Juego de caravanas
Por Jorge Nawrath
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Juego de caravanas - Jorge Nawrath
Jorge Nawrath
Juego de caravanas
Cuentos
Ril%20-%202006%20-%20Logo%20general.tifJuego de caravanas
Primera edición: octubre de 2015
© Jorge Nawrath C., 2015
Registro de Propiedad Intelectual
Nº 257.525
© RIL® editores, 2015
Sede Santiago:
Los Leones 2258
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valparaiso@rileditores.com
Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores
Epub hecho en Chile • Epub made in Chile
ISBN 978-956-01-0241-6
Derechos reservados.
Juego de caravanas
Amanecerá, hermana. ¿Sientes el soplo del mar llegar hasta aquí, con su olor de algas, de peces, de otra sal distinta de esta que pisan nuestras plantas? Siempre supimos cuando el día llegaba porque lo aspirábamos antes de que la primera claridad se asomara por las montañas. Tú abrías los brazos y llenabas el corazón de aire. Entonces, cuando la luz permitía distinguir tus facciones, hasta parecías bonita. Tú, que al igual que yo, nacimos de una mala entraña que nos desechó como a un despojo: feas, condenadas a vivir lejos de la gente que nos mira con miedo y con asco. Tú, encima, con esa mancha violeta que te cubre la mitad de la cara como un eclipse. Y, sin embargo, fuiste tú la que conoció hombre, tal vez por apuesta, pero que no te dejó nada y en cambio te robó el habla. Entonces mi soledad fue mayor. Te tenía, pero no al alcance de mi oído, aunque tú sí me escuchabas y de maneras que solo yo entiendo me lo hacías saber.
De los casi nadie que hemos conocido solo nos quiso el abuelo. La abuela nos recibió como a alimañas y nos alimentó como a tales. El viejo no, jugó con nosotras, nos enseñó las letras que nos abrieron el baúl de los libros y, principalmente, nos hizo sentir humanas. Cuando murió la abuela, ninguna derramó una lágrima. Cuando murió el abuelo, sentimos que se hundía el mundo. Para entonces ya éramos muchachas y pudimos seguir adelante arrastrando el fardo de nuestras vidas. La majada de cabras nos dio el sustento y el resto lo obtuvimos de las raras visitas a la feria del pueblo, envueltas en los embozos que cubrían nuestros rostros, para vender los hilados que obteníamos cada año de los pocos animales de lana. Fue en uno de esos viajes cuando conociste al hombre que te hizo muda. ¡Maldito ese día!
Después todo fue pasando como el caminar de una oruga: las horas, los años, los pesares. Yo solía ser feliz algunas noches: cuando en el sueño era una mujer hermosa y alegre. Pero el despertar me precipitaba a un hondón oscuro del que no salía por mucho tiempo. Entonces tú sabías que yo había soñado y tratabas de consolarme, primero con palabras, más tarde, solo con tus manos deslizándose por mi espalda.
A estas soledades que nos echó el destino nadie viene: es casi preferible; desde aquel día ya lejano en que golpearon nuestra puerta con voces que anunciaban a un catequista, supe que este era nuestro único lugar. Cuando entreabrí, con miedo y con esperanza, tú te asomaste y yo al tratar de ocultarte dejé caer el embozo. El hombre dio un paso atrás, se santiguó y cogiendo al muchacho que lo acompañaba del brazo dio media vuelta mascullando: «¡Vámonos, no son para Dios!». No sé si te percataste completamente, aunque es imposible que no lo hicieras: las cosas te llegan siempre antes que a mí. Por eso anunciaste el terremoto con tanta anticipación, que nos permitió afirmar con piedras los muros de adobe, y cuando llovió durante tres días por primera vez en lo oído, teníamos las zanjas listas para que el aluvión pasara de largo. Nunca supe de dónde te vino ese don que te agradecía y que nos protegió muchas veces, aunque también nos causó dolor, como cuando lo del abuelo. Pero pudimos prepararnos y hasta cavar la fosa. Hemos vivido solas y eso nos hizo más hermanas. Aunque fui la mayor, a tu lado me sentía segura. No necesité a nadie más y solo pedía que mi vida se fuera primero.
