Una infancia en Aranjuez allá por 1970
Por Alberto Bustos
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Los ojos de un niño se abren sobre el mundo y lo hacen precisamente en Aranjuez, en este rincón de la meseta que juega a no ser meseta. ¿Qué mejor lugar para iniciarse en el espectáculo de la vida? Eso, pasado por el filtro del recuerdo, sublimado con grandes dosis de nostalgia y aromatizado con unas gotas de distancia, es lo que encontrarás en estas páginas.
Alberto Bustos
Alberto Bustos es profesor titular de Didáctica de la Lengua en la Universidad de Extremadura y doctor por la Universidad Carlos III de Madrid. Publica desde 2007 el Blog de Lengua con el objetivo de hacer accesible el conocimiento lingüístico. Está convencido de que el conocimiento es una fuerza capaz de cambiar el mundo.
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Una infancia en Aranjuez allá por 1970 - Alberto Bustos
¿Por dónde empezar?
Acometo el sendero más escarpado de cuantos he osado atacar en mi vida. Dejo atrás sabiduría y posesiones ―cuantas haya podido acumular― y parto desnudo hacia un reino del que fui desposeído hace ya una eternidad. Ni las piedras quedaron y, sin embargo, necesito rescatar lo que se pueda antes de que a él y a mí y a todos se nos trague el olvido.
El recuerdo
En mis planes estaba hablar de lugares y, sin embargo, nada más comenzar me veo burlado por los hechos: tengo que dedicar mis primeras palabras al recuerdo. Es un acto de sinceridad; incluso, de coherencia. Las calles, plazas y jardines que se nombrarán son irreales. Hace tiempo que los sustituyeron otros del mismo nombre, o quizás incluso de nombre diferente, por más que la traza se empeñe en mostrarse parecida. Las personas que se mencionarán ―si es que se mencionan― hace tiempo que dejaron de ser ellas. Ni siquiera el yo, ese yo machacón y omnipresente, ha de tomarse al pie de la letra. El recuerdo es el único lugar, el único hogar, la única persona que me han dejado los años y a él me dispongo a rendirle tributo sacrificando si es necesario lo poco que pueda quedar.
Adelante, pues
El primer recuerdo que guardo es de mi madre o, más bien, de la cocina de mi madre, si es que es posible hilar tan fino a tal edad. Mi madre llena el centro de un universo de azulejos blancos mientras sostiene a mi hermano en el regazo. No sé lo que ocurre a continuación porque la escena ha quedado congelada para siempre tal como se hallaba en el preciso instante en que un niño fue a asomar la cabeza por la puerta de la cocina de su casa ―de la cocina de su madre―, un rayo de sol de la mañana penetrando por la ventana y quebrándose en mil pedazos contra los azulejos para precipitarse sobre madre y hermano bañándolos en una lluvia de luz de leche, de pan con nata y azúcar, e impregnando de admiración unos ojos que apenas se abrían al mundo. Tal fuerza tuvo ese rayo original que su brillo límpido sigue alumbrando al hombre que hoy soy, en el que me he convertido. Ojalá llegue a acompañarme hasta el final de mis días y en la noche postrera en que mi ojo cansado se disponga a cerrarse pueda todavía alcanzar a gozarse en un reflejo ―aunque sea tenue― de aquella primera luz.
El Jardinillo
El Jardinillo era triste como jardín porque no tenía ni flores ni setos ni árboles que dieran sombra ni una sola hoja ni un poco de verdor, aunque solo fuera para justificarse. El Jardinillo venía a ser un macetero gigante de bordes desdentados. Sus ladrillos habían conocido tiempos más gloriosos o eso, por lo menos, era lo que daba a entender aquel nombre que los mayores le habían adjudicado y los niños habíamos aprendido.
Yo no sabía ni siquiera reconocer en él un diminutivo, nada que lo vinculara con jardín. El jardín era otra cosa. Para mí Jardinillo era un nombre propio, igual que lo eran los Arcos o el Hoyo. Y ni siquiera tenía nada de particular ese artículo, que hubiera podido, que hubiera debido hacerme sospechar, porque ¿no se decía acaso la Manoli, la Angelines, el Chifla, el Murciano? Los niños nos habíamos apoderado de su cuadrilátero sin cuestionarlo, sin adivinar que poseía un pasado que conocían las personas mayores y que era el que daba sentido a su nombre. A nosotros nos bastaba con saber que te dejaban bajarte un ratito más a jugar si prometías quedarte en el Jardinillo y no salir a los Arcos, porque los Arcos eran el pórtico de lo vetado, del espacio al que no se podía acceder sin que descargaran sobre ti ira y castigo: los Arcos daban a la Calle.
El Jardinillo, en cambio, era nuestro. Era un corralito en el que excavar lagos y caceras para inundarlos después, en el que elevar presas que la tromba surgida de una botella acababa por desbordar y por derrumbar.
Nada como la felicidad de jugar en el Jardinillo, porque solo él era nuestro, solo él era de los niños. Era nuestro