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La extraña vida de Zlatan Gregorich
La extraña vida de Zlatan Gregorich
La extraña vida de Zlatan Gregorich
Libro electrónico396 páginas6 horas

La extraña vida de Zlatan Gregorich

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Un duelo metafísico y filosófico, pero de gran trascendencia para la humanidad, entre dos rivales que persiguen objetivos similares pero de aplicación dramáticamente opuesta.

Antes de la pandemia, y después de treinta y ocho años, Zlatan Gregorich regresa a un pueblo cercano a Roma llamado Nemi, donde vivió una suerte de experiencia mística en tiempos de exilio. Su intención es hallar los manuscritos en los cuales intentó plasmar una teoría que podría revolucionar a la humanidad. Pero no solo él desea hallarlos. También Mr. Yo, un multimillonario megalómano representante del poshumanismo y de la posverdad, se afana en hacerlo. Al escoger a Zlatan Gregorich como objeto de su persecución, se entrelazan en el tiempo y en el espacio fragmentos que narran un ciclo de la historia. Todo sucede antes y después de la muerte de Ruth, ocurrida tras la desaparición de Sammy durante la dictadura en Argentina. ¿Hallará Zlatan Gregorich lo que buscaba? ¿Deberá enfrentarse en un fatídico duelo con el enigmático Mr. Yo? ¿Habrá un vencedor? ¿Hay un precio que pagar por la vida?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 mar 2021
ISBN9788418665080
La extraña vida de Zlatan Gregorich
Autor

Roberto Kozulj

Roberto Kozulj nació en Buenos Aires el 6 de diciembre de 1950. Estudió Ciencias de la Comunicación y más tarde Economía. Durante los turbulentos años que vivió la Argentina durante la dictadura militar de 1976-1982, vivió exiliado por cerca de diez años y retornó a su país natal en 1986. Las vivencias de esa época marcaron, en gran parte, su vida y sus áreas de interés intelectual. Ellas lo orientaron al estudio de muy diversos temas, tales como la movilidad social, el origen de las creencias religiosas, políticas y filosóficas, el potencial de las neurociencias y otras temáticas. La indagación sobre el sentido de la vida y el significado de la muerte han ido de la mano con la preocupación por el rumbo de la humanidad, tema que abordó a través del riguroso estudio de las interacciones entre los procesos de urbanización y cambio tecnológico. Entre otras numerosas publicaciones, es autor de ¿Choque de civilizaciones o crisis de la civilización global? Problemática, desafíos y escenarios futuros (Miño y Dávila editores, 2005).

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    La extraña vida de Zlatan Gregorich - Roberto Kozulj

    1. La verdad no puede

    ser algo que uno elija

    Mi nombre es Zlatan Gregorich. En estos días he tenido muchas pesadillas. ¿Le temo a la muerte? Sin duda, eso es; no quiero dejar que se me escape la belleza de la vida. Sobre todo, que se sepa lo que ocurrió y que ella existe.

    Me inquieta la presencia de míster Yo. Asoma una y otra vez hurgando en mi vida privada. Sus pensamientos invaden los míos y generan una insoportable confusión. Un incómodo estado de ansiedad. Ya no pueden acusarme de nada, y si lo hicieran me da igual.

    Si soy sincero, me inquieta que él pueda llegar a mí antes que yo a él. Pero ¡todo es tan veloz! No sé bien qué busca o quiere demostrar; y en estos días, como sea que se mire, acecha por doquier. Debo hallar una solución. Es imposible seguir así.

    ¿Quedará todo grabado para siempre? ¿Serán útiles los sufrimientos de los miles de millones de seres que habitamos el planeta?

    Cuando amanezco de este modo, nada me calma. Ni beber café, ni una copita de licor, ni fumar; y, sin embargo, no puedo parar. Por supuesto que el doctor me dijo que todo eso no hace sino aumentar mi tono muscular, que no me ayudo en nada haciendo lo que hago. Me siento dividido. Hoy falleció la esposa de mi amigo, que era mi amiga. Apenas una breve llamada para saber que era verdad. No pude evitar pensar en cómo la conocí en Caracas junto con su compañero. Pasaron ya casi cuarenta años de aquello. Se habían hecho amigas de solo mirarse las panzas creciendo; como predestinadas a dar a luz en el mismo mes. A soñar con ver sus caras, comparar su peso, el color de los ojos, la potencia del primer llanto, la ternura de la sonrisa que asomaría. No fue así.

