Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Tres relatos de mujeres: Carta de una desconocida, Veinticuatro horas de la vida de una mujer y Miedo
Tres relatos de mujeres: Carta de una desconocida, Veinticuatro horas de la vida de una mujer y Miedo
Tres relatos de mujeres: Carta de una desconocida, Veinticuatro horas de la vida de una mujer y Miedo
Libro electrónico243 páginas4 horas

Tres relatos de mujeres: Carta de una desconocida, Veinticuatro horas de la vida de una mujer y Miedo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Tres novelas ejemplares en las que Zweig profundizó como nadie hasta entonces en la psicología femenina: Veinticuatro horas de la vida de una mujer, Miedo y Carta de una desconocida.
Antes de que la teoría feminista evolucionase, ola a ola, escritores como Stefan Zweig hacían tentativas para expresar una feminidad cercenada. En el arte y en la literatura existen dibujos estereotipados, reduccionistas, estigmatizadores de las mujeres, pero también podemos encontrar ciertas aproximaciones intuitivas hacia la injusticia contra un género. Hacia sus fortalezas y su vulnerabilidad. Hacia su necesidad de transgresión.
En estas tres historias Zweig, con la prospección psicológica de sus protagonistas femeninas, con la indagación en el tabú, oscila entre el conservadurismo y la lucidez premonitoria. Adivinamos en ellas un Zweig conservador en su aproximación a la culpa y la piedad: la institución matrimonial, el esposo protector, el orden social, pese a sus fisuras y exigencias, pese a que no son iguales para los unos que para las otras, garantizan cierto nivel de fluida convivencia. El orden es necesario para enderezar las pasiones e impulsos desbocados. La pulcritud y la perfecta medida, la elegante armonía de la literatura zweiguiana, son una proyección, acaso una ratificación, de su mesura ideológica.
La presente traducción de nueva planta, a cargo del biógrafo y experto en Zweig, Luis Fernando Moreno Claros, nos remite a los textos originales que publicara por aquel entonces el escritor austriaco. Novelas emblemáticas que captaron la atención de cientos de miles de lectoras y lectores, convertidas hoy en verdaderos clásicos modernos.
La crítica ha dicho...
«Zweig es un maestro en su dibujo de mujeres fatales aparentemente muy vulnerables. Supongo que el escritor sabía que incluso las fatales más poderosas acaban siendo la carne de cañón del mundo y decide dotar a las suyas de una fragilidad que, de pronto, es destructiva y permanece más allá de la muerte». Marta Sanz
IdiomaEspañol
EditorialArpa
Fecha de lanzamiento14 feb 2024
ISBN9788419558701
Tres relatos de mujeres: Carta de una desconocida, Veinticuatro horas de la vida de una mujer y Miedo
Autor

Stefan Zweig

Stefan Zweig (1881-1942) war ein österreichischer Schriftsteller, dessen Werke für ihre psychologische Raffinesse, emotionale Tiefe und stilistische Brillanz bekannt sind. Er wurde 1881 in Wien in eine jüdische Familie geboren. Seine Kindheit verbrachte er in einem intellektuellen Umfeld, das seine spätere Karriere als Schriftsteller prägte. Zweig zeigte früh eine Begabung für Literatur und begann zu schreiben. Nach seinem Studium der Philosophie, Germanistik und Romanistik an der Universität Wien begann er seine Karriere als Schriftsteller und Journalist. Er reiste durch Europa und pflegte Kontakte zu prominenten zeitgenössischen Schriftstellern und Intellektuellen wie Rainer Maria Rilke, Sigmund Freud, Thomas Mann und James Joyce. Zweigs literarisches Schaffen umfasst Romane, Novellen, Essays, Dramen und Biografien. Zu seinen bekanntesten Werken gehören "Die Welt von Gestern", eine autobiografische Darstellung seiner eigenen Lebensgeschichte und der Zeit vor dem Ersten Weltkrieg, sowie die "Schachnovelle", die die psychologischen Abgründe des menschlichen Geistes beschreibt. Mit dem Aufstieg des Nationalsozialismus in Deutschland wurde Zweig aufgrund seiner Herkunft und seiner liberalen Ansichten zunehmend zur Zielscheibe der Nazis. Er verließ Österreich im Jahr 1934 und lebte in verschiedenen europäischen Ländern, bevor er schließlich ins Exil nach Brasilien emigrierte. Trotz seines Erfolgs und seiner weltweiten Anerkennung litt Zweig unter dem Verlust seiner Heimat und der Zerstörung der europäischen Kultur. 1942 nahm er sich gemeinsam mit seiner Frau Lotte das Leben in Petrópolis, Brasilien. Zweigs literarisches Erbe lebt weiter und sein Werk wird auch heute noch von Lesern auf der ganzen Welt geschätzt und bewundert.

