¿Recuerdas, Juana?
Por Helena Iriarte
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¿Recuerdas, Juana? - Helena Iriarte
ESTÁ AMANECIENDO, JUANA, amaneciendo el día alto y azul. ¿No sientes que el calor alza la mano para que salgamos? Anda, apresúrate, que este caserón es frío y el coro mañanero de las monjas dice un lamento solitario y viejo que hace siglos busca en vano una respuesta de Dios y me entristece. Mira el sol, ahora se alza sobre el mundo, se tiende manso sobre el césped del jardín y nos espera. Corre, Juana, corre a abrazarlo para que no se escape. Deja atrás a tu sombra y a mí y cuando te canses, apoya el cuerpo contra el tronco del pino, toca la yerba húmeda aún por el rocío y levanta la cara y mira el cielo. No importa que no hables, quizá si yo lo hago, ocurra hoy el milagro. Te conozco, Juana. Te conozco bien desde que viniste al mundo aquel día de agosto. Eras pequeña y feíta como casi todos los recién nacidos; por eso tu madre esperó: te transformarías en una rubia de ojos claros como las niñas de las revistas extranjeras. Sin embargo, el tiempo sólo acentuó tus rasgos: cabello y ojos negros y una piel oscura y tersa que brillaba como la madera fina, pero que hacía llorar de vergüenza a tu madre cuando iban a visitarte.
Por fortuna no podías entender lo que decían en voz baja y no te lastimaban la ambigüedad de las palabras ni el gesto compasivo que endurecía su sonrisa. Tenías los ojos grandes y bien abiertos, pero no sé cómo mirabas el mundo alto y redondo que sólo se dejaba ver de frente.
Tu padre se volvía loco por ti y al mirar tu piel de arcilla, sentía que reparabas con tu color los agravios hechos a sus viejos por la arrogancia de tu familia materna. Temprano te llegó ese amor y antes de que las palabras te sirvieran para pedir dulces, las enlazabas a medias y con una elemental tonada le ibas inventando una canción —papá niño clavel— y cuanta cosa linda hallabas entre los objetos y el sonido. De eso nada sabes; ocurría antes de que encontraras el cabo del hilo de tu memoria que no había abierto los ojos, ni siquiera para guardar chispas de luz; cuando era apenas vacío y oscuro recinto, cuando sólo yo puedo saber lo que ocurría porque lo oí mil veces.
Al acercarse la noche ibas adivinando su presencia en la oscuridad del aire; afinabas los sentidos para oír la cerradura de la puerta, los pasos, el crujir de la escalera, el silbido con que se anunciaba. Entonces, para ti se abría el mundo en arcos luminosos.
Nada recuerdas, pero eso no modifica la huella honda, la forma tersa que quedó en algún lugar de tu alma y que se fue grabando como el dibujo en la cera, en el comienzo de la claridad de tu memoria. Tu cuerpo iba creciendo con un profundo y claro manantial de ternura; ya podías andar buscando trozos de mundo en las mesas, en el patio y los rincones. Mira, ¿no te reconoces en las fotografías? No, aún es temprano. Pero pronto aquí, allá saltan destellos que iluminan la niebla; sombra y luz, perfiles de la realidad guardados por el extraño capricho de tu primera memoria: los brillos rotos de un cuarzo sobre una mesa negra, una muñeca de trapo, la ancha curva de la escalera y en esa curva del aire la mano del abuelo. ¿Por qué sólo su mano que atajaba el miedo de caerte por el otro extremo, el más angosto? ¿Por qué nada sabes de su rostro? La imagen está quieta, no hay nada más: la mano alta y morena, áspera y firme acercándose a tu cabeza, a tu hombro, en el aire como una paloma de papel encerado.
