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El Cementerio de los resucitados
El Cementerio de los resucitados
El Cementerio de los resucitados
Libro electrónico97 páginas59 minutos

El Cementerio de los resucitados

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Un antiguo manuscrito del que se presume contiene una novela sumamente singular, es el motivo que desata una serie de atractivos episodios en la noveleta El cementerio de los resucitados. En ella su autor, Miguel Callejas, combina elementos de la literatura fantástica, policial y de aventuras, con personajes y escenas que, a pesar de ser insólitas por su apariencia, en ocasiones, sobrenatural, Callejas logra insertar en nuestra vida cotidiana de un modo ameno. En el libro asistimos a la presencia del notable pintor Sir Anthony Van Dyck (1599-1641) de origen belga, quien está vinculado de manera misteriosa al polémico manuscrito. Lectura fundamentalmente para jóvenes lectores, no deja de ser también un texto apropiado para todos aquellos que gustan de la novela policial y de aventuras.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2018
ISBN9781539568759
El Cementerio de los resucitados

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    El Cementerio de los resucitados - Miguel F. Callejas

    EL CEMENTERIO

    DE LOS

    RESUCITADOS

    Miguel F. Callejas

    Library of Congress Control Number: 2016956985

    Copyright © 2016

    All rights reserved.

    Título: El Cementerio de los resucitados

    Autor: Miguel F. Callejas

    Maquetación: Armando Nuviola

    Correcciones: Miguel Sabater

    Edición: Armando Nuviola

    Diseño de portada: Armando Nuviola

    ISBN 10:

    153956875X

    ISBN-13: 

    978-1539568759

    www.unosotrosculturalproject.com

    infoeditorialunosotros@gmail.com

    Made in USA, 2016

    Prohibida la reproducción total o parcial, de este libro,

    sin la autorización previa del autor.

    ÍNDICE

    LA BIBLIOTECA

    La Entrevista

    ANTHONY VAN DICK

    Al acecho

    El asalto

    El Monstruo

    Laureano de Castilla

    La Huella

    El cementerio

    Sansón y Dalila

    La Nueva compañera

    El plan

    La Biblioteca

    L

    loviznaba ligeramente pero había mucho frio, y lo único que se me ocurrió fue entrar a una biblioteca frente a la cual pasaba en aquel momento. Y no recordaba haberla visto antes, a pesar de que frecuentaba mucho aquella zona. Y me recordó al viejo Arístides, mi bibliotecario enamorado de sus libros antiguos.

    Esta era una vieja biblioteca, poblada de telarañas y termitas, con antiguos volúmenes empolvados que descansaban en los estantes. Llevaban aparentemente tanto tiempo allí, que a veces parecían quejarse.

    Al fondo, detrás de un pequeño buró, un anciano ojeaba meticulosamente un volumen que parecía acabado de llegar a la biblioteca. Y recordé a Arístides, el viejo editor, quien con frecuencia se empecinaba en encontrar el libro que le lanzaba a la fama con una voluminosa edición. Quería que su editorial no siguiera siendo un chinchal donde se fabricaban libros. Amaba su profesión y los libros antiguos.

    Me pareció estarlo viendo frente a mí sentado en su viejo buró alumbrándose con una vela mientras escrutaba las páginas de un libro que le había atrapado. Y cuando esto sucedía para el viejo bibliotecario no existía alimento, ni sueño ni nada que fuera capaz de interrumpir la lectura de su libro.

    Recuerdo aquella tarde en que lo encontré ensimismado en la lectura de un manuscrito, que en realidad era un libro único, ya que su autor, anónimo, jamás había hecho una edición de aquella novela. Y Arístides la devoraba como si se tratara de un exquisito manjar que se deslizara ante sus ojos.

    —Esta será mi consagración, la consagración de mi editorial —me decía jubiloso y optimista—. Verás que estoy en lo cierto. Esta novela será la consagración de mi editorial. Haré una edición de lujo para empezar, y más tarde una gran tirada con carátula sólida que será un éxito mundial, y espero en Dios que sea traducido a varios idiomas. Cuando la leas comprenderás por qué estoy tan seguro de que esto será un éxito total.

    Yo preguntaba poco, porque a los viejos no se les puede hacer muchas preguntas pues las respuestas se extienden a varios centenares de días y años, pero sentía curiosidad, y su respuesta era siempre la misma:

    —Es una pieza única, amigo mío, manuscrita; jamás ha pasado por un taller. Por su apariencia debe haber sido escrita hace más de cien años. Lo notarás en su lenguaje y en la forma de describir las escenas y de redactar los diálogos. Yo sé de estas cosas y te aseguro que es una obra maestra de todos los tiempos. Me gustaría mucho saber quién la escribió, porque pudiera ser incluso una sorpresa.

    ¿Cómo llegaría aquel manuscrito a las manos de Arístides? Él mismo no lo sabía. Recibía libros viejos, rotos, empolvados, muchos de ellos sucios ocasionalmente en carretones que le traían los muchachos a cambio de centavos. Y entre ellos había llegado a sus manos aquel ejemplar único.

    El cementerio de los resucitados.

    Desde su título, el amor nació en el corazón del anciano y leyó el libro varias veces a pesar de que había más de mil páginas frente a él; viejas y casi ininteligibles a causa del tiempo y de los ojos que sobre aquellas páginas habían pasado.

    Aquella mañana Arístides preparaba su equipo para comenzar la transcripción de la novela. Limpió las teclas minuciosamente; quería hacer un trabajo único en la transcripción. No podía faltarle una línea, una coma ni un punto. Tenía que copiar fielmente El cementerio de los resucitados.

    Cuando se disponía a guardar el frasco con el líquido con el cual había limpiado las teclas de su máquina, tropezó con uno de los cajones vacíos que había echado a un lado y cayó de bruces. El líquido se derramó al romperse el frasco de cristal del envase. Los ojos del anciano fueron los más afectados. Se los restregó con sus manos y fue peor, pues los cristales afectaron sus pupilas y el líquido, que además de limpiador era inflamable, le quemó de tal manera que perdió la visión de un ojo y la del otro quedó casi anulada.

    Transcurrieron varias semanas de angustia, y cuando el médico le dio de alta, le sentenció:

    —Viejo amigo, no podrás volver a leer ni escribir jamás.

    Arístides hubiera preferido que le dijeran que le quedaban veinticuatro horas de vida, pero no

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