La redención
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Esta novela demuestra cómo, en un destino marcado por la discriminación y la violencia, una acción heroica permite la redención hacia una vida feliz.
La verdadera esencia del hombre es el amor ya que éste vigoriza la inteligencia y la creatividad, purificándonos mientras nos libera.
Epifanio Carrascal es un periodista, piloto y médico originario de un pueblo colombiano de la periferia, hijo de padre negro y madre blanca.
A través de su mirada y en un recorrido histórico y geográfico La Redención nos lleva desde la intensa y contaminada Bogotá a Quibdó, un pueblo en una región de negros e indígenas que luchan contra la herencia de la esclavitud devenida en racismo, pasando por la eterna primavera de Medellín o la devastada y volcánica población de Armero.
Guerrilla, narcotráfico, violencia física, periodismo, incendios en pueblos precarios, inundaciones, erupciones, asesinatos, gobierno corrupto, iglesia dominante, dioses y costumbres venidas de la lejana África e incluso la pasión del fútbol se funden en la intensa vida de Epifanio Carrascal que es marcada y conducida por la desgracia hacia la búsqueda de un sacrificio que permitirá su redención.
Manuel Lozano Peña
Manuel Lozano Peña nació en Quibdó, Colombia. Periodista y escritor afro colombiano ha publicado las novelas El Último Cadáver (1998) y Talismán (2006). Sobre esta última dijo el escritor y académico colombiano Cesar Rivas que «es una novela que evocando la afro colombianidad, recrea elementos valiosos de nuestra cultura. Sus páginas abiertas son fuente de conocimiento y de cultura, que al tocar las fibras de nuestra idiosincrasia, nuestras costumbres y nuestros valores culturales, nos hace sentir el ardor de la ancestralidad en la sangre.»
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La redención - Manuel Lozano Peña
Título original: La redención
Primera edición: Octubre 2015
© 2015, Manuel Lozano Peña
© 2015, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: Tapa Blanda 978-8-4911-2123-7
Libro Electrónico 978-8-4911-2124-4
Contents
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Sobre el autor
Capítulo I
Serían las cuatro de la tarde cuando llegué a El Período de Bogotá, uno de los diarios más prestigiosos de Sudamérica. Tenía una cita con el director, Justo Apóstol, para entregarle un escrito que si lograba conquistar su riguroso criterio aparecería publicado en ese periódico. El edificio, asentado en la esquina norte de la gran avenida El Dorado con carrera 60, era extraordinariamente bello. Tenía un diseño geométrico y sus paredes eran una artística exposición de ladrillo bermejo. En el interior, sin embargo, la decoración se advertía un tanto sobria en contraste con la moderna fachada.
La secretaria de don Justo no se hallaba en su lugar de trabajo cuando llegué. Aprovechando su ausencia traté de acceder a la oficina del director. Sin embargo, una mujer apareció como un torbellino y me obstruyó el paso. La señora en conjunto era guapa pero su rostro parecía marchito. No debía de tener más de treinta y cinco años. Expelía una fragancia exquisita que provocó un carnaval en mi olfato Usaba unos anteojos cuadrados que le otorgaban cierto aire de intelectualidad.
Sin permitirme siquiera articular palabra me dijo:
— El doctor Apóstol se encuentra en una junta.
— Yo solo vengo a entregarle un escrito para su lectura —le contesté.
— Ah, eso sí, yo se lo puedo recibir. —respondió ella.
No hubo concluido la frase cuando la puerta de la oficina del director se abrió, y apareció la corpulenta estampa de don Justo Apóstol. La excusa de la secretaria había quedado entonces hecha añicos. Era una práctica común en la mayoría de secretarias de funcionarios y empresarios importantes. Negaban la presencia del jefe por pura desidia.
En persona, don Justo no era tan alto como aparentaba. Inclusive se veía de estatura normal. Sin embargo, su gran distinción y su peso específico lo hacían elevarse del suelo varios centímetros. Tenía la cara abotagada y un evidente prognatismo.