Relacionado con Tres relatos de mujeres

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Tres relatos de mujeres

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Tres relatos de mujeres - Stefan Zweig

    CARTA DE UNA DESCONOCIDA

    Cuando el conocido novelista R. regresó a Viena por la mañana temprano de una excursión de tres refrescantes días en las montañas y en la estación compró un periódico, al ver la fecha, se acordó de que ese día1 era su cumpleaños. El cuadragésimo primero, pensó enseguida, y esa constatación ni le hizo sentirse bien ni le infligió dolor. Pasó rápidamente las crujientes hojas del periódico y se fue a su casa en un taxi.2 El sirviente le informó de dos visitas durante su ausencia, así como de algunas llamadas telefónicas, y le entregó en una bandeja la correspondencia acumulada. Miró indolente lo recibido, abrió algunos sobres que le interesaron por sus remitentes; una carta que llevaba unos rasgos de escritura desconocidos y que parecía demasiado abultada la apartó a un lado de momento. Entretanto, habían servido el té; cómodamente se arrellanó en la butaca, hojeó otra vez el periódico y algunos impresos, luego se encendió un cigarro y entonces tomó la carta que había dejado reservada.

    Eran unas dos docenas de páginas escritas apresuradamente, con letra femenina, desconocida e inquieta; parecía más un manuscrito que una carta. Inconscientemente palpó una vez más el sobre por si acaso se hubiera olvidado dentro alguna nota adjunta. Pero estaba vacío y, lo mismo que las hojas, ni traía una dirección del remitente ni una firma. Qué extraño, pensó, y tomó el escrito de nuevo en la mano. «A ti, que nunca me has conocido», se leía arriba a modo de invocación, como un título. Extrañado, se detuvo: ¿se refería a él, se refería a una persona imaginaria? Su curiosidad se despertó de repente. Y comenzó a leer:

    *

    Mi niño murió ayer. Tres días y tres noches he luchado con la muerte por esta vida pequeña y tierna, cuarenta horas estuve sentada junto a su cama mientras la gripe3 estremecía su cuerpo pequeño y febril. Le puse paños fríos en su frente ardiente, sostuve día y noche sus pequeñas e inquietas manos. La tercera tarde me derrumbé. Mis ojos no podían más, se me cerraron sin que yo lo supiera. Tres o cuatro horas pasé dormida en la dura silla, y entretanto la muerte se lo llevó. Así que ahora yace ahí, el dulce y pobre muchachito, en su estrecha camita de niño, tal y como murió; los ojos se los han cerrado, sus ojos oscuros e inteligentes; han dispuesto sus manos cruzadas sobre la camisa blanca, y cuatro cirios arden en alto en las cuatro esquinas de la cama. No me atrevo a mirarlo, no me atrevo a moverme, porque cuando titilan los cirios esparcen sombras sobre su cara y sobre la boca cerrada, y entonces parece como si sus rasgos se movieran y yo podría creer que no está muerto, que despertaría otra vez y con su clara vocecita me diría alguna ternura infantil. Pero lo sé, está muerto; no quiero mirarlo más para no albergar esperanzas otra vez, para no volver a desilusionarme otra vez. Lo sé, lo sé, mi niño murió ayer. Ahora solo te tengo a ti, y a nadie más en el mundo, solo a ti, que no sabes nada de mí, que mientras tanto, ignorándolo, jugueteas con las cosas o coqueteas con las personas. Solo a ti, que nunca me has conocido y a quien siempre he amado.

