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El reparto del olvido
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Libro electrónico171 páginas2 horas

El reparto del olvido

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Atraído por un posible caso para investigar, Ciro se ve envuelto en una historia inesperada: la búsqueda de una mujer mayor de quien no se conoce el paradero desde hace décadas. Quien solicita su colaboración es un anciano que al parecer no está en pleno uso de sus facultades mentales, pero posee entusiasmo, convicción y un fuerte amor por la poesía. Los hechos se precipitan y empujan a Ciro dentro de esta historia, que se tornará cada vez más compleja e insólita, rastreando personajes oscuros de la dictadura y relatos que rayan en lo absurdo. Un viaje a través del tiempo, de la historia reciente de Chile, y un viaje también a través del viejo Santiago.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento31 jul 2017
ISBN9789560009432
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    El reparto del olvido - Juan Ignacio Colil

    Juan Ignacio Colil

    El reparto del olvido

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera Edición, 2017

    ISBN impreso: 978-956-00-0943-2

    ISBN digital: 978-956-00-0967-8

    Todas las publicaciones del área de

    Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones

    han sido sometidas a referato externo.

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    I

    De regreso en mi departamento me encontré con una nota. Era un papel amarillento doblado en cuatro. Alguien se había dado el trabajo de deslizarlo por debajo de la puerta. Lo desdoblé y me encontré con una letra elegante, escrita con lápiz pasta verde. «Necesito hablar con usted. Atentamente, Darío Ponce». Al final salía indicada una dirección.

    Hacía semanas, meses, que nadie me llamaba ni siquiera por un miserable caso de infidelidad. Comenzaba a perder la fe, y ya me estaba acostumbrando a tener como ocupación el pasear perros finos de gente acomodada.

    Esa noche dormí más tranquilo; la pequeña nota me había devuelto la confianza. Lo de pasear perros me había bajado la autoestima: comenzaba a oler como uno de ellos, mi ropa estaba llena de sus pelos, pero nunca lograría actuar con la determinación que los caracteriza.

    A la mañana siguiente me levanté con un ánimo que no me conocía. Volví a leer el papel escrito con pasta verde. Imaginé que quizás podría tratarse de un caso interesante; nadie se toma tantas molestias por algo sin mayor importancia.

    Disfruté la ducha como hacía días no lo hacía. Tenía tiempo suficiente para visitar al tal Darío Ponce.

    Fui al lugar indicado: se trataba de un antiguo pasaje ubicado en San Diego casi al llegar a la calle Cóndor, un pasaje estrecho que se había estancado en la década del cuarenta, a medio camino entre Pedro Aguirre Cerda y Juan Antonio Ríos. Había talleres de reparaciones de jugueras y ollas a presión antiguas, un par de imprentas de boletas y un restaurante oscuro que ofrecía cazuelas y mechadas. La temperatura ya era alta, y eso que recién la mañana comenzaba. No se veía mucho movimiento en el estrecho pasaje.

    Antes de golpear la puerta, miré a mi alrededor y dudé por un instante: quizás fuese más conveniente seguir paseando perros aristócratas. No se veía muy auspicioso el posible caso y ya no estaba para perseguir deudores de poca monta y escuchar las excusas clásicas a la hora de cobrar. El entorno daba la impresión de un asunto que no llevaría a ninguna parte, olía a clientes que nunca pagarían lo acordado. Me sentí defraudado.

    Llamé a la puerta y esperé por unos instantes, exageradamente extensos.

    Un hombre viejo y alto me abrió la puerta. Me miró con cara de pocos amigos y finalmente me hizo pasar. Me dio un fuerte apretón de manos.

    –¿Gustavo? Te estaba esperando –me dijo.

    –¿Gustavo? No me llamo Gustavo. Vine por la nota.

    –¿Qué nota? No entiendo de qué está hablando.

    –Alguien dejó esta nota en mi departamento –saqué el papel del bolsillo y se lo mostré.

    –Hubiese empezado por ahí. ¿Cuál me dijo que era su nombre?

    –Aún no se lo digo. Soy Ciro.

    –¿Usted es Ciro? Me lo imaginaba más …

    ¿Joven?

    –No, sólo pensé que tendría un aspecto más deportivo. Disculpe por la confusión, mi cabeza a veces me traiciona.

    El tipo no se mostró muy confiado. Me hizo algunas preguntas y poco a poco comenzó a relajarse. En uno de sus dedos brillaba un grueso anillo de oro con una piedra negra. Notó que le había visto el anillo.

    –Obsidiana –me extendió la mano–. Es un recuerdo de mi viejo. Este anillo es un libro de historia.

