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La hija del fotógrafo
La hija del fotógrafo
La hija del fotógrafo
Libro electrónico513 páginas7 horas

La hija del fotógrafo

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Una deliciosa novela de amor, amistad e intriga, que atrapará al lector desde el primer capítulo.

Sebastián, nacido en 1941, es un adolescente reflexivo y observador que descubre, con solo diez años, el poder de las palabras. Desde entonces, se esfuerza en aprender a usarlas adecuadamente con un solo objetivo: compensar su escasa valentía y fuerza física. Para ello, las colecciona en carpetas etiquetadas por sabores, sentimientos, colores, etcétera, logrando conseguir el respeto de sus compañeros del instituto.

«No tendré músculos pero tengo palabras», reflexiona tras su éxito.

Amelia es la hija de un fotógrafo combatiente de la División Azul, hecho prisionero por los rusos en 1942, pocos meses después de que ella naciera en Berlín. Repatriado a España tras once años de cautiverio, recupera a su hija y ambos se establecen en Jarana, el pueblo de Sebastián. El joven se enamora de la muchacha y en su diario va describiendo las inquietudes y zozobras que ese sentimiento provoca en él, así como las entrañables relaciones con sus dos amigos, la vida del pueblo y los conflictos físicos y religiosos que le causa su incipiente sexualidad.

Dos años más tarde Amelia se traslada a Madrid. Sebastián no soporta la separación e intenta localizarla, emprendiendo una serie de aventuras que somete a prueba su tenacidad e ingenio.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 mar 2018
ISBN9788417321987
La hija del fotógrafo
Autor

Víctor Navajo

Lector y escritor pertinaz desde los catorce años, Víctor Navajo ha sido por orden cronológico: agricultor, granjero, dependiente de una tienda de ultramarinos, camarero, operador de tricotosas, recortador de repuestos de goma, cabo escribiente del Ejército del Aire, cadete de la Academia General de Aviación, teniente profesor de vuelo en la Base Aérea de Matacán, miembro del equipo español de acrobacia aérea en los campeonatos del mundo de Moscú, capitán del Ejército del Aire, director de una fábrica de muebles, piloto de líneas aéreas, director y propietario de un colegio, ejecutivo de una compañía de video promocional, instructor de DC-8, instructor de DC-10, instructor y Jefe de Flota de DC-9, titulado en Gestión Empresarial, inventor (dos patentes), promotor de viviendas, propietario de una librería, cogerente de una empresa de vinos y fotógrafo digital diplomado. La hija del fotógrafo es su primera novela no destruida.

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    La hija del fotógrafo - Víctor Navajo

    Preámbulo

    20 enero de 2006

    Esta mañana me ha despertado un beso en los labios; el tibio y excitante calor del cuerpo de una mujer, enfundado en seda, sobre el mío y dos palabras pronunciadas en voz baja.

    —¡Felicidades, cariño!

    Abrí los ojos. El rostro de mi esposa estaba tan cerca que solo alcanzaba a ver los suyos. Esbocé la sonrisa de bromear.

    —... Buenos días, chavala. Qué pasa… ¿me han concedido el Premio Nobel?

    —¡Tonto…! Hoy es tu cumpleaños.

    Qué seductora manera de sustituir los brazos de Morfeo por los suyos y de recordarme mi sexagésimo quinto aniversario. Llegar a esta edad, otoñal y fronteriza, obliga a la mayoría de ciudadanos a dar por finalizada su vida laboral para internarse en un inquietante territorio llamado jubilación. Este no es mi caso; dejaré de trabajar cuando sea incapaz de imaginar historias que escribir o, si imaginadas, haya perdido la capacidad de transmitirlas a los demás. Esta eventualidad me sobrecoge tanto que he exigido a mi cuerpo y a mi cerebro el compromiso de morir los dos a la vez. Así sea.

    Hace varios años, en esa etapa crítica en la que se pierde de vista la juventud y por primera vez detectamos en nuestro cuerpo el ácido olor de la vejez, sufrí una grave crisis profesional. Con mi última novela Las cigarras nunca lloran, basada en un crimen ocurrido en mi pueblo el año que yo nací, había logrado mi mayor triunfo como escritor. Naturalmente, en pocas semanas las ventas bajaron, la obra se olvidó y me dispuse a trabajar en un nuevo proyecto. Vano intento, la inspiración había sido alevosamente sustituida por el vacío. No me estoy refiriendo al concepto científico de ese vocablo, descrito por cierto físico amigo mío como «un hervidero de posibilidades», sino al imposible vacío total. Me había convertido en un pozo seco.

    Durante esa crisis inesperada, fui invadido por una sensación mezcla de vértigo e impotencia que no me dejaba dormir: la certidumbre de que estaba agotado intelectualmente. Era descorazonador sentarme frente a un folio en blanco y, como si me hubiera hipnotizado, permanecer inmóvil mirándolo durante horas sin poder escribir en él ni una sola palabra.