    He creado una cuenta, otra, y otra; pero no logro contactarlo. Clave incorrecta. Si lo intento tres veces, pierdo la jugada. Si ingreso en el buscador su nombre, será un triunfo para él, preocupado por la cantidad de seguidores. Cosa grave es preocuparse por ello en vez de hallar buenos lectores.

    ¿Sabrá míster Yo que estoy cerca de localizarlo? ¿De desenmascarar sus mentiras? ¿De que, aunque lucho por poner fin a su vida, no sé si lo lograré o no?

    A esta hora las calles se hallan desiertas y los depredadores están en sus casas perdiendo el tiempo, mientras la especie está en riesgo. Ni en mis sueños más oscuros imaginé que algo así ocurriría algún día. Pero ¿acaso no lo presentí? ¿Qué fueron sino esas noches en las cuales amanecí sollozando? Se parecen mucho a las de 1976, pero fue en 2019. ¿Cómo descifrar el origen de esta suerte de premoniciones? ¿Viene de mis pensamientos o de los suyos?

    Me pica la espalda y no llego; se me cae algo y apenas si puedo levantarlo del piso. Casi no duermo. Aunque trato de convencerme de que darle batalla tiene sentido más que nunca, sé que me lo digo por necesidad. Para no perder mi motivación. Estoy hecho un desastre.

    ¿Creerá míster Yo que personas insignificantes como yo le amenazan? ¿Mi historia la quiere relatar él porque no tengo el valor de hacerlo por mí mismo?

    Como sea, creo que este duelo deberá darse de modo inevitable. La verdad no puede coexistir con tantas versiones. No puede estar alojada como en una góndola de supermercado donde cada uno elige la versión que le conviene según su pobre configuración mental plena de atavismos, improntas de la cultura e información falsa. Eso de que no existen más que relatos me da náuseas. En alguna parte y para cada cosa no puede existir más que un correlato biunívoco entre un suceso y otro. Y si es así, no hay lugar para interpretaciones. Todo es como es por alguna razón, y entonces también lo fue en el pasado y tal vez lo sea en el futuro.

    Cuando dejé de pensar en estas cosas, me fui a duchar. Acababa de amanecer y me hallaba cubierto de un desagradable sudor frío, pegajoso.

    Tomé un pequeño trozo de cascarilla de naranja y lo saboreé. Inevitable, recordé que el verano en Roma es muy bello y debo apurarme.

    Ya no registro bien qué es lo que escribí en esos cuadernos en aquel tiempo cuando todo parecía ser tan simple y prometedor. ¿Y si los hubiera hallado? ¿Podría enfrentarme ahora a aquello? ¿Y si, en vez de devanarme los sesos, busco hallar nuevamente aquella inmensa paz y plenitud?

    Tal vez sea mejor que esta historia la relate míster Yo. Después de todo, él tiene poder. Él es el representante del sistema. Yo, un ser un tanto confundido, porque si miro hacia atrás voy comprendiendo los motivos por los cuales llegamos a este punto, cuando tal vez podríamos haber llegado a otro. ¿Fue un sueño?, ¿qué ingrediente de la realidad le faltó?

    Una vez que se halle escrito, estoy seguro de que todo será mejor. Ni él me buscará a mí, ni yo a él. También quizás retorne la paz y la belleza sea más visible a pesar de que nunca dejó de serlo.

    Lo que ocurra de allí en más nadie lo sabe. O tal vez sí y se esté gestando en la matriz vacía. Sin embargo, me llamó la atención ver al chucao en el jardín ayer por la tarde. Buscaba sumergirse en el agua y no temía que lo observara. Buena señal pensé, porque dicen que a los humanos les temen todas las especies; y una vez más, como allí en el Pratone, se me acercó como si supiera que soy inofensivo, aunque esté lleno de fantasmas.

    2. Míster Yo y la veneración

    de sus ancestros

    Cuando me avisaron que debía partir hacia el estudio, me sentí muy satisfecho. Me encantaba desafiar a los reporteros ante las cámaras. El de hoy superaba a Anderson Cooper, a Christiane Amanpour y a la fallecida Oriana Fallaci. Por supuesto, habíamos acordado en no tocar temas sensibles. Por ejemplo, el origen de mi enorme fortuna, mi vínculo con los servicios secretos de varios países, el extraño origen de mi apellido y otros de esta naturaleza.

