Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

En agobiante espera
En agobiante espera
En agobiante espera
Libro electrónico136 páginas1 hora

En agobiante espera

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Sentado a la computadora un escritor escribe las que supone serán sus últimas líneas. Sobre su ser se cierne la extinción por estar infectado con el "mal de la transparencia". En unas horas le cortarán la luz y el teléfono, y su trabajo de varios años no le dará ni siquiera para su siguiente comida. Mientras espera su fin, narra una historia de la que no se arrepiente.

IdiomaEspañol
Editorial12 Editorial
Fecha de lanzamiento25 oct 2010
ISBN9781452344768
En agobiante espera

Lee más de Alejandro Volnié

Relacionado con En agobiante espera

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para En agobiante espera

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    En agobiante espera - Alejandro Volnié

    - - -

    En agobiante espera

    Alejandro Volnié

    Smashwords Edition

    Copyright 2008 Alejandro Volnié

    This eBook is licensed for your personal enjoyment only. This eBook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each recipient. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return to Smashwords.com and purchase your own copy. Thank you for respecting the hard work of this author.

    Este ejemplar digital es para uso exclusivo del comprador original, si desea compartirlo, por favor adquiera una nueva copia para cada usuario. Si usted está leyendo esta copia y no la compró, por favor entre en Smashwords.com y adquiera su copia personal. Gracias por respetar el derecho de autor.

    - - -

    - - -

    Al gran Balzac, quien nos lo advirtió…

    - - -

    Último capítulo

    He estado esperando para comenzar, mirando la hoja en blanco dibujada en la pantalla de la computadora —del ordenador, dirían en España— mientras el programa antiespía fuerza al disco duro en el golpeteo desesperante que aparenta durar una eternidad. Debe ser viernes por la tarde, pasadas las seis: el momento predilecto del programa para arrebatarme el control de la máquina so pretexto de escanear en busca de maliciosos invasores informáticos. Por lo demás, mi Vaio —a la que ya se le juntan los años— suele prestarme atención, aun si por momentos se vuelve esquiva, lejana o atolondrada. Imagino que mi relación con ella se asemeja a las que he llevado con mis mujeres: cuando las he aburrido, han encontrado el modo de ignorarme con sutileza. La ventaja es que a la Vaio puedo desconectarla, reiniciarla, hasta darle una palmada firme cuando me saca de quicio; lo que jamás hice —o siquiera pensé en hacer— con alguna mujer.

    Por fin he vencido la inercia, el párrafo anterior da prueba de ello. He comenzado a escribir en el intento de recuperar la lucidez, de escabullirme del crispado agarre de los dedos fríos y huesudos de la insania, garras de la locura, destino ineluctable de quien dedica sus horas completas a la espera. La inactividad me está matando, la falta de propósito me devasta, el tiempo me corroe; hace más de un mes que no hago otra cosa que vigilar el teléfono y revisar el correo electrónico con compulsión exasperante. Las noticias faltan, y no sé si llegarán. ¿Existe peor respuesta que la falta de respuesta? Me figuro convertido en un ser sutil, casi invisible; apenas una entidad traslúcida, despojada de la masa que fuerce reacciones en el entorno, incapaz de manifestarse a los ojos de aquellos a quienes ha buscado a través de la red: gente que no supo antes de su existencia y quizás se haya olvidado de responderle porque no le dé importancia, o peor aún, que decidió ignorarla porque para ellos es nada: justo como me percibo en los tiempos recientes.

    Supongo que he de ser un simple espectador de mi vida, testigo de una historia en la que muy poco sucede. Quizás yo también termine por aburrirme de mí, entonces me desvaneceré para siempre. ¡Pero no todavía! Hoy estoy escribiendo. Con eso basta para que poco a poco vuelva a percibirme como un ser físico. Ya la silla acusa mi peso de nueva cuenta. De alguna manera voy ganándole terreno al mal de la transparencia y me pregunto: ¿cuánto más tendré que aporrear el teclado, saltando mis dedos índices de tecla en tecla, para asegurarme la permanencia en el mundo de los objetos?