    Como pez que ha mordido el anzuelo, fui izado a flote por una frase leída en una famosa gaceta literaria: «A un novelista al que le ha abandonado la inspiración siempre le queda el recurso de explorar en su propia vida». Inicialmente me pareció una sandez, pero pronto cambié de opinión; son muchos los escritores que han publicado con éxito autobiografías más o menos encubiertas y la mía, ciertamente, no carece de intriga, situaciones inverosímiles y emociones intensas. Tal vez yo pueda hacer lo mismo, pensé.

    Esta conjetura, por sí sola, rompió los diques y sentí el fluir de las ideas llenando mi cerebro. A los pocos minutos ya tenía esbozado un plan: iniciaría la narración apoyándome en el diario que he conservado desde la infancia, junto con una pluma que me regaló mi padrino, una caja de galletas hecha de latón donde guardaba los sentimientos, un considerable montón de papeles con informes y noticias de toda índole que, poco antes de morir, me entregó la comadrona de la familia y una colección de palabras que había ido archivando pacientemente desde que a los diez años leí un libro titulado Corazón, de Edmundo de Amicis.

    Seguía usando la pluma; la caja de latón reposaba sobre mi mesa de despacho; la colección de palabras, muy útil para mi trabajo, siempre dispuesta en un estante de la librería junto a los papeles de la comadrona debidamente archivados; pero ¿dónde estaba el diario? Buena pregunta, teniendo en cuenta que he mudado de casa varias veces, que el último traslado lo hice hace tres décadas y que han transcurrido diez lustros desde que lo guardé para ocultarlo a la vista de cuantos me rodeaban, movido por un sentido casi enfermizo de la intimidad.

    Sin haber empezado a trabajar en mi nuevo proyecto, yo, que desde niño me he sentido fascinado por los misterios, tenía que resolver uno aparentemente sencillo del que dependía mi futuro como escritor. El estado de desmoralización en que me encontraba había llevado a mi ánimo la certeza de que solo la lectura de aquel diario podía darme la posibilidad de salir de la tumba donde, como profesional de las letras, estaba enterrado. Así pues, un simple objeto, olvidado y oculto durante medio siglo, irrumpía en mi vida para convertirse de repente en imprescindible.

    Escribí el primer capítulo en aquel grueso cuaderno con cubiertas de hule negro, a la vez que me iniciaba en los entresijos de la pubertad y poco antes de conocer a la hija de un fotógrafo de Madrid recién instalado en Jarana, el pueblo donde yo vivía. Se llamaba Amelia. Me enamoré de aquella niña nada más verla salir del taxi que la traía de la estación del tren y ese amor trastornaría por completo mi vida.

    Dos años después, regresó a la capital sumiéndome en la más desoladora oscuridad. Su desaparición y la imposibilidad de comunicarme con ella me dejaron tan maltrecho, que cuantas veces intenté reanudar el diario, las lágrimas inundaban mis ojos y me veía obligado a guardarlo de nuevo en su escondite. Vencido por el desaliento, lo único que pude hacer, como desesperado recurso para mantener a Amelia cerca de mí, fue releerlo una y otra vez. Cada noche, al acostarme, colocaba la fotografía de Amelia bien visible en la mesilla y recitaba dos o tres capítulos en voz baja haciendo dolorosos esfuerzos para no llorar. Aquellas lecturas me quebrantaron la salud, que comenzó a acusar los estragos de la melancolía, obligándome a cerrarlo definitivamente.

    Lo protegí con cartón, lo até con cuerdas, fui a la papelería a comprar lacre, lo derretí encima del nudo y apliqué, para sellar el precinto, una moneda vieja de veinticinco céntimos sujeta con una pequeña astilla insertada en el orificio central. Solo tenía quince años y ya había sido flagelado por el dolor más penetrante que existe: el amor perdido.

    A lo largo de mi vida he pensado muchas veces en abrirlo, pero en cada una de ellas, refrenado por un intenso pudor y por un extraño miedo, me volvía atrás sin hacer intento alguno de localizarlo, como si lo allí escrito no me perteneciese o como si las heridas que en él habían quedado reflejadas aún existieran latentes debajo de mi piel ya curtida por la edad, sangrando en mi otra piel de niño todavía conservada en lo más recóndito de mi cuerpo; miedo a que, al releer el diario, aflorasen a la superficie esos viejos dolores para sumirme de nuevo en la desesperación.

    Esta vez, la necesidad venció aquel absurdo obstáculo y me dispuse a buscar el pequeño libro escondido Dios sabe dónde.

    Intenté recordar los detalles de la última mudanza en busca de algún indicio que me llevase hasta él. Inútil esfuerzo, no pude obtener de mi memoria ni una sola imagen.