    Al ingresar, me hallé con unas escalinatas en forma de doble hélice que impiden que mientras una persona sube por un lado se tope con otra que baja. Lo curioso es que la gente puede verse a través de las pequeñas ventanas que hay entre ambas y se crea la ilusión de estar en la misma escalera. Es fascinante. La idea se le atribuyó a Leonardo, aunque no se sabe con certeza.

    Fue en verdad una sorpresa hallar una así en un canal de televisión. De modo inevitable, pensé en Zlatan Gregorich. En sus supuestos manuscritos, donde puede ser que hallaría una referencia a una posible doble hélice que tal vez representaba algo vinculado a la radiación de fondo de microondas que llena el universo, o bien algo más.

    Siempre me preocupó la imprecisión. No podía masticar que en el libro del Génesis dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Pero luego, Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán, y mientras este dormía, tomó una de sus costillas y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre». Esta inconsistencia en el relato me enloquecía: ¿los creó varón y hembra desde un principio?, ¿a esta última la hizo luego? No lo entendía ni lo entiendo. Pero este no es el problema. El asunto es al revés. No es trivial, pues me corresponde la creación de un nuevo mundo. Soy yo el que pondrá la hora cero del año cero.

    Era casi lo único que me inquietaba y me producía una malsana curiosidad. Tal vez se pregunten por qué. Pero cada vez que hallaba algo que me recordaba al ADN, traía por contigüidad un razonamiento aterrador: ¿qué tal si una estructura similar rigiera mi vida en el universo y, entonces, su ruptura redujera la entropía? ¿Que si el frío de la muerte no era más que la absorción del calor de mi vida en un algo mayor que tal vez juzgaría mis acciones, tomara parte de mis experiencias y diera lugar a una modificación genética? Acostumbrado a suprimir amenazas, me decía para dentro: ¿a qué temer?, ¿es acaso mi vida trascendente?, ¿a alguien más que yo acaso le importo? ¿La energía del universo no es tan solo un sistema binario reductible a simples ceros y unos?, ¿a un continuo de síes o de noes encadenado de forma interrumpida como el flujo de fotones que llamamos luz?

    También había otra cuestión. Hace años venía lidiando con un dispositivo. Saber qué cosa es la energía psíquica —o seguir con las actuales especulaciones al respecto— implicaba para mí un verdadero dolor de cabeza. Miles de millones de dólares en juego. Zlatan Gregorich fue seleccionado como objetivo. Entre otros motivos, por reunir los atributos mínimos que el complejo de algoritmos de búsqueda me indicaba: debe, puede o tiene que ser.

    Como él, cientos o miles de chiflados podían ir a parar a la base de datos. Algunos de los antecedentes que hacían a los atributos mínimos se vinculaban con sus ideas políticas o religiosas, su militancia, exilio, parientes muertos o desaparecidos, afición por el humanismo, tipo de literatura preferida, interés en temas científicos de frontera, preocupaciones sociales, viajes realizados, antecedentes familiares, etnia, raza, infancia, vínculos, amistades, y otros, que configuraban un determinado perfil que lo pondría de inmediato en mi lista para crear un alerta y hacerme de él. Reconstruirla con cada detalle posible de capturar. ¿Y qué mejor que un diario de su vida, de los trozos trazables de ella? Sin duda, este es un camino posible. El otro, untarlo con mi gel de captura instantánea de pensamientos. Entre ambos métodos la probabilidad de falla debía ser menor. Es que el fin de la vida privada es más revolucionario que la desnudez del cuerpo. Desnuda el alma, si tal cosa existe.

    Pero estos atributos eran demasiado genéricos. Había uno en particular que a mí sí me importaba: ¿sería que en su desesperación se habrían activado en exceso las estructuras cerebrales pertenecientes a lo que se llama sistema límbico? ¿Habría sufrido tras la muerte de Ruth una suerte de hiperactividad en su estructura del cerebro emocional, que es la que da sentido de realidad a los sucesos o estímulos que llegan del entorno? Pero ¿cómo explicar en sí mismo el origen y realidad de tal experiencia al estimular su amígdala cerebral? ¿Se hallaría tal vez una pista en esos cuadernos? ¿Habría no solo intuido, sino desarrollado algo que, como embrión de una idea, podría amenazar mi poder?