    He tomado la quinta vela y la he colocado aquí, sobre la mesa en la que te escribo. Pues no puedo estar a solas con mi niño muerto sin que se me parta el alma, ¿y con quién habría de hablar yo en esta hora terrible si no es contigo, que lo fuiste todo y lo eres todo para mí? Quizá no pueda hablar contigo con toda claridad, quizá no me entiendas. Porque mi cabeza está embotada, me martillean y laten las sienes, mis extremidades me duelen tanto… Creo que tengo fiebre, quizá también la gripe, que ahora va colándose de puerta en puerta, y eso estaría bien, porque entonces me iría con mi hijo y no tendría que hacer nada contra mí. A veces se me nublan los ojos, quizá ni siquiera pueda escribir esta carta hasta el final; pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablarte por una vez, solo esta única vez. A ti, mi amado, que nunca me has conocido.

    Solo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primera vez; tienes que conocer mi vida entera, que siempre fue tuya y de la que nunca supiste nada. Pero solo sabrás mi secreto si estoy muerta, cuando ya no puedas darme ninguna respuesta, cuando esto que ahora estremece mis miembros con tanto frío y tanto calor sea realmente el final. Si es que tengo que seguir viviendo, romperé esta carta y seguiré guardando silencio tal y como siempre lo guardé. Pero si la tienes en tus manos, sabrás que es una muerta la que aquí te cuenta su vida, su vida, que también fue la tuya desde su primera hora consciente hasta su última hora. No tengas miedo de mis palabras; una muerta ya no quiere más, no quiere amor y no quiere compasión, ni tampoco consuelo. Solo esto quiero de ti: que me creas todo lo que te digo, lo que te revela mi corazón que busca refugio en ti. Créeme todo, solo esto te pido: nadie miente en la hora de la muerte de su único hijo.

    Mi vida entera quiero confiártela, esta vida que en verdad solo comenzó el día en que te conocí. Anteriormente solo fue algo turbio y confuso en lo que mi memoria nunca más volvió a sumergirse, un sótano cualquiera de cosas y de personas, polvorientas y llenas de telarañas, mustias, de las que nada más sabe mi corazón. Cuando tú llegaste, yo tenía trece años y vivía en la misma casa en la que tú vives ahora, en la misma casa en la que sostienes en tus manos esta carta, mi último hálito de vida; yo vivía en el mismo pasillo, justo enfrente de la puerta de tu vivienda. Seguramente que no te acordarás de nosotras, de la pobre viuda de un contable (ella iba siempre de luto), y de la hija adolescente y flacucha. Además, éramos muy discretas de tan inmersas como estábamos en nuestra pobreza pequeñoburguesa. Tal vez nunca oyeras nuestro nombre, porque no teníamos ninguna placa en la puerta de nuestra vivienda, y no venía nadie, nadie preguntaba por nosotras. Hace ya mucho tiempo de esto, quince, dieciséis años; no, seguro que no te acuerdas, mi amor; pero yo, ¡oh!, yo me acuerdo apasionadamente de cada detalle; todavía recuerdo como si fuera hoy el día, no, la hora en la que oí de ti por primera vez, te vi por primera vez, y ¿cómo no habría de recordarla si fue entonces cuando empezó el mundo para mí? Permite, querido, que te cuente todo, todo desde el principio; te lo ruego, no te canses de saber de mí durante un cuarto de hora, que yo no me he cansado de amarte a ti durante una vida entera.

    Antes de que te mudaras a nuestra casa, vivía tras tu puerta gente horrible, mala, conflictiva. Pobres como eran, odiaban sobre todo la pobreza vecina, la nuestra, porque nada quería tener en común con su baja tosquedad proletaria. El marido era un borracho y pegaba a su mujer: a menudo nos despertábamos por la noche a causa del estrépito de sillas caídas y de platos rotos; una vez, ella salió corriendo a la escalera, sangrando por los golpes, con los cabellos revueltos, y detrás de ella chillaba él borracho; hasta que el resto de la gente salió puertas afuera y se los amenazó con llamar a la policía. Desde el principio, mi madre eludió todo contacto con ellos y me prohibió hablar con los hijos, que aprovechaban cualquier oportunidad para vengarse en mí por eso. Cuando me encontraban en la calle, gritaban palabras sucias detrás de mí, y una vez me golpearon de tal manera, tirándome duras bolas de nieve, que me salió sangre de la frente. La casa entera odiaba de común instinto a esas personas, y cuando de pronto una vez sucedió algo —creo que al marido lo encerraron por un robo— y tuvieron que mudarse a otra parte con sus enseres, todos respiramos a gusto. Durante unos días colgó el cartel de «Se alquila» en el portal de la casa, luego lo quitaron, y por el portero se supo enseguida que un escritor, un soltero, un señor tranquilo, ocuparía la vivienda. Entonces oí por primera vez tu nombre.

