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Te sienta bien la soledad
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Libro electrónico253 páginas3 horas

Te sienta bien la soledad

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Dreide, italiana y muy meridional, se casa con un viudo danés; los caracteres tan opuestos hacen que ella se vea supeditada a los gustos de él y su ama de llaves, estilo Rebeca. A poco de casarse, él pide el divorcio. Vuelven, pero esta segunda unión también falla. Ella conservará siempre su amor por su exmarido, que en la novela lo expresa de forma poética.

Eulalia Boya Balet nace en Zaragoza, España. Estudia Ciencias de la Empresa. Habla francés, inglés, holandés —lo era su marido—, alemán —algo olvidado— y tiene conocimientos de ruso. Es actriz, fue azafata de vuelo y le encanta recitar. En segundas nupcias, fue ella quien, bastante rápido, pidió el divorcio. Dios es su pilar importante. Actualmente es feliz… y sigue escribiendo.
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 jul 2023
ISBN9791220144124
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    Te sienta bien la soledad - Eulalia Boya Balet

    Eulalia Boya Balet

    Te sienta bien la soledad

    © 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

    ISBN 9791220138598

    II edición: Corregida y Revisada en abril de 2023

    Depósito legal: M-14575-2023

    Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

    Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

    Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

    Esta historia es una obra de ficción. Cualquier referencia a hechos, lugares y personas debe considerarse pura coincidencia.

    Te sienta bien la soledad

    A Cornelis Herman ten Haven

    Agradecimientos

    A Europa Ediciones y a mis tres editoras:  Ginevra, Elisa, y Veronica

    PRÓLOGO

    Con frecuencia suelo recibir ejemplares de escritores que no conozco para que opine sobre el contenido de la obra que han escrito y por su bien suelo ser sincera aunque, naturalmente, como todo ser humano, puedo equivocarme.

    No obstante cuando recibí Te sienta bien la soledad de Eulalia Boya a la que no tengo el gusto de conocer personalmente, me quedé perpleja, no sólo por el lirismo y la magnífica prosa que rezuma la obra, sino por lo bien estructurada que está aunque aparentemente sea un relato deslavazado y como escrito a golpes, golpes perfectamente combinados para que, al entremezclarse, consigan llamar la atención del lector y al mismo tiempo formar una unidad perfecta en lo que se refiere a la novela.

    En un principio siempre he sido reacia a las novelas autobiográficas porque generalmente el autor cuando escribe sus propias experiencias, no tiene en cuenta el interés del lector sino sus propias vivencias.

    Sin embargo en la novela que tengo el placer de prologar, esa circunstancia no se produce ya que la autora es una escritora de pies a cabeza y su quehacer literario es superior incluso a los avatares que expone porque resultan más interesantes que a los que derivan de su propia vida.

    De hecho se trata de un libro en que los sentimientos son los protagonistas y la impotencia es la columna vertebral que los alimenta. Lo demás son anécdotas que atrapan al lector desde la primera página.

    Mucho más se podría decir sobre Te sienta bien la soledad pero creo que es más importante que el lector vaya descubriendo las grandes cualidades que encierra esa obra y que sin duda marcará un hito transcendental en la literatura actual.

    Mercedes Salisachs

    Roma, 10 de abril de 1997

    Te sienta bien la soledad

    Han florecido muchas veces los almendros desde que me olvidaste.

    Los tejados de las casas de Lydersholm, de pizarra gris, siguen despuntando por encima de los campos en los días sin niebla. Los edificios no tienen pararrayos. Aparentemente las tormentas no visitan ese pueblo ignoto de la geografía danesa, sólo destrozan de vez en cuando, el corazón ingenuo de algún vecino confiado.

    ¿Conoce Ud. Lydersholm? ¿Lydersholm? ¿Por dónde cae?

    Me llevó tiempo el pronunciar correctamente su nombre. Menos del que empleé en acoplarme a sus costumbres. Yo te amaba y mi orden del día consistía en esperar tu regreso ansiosamente. Me dediqué a perfeccionar el complejo idioma sajón estudiando intensamente tres semanas antes de nuestra boda.