    Emprendí la búsqueda en mi despacho empezando por los cajones, las cajas archivadoras y las estanterías bajas cubiertas por puertas deslizantes. Fue un fracaso total; aparecieron decenas de objetos, unos olvidados y otros inútiles, que fui arrojando a la papelera y una vez llena deposité en el suelo a su alrededor. Bueno, pensé, si no lo encuentro, por lo menos estoy haciendo una catarsis que no le vendrá mal a mi lamentable estado de ánimo. Curiosamente, una vez introducidos en bolsas de la basura, resolví otro misterio que llevaba años intrigándome: los bolígrafos no se esfuman espontáneamente cuando los vas a usar, como todo el mundo piensa; tienen vida propia. Se mueven por su cuenta cuando no los vigilas para esconderse en cualquier lugar recóndito, excepto aquellos a los que se les ha acabado la tinta, los cuales permanecen en su sitio dado que, alcanzada la inutilidad, es donde mejor ejercen su función de objeto perverso. Buena prueba de ello es que encontré más de una docena distribuidos en cada uno de los lugares que inspeccioné. Después, reconocí uno a uno, por si el diario estaba oculto bajo una encuadernación postiza, los casi tres mil libros que he ido acumulando con avaricia a lo largo de mi vida. Ni rastro del diario. El mismo resultado obtuve en el pequeño escondite situado en el cajón inferior derecho de mi mesa. Lo había acortado clandestinamente creando un hueco donde guardo varias latas de exquisita cerveza, bebida que la superioridad me ha prohibido por causa de mi prominente barriga.

    Hice un receso para meditar el siguiente paso. Durante él llegué a la conclusión de que era muy dudoso, por no decir imposible, que el objeto de mi deseo se encontrase en el resto de las habitaciones del piso… En cambio, tendría muchas más posibilidades en el trastero.

    Bajé inmediatamente al sótano, lo abrí y quedé desolado. Un enorme montón de bártulos inútiles lo ocupaba por completo. ¿Cómo es posible que se haya podido guardar en un habitáculo de apenas seis metros cuadrados, tan enorme cantidad de excrementos domésticos? El trastero respecto al basurero es como la comisaría respecto a la cárcel, un tránsito temporal. Yo creo que debería prohibirse por ley. Allí encontré varios árboles navideños de tamaño creciente, fabricados en plástico, reflejo del progreso de nuestra situación económica; un ingente número de bolas, estrellas, muñecos y paquetitos para adornarlos; una bicicleta estática, el nombre mejor puesto a cualquiera de los productos fabricados por el ser humano, sigue estática desde que se compró; una caja de herramientas llena de destornilladores, llaves, alicates, etcétera, que jamás cumplieron función alguna; cuatro o cinco juegos de café, desportillados e incompletos; otras tantas vajillas en idéntico estado; una alfombra en la que hicieron sus necesidades por riguroso turno de antigüedad mis tres hijas y que ha adquirido el aspecto y el olor de un cuadro de Barceló, ¿será por eso que no la hemos tirado?; una tostadora; un molinillo de café; dos batidoras; dos ollas a presión; dos flexos; dos lámparas de pie; un televisor de tubo… todos averiados y sin reparación posible… y muchas cosas más que no enumero por puro cansancio.

    Llamé a un transportista sudamericano, quien se presentó con su furgoneta dispuesto a hacerse cargo de tanto cacharro a cambio de cobrarme una cantidad razonable de dinero. Afrontando un grave riesgo por no pedir el pertinente beneplácito a la presidenta del consejo de administración de la familia, decidí retirar todo excepto el árbol más grande, los adornos navideños más elegantes y la estantería que, cubriendo la pared lateral, almacenaba los enseres supervivientes de la mudanza anterior, unos adecuadamente empaquetados y los demás guardados en cajas de cartón provistas de un rótulo indicando su contenido.

    Libre de trabas, entré en el cuarto y recorrí con la vista las repisas hasta detenerme en una caja rotulada: «Libros y cuadernos del bachillerato de Sebastián» y, debajo, «Primer curso». A la derecha localicé otras cinco más con el mismo título y numeración creciente. No recordaba haberlas conservado, pero la lógica me hizo pensar que cualquiera de ellas podía ser el lugar idóneo donde esconder un diario íntimo. Ante la duda de cuál abrir primero, recurrí al «Pinto, pinto, gorgorito». Salió la número cuatro y acerté. En el fondo y tapado completamente por los libros, pude distinguir mi preciado tesoro. Lo cogí cuidadosamente con la mano derecha, que comenzó a temblar fuera de control al sentir su contacto. Ella sí recordaba el mucho dolor que escribió línea a línea, durante más de dos años, dentro de aquellas páginas.

    El lacre estaba deteriorado en los bordes, pero se distinguía claramente la impronta de la moneda que utilicé como marchamo. Lo desprendí del nudo con facilidad, desaté la cuerda y retiré el cartón. En ese instante, me sentía un profanador.

    Subí al despacho y me acomodé en la butaca gafas en ristre. Estaba solo en casa… El silencio era acogedor… ¡Magnífico!

    Un papel pegado en la cubierta contenía la siguiente amenazadora advertencia: «Este diario es propiedad privada de Sebastián Lozano. Cualquiera que se atreva a abrirlo sin su permiso sufrirá las consecuencias de la maldición secreta que contiene y le saldrán verrugas incurables en todo el cuerpo, especialmente en la cara».