Ambas hemos llegado a la edad en que ya se es viejo en estos parajes y, cuando miro hacia atrás, me parece casi un milagro.
No tuvimos otra dicha que nuestra compañía. Todo lo hicimos juntas. Cuando niñas inventamos nuestros juegos. No disponíamos de juguetes. Ninguna ambicionó nunca una muñeca, no vimos jamás una parecida a nosotras para fantasear con una hija. El juego que más nos atrajo fue el de las caravanas: al pie de esta misma piedra, una de cada lado, cogíamos las puntas de la cuerda que pasábamos por lo alto, entonces trepábamos por ella ayudadas por la soga y por nuestro propio peso. Claro, tú eras más liviana y te asomabas antes en la cumbre, mirándome con lo que sabía que era una sonrisa, entonces te dejabas colgar para que yo pudieras subir hasta quedar a tu altura: éramos las caravanas de la roca y dejábamos que el viento nos meciera mientras nuestras fuerzas nos sostuvieran. Después decidimos dejarnos colgar cabeza abajo atadas de los tobillos. Eso requirió mayores cuidados y muchas caídas en las que tú sacaste la peor parte, pero logramos dominar el juego y como era yo la que tocaba el suelo primero, te dejaba caer suavemente. ¿Te acuerdas cómo era divertido el mundo al revés? Pensábamos —¡qué tontas!— que así lo veían los raros pájaros que cruzan este cielo, y en el breve trayecto del descenso nos imaginábamos que eso éramos: unos errantes pájaros que veníamos del mar que nunca llegamos a conocer.
Ya mujeres, todo se redujo al cuidado de nuestros animales y un poco, muy poco, al de nosotras mismas. Siempre supimos que no seríamos capaces de vivir sin la otra, y aunque nunca lo hablamos, estoy segura de que sabíamos que tendríamos que partir juntas. Por eso fue que cuando te embistió el carnero y rodaste por la cuesta malográndote, yo sentí que también mi pierna derecha se dañaba. Recién entonces te propuse con mis palabras que volviéramos un día a nuestro juego de niñas, solo que ahora anudaríamos la cuerda a nuestros cuellos y simplemente nos dejaríamos caer. Sería en Pentecostés y velaríamos toda la noche hasta esperar el nuevo amanecer, cuando yo te diera la señal pues tú querías tener los ojos cerrados. Las bestias de carroña se encargarían de nuestras carnes, nuestro esqueleto se descalabraría y juntas formaríamos solo un montón de huesos al pie de la piedra transformada en nuestra lápida. Al fin, solo tierra y arena. Estuviste de acuerdo en tu lenguaje misterioso. Aún pasaron algunos años y nunca volvimos a tratar el asunto, hasta que en la última feria viste al hombre. Recuperaste el habla para decirme que el día había llegado. Dije que sí.
El soplo del mar se calma. Una brizna de sol reverbera en las cumbres. ¿Tienes los ojos cerrados? Ahora, hermana.
Asuntos de familia
Cuando, apenas repuestos del estupor, el tío Alejandro pretendió referirse al asunto, la tía Ofelia lo cortó con un imperativo: «¡No hables leseras!», que sumió al comedor en una charca de silencio y provocó el incómodo fluir de los comensales hacia el salón, el baño e, incluso, la calle. Tú permaneciste inmóvil en tu puesto, tal vez ensimismada en las palabras nonatas del tío, quizá repasando las que te hubiera gustado decir. Mucho después, ya en mi habitación, me preguntaste qué me parecía todo aquello, entonces me afirmé en la idea de que a ti el asunto te tocaba de una forma más directa que al resto de la casa.