    En tu despacho que generosamente me brindaste organicé mis libros, cuadernos, grabadora y cintas. Y laboriosamente día a día trabajaba en ello cuatro o cinco horas como mínimo. Luego me marchaba a departir con Hanne, mi única amiga danesa. Mi única amiga en realidad en tu país. Nunca le perdonaste que como a Safo de Lesbos le atrajeran las mujeres.

    No confío en ella, repetías con terca obstinación. ¿Lo haces en mí?, murmuraba yo. En ti sí. Entonces, ¿dónde está el problema? Yo solo te amo a ti y las mujeres, únicamente pueden ser para mí buenas amigas, nunca otra cosa. Pero tu entrecejo se fruncía cada vez que por una u otra razón el tema Hanne saltaba al tapete.

    Te sienta bien la soledad

    Enganchas sin dificultad con el silencio. Con tu silencio. Siempre fuiste autónomo, organizado y minucioso. Enamorado del orden, armónico. Observé cómo, incluso delante de mí, las mujeres te buscaban. Pero tú nunca entraste en ese juego frívolo del coqueteo y la seducción. Alguna vez te vi desconcertado, ruborizado por el acoso. Nunca galanteador. Y en esa integridad tuya, te quise aún más.

    Lydersholm era tu pasión. Tu casa, tu íntimo orgullo. Luego estaban por supuesto en lugar preeminente tus hijos, tu madre, tus amigos, tus vecinos, tu asistenta 

    –nunca fue la nuestra-  y tu gata. 

    Después, a bastante distancia, extranjera y discriminada venía yo.

    Ocupaba el resquicio que en tu corazón -¿o fue sólo en tu tiempo libre? –habían dejado vacío el cúmulo de tus afectos.

    Tu propuesta matrimonial fue muy concisa, muy transparente. Sólo yo no supe traducirla. No había en ella cabos sueltos.

    A menudo, a lo largo de nuestra dilatada relación de noviazgo y rompimientos –los que tú tanto decidías, como decretabas- me recordabas que eras técnico con los dos pies en el suelo: Begge ben pa jorden, sonreías en cuanto pude entender algo de danés.

    No habría hijos ni perro. Viviríamos en el campo, en una zona residencial a las afueras de Saed. En ese pueblo que tú habías elegido y en la casa que había sido de tu primera esposa, la cual después de largos años de matrimonio, lleno de incomprensiones mutuas, te había dejado civilmente viudo.

    Take it or leave it. Tómalo o déjalo, dijiste con absoluta naturalidad y tajante acento, enumerados todos tus requisitos, el día en que, por fin, después de múltiples dudas, condiciones y abandonos, te decidiste a brindarme tu mano en matrimonio.

    ¿Qué podía hacer yo, que llevaba años amándote? Años en los que a capricho me tomabas y me dejabas, como un objeto sin valor. A pesar de tu escueta proposición, pensé que de una vez por todas, habías empezado a quererme.

    Pero fue una errónea conclusión. Sólo buscabas una pareja acoplable a las arrugas de tu traje.

    Siempre he soñado, repetías a menudo, dormir con una muchacha bonita –a pretty girl— entre mis brazos. Pero ello, no incluía amarla. Ni tampoco que esa muchacha bonita o no, tuviera ideas, deseos y conceptos de la vida propios. Únicamente debía estar hecha a la medida de tus brazos. Ése, era el listón.

    Me daban una gran envidia los perros lobos, los doberman, los afganos, el gran danés, paseados con mimo por sus dueños, en las calles tranquilas y ajardinadas de Lydersholm.

    Mi gata es demasiado vieja, no aguantaría en modo alguno un cachorrillo joven a su lado. Y la extranjera a quien se le había negado de antemano a maternidad –yo ya tengo dos hijos- tuvo que bajar una vez más su cabeza y buscar sucedáneos en los varios animalillos de las repisas y las alhacenas: elefantes, pájaros, perros, gatos… de cerámica, cristal, metales… O en los ositos de peluche.

    Con vida: Los fríos e indiferentes peces del acuario y la gata, displicente y egoísta buscando únicamente el calor del sol o su propia comida.