    Era una intimidación dirigida a mis tres hermanas, coquetas y fisgonas empedernidas, más pequeñas que yo y bastante impresionables con las cosas de la brujería.

    Adherido a la segunda página apareció el dibujo hecho por un compañero del instituto, amarillento por el paso del tiempo, que yo había guardado allí para que no lo viesen mis padres, precaución justificada porque reproducía los órganos genitales femeninos, por dentro y por fuera. Estuve observando el excelente trabajo, ahora lo sé y no entonces, realizado por aquel muchacho. Lo puse sobre la mesita auxiliar y me concentré en la lectura. El diario estaba escrito con una letra pequeña y apretada, aunque perfectamente legible; sin duda una forma de ahorrar papel debido a las estrecheces de la época.

    Lo acabé sin interrupciones. Entumecido por el largo tiempo de inmovilidad y desconcertado ante las inesperadas sorpresas que me había proporcionado el contenido de aquel librito, me levanté del asiento, alivié mi nariz del peso de las gafas y dirigí la mirada disuelta por mis pensamientos a través de los visillos del ventanal, sin prestar atención a las borrosas imágenes de la calle.

    Estaba confuso. Había escrito mis aventuras, poco después de vividas, con una ingenuidad y una espontaneidad que me conmovieron. ¿Cómo era posible que los recuerdos que conservaba de aquellos hechos se desviaran de lo reflejado en el diario llegando a ser en ocasiones contradictorios? ¿Tal vez la fantasía había adornado mis peripecias para darles un cariz especial, mintiendo como forma de escapar de la trivialidad que acompaña la vida en un pueblo castellano?

    Una de las contradicciones, y no la más importante, se refería al concepto que conservaba de mí mismo. He vivido estos cincuenta años convencido de que mi infancia fue una época virtuosa, llena de candor y bondad. El diario mostraba que, en algo más de dos años, había denigrado con apodos infamantes; mentido en reiteradas ocasiones; robado; asaltado un almacén; fingido una amistad, aunque luego se convirtiera en real; agredido físicamente a un compañero con la clara intención de hacerle el mayor daño posible; deseado la muerte a un enemigo del instituto; manipulado a niños pequeños para venderles mis juguetes; engañado a mis padres; escapado de casa; huido de la policía y simulado actitudes para predisponer a otros en mi favor. Siempre disculpándome con idéntica frase: «No lo he podido evitar».

    Así pues, yo no había sido una mosquita muerta como pensaba hasta ese momento. Lo mejor de la revelación es que me complacía; esa imagen de santidad infantil en el fondo me resultaba incómoda. Al subconsciente no se le engaña con facilidad.

    Un nuevo enigma, el tercero del día, me estaba esperando: si yo había escrito ese diario, y es evidente que lo había escrito, ¿por qué mis recuerdos no coincidían con cuanto en él se relataba? Era necesario aclararlo antes de ponerme a escribir, desconocer el origen de esas discrepancias podría desvirtuar el contenido de la novela.

    Estuve buscando la solución durante un tiempo, tiempo que dediqué a indagar exhaustivamente en los intrincados recovecos del cerebro humano. El primer paso fue averiguar cómo funciona la memoria. La mayoría de los científicos está de acuerdo en que intervienen factores eléctricos y químicos, algo que para mi objetivo no tenía relevancia; lo que me pareció más importante es el hecho en sí del almacenamiento y recuperación de los recuerdos, en concreto qué ocurre cuando yo, voluntaria o inconscientemente, extraigo uno del lugar en que está almacenado y luego dejo de pensar en él. La pregunta clave era: ¿cómo y dónde lo almaceno de nuevo? Si lo devuelvo al mismo lugar que ocupaba, conjetura muy verosímil, ciertamente se debería grabar sobre el original que quedará borrado, puesto que de lo contrario tendría dos recuerdos del mismo hecho. Y también tendría dos recuerdos si lo guardo en otro lugar, eventualidad que, parece ser, nunca se produce en un cerebro normal.

    Así llegué a una solución que me satisfizo plenamente: cada vez que revivimos nuestro pasado, no estamos recuperando el acontecimiento que se produjo en su día, lo que extraemos de las neuronas es el último recuerdo que tuvimos de él, modificado con imperceptibles cambios producidos durante el intervalo de tiempo transcurrido, bien por fallos en la propia memoria, bien por interferencias de otras personas que lo hayan comentado durante ese periodo con nosotros. La suma de esas variaciones en el transcurso de muchos años, acaba por desfigurar la realidad que se vivió en su momento.

    En resumen, los recuerdos mienten.

    Pese a ello, no podía sacar adelante mi novela autobiográfica sin descubrir lo que realmente sucedió. Necesitaba, antes de ponerme mano en pluma, investigar mi propia vida entre los trece y los quince años, para conocer las versiones personales de aquellos que, de una forma u otra, estuvieron relacionados conmigo y decidir cuánto había de realidad y cuánto de imaginación en el relato del diario. El propósito era como mínimo incongruente, por muchas contradicciones que hubiese, no tiene lógica indagar sobre las propias vivencias que, además, están reflejadas por escrito. Pero el plan me pareció excitante y confiaba en que, al menos, sería divertido.

