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La cara oculta de Judith
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Libro electrónico274 páginas4 horas

La cara oculta de Judith

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—La ninfomanía es una psicopatología que padecen ciertas mujeres, al haberse detenido su desarrollo en la etapa genital y necesitan vencer su angustia existencial mediante el único mecanismo que han desarrollado: pulsión-instinto. Se caracteriza por un apetito sexual compulsivo en que el acto sexual prioriza su escala de necesidades, desplazando todo tipo de freno social, moral o religioso. Aunque nunca llegan a saciar el deseo que las acucia, debido a su estasis sexual crónica y a la ausencia de comunión afectiva. Por eso se les llama mujeres insaciables.

—La cara oculta de Judith iluminada por un extraño diagnóstico. Hasta aquel día había creído que la ninfomanía era un camelo de la literatura erótica para estimular la libido del vulgo. Había estado ciego. Me acordé de su misterioso diario. ¿Podría estar allí la clave de todo? ¿Fue el sexo la correa de transmisión que condujo al desenlace? No lo sé. Pero hay acontecimientos cuya carga soportamos durante toda la vida.

Esta obra combina prosa magistral, simbolismo potente y desarrollo de personajes profundos. La habilidad del autor para transmitir emociones y pensamientos complejos es notable, y el lector se encuentra inmerso en la historia desde el principio hasta el final.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2024
ISBN9788410681477
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    La cara oculta de Judith - Luciano Moreno López

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Luciano Moreno López

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: María V. García López

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Mujer desnuda mirando por la ventana. Carboncillo 80x70, obra del autor.

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-147-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A la verdadera Judith,sin cuya existencia

    nunca se hubiera escrito esta historia.

    .

    A Marisa Calderón Lobo,con quien

    tantas vivencias he compartido en Cádiz.

    ..

    A Marcelino Marcos Ruiz, allá donde se halle, un pasiego

    muy querido en Puntales, y gran amigo. (In memoriam).

    PREFACIO

    Me deprime profundamente hablar de Judith. Siempre me he negado a ello. Su recuerdo todavía golpea en mi cabeza con la misma insistencia que el martillo lo hace sobre el yunque. Judith, lo mismo que esas toxinas imposibles de eliminar, ha pasado a formar parte de mi sustancia. Ella vive dentro de mí y vivirá siempre, hasta que me visite la Parca y la entierren conmigo. ¿Qué razón me mueve ahora, después de mis reiteradas resistencias, a hablar de ella? La misma que mueve al asmático cuando se levanta de la cama y se acerca a la ventana entreabierta, en busca de una corriente de aire fresco: la liberación de una angustia.

    Es posible, astuto lector, que por ser yo quien escriba, interprete cuanto va a leer como una justificación a mi conducta e incluso me considere un embustero patológico. No importa; a estas alturas de curso, créame, ya no me preocupan las calificaciones finales. Soy hombre de responsabilidad y siempre he asumido las consecuencias que se derivan de mis actos, así como los reveses que proporciona la vida. De modo que ni pido disculpas, ni busco complacencias.

    Antes de proseguir, me permito salir al paso de ciertas insidias que en su día circularon por ahí, falseando la realidad de los hechos. Admito que he sido presa de trastornos de todo tipo después de lo que ocurrió, mas ¿se me puede culpar por ello? Bien sé que ha habido gente de mala fe que ha tratado, y trata, de esgrimir esto en detrimento mío. Hasta han llegado a decir de mí que cuando hablaba de ella perdía la conciencia de la realidad. Qué más hubiera querido yo, así habrían sido menos mis sufrimientos.

    Quiero dejar claro que, exceptuando un par de lagunas en las que solo percibo una negrura sin fondo, lo recuerdo todo con luz meridiana; pues el transcurso del tiempo nada ha conseguido desvanecer en mi memoria, sino más al contrario, ha hecho que reverdezcan hasta los detalles más pequeños con una precisión repugnante. Además de que la Naturaleza me dotó de una gran capacidad para retener todo aquello que fuera de mi interés, el itinerario que me propongo recorrer, amargo e impuesto como un viacrucis, lo he repasado más de mil veces, paso a paso y punto por punto.

