Todos somos culpables
Por Lidia Soca
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Lidia Soca
Desde muy joven comienza a escribir cuentos y novelas cortas para niños y adolescentes. Años después descubre la ciencia ficción como un método para averiguar qué somos y hacia dónde vamos; pero sobre todo como una forma divertida de responder preguntas muy serias sobre qué nos espera en el futuro. Actualmente estudia licenciatura en Historia en la Universidad de La Habana. Varios de sus cuentos han sido publicados en revistas y complilaciones.
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Todos somos culpables - Lidia Soca
TODOS SOMOS CULPABLES
Relatos de Fantasía y Ciencia Ficción
Lidia Soca
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© Lidia Soca, 2012
First Edition
Published by Lidia Soca at Smashwords
ISBN: 978-1-936886-73-9
Smashwords Edition, License Notes
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ÍNDICE
El suplente
Fichas de ajedrez
Chap
Urbalina
Vivir de más
En espera de Dios
Adiós Xina
El cuerpo roto
Todos somos culpables
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El suplente
Al final terminaron por traerlo. Incluso papá, que siempre estuvo en contra, cuando pasaron quince días y mi madre seguía llorando, la convenció de que lo mejor era buscar un suplente, al menos por un tiempo. Y llegó. Un neonato robótico idéntico a la criatura perdida. Un niño programable cuya inteligencia y habilidades se desarrollarían paulatinamente como uno de carne y huesos, explicó el operario encargado de la entrega. La única dificultad era que en la medida que progresara su cerebro electrónico, el cuerpo debería ser reemplazado para corresponder a este desarrollo. Y por supuesto: era una estrategia de mercado demasiado lucrativa como para crear un modelo que se regenerara o aumentara de tamaño. Sólo en el primer año, mi nuevo hermano consumió veinticuatro cuerpos (dos por mes, sin contar uno que resultó defectuoso y que reemplazaron sin costo). Mis padres se endeudaron hasta los tuétanos, pero qué importaba. Tenían un niño perfecto: con una inteligencia sin manchas, sin berrinches ni caprichos, a quien podían consentir hasta la saciedad sin temer un ápice de malcriadez. Nos fuimos a vivir a un tráiler. Ya ni siquiera notaban mi presencia. Al principio sólo lo hacían cuando me acercaba a él. Parece que temían que lo dañara en un arranque de celos. Él también me ignoraba, aunque de vez en vez se me quedaba mirando de un modo extraño. Cuando cumplí catorce años mis padres estaban casi en la miseria, pero lo único que parecía preocuparles era que mi hermano necesitaba un nuevo cuerpo ya entrando en la pubertad. Un prototipo mucho más caro, impagable a todas luces. De repente comenzaron a mirarme de una manera que me asustó mucho. Hablaban bajito y una vez los sorprendí desempolvando mi historial clínico. Al cabo de unos días me plantearon el asunto sin rodeos: querían mi cuerpo, aunque yo le llevara tres años, llegaba un momento en que el desfase podría equilibrarse, más con esa mente superdotada. La ecuación era simple: no podrían mantenernos a los dos y era obvio a quien escogerían. No somos nosotros, es la naturaleza, dijo mi padre y por primera vez en mucho tiempo me besó en la frente. Él es perfecto y está diseñado para triunfar y sacarnos adelante, agregó mi madre enjuagándose una lágrima que nunca supe si era de pena de mí o de felicidad por él. Quedé paralizado unos segundos y luego estallé en un solo grito aceptando que sí: yo era ser un ser humano auténtico, imperfecto, a veces majadero, otras insoportable, desobediente, impredecible, con calificaciones desastrosas, pero eso no les daba derecho a robarme el cuerpo para salvar a su monstruo. Anuncié que esa misma noche me iría. ¡Ahí fue donde comprendí mi inferioridad! Ojalá mi instinto de conservación hubiera silenciado a mi soberbia. En una operación, evidentemente prevista, se precipitaron los tres fuera del tráiler dejándome encerrado. Cuando volvió a abrirse la puerta, el mismo operario que les había traído al engendro intentaba cazarme con un trípode eléctrico. Entonces lo supe: habían vendido mi conciencia a la misma agencia que fabricaba los suplentes. Los modelos auténticos siempre aportaban frescura al producto. Aquí terminan mis recuerdos y comienza el presente. No hay mucho más dentro de mí y afuera... afuera no sé. Cerré los ojos para controlar las náuseas que me produce el olor a gasolina. Estoy empapado. Ahora los abro y toda mi vida se resume en este fósforo que sostengo y detrás... detrás un niño robótico se desprende de mis padres y corre desesperadamente tratando de salvar mi cuerpo. Pero yo sigo obsesionado en esta llama diminuta, insignificante que dejo caer sobre mis ropas. ¡Qué pequeña es la muerte!
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Fichas de ajedrez
- ¿Lo harás?
- No lo sé.
Me levanté y fui hacia la ventana. Necesitaba huir de sus ojos, porque de lo contrario terminaría