    Trabajé sin descanso a caballo entre Madrid y Jarana, rastreando no solo mi vida, sino la del fotógrafo Florencio, el padre de Amelia. Sumido en una frenética actividad, visité cada uno de los lugares a los que hacía referencia en mi diario. Asimismo, localicé a muchos de los personajes que aparecían en él y continuaban vivos: profesores, funcionarios, criadas, médicos, familiares, obreros, sacerdotes, compañeros de la pandilla y del instituto, antiguos falangistas… Todos estuvieron amables conmigo y se esforzaron por traer a su memoria los empolvados recuerdos que aún conservaban de aquellos años.

    Los resultados fueron también sorprendentes. A pesar de que cada uno había construido sus evocaciones con idénticos mimbres, diferían unas de otras llegando a ser en ocasiones opuestamente discrepantes. El caso más representativo, y a la vez chusco, por la cara que puso al reconocerme cuando le visité en su casa, fue el de uno de mis compañeros del instituto, miembro de la pandilla, que se marchó de Jarana con quince años para ir a vivir a Madrid y con el que no había vuelto a tener contacto. Se quedó literalmente estupefacto pues él «recordaba», y lo hubiera jurado ante la Biblia, que yo había muerto en un accidente de carretera, cuyas trágicas consecuencias afectaron dramáticamente a todo el pueblo y especialmente a mí.

    Tanto trabajo para constatar que había perdido el tiempo buscando una verdad que no existe. ¿Dónde está? ¿Grabada en las engañosas neuronas de testigos que se contradicen y que se pudrirán antes de lo que esperan? ¿Escrita por autores mediatizados por esas defectuosas células grises o por sus intereses personales o por imposiciones externas…?

    Traté de alejarme lo bastante de aquellos hechos para verlos como fósiles, subterfugio que utilizo en situaciones confusas para apreciar la auténtica dimensión de mis conflictos íntimos. Transcurridos diez mil años, una nimiedad a nivel geológico, si la raza humana no se ha aniquilado, es posible que las dos guerras mundiales del siglo XX sean irrelevantes, comparadas con el hecho de que Rhett Butler abandonó a Scarlett O’Hara en la película Lo que el viento se llevó. No es una especulación gratuita, los científicos dan por hecho que en pocos siglos el concepto de realidad habrá evolucionado y, para entonces, serán capaces de introducir las sensaciones directamente en el cerebro eludiendo los sentidos de tal forma que no se podrá diferenciar la realidad física de la virtual. Cuando ese avance sea asequible al consumidor, ¿por qué vivir aquella, cuyos efectos secundarios suelen ser perniciosos, si la virtual será mucho más eficaz, segura y placentera? Por esas fechas no se irá al cine, el espectador se convertirá en el protagonista y vivirá la historia con la misma intensidad y con las mismas sensaciones que si fuera real. ¿Puede haber algo más excitante que meterse en el cuerpo de Clark Gable y besar a Vivien Leigh a la luz de un horizonte de fuego escarlata?

    Esas reflexiones me hicieron reconocer lo absurdo de mi proyecto. ¿Qué importancia tienen los recuerdos de Jarana, sean míos o ajenos? Solo la que yo les dé, nada más, y durará lo que yo dure en este mundo…, un suspiro.

    Abandoné el objetivo inicial limitándome a reproducir el diario que ocupa íntegramente la primera parte del libro. Como es natural, me he visto obligado a suprimir algunos párrafos y capítulos tediosos o reiterativos y a realizar una corrección de estilo, pero he respetado escrupulosamente el vocabulario sin modificar ni introducir palabra alguna. No era necesario, mi afición infantil a coleccionarlas había dado sus frutos en ese grueso cuaderno negro con tapas de hule.

    He escrito la segunda parte en una elevada proporción desde el recuerdo. En cuanto atañe a los episodios de Florencio en los que no estuve presente, están basados en sus archivos, a los que he tenido libre acceso; en los testimonios de familiares y en las anotaciones que guardé sobre las confidencias íntimas de un personaje fascinante: su segunda esposa, Olga, durante una época en la que me convertí en su amigo. Hay algunas escenas, diálogos, pensamientos y conclusiones que, partiendo solo de indicios o meras referencias, describo no sin asumir riesgos, teniendo en cuenta las circunstancias, la lógica y la idiosincrasia de los personajes que en ellos han intervenido. En ningún caso, he falseado deliberadamente los hechos.

    Hoy, el día de mi teórica jubilación, me ha parecido el más sugerente para dar por concluida esta obra.

    Primera Parte

    Capítulo 1

    Jarana, jueves, 20 de mayo de 1954

    Este diario me lo ha regalado mi padrino, el tío Baltasar. Tiene fama de aventurero porque se escapó del pueblo hace un montón de años y se fue a Argentina; pero yo he oído decir a madre que, en realidad, lo envió allí el abuelo para que no le pillase la guerra que se veía venir. Tuvo una vida muy dura, estudiando y trabajando sin parar hasta que ingresó en no sé qué de la Cruz Roja. Gracias a su sacrificio, es gente importante y viaja mucho a los países pobres. Cuando viene a Jarana, me pongo muy contento. Le tengo tanto cariño que me da una alegría grandísima verlo. Además, me cuenta historias que son de buen oír. Le han ocurrido en verdad y tan extraordinarias que parecen de película.

