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Obstinada pasión
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Libro electrónico103 páginas1 hora

Obstinada pasión

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Al alero de la Colección 80 Mundos, surge la nueva historia del destacado escritor argentino Carlos Ríos.
El lector conocerá una trama que no es nueva y sin embargo es más que suficiente para atraparlo en las vivencias de su protagonista: una mujer, entre nostálgica y despechada, trata de ajustar cuentas con un amor perdido. A partir de allí, con una maestría indudable, el autor construye una historia que va desde el realismo psicológico hasta la intriga policial, oscilando entre el recuerdo de un amor idealizado y la perversión propia de quien se instala en el dolor. Pero más que una historia, en esta novela hay una voz, un tono beligerante y a la vez desesperado construido a la perfección y que confirma a Carlos Ríos como uno de los exponentes de la literatura argentina más descollantes de los últimos años.
IdiomaEspañol
EditorialRIL editores
Fecha de lanzamiento26 jul 2023
ISBN9789560114266
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    Obstinada pasión - Carlos Ríos

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    Carlos Ríos

    Obstinada pasión

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    Obstinada pasión

    Primera edición: febrero de 2015

    © Carlos Ríos, 2015

    © RIL® editores, 2014

    Los Leones 2258

    cp 7511055 Providencia

    Santiago de Chile

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    ril@rileditores.com • www.rileditores.com

    Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

    Impreso en Chile • Printed in Chile

    ISBN 978-956-01-0149-5

    Derechos reservados.

    Toda pasión tiene finalmente su espectador.

    Roland Barthes

    El comienzo

    Una vez puesta en práctica, la arbitrariedad se reduce a atrapar una escena y detenerla en el preciso instante donde un hombre cae, por su propio peso, en la vereda de una inmobiliaria. Es poco menos que una marioneta, suelta sus hilos, la gente esquiva la figura sin ánimo de ayudar; cerca de él hay una mujer rubia, o mejor dicho teñida de rubio, encapsulada en un trajecito de tono rabioso que le otorga a la escena un aire tragicómico, acerquémonos un poco más: la tela fucsia se tensa con el abrir de piernas y la mujer, sin éxito antes de empezar, forcejea con el cuerpo del hombre, y en ese tironeo hacia arriba la mujer se derrumba, su rodilla es una maza que impacta en el estómago; el hombre resopla, ¿qué otra cosa puede hacer? Su polea de brazos atrapa el cuerpo de la rubia como si concretara un paso de baile, con los modos macabros del paso de danza de la muerte. Quien perciba la escena a media distancia podría decir que es el hombre el que intenta enderezar a la mujer, ayudarla en su tropiezo cuyo epicentro fue, hace instantes, un taco aguja separado del zapato. Ahora forcejean los dos al mismo tiempo, se agarran con desesperación el uno al otro, igual que amantes imposibles que se arrojan a una misma tumba; la rubia pareciera decirle al hombre que por favor no huya, no me dejes así, no todavía, querido, ahora que no hicimos más que comenzar.

    Los problemas del corazón

    Miklaus, en otro tiempo también Mika, Klein o Kleinburg, beso frustrado el de hoy. Bajaba desde el cielo un pálpito de amenaza cuando espié por la ventana el cruce de un relámpago; vi esa luz descompuesta y pensé que algo malo iba a pasar. «Cielo castaño, pesadilla todo el año», decíamos en el politécnico cuando Rufino, aquel profesor con cabeza de nutria, escribía las fórmulas en el pizarrón. Y era una misma cosa anotar esas cadenas de números y sumergirnos en la resignación porque jamás seríamos buenos en matemáticas. En el amor, en cambio, nunca podía irnos mal: estábamos tan juntos, todos los días, hasta formar un ejemplar indisoluble. Y nos hacíamos cosquillas mientras los otros nos miraban sin poder contenerse, con las lanzas de la envidia atravesadas en los ojos. Rufino escribía en el pizarrón y nosotros soltábamos la risa, ¿qué nos importaba esa gente? ¿Qué sabían ellos del amor? Nosotros éramos el amor. Éramos felices sin saber y ese fue nuestro error, no ponerle nombre a lo que nos pasaba.

    El recuerdo, Miklaus, estuvo sepultado durante todo este tiempo y decirlo así, en el presente, tiene un aire de riesgo, el dramatismo que sigue a una felicidad evaporada. En fin, quiero decirte algunas cosas, no sé si necesito decírtelas, tal vez sea necesario decir esto para torcer la realidad, o enderezarla, si esto fuera posible.

