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Tan cerca hemos dormido
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Libro electrónico160 páginas4 horas

Tan cerca hemos dormido

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«Entre los libros que con mayor agrado he editado en los últimos tiempos se encuentra la novela En la mañana viva o tan cerca hemos dormido, de Carlos Zamora. Se trata de un texto con virtudes estilísticas y conceptuales que aborda temáticas como la orientación sexual, el desarraigo y la nostalgia por aquellas etapas de formación que los protagonistas viven con toda su crudeza y alegría, en el opresivo ambiente provinciano, hasta que uno de ellos, Abelardo, decide emigrar a España donde encontrará su verdadera identidad.
Mediante un lenguaje limpio y preciso y apoyándose en diferentes técnicas narrativas como el flash back, la epístola y la escritura diacrónica, Zamora consigue crear un universo cautivador en el que habría que destacar la verosimilitud y la profundidad sicológica que hacen de esta historia un texto sobresaliente por el oficio y la agudeza de su autor. Es una de las mejores novelas escritas en Cuba, acerca de la identidad sexual y el desarraigo pero ahora señalo que ese desarraigo trae extrañamente la felicidad de Abelardo, personaje principal de esta historia, pues es precisamente en la emigración, donde se ha descubierto como lo que es, dejando atrás un pasado en el que no advierte, o esconde —eso no queda claro— su verdadera orientación sexual».
Marilyn Bobes.
Periodista, poeta, crítica y narradora cubana.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento8 jun 2017
ISBN9781524304676
Tan cerca hemos dormido
Autor

Carlos L. Zamora

Carlos L. Zamora (Matanzas, 1962). Licenciado en Filología por la Universidad Central de Las Villas, Cuba (1985). Ha dividido su experiencia profesional entre la gestión de bibliotecas públicas en diversas instituciones cubanas y la creación literaria, su ocupación actual. Entre sus títulos destacan Estación de las sombras (Sanlope, 2001), que fuera Mención en el Concurso Internacional de poesía Nicolás Guillén (México, 1999); la noveleta para niños A Puerto Blanco no llegan las lluvias (Ediciones Matanzas, 2012), Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas; el poemario Cada día la eternidad (Unión, 2011); la antología El amor como un himno; Poemas cubanos a José Martí (Centro de Estudios Martianos, 2008) y el libro de cuentos La noche de Judas (Ediciones Matanzas, 2012. En el 2016 su poemario Bitácora obtuvo el Premio Internacional de Poesía Caribe-Isla Mujeres (México). Carlos L. Zamora integra la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Vive en La Habana con su esposa y la menor de sus cuatro hijos.

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    Tan cerca hemos dormido - Carlos L. Zamora

    Rodríguez

    Uno

    La Confesión

    Tras los cristales la gente cruzaba desapercibida. ¿Lloviznaba? Tal vez era solo frío y comíamos boquerones acompañados de cervezas. Un montón de ellas cargaba a diario, siempre de marcas diferentes, y en la noche miraba la televisión y bebía hasta quedarme dormido. No tomé un líquido mejor en España durante cuarenta y cinco días y ni siquiera me dolió la cabeza. Había pedido una para Abe, aunque sé que no bebe. Siempre pensé que cuidaba de mantenerse sobrio, como si necesitara estar alerta. Entonces comenzó a juguetear con el tenedor y recordé cuando hacíamos competencias de equilibrio sobre los rieles, camino de la escuela.

    A ambos lados de la vía, como improvisadas, se alzaban viviendas pobres, con techos de zinc y paredes de cartón. Bien cerca, emergían construcciones nuevas y los cantos amarillos se amontonaban al pie. Al pasar cada mañana, niños mayoritariamente mestizos, armados de vasos plásticos y de cepillos dentales descoloridos, nos miraban recelosos, bajo los gritos de sus padres que les exigían apresurarse.

    Y negros viejos, muy viejos porque tenían ya el pelo canoso, bebían a nuestra vista, con los ojos apagados y la barba deshecha, infusiones que humeaban hacia el cielo.

    Teníamos casi la misma estatura pero él se veía más apuesto porque era más delgado. ¿Estábamos en sexto? Supongo que sí, porque luego ya no fue necesario tomar el camino de la vieja estación americana. A menudo nos confundían y en cierta ocasión incluso lo llevaron en bicicleta hasta mi casa, atiborrándolo con recomendaciones muy estrictas respecto al cuidado de mi hermana menor.

    Me lo dijo casi en un susurro pero muy claramente, como para evitarse el dolor de tener que repetirlo, y sufrí ese esfuerzo como si fuera propio. De inmediato quise recordar. Fue una reacción instantánea, quizás porque no estaba acostumbrado a verle en ese estado. Quería precisar cuándo fue la primera vez que reparé en él, que tuve noción de su existencia. Y me percaté entonces que faltaban en mi memoria esos primeros tiempos, que lo primero que recordaba eran aquellas caminatas por el atajo de la estación.