    A los pocos días llegaron decoradores, pintores, limpiadores, tapiceros para sanear la vivienda después de sus mugrientos ocupantes anteriores; hubo martillazos, golpes, se fregó, se raspó, pero mi madre estaba contenta por ello, decía que ahora sí que por fin iba a terminarse todo aquel malsano desorden anterior. A ti no pude verte aún, ni siquiera durante la mudanza: todos esos trabajos los supervisaba tu criado, ese mayordomo pequeño, serio, de pelo cano, que lo dirigía todo calladamente y con suma eficiencia. A todos nos imponía mucho, en primer lugar, porque en nuestra casa de barrio un mayordomo era algo muy novedoso, y luego, porque era inusitadamente cortés con nosotros, sin que por ello se rebajara a ponerse en el mismo escalón que los criados domésticos y se enredase con ellos en conversaciones de camaradería. A mi madre la saludó desde el primer día respetuosamente como a una dama, e incluso conmigo, una chiquilla, siempre fue afable y serio. Cuando mencionaba tu nombre, siempre lo hacía con una cierta reverencia, con un respeto especial; se veía enseguida que su afecto hacia ti era mayor de lo que suele ser lo acostumbrado en un criado. ¡Y cómo lo he querido por ello, al bueno y viejo Johann!; y eso que lo envidiaba porque le era lícito estar siempre cerca de ti y servirte.

    Te cuento todo esto, a ti, mi amor, todas estas pequeñas cosas, casi ridículas, para que entiendas cómo desde el principio pudiste ganar tanto poder sobre la niña reservada y asustadiza que era yo. Todavía antes de que tú mismo entrases en mi vida, ya había un nimbo en torno a ti, una aureola de riqueza, singularidad y misterio; todos nosotros, en la pequeña casa de barrio, esperábamos con impaciencia tu instalación (las personas que tienen una vida estrecha siempre sienten curiosidad por todo cuanto sucede frente a sus puertas). Y esa curiosidad que yo sentía por ti se incrementó mucho más cuando una tarde llegué de la escuela a casa y el camión de mudanzas estaba parado frente a la casa. La mayor parte de los muebles, las piezas más pesadas, ya las habían llevado arriba los portadores; ahora solo se subían las cosas más pequeñas; me quedé parada en la puerta para poder admirarlo todo, pues tus cosas diferían especialmente de cuanto yo había visto hasta ahora; había estatuillas de ídolos de la India, esculturas italianas, cuadros grandes y deslumbrantes; y después, para terminar, llegaron los libros, tantos y tan bonitos como nunca lo creí posible. Los apilaron delante de la puerta; allí se hizo cargo de ellos el criado, y cuidadosamente les iba limpiando el polvo uno a uno con el plumero. Curiosa, me acerqué al montón que crecía más cada vez. El criado no me echó de allí, pero tampoco me animó, así que no me atreví a tocar ninguno, aunque gustosamente hubiera querido acariciar el suave cuero de muchos de ellos. Temerosa, solo miré los títulos del lomo, entre los cuales había libros franceses e ingleses, y algunos en idiomas que no entendí. Creo que habría podido mirarlos durante horas, pero entonces me llamó mi madre para que entrara en casa.