    Dice que voy para escritor, que le gusta cómo hago las redacciones. También me ha regalado una pluma estilográfica. Hay que ver lo bien que funciona, ya no tengo que andar más con el tintero y el rasposo plumín empeñado en vomitar tinta cada vez que lo usaba, poniéndome los cuadernos llenos de borrones. Anda que no he presumido en el instituto con ella.

    Lo más fenomenal es la sensación aparecida como cosa de magia nada más cogerla. Ha entrado sin pedirme permiso ni nada, como Pedro por su casa, aquí estoy y ya está. Soy un niño tímido y algo cobarde por causa de haber sido mimado en exceso desde que nací. Lo sé y no me avergüenzo de ello, claro que eso me trae a mal traer porque me fastidia la violencia y solo por medio de ella se conquista el respeto en el instituto. Pues bien, ha sido comenzar a escribir con esta pluma y no sé qué vitamina contiene que me siento fuerte, lleno de músculos, como Popeye tras comerse las espinacas, pero no en los brazos como él, sino en la chola. Yo intuyo que, si aprendo a usarla bien, seré admirado sin tener que pegarme con nadie. Que para eso no valgo un pimiento.

    Me gusta leer. Acudo a la biblioteca del pueblo siempre que puedo y no voy más porque tengo que jugar con mis amigos. Allí hay tebeos, cuentos y novelas. Puedo quedarme el rato que me dé la gana sin que me cueste ni un real.

    Ahora estoy con las aventuras de Tarzán. Las escribió un señor americano del que no recuerdo su nombre, porque estos tipos los tienen muy raros y, además, no se pronuncian como están escritos. Sus novelas las ha tenido que traducir al español otro señor para que las podamos leer aquí, donde, excepto mi padrino, quien habla por lo menos cuatro o cinco y es por ello que lo tienen de un lado para otro, casi nadie estudia idiomas, si acaso algo de francés los que vamos al instituto.

    Saco buenas notas en las redacciones. Don Gaudencio, el profesor de literatura, se toma mucho interés al corregirme, yo lo veo, pero también mis compañeros quienes van diciendo que estoy enchufado con él. Le he explicado que quiero ser escritor para inventarme historias con las que entretener a otras personas. A mí me parece que puedo hacerlos felices durante un rato, lo que es bueno a los ojos de Dios. Además, se gana bien de dinero y eso es bueno para mí. Él dice que es muy difícil, pero si desde pequeño estudio, leo y escribo muchísimo, lo conseguiré algún día. Y en ello estoy.

    Me puse muy contento con los regalos. El diario lo escondo después de escribir en él, para que no lo encuentren mis hermanas. Son más pequeñas que yo y, al ser mujeres, siempre andan fisgoneando por la casa. Pienso escribir en él solo lo que sea importante.

    Lo que voy a contar ahora sí que es tremendo y nunca en mi vida había visto nada igual.

    Estaba yo en la plaza, echando una ojeada a la vitrina de don Laurentino, que es como un escaparate pequeño colgado en la pared de la calle para que veamos lo bien que hace los retratos. Ya había puesto las fotos de las comuniones y las de la boda de mi primo Guti, que tenía interés en ver. El estudio lo tiene en el primer piso, lleno de cámaras, focos y artilugios muy apropiados. El resto de la casa es su vivienda. Tras despachar a un cliente, se acerca al Plus, que lo tiene a un paso, y se queda allí tomando café y charlando con los amigos hasta que venga otro. Era sábado, día de mercado, con mucho paleto de las aldeas vecinas curioseando los tenderetes que instalan por la mañana y retiran cuando les conviene según lo que hayan vendido.

    Entonces vi que el fotógrafo salía del portal para tomarse el cafelito. De repente, dio la vuelta hacia el puesto de enfrente, seguro que a comprar piedra o mecha para el chisquero porque le da al cigarro sin parar, como si tuviera chimenea en vez de boca. Casi se tropieza conmigo. Yo le miré a la cara porque se le estaba poniendo de muy mala color, como el de la cera de las velas pero tirando a verde. Sus ojos iban y venían a todas partes, menos donde debían estar. Se llevó las manos a la barriga y empezó a inclinarse hacia adelante con pinta de mucho sufrimiento. Ya se estaba cayendo de morros y en esto que para evitarlo apoyó las dos manos en el borde del tenderete, que es una maleta de madera, abierta para enseñar las cosas que hay dentro y colocada sobre patas de hierro de las que se abren y cierran como las tijeras. Al hacerlo, desbarató todo con tal violencia que saltaron mecheros cerillas y pipas por los aires precipitándose al suelo junto con las patas y la maleta. Tan de plano lo hizo esta que se oyó como un zambombazo seco, que atrajo la atención de cuantos andaban por allí. También se descompuso don Lauren. Parecía que se hubiese quedado sin huesos ni músculos ni aliento, igualito que un muñeco de trapo. El pobre no hizo ruido alguno al caer. Cuando estaba en el suelo vi que movía los labios, como intentando hablar. Me acerqué para escucharlo, por si era cosa de misterio que me encanta, pero lo hizo tan bajito que no pude oír nada más que la última palabra. Salió como si la tuviera atragantada y la hubiese escupido. Dijo «mierda» o algo así, aunque no lo podría asegurar.