    Explicaré, por tanto, lo que sucedió y cómo sucedió hasta el detalle, hablaré de ella, de mí mismo y del lugar donde se enmarcan los hechos. Esto es, creo, grosso modo, lo que a usted le puede interesar. Eso sí, procuraré ser fiel a mí mismo y escribiré como me plazca; pero ajustándome a la verdad y desde la elegancia, pues hay cosas que nunca se deben nombrar y actos que no se deben describir por demasiado vulgares. En algunas situaciones, me veré obligado a detener el tiempo para que al mirar hacia atrás los acontecimientos no me desborden; en otras trataré de alumbrar aquellos recovecos que me parezcan más oscuros; habrá momentos en los que usted y yo nos demos la mano como lo harían dos camaradas al coincidir en un mismo punto de vista; habrá otros en que pensaremos el uno en el otro con desconfianza; en otros, tal vez con complicidad; en otros, quizás con asombro; y habrá algunos que hasta puede ser que sonriamos juntos.

    Como estoy convencido de que estas páginas constituirán el verdadero testimonio de cuanto acaeció, como lo estoy de que usted será mi lector de excepción, a partir de este momento le implicaré sin remedio en una historia, por demás extraña, por cuyos intrincados accidentes caminaremos juntos hasta llegar al mismísimo desenlace; aunque quién sabe si en algunas ocasiones, lo haremos en sentidos opuestos. Mas en caso de que llegase a perderme de vista, estoy seguro que a un buen rastreador no se le pasarán por alto esas pistas involuntarias que se suelen ir dejando en el camino; pistas, digo, que para usted, una persona avalada por cientos de historias escuchadas, serán suficientes para sacar conclusiones y realizar su análisis.

    No conozco sus debilidades para poder llegar hasta usted con estas mis palabras escritas, pero tampoco lo pretendo; usted no es un lector elegido, sino impuesto por unas circunstancias, como impuestas han sido la mayoría de las decisiones que han jalonado mi vida. Tampoco sé si es persona de transigencia, y se me ocurre pensar, por tanto, que acaso considere que pensamientos, citas, descripciones, percepciones más o menos subjetivas, que iré vertiendo a lo largo de mi narración, poco o nada tienen que ver con la misma. Si así fuera, me apresuro a pedir disculpas y a rogarle que me admita esas supuestas digresiones, siquiera sea como especiales licencias que se le conceden a este diletante escribidor. Pues son aportaciones tan imprescindibles en mi discurso, como lo son los silencios en una partitura; evocaciones inevitables que nacen de recuerdos que se asoman a mi memoria y van emergiendo lentamente, como sucede en esas húmedas noches en las que al evaporarse el agua de la tierra, van surgiendo emanaciones ascendentes que forman caprichosas nubes; evocaciones que me asaltan a cada paso y a las que me es imposible sustraerme, como sucede con aquellos aromas excitantes cuya fuerza nos arrastra sin remedio; evocaciones, en fin, que forman parte sustancial de la historia, y me temo que irán creciendo en sus márgenes con la misma espontaneidad con que crecen las margaritas silvestres a los lados del sendero.

    Así pues, desde este mismo instante nuestros respectivos papeles quedan bien definidos: yo seré el que escriba y usted el que lea, reflexione y juzgue. Así, aunque se trate de silenciar mi voz, mi testimonio permanecerá escrito.

    Y con ese derecho que creemos que nos da la proximidad, a nosotros ya nos une una obligada relación circunstancial, solo apelo a su imparcialidad. La compasión, suponiendo que llegase a experimentarla, ni la quiero ni la necesito.

    Mas comencemos cuanto antes, pues hay ocasiones, en las que una segunda lectura se hace imprescindible.