    La escuela era acogedora. En un espacioso patio interior se efectuaban el matutino y los actos políticos. A veces los padres se quedaban y podíamos atisbarlos por entre las celosías. Se mostraban casi siempre orgullosos porque éramos muy buenos estudiantes. Tanto que al final del curso figurábamos entre los diez mejores expedientes. En la actividad de clausura, recuerdo, mientras cantábamos el Himno, mi hermana comenzó a gritar es mi hermano, es mi hermano hasta que mi padre la convenció de que hiciera silencio sin que se echara a llorar y empeorara el asunto. Abe también suspiró aliviado.

    Vivíamos en edificios contiguos y casi sin proponérnoslo comenzamos a ir y volver juntos a pesar de no estar en la misma clase. Ya en la Secundaria compartíamos mesa e hicimos el primer pacto: él haría mis cartas tecnológicas, yo corregiría su ortografía; el resultado no pudo ser mejor: las notas más altas para cada uno.

    Hablábamos poco de novias, que yo recuerde, aunque ya nos gustaba presumir y él me prestaba sus ropas que siempre fueron más caras y de mejor gusto.

    No era entonces mi mejor amigo. Pero no recuerdo quién lo era. Los cuatro que luego seríamos inseparables, nos conocíamos, y el Bola, que siempre tuvo amistades un poco marginales, porque vivía en las afueras del pueblo, estaba bastante cerca del grupo. Hasta que nos becamos fuimos conocidos cercanos, como decían los mayores; en el pre ya fuimos amigos de verdad.

    No llovía seguramente, pero sentía la humedad de los pies. Abe me había comprado unas botas de cuero para soportar el frío madrileño y antes se había reído de mis zapatos, tan feos como inapropiados para aquel viaje.

    El preuniversitario lo pasamos en una zona citrícola donde había un microclima y las temperaturas podían bajar hasta menos de diez grados. Las frazadas de que disponíamos eran tan delgadas y estrechas que dormíamos con los uniformes puestos aunque amaneciéramos estrujados. A veces eso resultaba insuficiente y nos acostábamos en grupo, arrimando dos o tres literas. El aire frío penetraba por las ventanas rotas y aquel amasijo de uniformados era la única solución para protegerse. Entre aquellos cuerpos que se rozaban y se apretujaban inevitablemente, estábamos los dos. No importaba que en la tarde me hubieran escogido, como tantas veces, para leer el manojo de historias pornográficas que circulaba por todos los albergues y nos enerváramos luego ambicionando ser los protagonistas de orgías con muchachas vírgenes, señoras fogosas o exóticas damas. Así dormíamos; inocentes.

    En el Café apenas percibía el invierno. Tenía una sensación rara en el estómago y no pudimos mirarnos durante varios minutos. Sonreíamos como dos tontos cuando Abe tomó un largo sorbo de cerveza, quizás esperanzado en que yo retomara la charla.

    Las comidas del pre eran un asco, pero a la mayoría nos convino porque logramos adelgazar y parecíamos entonces mayores. Los miércoles alternos los padres se las arreglaban para enviarnos alimentos y saldábamos, al menos por un día, la deuda con nuestros depauperados estómagos.

    Abe no era tan comilón. Teníamos la sospecha de que gastaba menos energía porque jamás le vimos correr en la pista ni participar en las competencias de planchas y barras fijas que se organizaban a la hora de las duchas.

    ―Ahora voy al gimnasio al menos tres veces a la semana y corro cada vez que tengo la oportunidad ―dice sonriéndome.

    En cambio, a la hora del baile era el mejor y siempre había muchachas ansiosas por tenerlo de compañero. Los del grupo debíamos esperar a que pusieran una cinta de Roberto Carlos, Camilo Sesto o alguna pieza suave, si queríamos pasar por bailadores.

    Y sobre las novias entonces, salvo mofarse de las nuestras, casi nunca le escuchamos abordar el tema. Tenía el don de atraer a las muchachas con su carisma y no comprometerse a enamorar a ninguna. A mí, en cambio, me resultaba difícil salir airoso. Más de una vez debí cortejar a alguna por quedar bien, aunque no me gustara.

    ―Cuando se llega a nuestra edad tienes que cuidar el cuerpo como nunca o te retiras de la vida social.

    Comprendí que me estaba contando algo de su nueva condición y preferí no preguntarle para no ser indiscreto. No dijo más. El silencio es insostenible cuando llevas casi cinco años sin ver a tu mejor amigo y estás en una ciudad nueva que has deseado poseer como a una novia desde hace mucho.