    No fue siempre así. Hubo una época en la que yo era un ser gris, aunque tangible. Entonces mis jornadas de trabajo podían extenderse por doce o catorce horas, y la gente me miraba. Quizás porque eran tiempos de andar las calles, de recorrer 100 o 150 kilómetros cada día, de ordenar y regañar mientras estaba dentro de los muros de mi fracasado negocio, de prometer y conceder cuando me entrevistaba con mis clientes, de maldecir mi suerte en las largas horas de confinamiento entre la muchedumbre motorizada, de desgastar mi vida andando los caminos que terminaron en donde ahora me encuentro: encerrado en el cuartito que se jacta de haberme esperado desde siempre, desentendido de los tiempos cuando el gris de mi vida radiaba reflejos deslumbrantes. Ahora sobrevivo soportando la opacidad de mi nuevo brillo, luz que se niega a viajar, energía que prefiere revertirse para calcinarme en la frustración.

    Todo porque, cumplidos los 45 años y enfermo de sueños incumplidos, una noche de aciaga soledad se me ocurrió esbozar el esqueleto de mi primera novela, la que llevaba más de 30 años demorándose en asomar; siempre supe que mi destino era escribir, también que la juventud empaña las más de las veces la claridad de las ideas, condenando al optimismo a quienes se atreven a incursionar en el mundo de la palabra escrita sin haber sufrido lo suficiente. Me faltaba probar el sabor del polvo, escuchar el crujido de los propios huesos ante los embates de la adversidad, oler el miedo a la transparencia, percibir los pasos de la extinción acercándose sigilosos, aprender a medir la edad en reversa. Llega un momento en el que se dejan de contar los años cumplidos; entonces, adivinar cuántos quedan por ser vividos se convierte en un acertijo atosigante: enigma para el que uno nunca tendrá una respuesta exacta, aunque las probabilidades dicen que a los 45 ya se ha rebasado la mitad del camino, aun si quienes rehúyen la crudeza de la realidad llaman madurez a dicha etapa de la existencia, y más adelante transmutan el nombre por el rimbombante vocablo plenitud.

    Vuelvo a ese momento, hace cinco años: pensando todavía a la antigüita, tomé pluma y papel y me senté a la única mesa del apartamento de alquiler en el que mi reciente divorcio me había forzado a vivir. No pensaba en aquel tiempo en la inmensa casa que quedó en poder de mi ex, porque no me dolió dejarla para el feliz disfrute de mis hijos; a la fecha sigue sin dolerme. Pues bien, tomé pluma y papel y comencé a escribir, despreocupado de mi pésima caligrafía, que es tan pobre que en ocasiones debí mostrarle mis apuntes a mi secretaria para que me dijera qué decían. Llené cuatro o cinco páginas con las ideas que llevaban años rebotando en mi mente, después las releí. Descubrí que no estaba haciendo un simple esbozo de mi primera obra, sino que ya la estaba escribiendo, aun si no tenía certeza de hacia dónde me dirigía. Había transcurrido menos de una hora cuando decidí pasarme a la computadora y comenzar, así, en caliente, sin preocuparme mucho por nada.

    Mi primera novela comenzó a tomar forma. Ciencia ficción, ¿en qué otro género pudo haber sido? Era producto de mis malformaciones profesionales, de mi esencia pseudocientífica, de mi proclividad a los desenlaces cursis, de mi imaginación debocada y de mis temores existenciales. La escribí en tres meses, metido en mi oficina, aprovechando parte del tiempo libre que mi declinante negocio comenzaba a prodigarme; para concluirla hube de retomar el empeño cada noche, ya en casa, enclaustrado en la soledad que por entonces se me volvió costumbre. Conseguí sumar 330 cuartillas, terminadas con la incertidumbre de quien ignora si la obra ha resultado corta o larga. 330 cuartillas que después deberían soportar al menos una docena de revisiones para conseguir escasa medianía en cuanto a corrección y estilo. Mi primera novela debió ser un éxito inmediato. Aún no lo ha sido.