La nuestra es una familia atada a convicciones, rituales, fórmulas y maneras de ser cuyo quebrantamiento acarrea, indefectiblemente, primero, el espanto, después el repudio y, finalmente, la segregación ominosa. Encerrada en los límites herméticos de un mundo de prejuicios, incluso la modernidad más solapada la ha rozado desde lejos sin lograr penetrarla. La televisión fue admitida solo para no desmerecer ante los demás, con una estricta censura de sus contenidos y, cuando por razones ineluctables uno de nuestros tíos llegó con un computador, fue confinado al uso personal de su portador en la pequeña habitación improvisada especialmente para ese instrumento intimidante. En el largo historial de las generaciones de una familia así no se registraban, desde luego, noticias de un escándalo y el anuncio intempestivo de Nicolás era, para la tía Ofelia, eso: un escándalo.
A mí no me parecía tan grave, pero claro, yo solo tenía quince años y, además, mi opinión no estaba autorizada para manifestarse. Por eso cuando me la pediste no vacilé en decirte que no me parecía nada y que todo llegaría adonde tendría que llegar. Sentí tu mirada en la sombra cuando me susurraste: «No sé si eres tonto o el más inteligente de esta familia». Desde tus diecisiete años me acarició una onda de ternura que me obligó a recompensarte: «Aún queda tiempo», agregué, y tú suspiraste.
Nicolás acababa de recibirse de abogado y ello había provocado la euforia de toda la parentela, avivada por la convicción de la tía Ofelia de que, por fin, la familia repuntaría en la consideración de los círculos en los que se había movido hasta que el bueno para nada del abuelo la precipitó en la pobreza.
El abuelo. Yo lo recordaba como un viejito dulce sometido a las torturas verbales de su hija, la mayor de todos sus hermanos y quien debió afrontar las peripecias de la pérdida de fortuna con un encomiable, pero rencoroso afán. Desde entonces, muerta hacía años la abuela, ella condujo con mano de centurión al resto de sus hermanos, incluidos los cónyuges e hijos que el tiempo agregó, y de la cual, aunque tarde y a un costo vitando, se liberaron solo los padres de Nicolás, desaparecidos bajo la marejada que los sorprendió en los acantilados de la playa a la que habían concurrido, invitados por el jefe del tío Arnaldo.
El abuelo también cayó una tarde de lluvia y solo lo lloraron los cielos y los nietos. Desde entonces la tiranía se hizo más rigurosa, ¿recuerdas? y a pesar de que ya no deberían quedar víctimas —yo soy el menor— aún se ejerce apenas atenuada sobre los mayores y con todo su imperio sobre ti y sobre mí. Sé que has logrado irte haciendo a fuerza de condescendencia y del uso sabio de esa sonrisa que te entreabre el rostro y proyecta sobre los demás un hálito que los adormece; aferrado a tu orilla, yo he crecido como un náufrago.
A Nicolás lo rescató la universidad, aun cuando le llevó todos los años de la carrera. Pero no logramos imaginar cuán lejos había llegado, hasta que en el cumpleaños de la tía Ofelia, con toda la ralea desplegada, dejó caer la bomba que estremeció los cimientos de la casa: «A fines de año me caso». El «¿qué?» de la tía restalló en la atmósfera electrizada de la sala, y Nicolás ratificó la noticia agregando: «Para mi cumpleaños traeré a la Gabriela para que la conozcan». Para el cumpleaños faltaban todavía dos meses y ese tiempo se colmó de comentarios soterrados que cubrieron el mutismo de la tía, encerrada en sí misma como una araña al centro de su trampa. Tú no dijiste nada, pero durante algún tiempo apagaste tu sonrisa y te apegaste aún más a mí.
La fiesta con que acostumbrábamos celebrar los acontecimientos familiares pareció gestarse a retazos, con días de interés y otros de ansiedad