    Una vez, durante una guardia nocturna, discutíamos sobre el tamaño de los penes. En la tarde, el negro Manzano había estado alardeando de su potencia y en un rapto de audacia silbó a las muchachas que cruzaban por el pasillo aéreo y cuando ellas volvieron la vista, les mostró su enorme rabo por entre las persianas.

    Él quería saber. Estábamos solos y hacía frío. Nos acomodábamos como podíamos detrás de una columna que separaba el pasillo de la entrada a la Dirección. Las butacas estaban un poco desvencijadas, hundidas por el centro, con algún que otro muelle emergiendo del tapizado. En cualquier momento podía venir el profesor de guardia, aunque era de extrañar por la temperatura, o alguna de las banditas a conseguir complicidad para robar en el almacén del comedor, lo cual era mucho más probable.

    Abe se sentía herido en su amor propio por la inevitable referencia del negro. Así que quiso comparar y aquella oportunidad le parecía única, sobre todo tratándose de mí. Eso me dijo. Y cuando lo tomé a broma insistió de una manera que no supe rehusar. Sentí que lo ofendería irreparablemente.

    Nos fuimos al baño de varones. Olía mal y la iluminación era muy pobre: apenas una bombilla alta, que dejaba adivinar la posición de los urinarios. Como me vio indeciso me conminó dando el ejemplo, se abrió la portañuela y extrajo su miembro que estaba casi erecto. Él consideraba que yo estaba mejor dotado y al sentir la flaccidez del mío me dio vergüenza. Lo saqué de todos modos para salir del mal momento y él lo escrutó agachándose un poco para concluir que mi glande era mayor. Pero ninguno como el de Manzano.

    Fue solo un momento porque temíamos que llegara alguien y nos vieran en una situación como aquella. Me aseguró que solo había sido posible con un amigo como yo y, aunque un poco anómalo, me sentí halagado. En las duchas, tiempo más tarde, y en las literas, hicimos entre los muchachos más de una comparación y hasta nos pusimos epítetos relacionados con el tema. Abe nunca participó. No creo que tuviera una conversación similar con otra persona, ni siquiera con los otros integrantes del cuarteto.

    Cortó un trozo de pescado con una lentitud pasmosa y aguardó. Le conté de mis nuevos amigos, de lo distintos que eran algunos y que no me importaba. Alguien le llamó al móvil y mencionó que estaba conmigo. Es una chica que conocerás ―me dijo.

    Cuando nos graduamos de aquel preuniversitario infernal donde gané una cicatriz en la barbilla y perdí mi autoestima para toda la vida, o al menos para todo lo que quedaba de mi primera juventud, hicimos una fiesta de hombres en casa del Bola. Bebí hasta embriagarme y Abe cargó conmigo. Fuimos dando tropiezos por aquellas calles en penumbra. Me cuidaba de que no fuese yo demasiado afectuoso con los postes del alumbrado público o con las muchachas que iban acompañadas. En casa me metió en la ducha con la anuencia de mis padres, que se morían de la risa, y me dejó listo para dormir la primera noche oficial de vacaciones y de libertad, luego de un año de lidiar con delincuentes e hipócritas.

    Comenzaba una nueva época para todos. Estudiaríamos en universidades distintas y era improbable que nos viéramos tan a menudo porque tendríamos muchos kilómetros por medio y muy pocos deseos de retornar al pueblo. Él salvó todo lo que teníamos en común. Y un día se fue.

    Estaba acostumbrado a ser su elegido, pero semejante honor no aminoraba ni mucho menos mi desazón. Los dos teníamos asuntos pendientes y casi se nos había hecho tarde.

    Tomó un último sorbo.

    ―Me costó tres días decírtelo ―confesó.

    Y como yo le mirara incrédulo:

    ―...bueno, en realidad me ha costado media vida.

    Compartimos una sonrisa triste.

    Salimos a la calle casi al oscurecer y no me afectó la baja temperatura, aunque veía a la gente muy abrigada a mi alrededor. Prometimos vernos al día siguiente y al despedirme me tendió la mano como de costumbre. Yo le abracé. Al roce de su mejilla sentí un ligero escalofrío.

    Dos

    Inventarios

    Desde mi llegada estoy por hacerte una carta; incluso eso me resulta difícil. El viaje fue muy cómodo. Se retrasó un poco el vuelo, pero a esperas más largas estamos acostumbrados, así que lo disfruté igual.

    Durante el trayecto apenas conversé con alguien. Pensaba en todo lo que había vivido en esas semanas. Y no sé si lo que tú hiciste me ayudó, pero lo cierto es que al llegar me decidí y rompí con todo. No sé qué esperar ahora de la vida, aunque esa duda es mejor que la inercia en que estaba. A ella le ha caído la decisión como un cubo de agua fría, porque se entusiasmó mucho con sus regalos y los del niño. Como si eso cambiara algo.

    Enseguida entregué tus encargos a cada una de la gente que me

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