    I

    Fantasma. En Psicoanálisis, construcción

    mental imaginaria que aparece en el sujeto y se

    representa de diversas maneras, como sueños

    diurnos, o como una estructura inconsciente que

    subyace a contenidos manifiestos. Estos fantasmas

    o fantasías representan a realización de un deseo

    inconsciente.¹

    Esta mañana tengo la sensación de que me ha despertado un remordimiento. Con relativa frecuencia suelo recordar, a veces mutilado por sombras y veladuras, el contenido de mis sueños. Pero hoy, aun teniendo la seguridad de haber soñado, ni siquiera consigo aprehender una sola pista. "Además de en la fase REM², también se puede soñar en la fase de sueño profundo, que es cuando suelen aparecer las pesadillas; si el sujeto despierta en esta fase no suele recordar lo que estaba soñando, debido a que las imágenes oníricas solo se corresponden con el mundo de lo inconsciente".

    Durante las noches, a mi preocupación por alcanzar el sueño se van incorporando pensamientos que, aliados contra mi empeño de dormir, se enzarzan en una lucha sorda que no concluye hasta clarear el día. E insomne, me levanto de la cama y arrastro un cansancio que me ensombrece la mañana. Luego, después de ducharme y haber mantenido una actividad más o menos intensa, me voy sintiendo mejor; pero no es hasta el anochecer cuando sube mi tono vital y aumenta mi capacidad de trabajo. Y cuando llega el temido momento de meterme en la cama para cumplir un horario y recuperar sueño, el simple hecho de acostarme se convierte para mí en un acto heroico. ¿Recuperar el sueño? Creencia absolutamente errónea. Se lo suelo repetir a mis pacientes: las horas de sueño jamás se recuperan, se pierden. Y después de soportar el interminable paso de las horas, cuando consigo al fin dormir, despiertan mis fantasmas que, embozados en humillantes pesadillas, escondidos tras insidiosas simbologías, se enseñorean en el escenario de mi cabeza, llevando a cabo las representaciones más hirientes y vergonzosas. Los sueños y su contenido, sea este de la naturaleza que fuere, dependen de la disposición anímica del sujeto que sueña.

    El régimen de vida que aquí llevo, un tanto especial y rutinario, se me antoja el de uno de esos colegios mayores en los que residían algunos de mis compañeros de facultad. Dispongo de una habitación amplia e independiente y nadie me incomoda; todos los días leo, escribo, echo un vistazo a la prensa, escucho las noticias, paso horas en la biblioteca y doy paseos al aire libre. La comida es pasable; y el servicio, a pesar de lo que digan, no es malo, conmigo es hasta deferente. A mí desde luego siempre se me ha respetado, y es porque el respeto a los demás constituye una de mis normas de conducta. Asimismo, dispongo de libros de consulta y obras de mi interés aunque no todas las que me gustaría. Por cierto, acabo de terminar los Diarios de Kafka, cuya existencia conocía y no había tenido la oportunidad de leer. Se trata de una edición en inglés que me ha facilitado una persona diligente y amable por mediación de un amigo suyo. Mi gratitud a los dos. Y gracias también a Max Brod, responsable directo de la publicación de estos Diarios, aun contraviniendo la decisión del propio autor de que fueran destruidos. Tengo algunas afinidades con Franz Kafka, tales como el insomnio, el amor a los libros, el gusto por escribir o la desconfianza hacia los médicos. Aunque también disentimos en otros gustos, yo no me siento atraído por las mujeres gordas.

    En el Centro estoy tan considerado como pudiera estarlo un miembro distinguido de un club social, pues entre los de mi clase, digamos que soy cuando menos primus inter pares. Eminencias del profesorado, de vez en cuando, me solicitan con rebuscada amabilidad que les haga alguna traducción (generalmente suele ser de inglés), a lo que nunca digo que no, pues al entregarles el trabajo ya resuelto, me divierte ver sus caras de haba entre admirados y agradecidos, como si se hallasen ante alguien que acaba de realizar una proeza. Después, empeñados en demostrarme sus conocimientos a toda costa, suelen sacar a colación algún tema del que creen saber algo. Yo los escucho con una sonrisa de condescendencia y haciendo gala de una paciencia que en realidad no poseo. Son como esos nuevos ricos que, conscientes de su ignorancia, se afanan por parecer cultos ante un interlocutor pobre pero con estudios.