Me acerqué a él para estrechar su mano diestra y peluda, y aproveché para decirle:
— Buenas tardes, doctor Apóstol. Mi nombre es Epifanio Carrascal. Le traje el escrito.
Don Justo me miró por encima de sus anteojos bifocales a la vez que contestó:
— Ah, carachas. No me acordaba que usted venía. Pero está bien. Voy a darle una ojeada a su artículo. Espéreme aquí.
El hombre, que debía de tener unos sesenta años, impartió algunas órdenes a la secretaria, giró sobre sus talones, chupó el cigarrillo que llevaba en su mano izquierda y desapareció cerrando tras de sí la puerta de su despacho. En su lugar, permaneció el aroma del cigarrillo Mapleton que luchó en mi nariz tratando de envilecer el sofisticado perfume de la secretaria.
De hecho, mi sistema nervioso privilegiaba los impulsos de la ansiedad y, debido a ello, mi corazón era capaz de soportar más pulsaciones de lo normal. No tenía ninguna certeza de que pudiera ceder sus páginas editoriales a un desconocido periodista de provincia como yo. Aunque tenía la convicción absoluta de que mi escrito arrojaría una sintonía con don Justo.
La secretaria me miró tan solo un segundo, el mismo que usó para señalarme con un gesto de la boca un sofá de cuero en donde podía sentarme. No puedo recordar su nombre pero sí que padecía de un tic nervioso que le impedía dejar de tamborilear con el lápiz sobre un vaso de esos que vendían en San Andrés Islas como recuerdo de viaje.
Todos los periodistas que se acercaban a su lugar de trabajo le coqueteaban, por eso inferí que la mujer debía de ser soltera o quizá muy mal casada, y ella correspondía con devaneos muy sugestivos, incluso explícitamente eróticos.
Uno de ellos fue tan osado que, como si no le importara mi presencia, le ofrendó una tocada de pecho. La secretaría no tenía la intención de rechazar la caricia, pero cuando nuestras miradas se cruzaron a través de sus lentes cuadrados, inmediatamente golpeó la atrevida mano del periodista y le exigió un respeto que ella misma sabía que no merecía.
Después de ojear mis seis cuartillas escritas a máquina, don Justo regresó y me observó tras sus limpios y brillantes anteojos para hacerme saber que tendría la oportunidad si conseguía reducir el artículo a dos cuartillas en ese mismo instante.
— Siga a mi secretaria, allí hay una mesita, escriba y cuando termine me lo envía con ella.
A mi lado se sentó una mujer que debía de tener la misma edad de la secretaria. Iba vestida con un traje negro de paño inglés ceñido al cuerpo con hombreras y cuello alto. Parecía una primera dama, pero le faltaba el mandatario. Adentro, pegada a su piel, usaba una blusa blanca satinada. Me saludó solemnemente como lo hacen la mayoría de los bogotanos. Yo casi no le respondo por estar tan concentrado en mi escrito. Se puso a conversar con la secretaria, pero de cuando en cuando me detallaba con una mirada incisiva. Pensé que era de aquellas personas que les parece increíble encontrar a un ser humano diferente, en este caso un hombre negro, interactuando en las altas esferas de la sociedad.
Ese día, 19 de junio de 1980, a los veinte años, estaba listo para realizar cualquier menester que me incorporara a la flor y nata del periodismo colombiano. De mi puño y con la buena letra que me había enseñado mi maestro de escuela, reconstruí el artículo. Condensado a dos páginas, le hice entrega del escrito a la secretaria. Ella, de inmediato, se lo llevó a don Justo. Esperé casi media hora hasta el momento en que el hombre volvió a salir y me anunció: chino, que tenga buen viaje. Esté pendiente de la publicación.