    Sabía que en Nemi se dieron aterradoras batallas en soledad, en tiempos de oscuridad. Cuando la mente humana se hallaba todavía dominada por sombras nocturnas y arquetipos amenazantes. Que se hablaba de reyes solitarios cuya única misión era proteger su vida para resguardar el bosque. En síntesis, la vida y su recreación. ¿Pretendía Zlatan Gregorich destronarme y convertirse en amo? ¿Podía ser él tan ingenuo como para imaginar mi eliminación?

    Es que, así como se puede comparar la distribución de las velocidades de un gas ideal a distintas temperaturas y la distribución de las velocidades de varios gases ideales a una misma, también me interesaba ensayar qué sucedía con el temperamento social cuando chocaban ideas condensadas en formatos de opinión radicalmente opuestas sobre un mismo tema. Los elementos más activos y productivos eran como una clave para todas estas, mis búsquedas. Zlatan Gregorich parecía ser esa clase de persona, a mi juicio, prehistórica, humana, débil, innecesaria, aun así curiosa.

    Al subir los primeros escalones, pensé: «Se ve que a alguien se le ocurrió hacer una síntesis de esa escalinata del castillo de Chambord —en plena ruta de los castillos del Loira— con la de la Casa de la Memoria que se construyó en Milán hacia 2015 para conmemorar la lucha contra el fascismo, celebrar la democracia y la libertad.

    Si bien esa última es amarilla —y va como en espiral enroscada sobre un sólido cilindro—, la combinación resultaba original. La del estudio era de un color rojo vivo. Igual que la otra tenía ventanas. Lo único que podía unir a los que subían y a los que bajaban eran sus miradas si por casualidad se encontraran y tuvieran voluntad de mirar de frente otro rostro o el rostro del otro.

    La vez que visité la Casa de la Memoria en Milán me reía por dentro. ¿Cuántos años tardarán en darse cuenta de que lo que celebran está pasado de moda? Mi proyecto era superador, dado que simulaba una democracia participativa diseñada también en forma de escalinata en espiral donde los miles de millones de ciudadanos podían expresarse y yo centralizarlo todo para gobernar como un monarca. ¿Neomonarquía?, ¿neofascismo?, ¿neofeudalismo?, ¿anarquismo conservador? ¡Bautícenlo como quieran! Es demasiado tarde. Imagínense por un segundo mi ancha sonrisa al pensar que soy capaz de hacerles creer a varios miles de millones de personas que son únicas y libres en una sociedad más masiva que nunca. ¡Que son libres siendo mis esclavos!

    La escalinata en forma de doble hélice era, sin duda, el símbolo de un refinado panóptico desde donde no solo podía vigilar, controlar y castigar. Podía crear. Sí, yo podía crear el mundo a mi antojo y no necesariamente a mi semejanza. Lo cierto es que en esas escalinatas virtuales nadie podía ver la asimetría. Bajando muchos. Subiendo muy pocos. ¿Mirarse? Imposible. No faltaría mucho para lograr que tender la mano o darse un abrazo fuera prohibido. Mi reino, el de la distancia.

    Los estudios de los canales de televisión tienen esta manía del modernismo de masas que es de un inexplicable horrible mal gusto. En el futuro no serán así, pero ahora todavía son necesarios esos colores vivos de arcoíris artificial, siliconado y plástico. Ayuda a estimular, a unificar y a adormecer el mundo de las percepciones de miles de millones de espectadores que miran, y que no tiene por qué verse ni mirarse. En esta ocasión, debía darme a conocer de un modo diferente. Arrebatar instintos humanos no es tarea sencilla. Menos si pretendo que cuando ellos funcionen y emerjan, sientan tanta vergüenza como para aniquilarles por sí mismos, sin ejercer ninguna desagradable presión física ni represión prefreudiana. Saber siempre más sobre lo que fuera que fuese no era únicamente mi meta personal. La vida me iba en ello.

    Cuando llegué a la recepción, me interceptó un joven moreno, de rasgos asiáticos. Otro híbrido, pensé yo.

    —¿Es usted el señor Yo? —preguntó él mientras le entregaba mi abrigo.

    —Sí, soy yo, míster Yo —afirmé.

    —Aguárdeme, que dentro de unos segundos lo conducirán a maquillarlo, y luego ya casi estamos en hora para salir al aire.

