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Nuestros guerreros desnudos en la niebla
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Libro electrónico316 páginas5 horas

Nuestros guerreros desnudos en la niebla

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Un guerrillero fuera de tiempo y lugar descubre al asesino de su hermano después de años busqueda. Planifica la venganza. Sin embargo, un par de preguntas se asoman: ¿Vale esta la pena? ¿Es legítima la violencia contra un régimen dictatorial?
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento2 ene 2024
ISBN9789560017666
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    Vista previa del libro

    Nuestros guerreros desnudos en la niebla - Rodrigo Jara Reyes

    © LOM ediciones

    Primera edición, agosto 2023

    Impreso en 1.000 ejemplares

    ISBN Impreso: 9789560017307

    ISBN Digital: 9789560017666

    RPI: 2021-a- 8364

    Diseño, Edición y Composición

    LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Teléfono: (56-2) 2860 6800

    lom@lom.cl | www.lom.cl

    Tipografía: Karmina

    Impreso en los talleres de gráfica LOM

    Miguel de Atero 2888, Quinta Normal

    Santiago de Chile

    A Juan Valdemar, Mauricio Lira

    y a todos los héroes del Chile insurrecto,

    del Chile que se opuso y luchó

    de frente contra el dragón de siete cabezas.

    Una informante en el café

    Soy hija de un asesinado político. Lo supe hace poco y de manera sorpresiva. Me han dicho que mi nombre es Agustina Alcántara, que fui adoptada por doña Carla Ruiz de Gamboa y don Ismael Alcántara, pero pensándolo al día de hoy, hasta de eso dudo. Con ellos me crie en diversos puertos de Latinoamérica: Veracruz, Río, Lima, Valparaíso y Buenos Aires. Mi padre adoptivo trabajó por muchos años para la Marina mercante, pero antes perteneció a la Armada de Chile, de la que jubiló pasados los cuarenta años.

    Fui hija única hasta que adoptaron a Fabián, en Buenos Aires. Mis padres adoptivos no podían tener hijos, pero se comportaron con nosotros como si lo fuéramos. Cuando cumplí los veinte y Fabián tenía diecisiete, papá nos dijo que éramos adoptados. Fue un golpe seco en el pecho, en la flor de mi ego. Lloré a ríos, a mares y océanos, pero, con el tiempo, lo acepté y lo valoré. No les pregunté dónde ni por qué me adoptaron, no me interesaba. En esa época y hasta hace poco, estaba donde quería estar.

    Terminé mi carrera de abogacía en Buenos Aires. Conformamos una oficina de abogados con Christian, mi esposo, mi báculo, mi raíz. Fuimos compañeros de facultad y, luego, trabajamos juntos. Tenemos un hijo de tres años y funcionábamos como una familia perfecta y sin problemas, hasta que llegó ese hombre a la oficina. Vladimir, dijo que se llamaba y que yo debía llamarlo «tío Vladi», porque él era, en resumidas cuentas, hermano de mi padre. Le dije que yo tenía un solo padre, don Ismael, y estaba fallecido. Respondió que me equivocaba y lo eché, me faltó poco para sacarlo a patadas, pero era testarudo, demasiado testarudo. Volvió una y otra vez, hasta que Christian y mi madre me pidieron que lo escuchara, argumentando que si no lo hacía, el dolor sería más largo y profundo.

    Nos juntamos en un rincón del café Tortoni, un rinconcito discreto y elegante. Todo el café destila esa elegancia antigua, proveniente de un siglo perdido en el tiempo. Hablamos una mañana completa y luego otra y otra. Al principio creí que era un terrorista más de mi antigua patria. Esa era la noción que yo tenía de los luchadores sociales y políticos. Se lo dije y se rio en mi cara. Apuntó que mi formación dejaba mucho que desear si repetía como loro la monserga de las autoridades de turno y no buscaba respuestas por mí misma. Estuve a punto de mandarlo a la mierda, pero me contuve. Me costó reconocer que los zurdos no mentían cuando hablaban de torturados y desaparecidos. Pero en mi interior sabía que aquel hombre de pelo largo y facciones tan duras tenía razón.

