceso, no en vano me sentí la rara flor de aquella noche, que superó el trance viniéndose arriba, moviéndose entre aquella escoria como un experimentado pavo real en los jardines de Versalles, ajena a aquella jauría de depredadores prestos a desplumarme.

    El narbonense Hubert de Montagnac, afamado chulo, petimetre y encantador de doncellas, puso los ojos en mí, afilando sus garras para seducirme convencido de mi inexperiencia. El muy descarado me asaltó literalmente con el ofrecimiento de una copa de Moët y la más seductora de las sonrisas. Susurró en mi oído una extensa letanía de guarradas con las que pensaba obsequiarme y me garantizó que me haría gozar y aullar como una perra si le concedía un encuentro privado. Sus finos modales no encajaban con aquel lenguaje agresivamente soez, que, por novedoso en mis oídos, alteraba mis latidos y buen juicio. La sangre me invadió el rostro, confiriéndome un rubor que aumentaba la excitación en él. Me sentí ofendida ante sus requerimientos y quizá le hubiera debido abofetear, pero no quise convertirme en la estrecha y hazmerreír del local. Él sonrió de nuevo, completamente seguro de haber vencido en el primer asalto, chocó su copa contra la mía e insistió descaradamente, esta vez modulando la voz para hacerla más sensual. Me pidió baile galantemente, arrastrándome literalmente hacia la pista, no pude negarme. Esta vez, en mi oído, como un leve susurro, sonó su mantra y, a decir verdad, esta vez no me importó oír de nuevo su requerimiento y sarta de promesas turbadoras. Me dejé llevar, girando enloquecidamente al son de la música. Excitada al principio, mareada después. Había ingerido más champán del que mi cuerpo podía procesar y tanta burbuja me produjo un ataque de risa floja. La cabeza me daba vueltas y por momentos descansó en su hombro. Su descaro mantenía mi excitación. Otra copa más y sucumbí a sus halagos.

    Nunca, bajo ningún concepto, debí invitarle a un coñac en mi residencia, y menos asegurarle que estaríamos solos. Tampoco tengo idea de por qué le impuse abandonar el local por separado y tomar carruajes distintos, la verdad es que entonces no pensé ni en preservar mi buena fama ni el buen nombre de la familia. Casualidad, tal vez, o mi ángel de la guarda habló por mí.

    Él dijo encontrar ridícula mi propuesta, seguramente porque le privaba de exhibir su trofeo de la noche, pero aceptó y para mí no hubo vuelta atrás.

    Tarde para revertir la cita. En mi casa, me sentí indispuesta y vomité. La habitación daba vueltas sin parar y él no desaprovechaba el tiempo para llenarme de babas, sobarme y estrujarme innecesariamente, la cual cosa me incomodó. Me zafé como pude y, asqueada, le invité a que apurase el coñac y se marchase. Sonrió sarcásticamente e, inesperadamente, me atizó tal puñetazo en la boca del estómago. El dolor fue tan agudo e insoportable que temí desmayarme de un momento a otro, pero vomité de nuevo.

    —Jarabe de palo, el mejor tratamiento para las beodas calientapollas como tú, así que mejor no te resistas. Te llevarás lo mío y aquí paz y después gloria.

    El convencimiento de que estaríamos solos en la casa le hacía proferir toda clase de amenazas, sintiéndose totalmente impune. Me arrancó el vestido salvajemente, arrojándome sobre la alfombra, donde recibí toda suerte de golpes e insultos.

    —A toda nuez hay que quebrarle la cáscara —formuló sarcástico.

    Sudoroso y jadeante, me cabalgó con intención de penetrarme. ¡Por suerte, el alcohol, que él también había ingerido, acudió en mi ayuda entorpeciendo sus movimientos! Magullada y medio inconsciente, di un par de arcadas, aunque sin vómito. A continuación, me invadió la sensación de precipitarme al vacío por ceder las baldosas bajo la alfombra. Nunca me había sentido tan mal, cerré los ojos y desconozco de dónde obtuve las últimas fuerzas para gritar y retorcerme dispuesta a evitar lo inevitable.

    Hubert de Montagnac volvió a abofetearme y sonrió triunfante, jugando conmigo como lo hace el gato antes de zamparse al ratón. Esperaba a que me rindiese para, de esta forma, gozar más fácilmente de su trofeo.

    Agotada, no pude abrir los ojos y me preparé para lo peor. Mi agresor tragó saliva, después lanzó un extraño sonido gutural y sus músculos sufrieron espasmos.

    Simultáneamente, su garganta lanzaba pitos. Aquello no podría ser más repulsivo. Mi agresor parecía ahogarse a sí mismo, expulsando chorros de sangre entre sus dedos. Perdía fuerza en su presión y sus movimientos se volvían torpes por momentos, mientras noté mi cara y escote bañados por un fluido cálido y viscoso.

    Abrí los ojos y grité horrorizada. Tenía ante mí el panorama más indeseado, toda una catástrofe. Ni en mi peor pesadilla lo hubiera imaginado. Hubert de Montagnac trataba de taponar con las manos el surtidor que le manaba de la yugular. Sus ojos desorbitados parecían preguntarse quién le acababa de seccionar la nuez.