    De inmediato dos mujeres, de unos treinta años tal vez, me hicieron sentar en un sillón frente a un espejo, y rápidamente una pasó polvo por mi cara con una brocha bastante vulgar mientras la otra me peinaba. Pensé: «¿Igualdad de género? Aquí, al parecer, no rige».

    Era la primera vez que visitaba un estudio así. En general, no me complacían demasiado los olores.

    Ni bien me levantaron del sillón, me guiaron a la sala donde el conductor del programa me tendió la mano y me indicó que me sentara en un ángulo que yo conocía de memoria.

    Para colocarme el micrófono, tuve que sacar primero mi audífono, pues sentí alguna molesta incompatibilidad. Dejó de sonar una grabación de Hardwell que reproducía imágenes en mi cerebro de modo automático. Fue inevitable pensar lo que había aprendido desde que supe que los acordes consonantes y disonantes activan el área orbitofrontal y la región subcallosa del hemisferio derecho, mientras que los acordes disonantes activan el giro para hipocámpico ipsilateral produciendo sensaciones desagradables.

    No me costó mucho darme cuenta de que —a pesar de lo acordado— la primera pregunta rondaría en torno a lo extraño de mi apellido.

    Si acaso se atrevía, debería perder mi único y precioso tiempo para explicar los múltiples y variados atributos de esa palabra que era mi nombre y mi apellido. Pero si ocurriese, respondería que fue un artificio intencional de mis padres dado que yo sería «el primer nivel de ordenamiento de la información, el más inmediato». Eso, por cierto, podía meterme en camisa de once varas, así que decidí bloquearla con una simple mueca de «Por favor, no lo hagas. Recuerda que estaríamos rompiendo un acuerdo».

    Encaminé yo mismo la entrevista para que me preguntaran acerca de mis proyectos, de mi visión del mundo. Entonces, mientras un lado de mi mente calculaba el enorme negocio que significaría multiplicar aplicaciones, transportar y cargar cada vez más y más zettabits en el ciberespacio, me centré en un tema clave: el futuro del futuro, el dominio del dominio.

    El estilo del locutor era un tanto tradicional y no tardó en presentarme como lo hacen en la CNN:

    —Tenemos con nosotros al señor Yo. El Monarca, como últimamente le han bautizado los medios especializados. Queremos darte la bienvenida y aprovechar este precioso tiempo contigo.

    Incliné la cabeza, tendí la mano y me senté cruzando las piernas, intentando que se notara el brillo de mi traje, el lustre de mis zapatos, la pulcritud de mis manos y, sobre todo, la longitud de mis dedos.

    —Esta noche tengo varios temas que están inquietando a algunas personas y quién mejor que tú para contestarlos. Mi primera pregunta es ¿crees que la tecnología del reconocimiento facial está teniendo un efecto impactante y positivo en nuestra sociedad?

    —¡Por supuesto! Ya hay más de veintiún programas aptos para ser utilizados en los móviles. Por ejemplo, uno muy popular entre las fuerzas del orden público y el Ejército permite tomar fotografías de personas en el campo, e instantáneamente relacionarlas con una base de datos que ayuda a establecer rápidamente su identidad. Los oficiales también pueden inscribir a presuntos delincuentes en su lista de observación directamente desde el campo. Ello aumenta la seguridad. Otras combinan realidad aumentada con reconocimiento facial, así que de una vez sabes que ese fulano está comiendo tal cosa, y que aquel otro mengano, otra. Por ejemplo, Moments presenta un componente de detección de rostros que puede adivinar quién está en la imagen que hallas en Facebook; mientras que Vasco te protege de los ataques cibernéticos, pues reconoce solo tu huella digital o tu rostro.

    —¡Increíble! Pero dime, ¿qué hay de si alguien perfecciona uno para usarlo de un modo perverso? Digamos que con uno de esos programas de reconocimiento te reproducen para luego ingresar a tus datos, ¿o qué hay si un Gobierno que tiene un enemigo político lo pone en la base de datos de los delincuentes y monta una historia falsa? Es decir, si literalmente te clonan de un modo virtual.

    —Es una posibilidad cierta pero remota. Sin embargo, ve el lado positivo de las cosas, hombre. Piensa que el reconocimiento facial ayudará a los médicos y a la bioinformática a priorizar y determinar ciertos trastornos y variantes para sus pacientes; que las operaciones bancarias serán más seguras. Que proporcionará mucha diversión. Por ejemplo, yo podré preguntarme a qué celebridad me parezco y seguramente Facial Metrics Analysis Pro me dirá: «Usted se parece a míster Yo». ¡Y tendrá razón!, ¿no te parece genial?