No recuerdo haberle mencionado que me iba de la capital al día siguiente. Ligué su percepción con el talento que el hombre atesoraba para adivinar el futuro a partir de las realidades presentes y los sucesos del pasado. También es que él es un sabio, me respondí.
"La felicidad es una multitud de pequeñas alegrías", había leído de Baudelaire, el poeta de la modernidad, y persuadido de ello había permanecido toda mi vida. Mis sentidos, seguramente habrían sido avasallados por esos minúsculos carritos llenos de alegría en mi congestionada autopista vital.
Hubo pocos hechos que impregnaran mi vida de la sacarosa que se requiere para alojarse en la felicidad. Ese momento en el diario El Período sin duda caló profundamente en mi alma. Fue solemne y sin extravagancias. Uno de mis recuerdos más gratificantes, siempre lo ansío y lo eternizo en mi pureza espiritual.
Había cursado periodismo en una escuela que quedaba en la calle 64 de Bogotá. Cuando inicié, era el año de 1977. Un profesor de apellidos Torregrosa Lara, del cual lamento no recordar su nombre de pila (solo sé que era un hombre de finos modales, que vestía bien, hablaba mejor y olía supremo), me manifestó que yo escribía bien y narraba igual, solo que padecía un defecto que talvez podría con disciplina corregir, y que ese era el laconismo. Debía, según su criterio, aprender a escribir con mayor rigor en la extensión y para eso tenía que dejar los afanes. Las premuras no pude superarlas nunca, soy un ser humano apresurado por naturaleza en la toma de decisiones y en la resolución de los problemas, aunque lo del laconismo logré corregirlo. Después, ya no habría nadie interesado en leer mis cartas o mis telegramas porque habían mutado a pastorales bastante hartas. Sin embargo, ello no me concedía franquicia para escribir en la prensa nacional. A uno le cerraban las puertas en la cara a pesar de tener alguna destreza. Advertidos de que para ejercer el oficio de periodista ya no se requería de una licencia profesional ni de un título universitario por no ser absolutamente necesario, muchos profesionales de otras áreas del saber, incursionaron en el oficio y restaron espacio a los periodistas con verdadera vocación.
En ese ciclo estudiantil, debo reconocer que mi formación literaria era primaria. Para el crecimiento narrativo, elegí ocupar mi tiempo libre en Bogotá, metido entre las sábanas frías de mi cama, sumergiéndome en la lectura de obras de los más reconocidos escritores del mundo.
Partí de El Período a eso de las cinco y media de la tarde. Miré a mí alrededor. Extendí la vista por aquel maremagno que era la avenida El Dorado en aquel momento. A esa hora todos los empleados del Centro Administrativo Nacional salían de su jornada laboral y abordaban algún trasporte para regresar a sus hogares.
Los autobuses, que literalmente eran chimeneas ambulantes, herían con sus pitos los tímpanos de pasajeros y transeúntes. Me sentía como un sordomudo perdido en aquel caos. Las construcciones de la Registraduría Nacional y de la Gobernación de Cundinamarca eran otro factor más de la contaminación ambiental que todos los bogotanos aborrecían, pero que hacían poco o nada por reducir.
Las autoridades solas no podrían lograrlo. Los malos ciudadanos con su proceder individualista y consumista arremetían sin cesar contra el medio ambiente de la urbe. La polución auditiva, la visual, la basura arrojada al piso sin conciencia ecológica y la exposición misma de las basuras a destiempo de la frecuencia recolectora para ser presa fácil de los perros callejeros que, en busca de alimento, desperdigaban por todas partes los nauseabundos desechos, transformaron a Bogotá en una ciudad desgreñada y sucia.