    Por ese entonces, en cuanto comenzaba a escribir volvía a mi mente mi profesora de literatura de la preparatoria. Recordaba las palabras que nos dirigió alguna vez, presa de un arranque de optimismo: quizás entre ustedes se encuentre un próximo Fuentes; o un García Márquez, un Cortázar o un Vargas Llosa. En silencio le respondí: soy yo. Comenzaban los setentas y esa generación de autores constituía el tema casi único dentro del discurso literario, aunque por entonces yo era más afecto a otra clase de lecturas. Aquella vez dije soy yo sin pronunciar palabra, y por haberme tragado la afirmación se me quedó grabada. Así estuvo bien, si lo hubiera dicho en voz alta lo que recordaría sería la burla de mis condiscípulos. Mi prudencia en aquel momento me ha ahorrado infinidad de sonrojos con el correr de los años, y ahora sé que no soy el próximo de ninguno de esos escritores connotados; cuando mucho soy el primero de mi especie, valga de lo que valga. En cuanto al nombre de mi maestra de literatura, me abstendré de mencionarlo. Así le ahorraré el cargo de conciencia. Nunca se sabrá responsable del mal provocado por sus palabras: es ella el primer detonante de mi actual desesperación. Su reto, lanzado en aquellos tiempos con candorosa inocencia, es causa fundamental de mi pobre estado mental: es ella componente de mi encallamiento en los bancos arenosos de la espera.

    Ya dije que siempre supe que me llegaría el tiempo de escribir, pero antes de aquel día lo suponía un simple sueño, inaprehensible por su lejanía. En todo caso, mi maestra fue perdonada de antemano. Su falta fue por imprudencia. ¿Cómo podría haber adivinado a qué clase de bicho le hablaba? Más aún cuando yo acostumbraba sentarme al fondo del salón, escudado por cinco docenas de cabezas melenudas, siempre buscando el modo de pasar desapercibido para evitarme la embarazosa obligación de intervenir en clase.

    Pero basta. Tras la divagación, volvamos a la historia. Quedamos en que terminé mis primeras 330 cuartillas, en las que se desarrollaba un relato básicamente de ciencia ficción, aunque cargado de matices, como si hubiera tenido que decirlo todo en una sola narración. Apenas tras la primera corrección decidí imprimir, luego llevé el fajo de hojas para ser copiado y encuadernado. Lo deposité en el establecimiento convenientemente ubicado junto a la puerta de mi edificio. La dama que me atendió me dijo que volviera en dos días. Yo me sentía realizado. Ya me veía afamado y aplaudido, además de nadando en plata. Las cuarenta y ocho horas que esperé se me figuraron eternas, lo que me fue cobrado se me antojó poco. Ahora sé que en ese entonces miraba las cosas con ojos de niño: ni dos días son la eternidad ni me cobraron barato por reproducir esos pocos tomos rústicos con letras plasmadas en desleídos tonos de negro.

    Aproveché un par de ejemplares para registrar mi flamante derecho de autor. Mientras me agregaba en la cola de la oficina de registro, rodeado por trajeados pasantes de despachos jurídicos y greñudos músicos con la ilusión pintada en sus rostros, en la mente retaba a quienes me ignoraban; los provocaba para que me reconocieran, aunque hablando sin palabras —pronto seré famoso, entonces tendrán que mirarme— les gritaba apretando los labios. Por entonces mi intuición no daba para adivinar la existencia del mal devastador: el mal de la transparencia: cáncer del espíritu, solvente de la solidez del cuerpo, tergiversador de la cordura.

    La mañana siguiente, al salir hacia el negocio, cargué con dos ejemplares más. Uno lo boté sobre las perennes pilas de papeles que siempre medraron en mi oficina, el otro lo entregué al vigilante que contestó a mi timbrazo, entornando desconfiado el zaguán de una empresa editorial.

    —No tardarán en llamarme —afirmé cuando me alejaba—,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1