    Pensé que el público no pudo haber evitado reírse y aplaudir ante mi habilidad para sortear el problema de mi apellido, la tentación de castigar mi egocentrismo y mi fama de un modo genial. Era importante que lograra neutralizar preguntas incómodas, trascendentes. Debía aparecer como el monarca benefactor. De hecho, la prensa se refería a mí de este modo y publicaba mi rostro apodándome míster Yo el Monarca. Y, aunque no siempre eran agradables o convenientes los comentarios, las opiniones, las caricaturas o la exageración de mis tendencias megalomaníacas, darles entidad no era conveniente. Lo único que restaba era planear mi venganza, y a la vez sacarle el lado bueno a cada asunto. La época del anonimato había llegado a su fin. Hasta yo tenía un rostro visible. ¿Acaso a los reyes no los nombraba el sumo pontífice, y a este el propio Dios?

    La entrevista giró en torno a la competencia en este nuevo negocio. Que si Amazon Rekognition, que si la línea tal o cual de FaceFirst u otra. Por supuesto que no profundizamos mucho. Por ejemplo, no le conté que el Gobierno chino utiliza el reconocimiento facial para vigilancia a gran escala para monitorear el comportamiento de todos sus ciudadanos. Que luego convierten estos datos en puntuaciones, así como los bancos occidentales desde hace décadas puntúan y excluyen a los morosos; las telefónicas te piden puntos para evaluar a un pobre vendedor atemorizado hasta el tuétano de perder su mísero trabajo y su insignificante salario, aunque luego despotrique contra el sistema.

    Luego, el locutor hizo un gesto como retorciendo un bigote afeitado y me preguntó:

    —Recientemente, he leído que nadie podrá ya dominar más que un pequeño rincón del conocimiento humano y que tendremos que especializarnos en campos cada vez más estrechos, ¿piensas que ya es o que será así?

    —Efectivamente, y es probable que eso sea una gran limitación en el futuro.

    —Entonces, ¿crees que no podremos continuar por mucho tiempo con la tasa de crecimiento exponencial del conocimiento que hemos tenido en los últimos trescientos años?

    —De ningún modo, todo lo contrario —expresé girando mi vista fija en el reportero. Imaginando a cada una de las personas de una anónima audiencia para crear un vacío de silencio instantáneo. Entonces proseguí—: ¿Sabes?, cada año se publican cerca de unos cincuenta mil libros en inglés, que equivalen a catorce mil veces la cantidad de bytes que a la evolución biológica le ha llevado casi siete millones de años para modificar nuestro ADN. Esos libros son una nanofracción de los ZB que hoy yo cargo, transporto, y estimo que los ZB seguirán multiplicándose. El conocimiento será cada vez mayor, más importante.

    —Bien, lo sé, pero te refieres al peso de esos contenidos en la nube. No todo ello es conocimiento. Buena parte es basura, imitación, más y más de lo mismo. Hasta tú has dicho recientemente que un peligro aún mayor para las generaciones futuras es que todavía tenemos instintos, y en particular impulsos agresivos. Los que tuvimos en los días del hombre de las cavernas.

    —Ciertamente, la agresión ha sido la forma de subyugar o matar a otros hombres, y tomar sus mujeres y su comida. Creo sinceramente que facilitó la supervivencia hasta el momento presente. Pero ahora podría destruir a toda la especie humana y gran parte del resto de la vida en la Tierra.

    —¿Una guerra nuclear sigue siendo el peligro más inmediato? ¿Que se libere un virus genéticamente modificado? ¿Que el efecto invernadero se acelere? Te refieres a esas cosas, me imagino.

    —Puede que sí —contesté—, pues no hay tiempo para esperar la lentitud de la evolución darwiniana. Tardará mucho en hacernos más inteligentes y afables. Yo deseo contribuir a acelerar la nueva fase de lo que podríamos llamar evolución autodiseñada, ¿entiendes? Podremos cambiar y mejorar nuestro ADN. Lo hemos mapeado y diría que también hemos leído el libro de la vida. Comenzaremos a escribir correcciones en él.