    Creo que domino este ambiente. Apenas me rozo con nadie y nunca discuto, pues discutir aquí sería como luchar contra los molinos de viento. Lo que más echo de menos es el diálogo, siempre tan enriquecedor; pues es en el diálogo, clave del entendimiento, donde se depuran y sedimentan los conocimientos adquiridos o se asimilan otros nuevos. Así que, si exceptuamos un cierto olor a permanencia, no me encuentro mal en esta vieja residencia, a decir verdad mucho mejor de lo que preví al principio. Es como si me hallara en una jaula de oro, en la que la sola intencionalidad de abandonarla me produce cierta pereza. No quiero decir con esto que la estancia aquí me agrade tanto que no me gustaría sustituirla por ninguna otra, pero tampoco me hallo en condiciones de pedir demasiado. Solo aspiro a que me dejen tranquilo y disponer de tiempo, pues mi principal actividad consiste en escribir y este proceso requiere dedicación. Nací para ser escritor y soy consciente de que equivoqué la carrera. Además de mi hermano, admirador incondicional de mi expresión escrita, otras personas me animaron para que desarrollara mis aptitudes en este campo. Mas no quisiera pensar al decir esto, lector sagaz, que por ser yo quien mencione mis posibles aptitudes literarias, se le ocurra inscribirme en el club de los pedantes y los engreídos, pues aún sin serlo, tampoco me seduce la idea de parecerlo. Pues lo mismo que le sucedía a Kafka, yo no persigo la fama con este quehacer literario, ni tampoco ganarme la vida, sino que escribo por la sana distracción que me produce hacerlo.

    Jamás se me olvidarán las peroratas con las que me regalaba mi hermano hablando de los escritores, él creía tener las ideas muy claras al respecto. Y hace unas semanas volví a acordarme de él, releyendo a Cela, Si el escritor no se siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cambiar de oficio; o La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar.

    La ciudad de Cádiz se halla dividida en dos zonas, Cádiz y Puerta de Tierra. Pero a pesar de que las dos unidas forman la totalidad del casco urbano, se encuentran bien diferenciadas, tanto en su arquitectura como en su historia. La que los autóctonos llaman Cádiz, amurallada y monumental, con algunas calles estrechas, que recuerdan las viejas construcciones árabes, constituye el casco antiguo de una población fundada hace más de tres mil años, cuyos orígenes se diluyen en su propia leyenda. Puerta de Tierra, alargándose desde la plaza de la Victoria hasta Cortadura, es la parte moderna de la ciudad que se supone más antigua de Occidente.

    Como si se tratara de una barrera generacional que se empeñase en separar lo viejo de lo nuevo, se levanta entre ambas una sólida construcción del siglo XVIII: la Puerta de Tierra propiamente dicha. El sobrio monumento, coronado por cuatro almenas, exhibe en su frente, esculpido en mármol, el escudo de la ciudad con su leyenda: HERCULES FUNDATOR GADIUM DOMINATORQUE. Y a cada lado de la histórica puerta, sobre sendas columnas y un poco adelantados como si lo hicieran a propósito para proteger a la ciudad con su presencia, los dos patronos de Cádiz: San Servando y San Germán.