    Vestía un pantalón gris y una camisa de un color indescifrable; quizás veinte años atrás fue blanca con franjas verdes. A pesar de lo antigua de su ropa, se notaba su pulcritud y las líneas del planchado perfecto en el pantalón. El hombre era canoso y mostraba un bigote cuidado. Su casa oficina parecía anclada en los años cuarenta. Tenía un viejo retrato fotográfico coloreado, y sobre el escritorio, una palmatoria con una vela apagada a medio consumir y dos antiguos discos de Buddy Richard. Él mismo parecía una vieja fotografía de la revista Estadio. En un mueble, una veintena de antiguos libros de poesía estaban ordenados por tamaño. Me ofreció asiento y me sirvió un vaso de agua; él también se sirvió uno. No había mucho mobiliario, parecía que el tipo hubiese llegado hacía poco o estuviera preparándose para partir. Mi vaso estaba sucio: los trazos de una grasienta huella digital inhibieron mi sed. Repartidas por el living, pequeñas rumas de revistas se alzaban formando un pequeño y extraño relieve, un laberinto de interior. Las revistas eran ejemplares de una antigua publicación sobre sucesos insólitos. En una de las portadas aparecía un tipo esquelético con una sonrisa exagerada. Un titular sobre su cabeza decía. «El hombre que vive con una lombriz». Las otras portadas mostraban mujeres que habían resucitado, transexuales que habían cambiado de sexo cinco veces, secuestrados por alienígenas, escapados de las fauces de alguna bestia, hombres gigantes, mujeres diminutas, mujeres muy gordas, hombres que no recordaban nada de los últimos cincuenta años, mujeres que confesaban sus gustos sexuales bizarros y un etcétera interminable.

    El tipo observó que sus revistas me llamaban la atención. Me explicó que las coleccionaba desde hacía décadas y que seguramente costarían una fortuna.

    –Es una de mis aficiones, junto con la poesía –me hizo una seña para indicarme su pequeña biblioteca. No le creí que sus revistas costaran una fortuna. Sólo parecía basura. Él tampoco se mostraba muy convencido de su afirmación. Me narró una serie de casos de mal gusto. «El morbo es lo que mueve al hombre», repitió un par de veces, como justificando su afición. Le insistí que me contara en qué podía ayudarlo, pero ante cada petición mía, él volvía a escabullirse, como si le diera vergüenza decir lo que tenía pensado. Hasta que después de un buen rato de rodearme con sus frases se atrevió.

    –Me gustaría solicitar su colaboración. No estoy muy seguro de que pueda ayudarme, pero no pierdo nada con intentarlo. Se trata de un asunto sencillo.

    Era algo ambiguo para hablar. No supe si me estaba pidiendo un favor o encargando un trabajo. La gente tiende a evitar hablar de trabajo: es como si se sintieran degradados, ofendidos.

    –Necesito que busque a una mujer. No la he visto desde hace más de treinta años, quizás treinta y cinco.

    –¿Realmente cree que sea posible ubicarla?

    –Me gustaría que usted respondiera a esa pregunta. Ella me debe algo de dinero, una buena suma. Creo que ya es hora de que pague su deuda. Usted comprenderá que a esta edad cualquier ayuda monetaria es bienvenida.

    –¿Sabe dónde podemos comenzar a buscar?

    –Imagino que debe estar en algún hogar de ancianos o como quiera que ahora se llamen esos lugares.

    –No es muy específico en sus datos. ¿Puedo saber dónde la conoció?

    –Trabajó un tiempo en esta revista –el viejo tomó un ejemplar y lo levantó como una verdadera prueba de su historia–. Ahí la conocí. Después la dejé de ver.

    –Está bien, lo pensaré y le daré una respuesta lo antes posible.

    –Eso suena a un no disfrazado. Lo único que le pido es que no me haga perder tiempo. A mi edad, el tiempo es un bien preciado.

    –Sólo tengo que estudiar si esto que usted me propone tiene algún futuro. No puedo apresurarme.

    –No se haga el inteligente conmigo. Míreme, observe mi casa: ¿realmente cree que yo tengo algún futuro?

    –No me refiero a eso, sólo pienso en su propuesta. No me gusta dar vueltas por la ciudad por nada. Es solo un nombre y un antiguo dato de trabajo, es casi nada. Disculpe que sea sincero, puede que la búsqueda solo sea una pérdida de tiempo para mí y una pérdida de dinero para usted.

    El viejo no me creyó, pero hizo como si aceptara mis razones. Me anotó el nombre de la tipa y guardé el papel en un bolsillo. Después el viejo me entregó unas pocas revistas a modo de regalo.