Al final tomé mi transporte hacia el sector de Chapinero en el oriente de la ciudad donde vivía en una casa de inquilinato. Ahí tenía una pequeña habitación. Mi cuarto se hallaba cerca del patio de la vieja casa. Por debajo de la puerta se colaba un frío de páramo que hería principalmente mis orejas y mi nariz. Pero todo concluiría pronto. Era la víspera de mi viaje a Quibdó, mi pueblo natal. Bajo la tutela de mi familia comería bien y más de treinta grados centígrados me abrigarían y me harían olvidar el áspero frío de la capital.
Fantaseaba con un plato de longaniza propietaria de ese sabor ahumado y fuerte que permanecía varios días en mi paladar. Arroz con queso costeño, aquel queso salado que se impregnaba en los granos del arroz. Patacones fritos con su costra dura y salada por fuera y blanda por dentro. Para finalizar, una jarra colmada de jugo de borojó con mucho hielo.
Ah, el borojó. Tan vilipendiado por algunos vallecaucanos. Estos desalmados lo convirtieron en un vermífugo al agregarle leche condensada, miel de abejas, kola granulada JGB, la del tarrito rojo, huevos crudos y una incontable cantidad de ingredientes que lo convirtieron en un brebaje pesado para el estómago más resistente.
Mi habitación estaba amueblada con sencillez. La única ventana de mi cuarto abría hacia la calle 54. Por ella también ingresaba aquel frío indómito que caracterizaba la ciudad. Cuántos incidentes habían sucedido en ese pequeño cuarto. Había realizado actividades izquierdistas, aprendidas de mi padre, quien en su juventud apoyó la guerrilla Liberal durante la violencia de los años cuarenta y cincuenta del siglo xx, suministrándoles medicinas y alimentos. Por ello pudo haber ido a presidio.
La dueña de la casa donde yo residía era tan hermosa que me parecía la mujer más linda de Bogotá. Se llamaba como la flor del naranjo: Azahar. Tenía cuarenta años y unos ojos verdes que resaltaban enmarcados por su cabello lacio y negro. En su rostro ya se rubricaban algunas huellas indelebles del avance de los años.
Aun, su cara revelaba una belleza infinita e inexpugnable. De su pecho germinaban dos hermosos senos que siempre permanecían atentos, asomándose por la comisura de la blusa. Sus caderas fuertes y armoniosas eran el principio de dos bien torneadas piernas que sabía lucir bajo la tutela de unas faldas que dejaban ver apenas lo justo. Ella toda, era un deleite.
Azahar era una fascinación hasta en la cocina. Guisaba platos exquisitos. Daba gusto comerse una changua suya de papa con huevo. Hasta el manjar cundinamarqués conocido como cuchuco con espinazo de cerdo, merecía elogios.
Azahar me hizo esta observación alguna vez: La hembra que vaya a ser tu mujer debe saber que el hombre no asimila el amor por el pene sino por el paladar y por el olfato; por eso debe oler bien y sazonar mejor.
Era un ser humano envidiable. Había crecido en medio de los años más violentos de Colombia pero por su temperamento flemático parecía no tener más interés que el servir a los arrendatarios de su casa de inquilinato, además de proteger a su rebelde hija. Una sola vez la vi salir a con un hombre a divertirse en la zona rosa, aunque había vivido el amanecer de su vida en pleno libertinaje durante los sesenta, donde hacer el amor y vivir de rumba en rumba tocados en el cerebro por la mariguana y los ácidos. Era el quehacer juvenil más habitual. Ese día volvió temprano y el hombre jamás regresó.
Como mi habitación estaba situada cerca de la cocina, Azahar tenía que transitar frente a mi cuarto varias veces durante el día, así que la contemplaba de ida y de regreso, aunque también me gozaba su figura en otros espacios de la casa. Estando cerca de ella la emoción me invadía con tanta intensidad que poco me faltaba para sufrir un soponcio.
Evidente era que la señora Azahar no me aflojaba ningún indicio para arremeterle. Para entrarle como hombre. Para decirle que ardía de pasión por ella. Que mi cuerpo estaba urgido del suyo. Que una sola interacción corporal entre los dos me