    La diferenciación de las dos zonas se halla tan arraigada en los gaditanos que los que residen en una u otra, acentuando una distancia que solo es virtual, se dicen entre ellos: Esta tarde tengo que ir a Cádiz; o bien: Vengo de Puerta de Tierra. Pero si he de ser exacto, en Cádiz omiten la preposición y solo queda Puerta Tierra. Esta inveterada costumbre que tienen los gaditanos de simplificar hablando, incluso uniendo palabras para acortar frases, da lugar a expresiones y giros llenos de donaire; expresiones verbales que se dirigen entre ellos, tan espontáneas, que el foráneo que las escucha y no conoce Andalucía las recibe como insólitos disparates que le hacen debatirse entre la risa y el asombro. Es cuando el oriundo observa divertido y se ríe por lo bajo. Asimismo, sobre todo los que residen en Puerta Tierra, llaman Lavenida a la gran arteria recta, con cuatro carriles de circulación y doble sentido, que arranca desde la Delegación de Hacienda y termina frente a la Fábrica de Cerveza. No importa que según por donde pase la dicha avenida vaya recibiendo distintos nombres, General López Pinto, Ana de Viya, Cayetano del Toro o José León de Carranza; ellos, en su afán de simplificar, la designarán por Lavenida: Yo vivo en Lavenida. ¿A qué lado de Lavenida vives tú?.

    Amo a Cádiz con su atmósfera llena de influencias. Me conmueve la idiosincrasia de sus habitantes y sus orales muestras de afecto aderezadas con ceceos, seseos y haches aspiradas; su aguda sensibilidad y su chispa ágil y oportuna, no exenta de ingenio y chanza; ese apasionado sentimiento de la alegría de vivir, que decía Blas Infante. Amo su peculiar modo de hablar sembrado de graciosos y sincopados giros, tan rico y elocuente que con solo pronunciar un vocablo irrelevante, como por ejemplo ojú, se pueden expresar mil sentimientos: sorpresa, enojo, alegría, tristeza, aburrimiento, admiración, sorna, esperanza, desencanto… Dependiendo del tono que se le imprima y de dónde y cómo se pronuncie.

    Nací en Cádiz y este bienaventurado azar me llena de exultante orgullo. Nací concretamente en una vieja casa de la plaza de la Merced, más conocida como plaza del Piojito, en el mismísimo corazón del barrio de Santa María. Aunque a decir verdad, de aquella casa apenas me acuerdo, pues sin haber cumplido aún cuatro años me trasladaron a la barriada de Puntales. Y años más tarde, pasaría a vivir en la capital de España, donde crecí y me hice hombre. Desde entonces siempre me he sentido unido a Cádiz por un intangible cordón umbilical, que me conecta a un pasado, ya tan lejano, que cuando miro hacia atrás apenas lo diviso en el horizonte de popa; pero que guarda, fiel, mis primeras sensaciones y mis primeros llantos, mis primeros balbuceos y mis primeros acentos.

    Han transcurrido muchos años. Pero no años de calendario, sino años vividos día a día, hora a hora, años sufridos. Ha pasado mucho tiempo desde que me alejé de Cádiz y me he impregnado de lo bueno y de lo malo del camino. Crecí tierra adentro, bajo otro sol, otra latitud, otro clima. Y durante ese tiempo no volví a sentir en mi piel y en mis labios la sal marina, ni la brisa del estero gaditano, con efluvios de marisco; otro acento, otras gentes, otras costumbres, otros ambientes, fueron dejando sedimentos y conformando estratos, modificando lenta pero rigurosamente mi personalidad primigenia; y en mis movidas raíces tan solo conservo algunos restos de mi tierra madre. Hoy hablo otro idioma, no, no es exacto, hablo tres idiomas aun dejando aparte mis coqueteos con el latín y el griego. Pero casi he perdido mi habla regional y localista, primera que captaron mis oídos y yo perfeccioné en la calle, sin esfuerzo y con la misma dignidad que si la hubiera estudiado en el más prestigioso colegio de pago. De aquella habla apenas me quedan vestigios, algunos matices y mucha nostalgia; una nostalgia que a veces siento tan adentro, como se siente en el cante jondo el quejío de la ausencia.