    Y a pesar de eso me acoplé con prontitud. Mi cariño hacia ti era la sal que condimentaba aquél brusco cambio de vida. No lo recuerdo con rencor. Tampoco con nostalgia. Creo que he aprendido en parte ese difícil arte de vivir el minuto presente.

    Aquí y ahora soy dichosa.

    Hasta mi ventana, en general silenciosa, llegan murmullos de vida. Coches, trenes, ladridos de perros, alguna voz y de vez en cuando música suave.

    Es importante sentirse feliz. Y más todavía darse cuenta de que se es. Me parece casi impúdico el confesarlo. Pero yo sólo te lo digo a ti que tal vez ni lo leas y que a fin de cuentas vas a tirarlo directamente a la papelera.

    Como hiciste con mis fotos. ¿Recuerdas? Aquellas fotos eróticas que me sacaste en un rincón del salón, inexplicablemente durante el proceso de nuestro primer divorcio y que luego del segundo, decidiste con mi absoluta aquiescencia guardarte, pero que según me confesaste telefónicamente un tiempo después, acabaron entre las llamas de tu chimenea, cualquier atardecer de mi ausencia.

    Te sienta bien la soledad

    Has vuelto a ser el presidente del partido liberal de Lydersholm. Juegas sin parar al golf. Tienes tu grupo de bridge. Se han incrementado tus relaciones sociales. 

    Y dices que eres feliz. ¿O no me lo has dicho así de claro? ¿Qué dijiste exactamente? Es tan lacónico el teléfono. No puedo ver tu rostro. Sólo puedo adivinarlo un poco a través de tu risa 

    –esa risa que siempre me cautivó- y también a través de tu voz –serena, pausada y suave-.

    Me da miedo el tráfico tan denso de Roma. Y la velocidad. Allá, la carretera de Saed tenía un límite de setenta kilómetros por hora y yo me sentía valerosa.

    Aquí voy de autobús en autobús y de metro en metro. Se acabó el lujo privado de las cuatro ruedas.

    También te acabaste tú y nuestros cafés de los días de fiesta y, nuestras charlas sobre cualquier tema tamizadas de tu suavidad. Y los tés con tarta de manzana y nata los sábados después de las compras. 

    Y el dormir efectivamente entre tus brazos sabiendo que al día siguiente te iba a encontrar junto a mí cuando sonara el despertador. Y también al otro y al tercero. Y nuestras fusiones íntimas en las que mi yo se perdía en ti mientras, una infinita dicha me embargaba.

    El concepto siempre tenía el contenido opuesto al infierno. Era perpetuidad en la dicha. Era gozo indescriptible. Era vida. 

    Recuerdo haber visto volar, con inefable deleite bandadas ingentes de palomas torcaces, alrededor de la torre de la iglesia de Lydersholm, y su sonido misterioso e indescifrable, inundaba el cielo sur de toda la provincia, en el buen tiempo.

    Y aprovechándolo también tú salías al jardín y contemplabas con arrobo tus flores y comprabas carretadas nuevas para plantar luego con esmero. Durante horas repasabas el terreno arrancando las malas hierbas 

    –un día me arrancaste a mí de cuajo-, podando todo aquello que en tu opinión lo merecía. 

    A mis preguntas, siempre he necesitado –básicamente insegura- una respuesta concreta, delimitada, firme, contestabas que eras feliz. Pero que lo eras de distinta manera que yo, con menos vehemencia, con menos pasión, con menos altibajos. Como la línea plana del electroencefalograma, que lo único que nos certifica en definitiva, es que no hay vida.

    Dímelo. Dímelo sólo a mí. ¿Eres feliz ahora? ¿Lo eres en la manera en que lo fuiste conmigo? ¿Más? ¿Menos? No te escudes en que es distinto. La felicidad, como el amor o la salud, siempre es equiparable.

    Hace algunos días –no era la primera vez- soñé contigo. Yacías en cama enfermo. Yo iba a cuidarte y tú me dejabas hacer como actuabas últimamente, con absoluta indiferencia. Pero yo ya había contado con ello y en ningún momento me sentí desmoralizada. Bien al contrario estaba gozosa con tu proximidad. Confieso sin ninguna vergüenza, que eres el único hombre que hubo en mi vida, del que no me importaría ser su perrillo faldero.