    Con cielo castaño apareciste en la inmobiliaria sin saber que trabajaba ahí y provocaste una diminuta catástrofe. La taza, por suerte vacía, cayó junto a mis pies, dio vueltas sobre la alfombra y cuando me agaché a levantarla entraron en mi cuerpo esos tres años y siete meses en los que no supe dónde habías estado. En cuclillas escuché de tu boca el deseo de comprar una casa que estuviera cerca del centro y a la vez del hospital. Como una ardilla presencié desde mi escondite la escena increíble que tenía ante mis ojos y que me deshizo el corazón. Había demasiada luz, demasiados objetos, demasiado mundo entre nosotros: gente, artículos insignificantes, plantas de interior sobrevaluadas, y todo confabulándose en mi contra. Una blancura casi religiosa te envolvía cuando de rodillas fui arrastrándome hasta la otra punta de la oficina para escuchar mejor, sin creer que por fin habías vuelto. Quedé enroscada en un perchero hasta que vos y la mujer que te acompañaba se despidieron de Lucarno, el auxiliar de la inmobiliaria, con la promesa de volver al día siguiente para ver si aparecía una casa que se ajustase a tus necesidades. En un arranque desesperado me puse a abrir cajones para llamar la atención, rompí hojas, abrí y cerré libretas, arrojé una resma de papel al piso. Un cáctus de cerámica tuvo que caer del archivero sobre una mesa de vidrio para que me vieras. Antes, mientras Lucarno se afanaba en mostrar los folletos de casas construidas en zonas residenciales, había saboreado ese gesto tuyo que tanto me gusta, los masajes de tus dedos en el lóbulo de la oreja izquierda cuando te hacés el interesado por lo que dicen otros. Nunca, Miklaus, podrías vivir en una casa tan lejos del centro. Pero eso lo sé yo…

    Luego la sorpresa y el derrumbe cuando te diste cuenta de que estaba ahí: el súbito desgarro de tu cara al reconocerme. Seguro habías pensado en la posibilidad de cruzarte conmigo pero no tan pronto, no ahí, no en ese momento. ¿Quién está preparado para algo semejante? Tu rostro absorbió ese dolor añejo que llevé durante meses como una mascarilla fúnebre. Vi de nuevo las líneas de tu frente, esas terribles hendiduras que solían aparecer en los momentos de mayor ansiedad o desacuerdo, cuando éramos incapaces de comunicarnos. Como si nada hubiera cambiado volvía ese dolor con nombre y apellido, bajo una nueva apariencia.

    Mi piel deshizo la distancia que había entre nosotros y la redujo a una sonrisa de papel, en apariencia natural, un recurso insípido y demoledor a la vez, y con esa molestia en el cuerpo avancé porque quería mirarte de cerca, comprobar que vivías, que eras vos y no un doble el hombre que vestía un saco color salmón idéntico al que habías comprado en una tienda de saldos cerca de Constitución, y que yo aborrecía porque no iba con tu color de pelo, que eras vos y no otro el que apoyaba una mano en la espalda de su compañera y cada tanto le daba golpecitos con el índice sobre la hombrera de su abrigo de piel. Saliste rápido y ella cubrió tu espalda, siguiéndote como una inglesa sometida por la vara de la tradición. ¿Discutían la oferta que les había hecho Lucarno? Hubo un movimiento de manos y ella quiso saber qué otras ofertas había, pero la agarraste del brazo y ella, en el papel de niña regañada por su padre o por su abuelo, se quedó dura, hecha una estaca. Fue un segundo: igual pude sentir la presión de tus dedos en ese brazo, como si fuera el mío. Después pasó una furgoneta oscura, muy despacio, un camión de caudales con un águila amarilla pintada en el costado, y cuando se despejó la calle ustedes ya no estaban. Me desplomé en uno de los sillones. Agarré un almohadón y me lo incrusté una y otra vez en el estómago. Lucarno corrió con un vaso con agua y un calmante. ¡Pobre!, ¿qué pensaría? Que enloquecí de golpe, seguro.

    —Estás nerviosa, nena, ¿qué te pasa? —repitió con esa voz de flauta dulce que tanto me gusta.

    Yo hacía gestos, los últimos ademanes del lenguaje del amor cuando se retrae. Y él ahí, pobre, tratando de descifrar algo, un indicio, y me tomaba la mano como si fuera a deshacerse, me acariciaba como si fuese una santa…

    Nos quedamos así hasta que aparecieron otros clientes y me tuvo que dejar en el sillón. Maldije esa interrupción, justo que estaba tomando impulso para que entrara el aire en mis pulmones y decirle algo, sí, quería contarle sobre vos porque Lucarno es un hombre muy reservado, jamás pregunta sobre la vida privada de nadie. El confesor ideal: tiene esa manera de escuchar tan linda, hay que verlo cuando apoya los codos sobre la mesa y hunde sus pulgares bajo los lóbulos, como si dijera «vine al mundo solo para escucharte», pero también sé que es algo que aprendió en las reuniones de motivación que cada tanto nos obligan a hacer en la inmobiliaria, ya ves cómo está el mundo, hay que pagarle a alguien para que te motive.

    Y así quedé, a la vista de todos, quebradiza, inacabada, en pleno desconcierto, con un dolor terrible en las cervicales y con unas ganas irreprimibles de hablarte, Miklaus, de extender la voz tanto como se

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