    Por ser sábado, andaban muchas mujeres fisgoneando de puesto en puesto en busca de las cosas más baratas. Las que vieron el desmayo se pusieron a chillar y organizaron un guirigay cual gallinas en gallinero. Don Celedonio, que es médico, estaba en la terraza del Plus. Al oír el griterío, se vino hacia nosotros; vio al hombre tirado sobre las baldosas y dijo que nos apartásemos a un lado mientras se agachaba, que era de ver, pues tiene la barriga como las señoras preñadas de muchos meses. Le tocó la muñeca a don Lauren, luego el cuello y luego sacó un espejito del bolsillo de la chaqueta, colocándoselo debajo de la nariz. Al rato, anunció que estaba muerto. Las mujeres se santiguaron, poniendo los ojos bizcos, y el viento se ocupó de llevar la noticia por la plaza. ¡Cómo pica la curiosidad!, más que las guindillas; los que andaban por allí no tardaron ni un santiamén en acercarse a don Laurentino para verlo.

    El del tenderete se puso a recoger lo suyo, que estaba desperdigado por la acera, sobre todo las pipas, que era lo más caro. Las tenía de madera y otras semejaban marfil, pero, por lo visto, son de espuma de mar. Una de estas la cogió el Masca, de nombre Eulogio, y se la guardó en el bolsillo. Al instante, me volví para otro lado. No quería que viese que yo lo había visto. Le tengo miedo porque es un bravucón de cuidado y su furia es de temer. Va al instituto como yo. Es un decir, pues hace pellas un día sí y otro también. Ha repetido dos cursos, tiene dieciséis años y todavía está en cuarto. Él es fuerte y yo delgado, tanto que me llaman el Tabas. Además, solo tengo trece, pero estoy acabando tercero.

    Me persigue con tirria. Sospecha y lleva razón, que he sido el autor de su mote. Le puse el Masca porque era el «más-ca-brito» del instituto. Sañudo con ganas, no piensa más que en hacer la puñeta a los que le caen mal y yo estoy entre ellos. Gracias a Dios que mi amigo Jesús me protege de él.

    Debido al escándalo de la Angelita, estuvo un tiempo sin hacer fechorías y me dejó tranquilo. Esta niña es muy querida en Jarana, amiga de verdad y cariñosa como nadie. Tiene una enfermedad de la cabeza, pero no es retrasada como algunos creen. Ver cómo te sonríe al encontrártela por la calle te convierte en alguien especial. Yo charlo con ella y dice cosas de grande ingenio y de mucho juicio. Es dos o tres años mayor que yo. Al despedirse, me da un beso en la mejilla, con tanta ternura que se me derriten los sentimientos.

    La noticia circuló por el pueblo como si estuviera prohibida. Era cierta, pero la decían con miedo, vigilando a un lado y a otro antes de darle a la lengua. Habían pillado al Masca abusando de la Angelita en la calleja de la Tahona, una muy estrecha y solitaria. Resulta que su padre es hermano de un gobernador civil que tiene mucho enchufe y lo ha usado para que no se haga nada contra su sobrino y para que no haya ocurrido lo que ocurrió, que es cosa sorprendente por demás.

    He buscado entre las palabras de mi colección una que signifique lo que es el Masca y no la hallé, así que fui a la enciclopedia para buscarla y ponerla entre las malditas. Estuve repasando páginas y páginas hasta que lo conseguí. La tengo guardada, escrita en negro como su negra alma: «infame», y al lado: «dícese del Masca».

    El de las pipas gritaba sin parar: «¡Es mi ruina, es mi ruina!». Me dio lástima y le ayudé a buscarlas. Los de alrededor no le hacían caso y continuaban alborotados, sin darse cuenta de que le pisaban lo poco que tenía.

    Don Celedonio permaneció agachado, componiendo a don Lauren, que se había quedado acurrucadito, como yo duermo, con las rodillas a la altura de la cabeza y los pies en el trasero. Lo puso boca arriba, le cerró los párpados, le estiró las piernas y le cruzó las manos encima del pecho. Concluida la tarea, se quiso levantar y no pudo de lo gordo que es. Acudieron dos mozos bien fornidos en su auxilio. Era de ver lo cuantísimo que se esforzaron hasta ponerlo de pie.