    Alguien me dijo hace poco que no entendía que me humillara tanto contigo. ¿Crees tú que eso es humillación? Yo te quiero. Y me siento bien diciéndotelo. Por carta o por teléfono. ¿Qué importa que no me envíes de vuelta la misma emoción? ¿Qué más da la distancia, tu frialdad, la atmósfera repleta de ausencia?

    Expresando mi sentimiento, lo revivo y lo gozo. ¿Qué valor puede tener lo demás?

    Casi estamos en Semana Santa. Se prevé que se desplacen diez y seis millones de vehículos. Italia se paraliza en estas fechas –la mía, mi propia parálisis de amor, data de mucho antes: apareció de golpe, junto con tu desdén-.

    Me he quedado hablando contigo y ya es la una y cuarto de la madrugada. La hora de las brujas. La hora de los sueños. La hora de los posibles que ocurrirán con certeza al día siguiente, o en un futuro próximo o lejano. Esa hora que nos embauca a sabiendas, y de la que no obstante con los ojos abiertos pero ciegos no deseamos emerger.

    En ese tiempo y con asidua regularidad hay un hombre que da hachazos en una de las chabolas de enfrente. Creo que corta leña. En invierno pensé que lo hacía para calentarse con los troncos. Pero habida cuenta de que estamos a veintisiete grados centígrados, sólo me ocurre que pueda emplearlos para cocinar. Acaso para vender la madera. ¡Quién sabe! Su hora: entre las doce y la una y treinta de la madrugada. Y claro, sólo estoy despierta para escucharlo, insolidaria y pasivamente desde -mi blando lecho-, algunas veces. Corta un tronco y se va. De nuevo la noche queda encubierta, dispersa. Me gusta ese misterio plúmbeo y te siento más mío aún a pesar de ti. 13 de abril 

    La mañana está despertando.

    Llegan hasta mí indecisos, los primeros rumores de la ciudad. Un tren me recuerda que existen los viajes e infortunadamente la distancia. Con el cambio de horario la luz nos invade desde horas tempranas. 

    Tú eras/eres luz.

    Prosaicamente acabo de poner una lavadora. Su rum, rum, me acuna desde la habitación contigua, como a un bebé.

    Pasado mañana, vendrá Caperucita y continuaremos con la explicación de los verbos. Me parece curioso que ella cuya inteligencia es abrumadora, se atasque en gramática elemental de una forma tan notable. Claro que prefiero que sea esa materia, en la que yo –aquí y ahora (ha cambiado tanto en enfoque de los estudios)- le puedo echar una mano de vez en cuando. 

    15 de abril

    Está sonando –creo- Beethoven en mi pequeño transistor.

    Los violines gimen y el piano en notas más graves, los acompaña. Me considero dichosa por gozar de la música. Es un extraordinario placer que nadie nunca me podrá arrebatar –se me ha ido tanta dicha entre las manos…-.

    Siempre me han interesado las aficiones individuales por la libertad e independencia que ellas te proporcionan. De jovencita me marchaba sola al cine, al concierto, a las exposiciones… Para mi madre era un motivo de preocupación. Yo siempre fui un motivo de preocupación para ella. Irremediablemente. Irreparablemente para ambas. 

    Tenía que explicarle –con periodicidad y sin ningún éxito- que si le pedía a una amiga que me acompañase, al final acabábamos viendo una película de El gordo y el flaco, en lugar de la última de Ingmar Bergman o Antonioni.

    Y también encargábamos una suculenta merienda en vez de visitar una exposición de arte abstracto.

    ¿Sabes que acabo de acertar? Era una sonata para violín y piano de Beethoven. Adivinar el tema o el autor aun aproximadamente, es como una pequeña batalla que me gano a mí misma. Un triunfo, una vez más, en solitario. 

    Aquí te amo…, diría Neruda, "…y como yo te amo, los pinos en el viento…" Desde mi ventana no se vislumbran pinos. Sí árboles. Pero no sabría decirte a qué clase pertenecen. Tú sí lo sabrías. Tú conoces todos los árboles del mundo, las plantas y las flores. Tú y tu lejano mundo que hace ya casi diez años definitivamente os ausentasteis de mí.