    Toda la tarde estuve pensando en ti, aun antes de conocerte. Yo misma solo poseía una docena de libros baratos, encuadernados en cartón deslucido, que amaba más que a nada y leía una y otra vez. Y ahora me apremiaba saber cómo sería esa persona que tenía y había leído toda esa cantidad de libros extraordinarios, que sabía todos esos idiomas, que era a la vez tan rica y tan culta. Una especie de veneración ultraterrena se asoció en mí a la idea de esa cantidad de libros. Traté de imaginar cómo serías: eras un hombre anciano con unos lentes y una barba blanca y larga, parecido a nuestro profesor de geografía, solo que mucho más bondadoso, más guapo y más indulgente. No sé por qué ya entonces tenía la certeza de que serías guapo, incluso cuando pensaba en ti como en un hombre mayor. Entonces, aquella noche y sin conocerte todavía, fue la primera vez que soñé contigo.

    Al día siguiente llegaste, pero, pese a todo mi espionaje, no fui capaz de encontrarme contigo; eso solo aumentó mi curiosidad. Por fin, al tercer día te vi, y cuán conmovedora fue mi sorpresa al ver que eras tan distinto, sin ninguna relación con la imagen infantil del Dios paternal que yo esperaba. Había soñado con un bondadoso anciano con lentes y he ahí que llegaste tú; tú, tal cual todavía eres en la actualidad, tú, inalterable, ¡por el que no pasan los años! Vestías un traje deportivo encantador de color marrón claro, y subías raudo las escaleras a tu manera incomparable, con la ligereza de un muchacho, siempre saltando los escalones de dos en dos. Llevabas el sombrero en la mano, así que vi con un asombro indescriptible tu rostro claro y vivaz con el pelo juvenil: de verdad, me asusté por la sorpresa, ¡qué joven!, ¡qué guapo!, ¡qué esbelto y elegante eras! Y, ¿no es extraño?, en esos primeros segundos percibí con toda claridad esa singularidad que tanto yo como los demás comprobamos una y otra vez en ti con una especie de sorpresa: que eres algo así como una persona bifronte, un joven ardiente, frívolo, enteramente entregado al juego y a la aventura y, al mismo tiempo, en tu arte, eres implacable y serio, consciente de tu deber, un hombre infinitamente leído y culto. Sin darme cuenta sentí lo que después todos los demás perciben en ti, que llevas una doble vida, una vida con una superficie luminosa, abierta de cara al mundo, y otra enteramente oscura, que solo tú conoces. Esa profunda dualidad, el secreto de tu existencia, la sentí yo, la niña de trece años, atraída mágicamente, con mi primera mirada.

    Comprendes ahora ya, querido, ¡qué milagro, qué misterio tan tentador tuviste que ser para mí, la niña! ¡Descubrir de repente que un hombre ante el que se sentía respeto porque escribía libros, porque era famoso en ese otro gran mundo, era un hombre de veinticinco años, joven, elegante y alegre como un muchacho! Debo decirte aún que desde ese día en adelante en nuestra casa, en mi mundo entero de niña, no me interesó nada más aparte de ti; que yo, con toda la terquedad, con toda la lacerante perseverancia de una niña de trece años, no me ocupaba de otra cosa que de tu vida, de tu existencia. Te contemplaba, contemplaba tus costumbres, contemplaba a las personas que iban a verte, y todo ello solo acrecentaba mi curiosidad en lugar de aminorarla, pues la entera dualidad de tu ser se expresaba en la diversidad de esas visitas. Venían hombres jóvenes, camaradas tuyos con los que reías y estabas de muy buen humor; estudiantes pobres, y luego, también damas que llegaban en automóviles; una vez, el director de la ópera, el gran director al que yo solo había visto de lejos con veneración en el podio; también chicas jóvenes que todavía iban a la escuela de comercio y que tímidamente entraban por tu puerta; desde luego, muchas, muchísimas mujeres. Yo no pensaba nada especial sobre ello, tampoco nada cuando una mañana al ir a la escuela vi salir de tu casa a una dama completamente velada; yo solo tenía trece años, y siendo todavía tan niña no sabía que la curiosidad apasionada con la que te espiaba y acechaba era ya amor.

    Pero todavía sé con toda certeza, amado mío, el día y la hora, cuándo me perdí en ti por entero y para siempre. Yo había dado un paseo con una amiga de la escuela, estábamos hablando delante del portal. En esto llega un automóvil, se detiene, y entonces saltaste tú del estribo con esa manera tuya impaciente y elástica que todavía hoy tanto me atrae de ti, y quisiste entrar al portal. Instintivamente sentí el impulso de abrirte la puerta, así que te salí al paso y por poco nos chocamos. Tú me miraste con esa mirada cálida, tierna, envolvente, que era como una caricia; me sonreíste con ternura —sí, no puedo decirlo de otra manera—, y dijiste con una voz muy baja y casi confidencial: «¡Muchas gracias, señorita!».