No sé si ocurrió alguna vez y de ahí tu miedo; sólo sentí que lo dijiste a gritos, a nadie porque nadie te oyó. Siempre pensé que te lo habías inventado, pero lloraste mucho. ¡Ojalá hubiera sido cierto! Entonces, quizá alguien, tal vez Barbarita, habría corrido a levantarte del suelo a donde imaginaste caer. Pero ni siquiera tú misma sabías, entre tanto retazo, cuál era de percal y cuál de sueño. Eran sensaciones puras, con anchas alas de significados cambiantes que apenas logro descifrar; sin embargo, se aclaran si las coloco al lado de las fotografías de aquel tiempo, de lo que dibujabas a escondidas en las paredes del patio, de las voces que aún oigo sonar. ¿No te acuerdas? Era una tarde que de pronto se oscureció por la tormenta. Estabas sola y te envolviste en la manta para no ver la repentina luz de los cuchillos entrando por los vidrios de la ventana, para protegerte de la retardada y retumbante tromba de los truenos que bajaban furiosos a romperte el pecho. Después no hay nada; es como si todo hubiera cesado de repente y terminara la borrasca para la memoria y los sentidos. Y salta otra imagen: desnuda, contra una pared, mirabas al hombre de blanco que te hacía caminar, detenerte, seguir; daba órdenes y te miraba; te miraba tu madre y tenías frío; no veías bien lo que él decía que miraras ni entendías lo que debías hacer; ella decía que obedecieras, pero nunca supiste qué.
Y eran aquellas flores que bordeaban los caminitos del parque; ¿no recuerdas su blancura? ¿No te asombra aún el capullo redondeado hecho de otras flores diminutas? Luego alzabas la cara para mirar el cielo detrás de las ramas altas de los eucaliptos, para sonreírle a tu padre que te llevaba al carrusel. Allí esperabas ansiosa porque ya se acercaba el momento de partir; despacio, arriba-abajo-arriba, bien asida de la rienda y de la espesa crin de madera pintada de tu caballito que no se dejaba alcanzar por los otros que también corrían en sube y baja sobre su agujero. Al pasar frente a tu padre lo saludabas una y otra vez con la mano abierta, hasta que en una vuelta ya volabas sobre el parque, la ciudad y las montañas; el sube y baja era entonces entre nubes y movías la mano para decirle adiós a papá y a esos niños que se habían quedado abajo con sus pobres caballos, sube y baja en su varilla y girando sobre el pequeño redondel de madera. Y era, era, érase una vez una niña que se llamaba Juana. Juana, ¿te acuerdas? ¿Puedes reconocerte en mí como entonces, cuando te disfrazabas frente a esos espejos altos de los armarios viejos? Yo sí recuerdo; te vestías de princesa; así las habías visto en las láminas de los libros de cuentos y en tu afiebrada imaginación que creó una variada retahíla de nombres que en ti evocaban maravillosas figuras, y el mismo rango tenían Blancanieves, la Bella Durmiente y aquellas de quienes alguna vez oíste hablar: la Dama de las Camelias, María Antonieta, Dulcinea y Madame Bovary. Con los retazos que sacabas de aquel baúl las recreabas y corrías por el cuarto con el caballito de palo entre la falda de retal de seda, tafetán, tul y moaré que apenas rozaba los prados de nubes y de florecitas blancas.
Y guardabas el secreto hasta que al regresar tu padre le contabas de tus viajes y aventuras; le hablabas de las hadas, los gnomos y las brujas y los dos se reían del enano jorobado que se había salido de las páginas de un cuento para encontrarse contigo detrás de la luna del espejo y jugar a la Marisola o darte la mano en los pasos del Materilerileró y del Reloj de Jerusalén. La vida andaba al ritmo de la fantasía y de la presencia de tu padre; por eso tu mamá se quejaba, que eras consentida, que sólo te gustaba jugar y cantar cosas sin tino, que lo desordenabas todo y que no ayudabas a arreglar la casa. Pero pronto te olvidaba y podías regresar a tu mundo con las botas del Marqués de Carabás.
Cuando entraste al colegio, casi nada cambió; regresabas con la maleta llena de cuadernos y libros de los que tenías que memorizar cosas incomprensibles; pero eso no te importaba. Frente al espejo, disfrazada de conquistador, de Virgen o de apóstol, recitabas las respuestas del catecismo que inflamaban tus sueños de mártir porque eras cristiana por la gracia de Dios; o con un casco de papel milano jurabas fidelidad y vasallaje al rey mi señor. Mártir-Cristiana,