    Ayer recibí tu carta. La intuía. Era consciente de que nuestra última conversación te irritó. Lloré en ella. Casi siempre lloro cuando hablo contigo. De alegría o de dolor. O de ambas cosas a la vez. Son mis únicas lágrimas. No lo hago desde hace muchos años por nada ni por nadir más. 

    Tu carta era seca, no dura. Tú no tienes maldad. Puedes rechazar o concluir una relación sin que ello signifique el menor deseo de herir a la otra parte. Sin acritud. He sido abandonada tantas veces por ti… Antes de casarnos y después de nuestras dos uniones oficiales. 

    Estoy hecha a tu desamor, estoy hecha a la medida de tu olvido.

    Pero no he aprendido todavía, no lo haré nunca, a dejar de quererte. En esta época de sexo, poder y dinero a mí solo me preocupan tus ojos, del color de la uva blanca y tu sonrisa leve de niño bueno.

    Hoy es temprano. La ciudad comienza a despertar. Mi calle, te lo dije ayer, es tranquila. Su paralela hacia el centro tiene mayor movimiento. Incluso se ven cruzar casi incesantemente los vehículos, pero apenas los oigo. Escucho más los latidos de mi corazón cuando pienso en ti.

    En la repisa del salón tengo la foto de tu hijo Lars, su mujer y sus niños. Ya te di anteriormente mi opinión de los tres retoños. El bebé es un diminuto Jens.

    No, ciertamente no había ninguna maldad en tu carta, que deseo contestar con esta larga carta-testimonio. No es en absoluto hacerme daño lo que buscas. Simplemente quieres que desaparezca de tu vida. Que deje de estar de una vez por todas. Y no sé cómo explicarte, que tú eres mi segunda piel.

    Que arrancarte de mí sería, dejarme en carne viva. Existir con los miembros mutilados. Desguazar mi corazón.

    He perdido tu voz, hoy soy apátrida.

    19 de abril

    Tu aparente y segura indiferencia            hacia cualquier hombre que se me acercase

    o lo hubiera hecho antaño, tuvo su excepción en Bruno. Tú que no hubieras parpadeado ante el galanteo del más apuesto de los varones hacia tu esposa en tu presencia, detestabas oír su nombre.

    Las nieves envolvían Lydersholm mientras en nuestra casa, en tu casa, los leños ardían crepitantes en la chimenea.

    Te lo había contado con detalle. Fue a finales del setenta y dos. Regresaba de unos días de esquí en Austria. No llevaba las llaves de casa y pulsé el timbre. Un rostro ensombrecido y neutro me abrió la puerta.

    Era mi madre. A su lado tía Ada me miraba en silencio de una forma extraña. Las besé. Asombrosamente aquel silencio se prolongaba. No hubo el: ¡Hola hija!, habitual. Ni mucho menos el: ¿Qué tal lo has pasado?

    Parecían preocupadas y doloridas por algo que las hubiese dejado mudas, ausentes, consternadas. 

    ¿Qué pasa mamá? ¿Qué ocurre? Los vecinos, dijo mi madre, de una manera extraña, los de enfrente. ¿Qué ocurre con ellos? Bianca…ha muerto. ¿Bianca? ¿La mujer de Bruno? ¿Cómo ha sido? La encontraron muerta. Pero, ¿dónde, cómo? En la cama, como si durmiese, pero muerta. ¿Y Bruno y los niños? Bruno está en el extranjero y los dos niños de excursión, replicó de nuevo insegura mi madre.

    Me quede de una pieza. Las contemplé de nuevo, ambas pensativas e impactadas.

    Teníamos bastante amistad con los vecinos del primero derecha y Silvana, la madre de Bruno, que había ocupado el piso antes del matrimonio de su hijo, siempre charlaba un poquito con mi madre, cuando se encontraban en la escalera. Eran gente realmente agradable.

    No quise hacer más preguntas. Les dije adiós y salí a la calle.

    El invierno era suave.

    Cuando

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