    Eso fue todo, querido, pero a partir de ese instante, desde que percibí esa mirada suave y tierna, caí rendida ante ti. Más tarde, y pronto lo experimenté yo misma, me di cuenta de que esa mirada tuya que atrae hacia ti, que envuelve y a la vez desnuda, esa mirada del seductor nato que consagras a toda mujer que te roza, a toda dependienta que te vende algo, a toda criada que te abre la puerta, que esa mirada tuya no es en absoluto consciente en tanto que voluntad e inclinación, sino que tu ternura hacia las mujeres ablanda tu mirada sin que seas consciente de ello y la convierte en cálida cuando se fija en ellas. Pero yo, la niña de trece años, no sabía eso: me sentía como sumergida en fuego. Creí que la ternura solo era para mí, para mí únicamente, y en ese instante despertó la mujer en mí, la adolescente, y esa mujer quedó presa en ti para siempre.

    —¿Quién es ese? —preguntó mi amiga.

    No pude responderle enseguida. Me era imposible decir tu nombre, ya en aquel solo segundo, en aquel instante único, se había convertido en sagrado para mí, se había convertido en mi secreto.

    —Ah, un señor cualquiera de los que viven aquí en la casa —balbuceé después con torpeza.

    —Pero ¿por qué te has puesto tan colorada cuando te ha mirado? —se burló mi amiga con toda la malicia de una niña curiosa.

    Y precisamente porque yo sentía que con sus burlas descubría mi secreto, me hervía aún más la sangre en las venas. Me mostré grosera a causa de mi confusión.

    —¡Estúpida gansa! —dije furiosa.

    Me hubiera gustado estrangularla. Pero ella solo rio aún más alto y burlándose más, hasta que sentí que me brotaban lágrimas de los ojos por la cólera impotente. La dejé allí plantada y salí corriendo escaleras arriba.

    A partir de aquel instante te amé. Lo sé, las mujeres te han dicho —a ti, al malcriado— esta palabra muy a menudo. Pero créeme, nadie te ha amado de manera tan esclava, tan canina, tan sumamente entregada, como esa criatura que fui y que siempre he seguido siendo para ti, pues nada en la tierra se parece al amor inadvertido de una niña en la oscuridad, porque es tan desesperanzado, tan servicial, tan modesto, tan receloso y apasionado como nunca podrá serlo el amor anhelante y aun así exigente —aunque sea de manera inconsciente— de una mujer adulta. Únicamente los niños solitarios pueden guardarse para sí su apasionamiento: los otros charlan sobre sus sentimientos en compañía de los demás, se explayan en confianzas, han oído mucho sobre el amor y han leído mucho sobre él, y saben que es un destino común. Juegan con él como con un juguete, se vanaglorian de él como muchachos con su primer cigarrillo. Pero yo, yo no tenía a nadie a mi alrededor a quien poder confiarme, nadie me ilustró ni me advirtió, era inexperta e ignorante. Caí de lleno en mi destino como en un abismo. Todo lo que en mí brotaba y florecía únicamente sabía de ti, del sueño contigo como confidente; mi padre había muerto hacía mucho, la madre era para mí una extraña en su eterno abatimiento desasosegante y su recelo de pensionista; las chicas de la escuela, ya medio corrompidas, me repelían porque jugaban con tanta ligereza con lo que para mí era pasión definitiva. De modo que proyecté en ti todo eso que, de no ser así, se dispersa y se divide; proyecté en ti todo mi ser que, aunque comprimido, siempre volvía a expandirse impaciente. Tú eras para mí… —¿cómo debo decírtelo?, toda comparación en particular sería demasiado escasa—, tú eras para mí todo, mi vida entera. Las cosas existían solo en la medida en que tuvieran relación contigo, todo en mi existencia tenía sentido si se unía a ti. Tú transformaste mi vida entera.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1