    Después de decir esto, temía que surgiera una pregunta cliché acerca de cómo se resolvería el hecho de que la modificación del ADN no conllevara a seres tan parecidos e insípidos como los tomates de los supermercados: hermosos por fuera, pero sin ese gusto y sutil aroma de lo natural. U otra peor como esta: ¿pueden las redes sociales ser manipuladas para provocar procesos asociados a la desestabilización social e iniciar guerras? Hice otra mueca, esta vez amenazante, porque sabía que el reportero no deseaba ser despedido por su imprudencia. Hace ya muchos años que yo decidía por qué alguien podía perder su prestigio en muy poco tiempo si osaba fastidiarme.

    En ese momento, una luz intermitente señaló que debíamos dar lugar a una pausa publicitaria. Aproveché para salir de la sala. Miré a través de un ventanal las luces de la ciudad. De repente, me di cuenta de que en una mesa había un extraño objeto que simulaba la unión del cielo con la tierra. Recordé que una vez estando en Japón una intensa nevada borró la línea que en los días despejados parece dividirlos. En esas circunstancias me había perdido y caminé horas hasta hallar el hotel donde me alojaba. Era yo aún muy joven y ardía en deseos. No recuerdo muy bien qué sucedió allí. Solo que al salir me descompuse y amanecí en una clínica. La mirada de mi madre había sido de reproche. Yo no sabía la razón, aunque sentí que la había defraudado. Nunca se volvió a hablar de ese incómodo tema.

    Cuando me indicaron que ya debía regresar a la sala de entrevistas, sentí un ruido molesto. Era una mosca que zumbaba. Vaya a saber por qué clase de descuido seguía viva. Tal vez no era un insecto, sino un dispositivo de vigilancia.

    Una vez acomodado, el reportero del canal prosiguió.

    —Bien, estábamos en ese apasionante tema de que se escribirán correcciones en el libro de la vida. Siendo así, ¿cómo resuelves el problema ético, el moral, el del bien y el mal? —soltó como disparo a quemarropa—. Pues, imagino que cuando combinas todos estos desarrollos y los miras desde tu posición en la pirámide global, debes hasta sentir escalofríos, te conviertes en la deidad misma. Al menos, eso creo que deben de pensar muchas personas cuando les cuentas de tus proyectos. Eres en verdad un mito, una auténtica celebridad en estos días.

    —No, no, no. Nada de trascendencia, te lo ruego, pues perderás credibilidad. —Y sonreí de un modo tan seductor que me permitió completar mi concepto—. Sabes bien que se trata de simples definiciones históricas. Que por mucho que renieguen los fundamentalistas, todo cambia. Imagínate cuántos pecados del Medioevo hoy son virtudes y cuántas de estas son casi un pecado. Además, ¿olvidas que Adán cayó en desgracia precisamente por comer el fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y el mal? Al principio, esos cambios se limitarán a la reparación de defectos genéticos, como la fibrosis quística y la distrofia muscular. Estoy seguro de que durante este siglo descubriremos cómo modificar tanto la inteligencia como los instintos. Por ejemplo, el de la agresividad. De hecho, el reconocimiento facial del que conversamos y mis avances con los desarrollos de redes neuronales profundas van en ese camino.

    —Está muy muy claro lo que dices, pero quiero insistir sobre el punto anterior; importunarte un poco como suelo hacer: ¿podrías también, entonces, incrementar dicha agresividad?

    —Por supuesto —contesté—. Si descubrimos que es necesario, lo haremos; pero no es la idea, como te he dicho.

    —¿Ves alguna relación entre este exponencial progreso y la modificación de las conductas y sentimientos humanos?

    —Sí, claro. Por ejemplo, se vende cada vez más. Menos y menos personas son analfabetas. Hay menos pobres, tanto que eliminaremos la pobreza. Se accede a cantidades de datos, noticias, conocimientos y saberes. Casi todo está siendo compartido. Podemos contribuir a que se entiendan temas cruciales como el vínculo entre tus hábitos y el calentamiento global… Muchas maravillas impensables, ¿no lo ves de ese modo?

    —Pero ¿no crees tú que esto modifique también expresiones, afectos, sentimientos?, ¿que las personas presten más atención a estar conectadas con aparatos y con juegos que con otras personas?, ¿que se pierda la empatía?, ¿o que la alteración voluntaria de la distribución de probabilidades de la entropía de la información incremente la incertidumbre, provoque enfermedades psíquicas, caos y una gran confusión?