    Sé que habrá quien diga, como en una ocasión me espetó un filólogo, que esta habla no es sino una burda deformación del español, nacida de la ignorancia de sus hablantes. Pero qué importa, me hallo muy por encima de esas desafortunadas polémicas, que dejo para solaz de necios litigantes que tanto abundan en cualquier pago. Solo me permito recordar que esta forma de hablar, preñada de matices, continúa viva y la utilizan más de cinco millones de españoles, portadores de una cultura rica, fecunda, inimitable, única.

    Residíamos ya en Puerta Tierra. Habían transcurrido seis meses desde que nos trasladamos de la calle Arbolí y habíamos ganado con el cambio. De vivir en una vieja casa en el centro histórico, restaurada varias veces y ninguna con acierto, pasamos a ocupar un apartamento de nueva construcción en una novena planta, con una hermosa vista a la playa de la Victoria. El edificio, ubicado en el paseo Marítimo y tan grande que ocupaba toda una manzana, contaba con veinticuatro puertas de acceso, defendidas cada una de ellas por su portero correspondiente. Y hablando de porteros, no puedo evitar dedicar unas líneas al que a nosotros nos tocó en suerte.

    ¿Es el portero un personaje importante en esta historia? Alguna vez me lo he preguntado.

    Aquel portero, entrado ya en la cincuentena, se llamaba Ausempcio Pulido. Primario en aspecto y ademanes, largo y recio de tronco, y corto y flaco de piernas, nadie tendría que esforzarse para reconocer en él al eslabón perdido en la cadena evolutiva de la especie humana. Calvo sin usuras y con el mentón rematado por una gran papada, tenía los ojos saltones y huérfanos de pestañas como si estas, buscando seguridad, hubieran pasado a engrosar unas cejas demasiado cercanas y frondosas. La nariz, ancha y con tintes cárdenos, entre dos mofletes ornados con las chapetas con que obsequia el vino a sus incondicionales, presentaba dos ventanas que más parecían ventanales por lo grandes, por las que se asomaban, curiosos, sendos manojillos de hirsutos pelos, como si no quisieran perderse por nada del mundo el espectáculo de aquella boca enorme y bien artillada. Mas dos accidentes sobresalían en la fisonomía de aquel sujeto, un vientre muy voluminoso que, acostumbrado a convivir con él desde sabe Dios cuándo, bamboleaba con cómica soltura, y un lobanillo velludo del tamaño de una avellana que emergía con insolencia entre ceja y ceja, exhibiendo en su satinada superficie un ramito de venillas rojas y violáceas. También es de hacer notar, por lo expresivo, que Ausempcio padecía un tic en la ceja derecha y a cada momento el tic se confundía con guiño, y aun no siendo guiño ni siendo adrede bien lo parecía, por lo que planteaba una situación embarazosa a quien hablara con él, si desconocía este trastorno psicoemocional suyo. Si sumamos a lo dicho la sorna y rusticidad del personaje, recordaba de inmediato la sempiterna imagen de Sancho Panza redivivo. Era, en fin, el mostrenco, un bucólico elemento de rebaño al que solo balar le faltaría, si aun de esto no hiciera remedo cada vez que bostezaba.

    Natural de Medina Sidonia, de donde solo se ausentó para realizar el servicio militar obligatorio, conservaba casi intacto el tinte de su lugar de origen. Y no digo esto en sentido peyorativo pues son gentes, las de Medina, trabajadoras, hospitalarias, muy abiertas de genio y poseedoras de un admirable y sano sarcasmo. En cierta ocasión una señora residente en el edificio, le preguntó, curiosa, a Ausempcio Pulido, por la procedencia de nombre tan poco oído.

    — Un servidor tiene nombre de almanaque, señora — contestó él, muy ufano y arrastrando su marcada dicción asidonense —. Mi difunta madre, que en gloria esté, era muy devota y me puso el santo del día. Y mi padre, que tenía mucha guasa, hasta en el lecho de muerte me decía: el nombrecito ese

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