Tu parte del trato
Por Josan Hatero
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Tu parte del trato - Josan Hatero
Tu parte del trato
Copyright © 2003, 2022 Josan Hatero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726758740
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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León Montoya
(Variaciones de la comunicación en lengua materna)
Conocí a León Montoya en la marina mercante, durante la época en que a mi vida comenzaron a sucederle cambios.
Yo contaba veintitrés años. Hasta entonces, salvo el año del servicio militar —en la marina precisamente—, apenas había salido de mi pueblo natal, Malgrat de Mar, en la provincia de Barcelona. En invierno llevaba el taxi de mi padre, haciendo los turnos de noche, y en verano, cuando llegaban los turistas, entraba de ayudante de cocina en el restaurante de un hotel —cuando se trabaja en hostelería sólo existen dos estaciones: invierno y verano—. Nunca tuve ilusión por estudiar o desempeñar trabajo alguno; tampoco vocación marinera. La posibilidad de echarme a la mar, como suele decirse, llegó a través de un amigo de mi padre. Era una oferta tentadora: un buen sueldo y la oportunidad de ver mundo. Mis pocos amigos del instituto y del barrio estaban casados o profundamente ennoviados o se habían ido del pueblo y cada vez nos veíamos menos; yo no mantenía ninguna relación estable, algún ligue esporádico de fin de semana, pero nada ni lejanamente serio; si me iba no dejaba a nadie atrás, salvo a mi padre, y él insistía en que debía probar mi suerte.
En una tripulación mayoritariamente británica, León Montoya era el único español a bordo hasta mi llegada a mediados del mes de abril del 91. Ambos éramos de marcado aspecto mediterráneo; él ligeramente más alto, hombros y antebrazos más robustos. Por lo demás, existía cierto parecido entre nosotros, un aire familiar, y podría haber pasado por mi hermano mayor. Era el chef del barco y yo trabajaría a sus órdenes. El resto del personal de cocina lo completaban dos filipinos, individuos susurrantes y nerviosos que parecían tramar sudorosas conspiraciones; se sabía que eran familia, pero nunca averigüé la naturaleza de su parentesco. En todo el tiempo que pasé trabajando junto a ellos jamás me dirigieron más de tres palabras seguidas. Montoya prohibía hablar durante el horario laborable. En mi primer día, me presenté ante él con mi gorro y mi delantal inmaculadamente blancos, una sonrisa y un saludo en español. Ignorando mi mano extendida, los puños cerrados apoyados en las caderas, se plantó frente a mí, el cuerpo inclinado hacia delante y el rostro severo de un sargento de marines, y, en un detenido inglés, me indicó que debía dirigirme a él exclusivamente en ese idioma, la lengua del barco, y que estábamos allí para trabajar y no para hacernos amigos. Eso no representaba ningún problema para mí: no soy precisamente hablador; me gusta el silencio, siempre me ha gustado.
Me adapté rápidamente a la vida rutinaria del barco. Hacía mi trabajo lo mejor que sabía, sin importarme su dureza o las horas que empleaba. Tenía camarote propio y, aficionado como soy a leer, pasaba mis ratos libres entre libros, muchos de ellos en inglés para mejorar mis pobres conocimientos de ese idioma.
También por entonces comencé a escribir poemas. Supongo que todo el mundo, aunque carezca de aspiraciones artísticas, como a mí me ocurría, siente en algún momento de su vida la necesidad de escribir, poesía o lo que sea que le ayude. En mi caso tal vez se debiera a la melancolía del mar o a la incertidumbre de una nueva vida, quién sabe; pero al terminar la jornada de trabajo, metido ya entre las duras sábanas de mi camastro, pergeñaba en mi libreta quizá no un poema, quizá sólo una rima o un pensamiento, y anotaba la fecha debajo; eso diferenciaba un día de otro. Después apagaba la luz y me dormía. Esta pequeña tarea se volvió tan importante que, si no escribía algo una noche, no conseguía conciliar el sueño.
Cada cuatro semanas de trabajo recibía una de fiesta; siete días que eran para mí oro puro y que aprovechaba para volver a casa, si estábamos atracados en Barcelona, o bien bajaba a tierra en el primer puerto, alquilaba una habitación barata y me convertía en un turista. Todavía hoy me parece que turista es lo mejor que se puede llegar a ser.
A mediados de noviembre de ese año conocí a Jackie en Liverpool, puerto madre de nuestro barco, donde a menudo disfrutaba de mis días off, como los ingleses los llaman. Era una fría noche de lunes y decidí salir a beber unas cervezas. Nadie se detenía en la acera; los estudiantes saltaban de una pinta a una más y de un local a otro, abarrotándolos. Jackie y sus amigas estaban bailando en un pub irlandés, en cuyo pequeño escenario una banda interpretaba canciones tradicionales ante una mayoritaria indiferencia. Las observé seguir el ritmo de la música, serias e inquietas. Jackie no era la más hermosa, pero me gustó su cabello rubio y corto, casi descuidado, la nuca al descubierto y la forma de mirar a su alrededor, con curiosidad, como si cualquiera o cualquier cosa resultara digna de asombro. Me acerqué a ella improvisando seguridad, simulando casualidad, explotando mi acento extranjero, el carácter transitorio de mis atenciones.
Jackie estaba terminando medicina y compartía un coqueto apartamento con tres chicas más. Su habitación se encontraba al final del pasillo; me condujo hasta ella cogiéndome la mano, a oscuras, aparentando timidez. Cerró la puerta y, sin encender la luz, a tientas, me llevó a un lugar escondido y antiguo; conocido, pero siempre diferente.
Después, como si necesitara justificarse lo que de repentino había sucedido entre nosotros, Jackie me contó cosas que sólo se le confiesan a un amante habitual. Yo la escuchaba tumbado junto a ella, rigurosamente pegado a su espalda en la oscuridad, mi aliento sobre su nuca; escuchaba atento su acento musical, su hablar pausado, repitiéndome las palabras con las cuales ella pensaba que yo tendría dificultades, y me sentía calmado y natural. Yo antes nunca me había quedado a dormir con una chica y no porque todas mis relaciones hubieran sido fugaces y urgentes, sino porque el hecho de dormir con alguien me resultaba más íntimo que el sexo y exigía de mí un esfuerzo que no estaba dispuesto a comenzar. Sin embargo, aquella noche con Jackie fue más fácil quedarme que forzar una despedida y echarme a la calle.
A la mañana siguiente me marché sin desayunar. Jackie se despidió tibiamente y con estudiada indiferencia me preguntó si nos volveríamos a ver; le contesté que sí creyendo que le mentía.
Mi siguiente semana de vacaciones regresé a Malgrat coincidiendo con las Navidades. No veía a mi padre desde el verano y descubrí con extrañeza que le echaba de menos; su presencia callada concentrada a mi alrededor, ese heredado vínculo de tácito silencio que nos pertenecía. Era la primera vez que añoraba a alguien que no fuera mi madre. Y era también la primera vez en mucho tiempo que encontraba a mi padre de buen humor. Su cara sonriente parecía sacada de fotografías