    Ante esta última pregunta, mi sensor indicó que el aumento de la temperatura de mi sangre era un riesgo evitable con una respuesta simple, despiadada, y que expresarla era la forma más eficiente de helar la mía y la suya. Simplemente dije:

    —De ningún modo. ¿No has visto cuántas personas se juntan, están con sus móviles y se sonríen? ¿No ves acaso cómo florece un mundo feliz?

    —Por último, quisiera conocer tu opinión sobre otra cuestión: ¿crees que hay semillas de vida en el universo?

    —Claro que sí las hay, por eso me apura contribuir a la evolución, como te he dicho. Nos hallamos ya de camino hacia el pos-Antropoceno. Y de seguro si hay semillas de vida, las hay de muerte. Es tiempo de despertar antes de que el Sol se engulla a la Tierra. ¿Acaso no es esto lo que temía Stephen Hawking ante la proximidad de su propio fin?

    La entrevista terminó con un agradecimiento ritual. Por un momento, mi ira fue tal que casi no la pude controlar. Luego, al escuchar ya tranquilo la grabación, me dije: «¿Acaso no está bien que muestre respeto por la libertad de prensa? ¿No es eso lo que finalmente predico? ¿Cuánto tiempo retendrá el público estas respuestas en su mente si en este mismo segundo hay incontables mensajes contradictorios circulando?». Tantos que no puedo siquiera calcularlos con precisión. Tuve la suerte de que no se tocaran otros temas críticos. Por ejemplo, los trastornos por déficit de atención e hiperactividad, del espectro autista o de la drogodependencia. Pero si surgían sabía qué responder. Mis sensores siempre me avisaban antes a fin de activar respuestas evasivas —y hasta cínicas— si era sincero conmigo mismo. Yo no podía engañarme sin el peligro de tener que afrontar severos riesgos. Nada de cisnes negros. Estos casos raros que no se pueden prever.

    Pero si, como yo digo, «era sincero conmigo mismo», esa extraña matriz vacía que insinuaba Zlatan Gregorich me activaba tanto que no había forma de detener al conjunto de mis sensores sin desintegrarme por completo.

    Me pregunté si una vez redactada su biografía con cierto detalle hallaría acaso la clave. Es que sin llegar a martirizarme había en todo ello algo molesto e irritante. De todos modos, si resultaba necesario, siempre podría probar con él mi dispositivo.

    3. Algo acerca de mí que se debe y puede saber

    Es que Yo soy ante todo yo, pues me han bautizado así. ¿Les parece extraño? A mí no. De hecho, mi apellido es Yo. Cada vez que me presento como el señor Yo, una cierta vibración me indica que piensan «¿Por qué este señor no tiene un nombre?». Ni yo lo sé. Toda la evidencia empírica indica claramente que soy un caso raro. Eso no me turba, pues veo que las personas hacen de todo por saber quiénes son. Aunque tengan un nombre, dos, tres, y hasta muchos apellidos, también hablan de sí mismos como yo. Se interesan por ellos como yo y estoy seguro de que yo me intereso por ellos más de lo que ellos por mí. La diferencia es que no me pregunto quién soy, ni por qué existo. Sí, en cambio, pongo todo mi empeño en obtener éxito en lo que me propongo. Y les digo a ustedes: propónganse a tener éxito como yo. Yo y tú somos multitud. Así es, «Yo y tú», pues decir yo y ustedes hubiera sido inapropiado, en tanto amo la necropolítica, aunque jamás lo sospecharían.

    Detesto el materialismo eliminativo. ¿Saben por qué? Muy simple: no toman al yo como un objeto de estudio científico válido. Dicen no contar con correlatos físicos o neurobiológicos exactos que sustenten la existencia de dicha instancia. Evidentemente no me conocen, ni me conocieron, ni me conocerán. Mi madre tenía tal fuerza y rebeldía que a veces creo que me puso Yo como nombre y apellido a la vez anticipando un futuro supuestamente inmaterial, vacío. Jugó como yo con los reporteros, con todos los materialistas históricos, eliminativos y cuantas fueran las formas de materialismo porque era una fanática del materialismo dialéctico y del materialismo histórico. Después creo que sufrió un severo desencanto al percibir las primeras líneas en su rostro que le anunciaban que ya algo había vivido. Luego debe de haber caído en la cuenta de cuántas más líneas de expresión tendría a lo largo de sus años, hasta que llegara su inevitable

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