    —¡Dios mío! El salón se está poniendo en perdición —grité.

    Histérica, intenté sacudirme el muerto sin dar crédito a lo que veían mis ojos: desde mi posición, el abuelo parecía más estirado, como que hubiera ganado altura. Con la mano izquierda aún le tenía agarrado por el cabello y en la derecha mantenía firme su hermosa navaja de afeitar, de punta española, con mango de incrustaciones en ébano y marfil.

    Desconocía si semejante orgía de sangre se detendría en Hubert de Montagnac o yo sería la siguiente para lavar el honor familiar. Fácil se lo puse, pues, aterrada, no me moví para nada. El tiempo se había detenido para mí, viendo un hombre distinto al que yo conocía; resuelto, ágil, tan rápido de pensamiento como de decisión. Su rostro no mostraba mueca ni contracción alguna, consciente de lo que estaba haciendo; en cambio, yo me sentía más perpleja e incrédula con lo que estaba viviendo que avergonzada por la situación en que me hallaba envuelta.

    —Cerdo, él se lo buscó. Nadie te tocará, Yvette, no a mi esposa mientras yo viva.

    —Abuelo, que soy yo, Arlett, tu nieta —dije con un hilo de voz.

    —¿Mi nieta dices?, ¿Arlett? Por un momento, pensé… Es que os parecéis tanto.

    ¡Pobre! Inconscientemente y sin pensármelo, le imputé mi culpa al decirle:

    —Abuelo, ¡por Dios! La que has liado. ¡Cómo lo has puesto todo de sangre! ¡Qué dirán mis padres!

    Superado este primer brote tan irreflexivo, el mundo se me vino abajo. Temía las represalias de la familia Montagnac, que no pararía hasta arruinarnos, y que quizá lo mejor sería dar parte a la Gendarmerie.

    —¡En vaya lío nos has metido, abuelo!

    Él pudo contestarme que yo era la verdadera causante de aquel desaguisado, pero, lejos de repartir culpas, contestó con rotundidad:

    —Lo hecho hecho está. Y la nuez de ese animal pedía a gritos que la dividiese. ¡Lo volvería a hacer una y mil veces! Yo y solo yo soy el responsable de mis actos y, como tal, cargaré con ellos.

    —Pero, abuelo, ¿eres consciente? Tú, el hombre más tranquilo que jamás haya conocido, un ser incapaz de sacudirle a una mosca…

    —Puede que sea incapaz, como dices, de sacudirle a una mosca, aunque sea cojonera, pero te aseguro que me transformo ante cualquier redomado cabrón que me salga al paso o pretenda atentar contra un miembro de mi familia, y tú eres el vivo retrato de la abuela, mi adorada Yvette, por lo que ningún puerco te ensuciará jamás, y menos contra tu voluntad.

    —¡Abuelo!

    —Soy muy viejo, lo que indica que he vivido demasiado y ya no me queda tanto. Tú, en cambio, eres muy joven aún y tienes toda una vida por delante. Este fiambre era un cabrón de tomo y lomo y aquí acaba su recorrido. No le compadezcas, que no lo merece, y menos nos compadezcamos de nosotros mismos. A lo hecho, pecho.

    Por la mente de Arlett discurrían las preocupaciones siguientes:

    «Por más que la noche oculte nuestra fechoría, deshacerse de un cadáver no es tan sencillo. Y la justicia. La repercusión social. Nuestra familia caerá en la ignominia. Mis padres, la fábrica, nuestras amistades».

    —¿Por qué me dejasteis aquí sola? —les diría a sus padres.

    El abuelo, Vincent Epaillard, se mostraba ajeno a las preocupaciones de su nieta. Sus neuronas se movían con recuperada agilidad y precisión:

    —¿Alguien que os pueda relacionar?, ¿os vieron juntos esta noche?, ¿cómo habéis llegado a la casa?, ¿abriste tú la puerta?

    —Sí, la dejé abierta y me avergüenzo.

    —Más que de avergonzarse, ahora es momento de aprender. Ya quedará tiempo para los arrepentimientos.

    —Tienes razón, abuelo, pero por si de algo te vale, he de decirte que estoy tremendamente arrepentida por mi comportamiento y merezco cualquier castigo. No te echaré en cara ningún reproche que me puedas hacer.

    »Llegamos en coches separados y él se bajó una manzana antes, despidió al cochero e hizo el resto del recorrido a pie. No creo que nadie nos relacione.

    —Bien. Pues no hay que precipitarse, ¿me oyes? No hay que precipitarse, cada cosa a su tiempo —me repitió varias veces—. Tranquilízate y haz lo que yo te diga.

    Me condujo con delicadeza hasta su sillón y me ayudó a sentarme en él, sirvió dos manchaos —Frontignac y orujo del barrilito de roble—.

    —Bebe esto, contrarrestará toda esa mierda que te has tomado por ahí y te arreglará el estómago.

    Decliné su ofrecimiento, pero insistió:

    —No es una oferta, es una orden.

    Y de nada me valió que me quejara del golpe recibido recientemente en la boca del estómago ni de las

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