    –Para que conozca mi afición. ¿Cómo sabe si con el tiempo usted también se convierte en un fanático? Aproveche de leer alguno de los artículos de Fresia. Le van a gustar. En estas páginas está lo que mueve al hombre: sexo, transgresión y muerte. En definitiva, el morbo. Recuerde, el morbo es lo que mueve al hombre –sentenció con algo parecido al orgullo y me extendió su mano a modo de despedida.

    –No soy un buen lector, no le prometo nada.

    –Nunca es tarde para cambiar de hábitos –el viejo sonrió, mientras continuaba sosteniéndome la mano–. «Cuando en la tarde no soy nadie, entonces las cosas me reconocen. Soy de nuevo pequeño. Soy quien debiera ser. Y la niebla borra la cara de los relojes de los campanarios».

    –¿Y eso?

    –No se asuste, es un poema de Teillier. ¿Lo ubica?

    Luego calló.

    Comprendí que era el momento de partir. Me despedí sin darle muchas esperanzas. Me fui rápido y quise olvidarme del asunto. No había que ser muy intuitivo para darse cuenta de que el caso sólo me haría gastar tiempo y dinero. El viejo estaba en franca decadencia económica y al parecer mental: olía a deudor crónico con exceso de labia e imaginación, una combinación horrible.

    Cuando salí de su casa, un gato flaco estaba echado en la entrada. Me esperaba una calurosa tarde paseando perros finos. Una tarde de perros. Era mejor aceptar la realidad tal como estaba.

    Esa noche llegué más cansado que lo habitual. Durante la tarde había estado paseando a perros ABC1, que gastaban más en peluquería que lo que yo gastaba en dentista. Recorrí parques y plazas arrastrado por el ímpetu canino; me dejé llevar por sus impulsos olfativos. Después me entretuve en una schopería de mala muerte mirando un partido de fútbol europeo en que jugaba una mayoría de latinos y africanos.

    Al llegar a mi departamento me preparé algo para comer y puse las noticias de la radio. La última edición. Me gustaba que hubiese ruido a mi alrededor, el silencio me empujaba a pensar en lo que había hecho de mi vida. Prefería no oír mis voces discutiendo por lo que había hecho o por lo que había dejado de hacer. La radio me distraía.

    El locutor se notaba cansado, leía sin mayor entusiasmo. Hizo un repaso por la jornada futbolística, se detuvo en los incendios forestales que arrasaban con los escasos bosques que quedaban en la zona central, luego hizo un sucinto resumen de los hechos políticos y después entró en una detallada lista de delitos y accidentes. Habló de un tipo que mató a su mujer de veinticinco puñaladas y al que luego los vecinos trataron de linchar. Habló de un par de ladrones que fueron sorprendidos intentando abrir una caja fuerte y otros tantos casos similares. Lo último que nombró fue un incendio que había ocurrido en un pasaje en San Diego: «...ardieron los locales de la galería y algunas casas vecinas. Hasta ahora se desconoce la existencia de víctimas fatales, aunque se cree que por lo menos un vecino habría fallecido. Acudieron tres compañías de bomberos. En otro ámbito de la noticia...».

    No había alcanzado a oír con claridad la dirección, pero tuve la sospecha de que podría tratarse del lugar que había visitado en la mañana. Traté de sintonizar otras radios para confirmar la noticia, pero no tuve éxito.

    Terminé de comer mis fideos con tomate y me asomé por la ventana. Era una noche tranquila y calurosa. Al rato me acosté, pero no pude conciliar el sueño: recordaba el aspecto del tipo de San Diego y me preguntaba si no habría sido él la posible víctima del incendio. Sin pensarlo demasiado, me vestí y caminé para comprobarlo con mis propios ojos. El morbo mueve al hombre, a mí por lo menos. En eso el viejo tenía razón.

    La temperatura comenzaba a descender levemente; era el único respiro que el verano nos ofrecía a los habitantes del Gran Santiago.

    Unas cuadras antes de llegar me di cuenta de que se trataba del mismo pasaje que había visitado en la mañana. Se distinguía un grupo de personas, las luces de las bombas y el ajetreo característico de un incendio. Aceleré el paso. Del pasaje no quedaba mucho. Escombros, columnas de humo, basura. Me quedé por un instante perplejo. Pero no había nada que temer, nada por lo cual asombrarse: esas cosas suceden.

    Avancé inseguro. Había un grupo de personas en la calle que aún no se podían convencer y trataban de consolarse. Me sumé al grupo y escuché sus quejas. Lo que quedaba del pasaje estaba oscuro, pero las luces de los carros de bomberos iluminaban el espectáculo. Un par de

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