    Don Laurentino, que estaba tumbado como ya he dicho, de repente se incorporó un poquito y, abriendo la boca, soltó por ella un fuerte ruido de aire, como el que yo hago al tirarme a nadar en la Cristalina, que cojo cuanto puedo de golpe y después salto. Fue nada más que un momento, pues enseguida se volvió a quedar como antes. Justo entonces oí otro sonido inconfundible, también de aire pero más liviano y prolongado. Se había tirado su última ventosidad, una bufa fétida que hubiera despertado la envidia del Marrajo, compañero de curso y hábil domador de pedos. Incluso a los más salvajes les obliga a pasar por el aro haciendo virguerías, como imitar una dulzaina o un lanzallamas. Era de la categoría de las traicioneras, que se expanden por el suelo y luego suben de golpe hasta la nariz y ya no hay remedio.

    Los que vieron, oyeron y olieron las postreras habilidades del difunto, empezaron a gritar: «¡Ha resucitado, ha resucitado!», y salieron corriendo como el ganado en una estampida de las películas de vaqueros. No sé si lo hicieron por miedo o por asfixia.

    El médico, que tiene mucha pachorra, no perdió la compostura y encima se puso a reír que daba gusto verlo. Dirigiéndose a los que huían alzó la voz y dijo: «No se alarmen, señores, que es una cosa natural que hacen los difuntos todavía calentitos»; algunos se pararon, pero otros no le hicieron caso y siguieron a lo suyo mientras miraban atrás de vez en cuando por si les perseguía el muerto. Yo me asusté como ellos, pero al ver lo tranquilo que estaba don Celedonio, se me curó el espanto y no me moví de su lado.

    Alguien trajo una manta para tapar con ella al pobre don Laurentino, tan andrajosa que semejaba la gabardina de Cantinflas.

    Y en esto que apareció la ambulancia. El conductor tuvo que hacer mucho ruido con la sirena para que le dejaran circular. Pusieron al fotógrafo en una camilla, subiéndolo al vehículo apenas sin esfuerzo. Era tan pequeño y escuálido como un pajarito.

    Menuda bronca se organizó al llegar el juez. Resulta que deberían haberlo dejado allí y, como lo trasladaron al depósito antes de que él lo autorizase, empezó a despotricar contra todo bicho viviente. Daba miedo oírle, amenazando con la cárcel a los responsables. No parece que eso afectase a don Celedonio, porque tenía cara de mucho cachondeo. Es cosa conocida que ambos se llevan como el perro y el gato.

    La gente se desperdigó por el mercado y yo me dirigí a casa, que vivo cerca. Iba sobrecogido, nunca había visto la cara de un muerto, y menos aún morirse a mi lado. Cuando se fue al cielo el abuelo Fridiano, que era el padre de mi madre, lo pusieron en la sala encima de una tarima de madera, sin ataúd ni nada, para que fueran a ver que la había palmado y a dar el pésame a la familia. A mí no me dejaron entrar porque solo tenía siete años, pero en un descuido de la tía que cuidaba de mí, me asomé un poquito. Conseguí verle solo los zapatos. No los había usado nunca, pues las suelas estaban sin estrenar. Madre desde ese día viste de luto riguroso, padre en cambio solo se puso un brazalete negro cosido en la manga de la chaqueta que se quitó a la semana. Por ese motivo hubo una discusión gorda entre ambos, tanto que yo la oí desde mi cuarto y me entró mucho miedo de los vozarrones que soltaba padre.

    Mi padrino, al entregarme el diario, me aconsejó que después de escribir un acontecimiento, ponga también lo que he sentido en mi ánimo porque «lo más trascendental de un hecho no es su naturaleza, sino la forma en que ha modificado mi manera de ver la vida». No entiendo muy bien lo que quiere decir, pero aquí queda escrito tal cual, por si me sirve de algo cuando sea un hombre.

    Capítulo 2

    Jarana, sábado, 18 de septiembre de 1954

    Esto de escribir un diario no es tan fácil como yo pensaba, pues la intención de contar algo cada semana se fue al otro barrio siguiendo a don Laurentino. Han transcurrido casi cuatro meses de su muerte y, aunque sigo haciendo trabajos de redacción todos los días de clase, ni una sola letra salió de mi pluma para quedarse a vivir en estas páginas; por lo que se ve, nunca me sucede nada especial o, al menos, que merezca ser contado. Pasan los días al igual que el agua por una cesta, que no deja poso alguno.

    Me malicio que es peliagudo elegir cuáles hechos son interesantes y cuáles no, pues para ello hay que saber distinguir la chicha de la limonada y no lo tengo nada claro. Digo yo que, para contar aquí lo que he jugado con mis amigos, o la comida que puso madre hoy en la mesa, o las regañinas de padre, o las cursiladas que sueltan mis tres hermanas, pues es mejor que no, ya que nada de miga encuentro en ello.

    Aunque, por otra parte, he escuchado a los mayores que lo que se creía de vida o muerte en la juventud luego se olvida y solo se recuerda lo divertido. A lo mejor estoy obsesionado con lo gordo y, por no estar atento, me pierdo los pequeños detalles que a la postre pueden ser los que tengan más sustancia. Tal vez debería escribir lo extraordinario y también lo

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