    Días después lo invité a casa y conoció a Christian, a Fabián y a Fabiancito, mi hijo. Mi madre prefirió no estar. Todos querían conocerlo y quedaron fascinados con sus historias. Christian y Fabián me dijeron que tiene un ángel especial, algo en el modo de decir las cosas que uno termina imaginándolo todo, como si hubiéramos estado allí. Al final de ese primer encuentro, le dije que no lo llamaría tío Vladi, que prefería decirle Vladi a secas, porque parecía tan joven como cualquiera de nosotros. Sacó una sonrisa del bolsillo de la campera de cuero que llevaba encima y movió la cabeza en señal de aceptación.

    Hubo dos hechos que me dejaron pasmada y me obligaron a venir a Chile. El primero, la noticia de que mi madre biológica estaba viva. Enferma grave, torturada hasta la locura, la nada mental. La dejaron para que muriera en un hospital siquiátrico y público del sur de Chile. Nadie la buscó con el tesón y la paciencia necesarios. La razón aparente: le quitaron toda identificación y la ocultaron bien, tan bien que todo el mundo pensaba que estaba desaparecida y muerta. Miré las fotos en el teléfono celular de Vladi. Me derrumbé en la silla. Sentí lágrimas que derretían los ojos, el maquillaje en los ojos y mi postura de abogada, una dama de hierro que, de pronto, se quiebra.

    La otra gran razón fue el diario de Marcelo, mi padre biológico. Vladi puso en la mesa unos cuadernos destartalados, sucios, amarrados con un elástico y dentro de una bolsa plástica. En ese instante, incluso más que con las fotos de mi madre, quedé congelada de terror. No quise ni tocarlos, pensé que se iban a deshacer en mis manos. Los guardé, no los quise leer por muchos días, imaginé que iba a ser como escuchar la voz de mi padre muerto y no quería. Hasta que una mañana me encerré en la oficina, abrí una cerveza y le dije a la secretaria que no atendería a nadie.

    Llovía a cántaros sobre Buenos Aires, a pesar de que recién terminaba el verano. Nuestra oficina está en un sexto piso del barrio Almagro, con vista hacia Palermo. Separé las cortinas y me quedé con la visión bella de los edificios, la lluvia y los cielos cubiertos. Salí al balcón un instante, quise disfrutar el perfume de los geranios del piso vecino, pero me llegó el olor del asfalto mojado, el aroma de la tierra húmeda. La ciudad rugía y se encorvaba como en un día normal, pero para mí no era un día normal. Luego, me lancé a las primeras páginas de aquel manuscrito sin fechas y con pocos nombres de lugares. La letra, los borrones, las escenas, los diálogos y los personajes que fueron apareciendo me impactaron de tal manera, que estuve leyendo y releyendo todo el día y seguí durante la noche, incluso, en sueños.

    El manuscrito trastocó mi vida en dos aspectos importantes. Por un lado, comencé a escribir lo que creí eran solo vómitos de rabia, pena y, de vez en cuando, un hilito de esperanza; aunque, luego, fueron tomando la forma de narraciones, poemas en verso y en prosa, textos que fui acumulando sin saber para qué. Sin embargo, con el paso de los días, lo supe. Por otro lado, decidí buscar la forma de complementar lo escrito en ese diario con los testimonios de los compañeros de mi padre: Vladi, Sancho y Mique; pero también, con las palabras de mis abuelos y otras personas que fui encontrando en el camino.

    Acabo de cumplir dos años en mi país, un lupanar, una selva, un pantano, un bosque escondido, que guarda secretos en cada esquina. Quiero descubrirlos todos y me lo he pasado escudriñando entre la ciudad de San Cristóbal Navegante, Concepción y la capital. He entrevistado a personas, revisado informes, hablado con policías retirados y otros en ejercicio. Me he esforzado por encontrar mil respuestas a las preguntas que han ido surgiendo, y el resultado, estoy segura, quedará a la vista.

    Me atrapó la pandemia en Chile. Eso no lo tenía en planes, nadie soñó siquiera algo tan terrible. Hace unos meses que mi esposo y mi hijo abandonaron Buenos Aires y se vinieron conmigo. Mamá y mi hermano se quedaron allá. La primera semana no toleraba que Christian me hablara de los amigos, del Buenos Aires entrañable, de los casos a medio abandonar y, menos, que me recordara la profesión. Tampoco tuve tolerancia con Fabiancito y sus rabietas. Sentía que estaban entorpeciendo mi trabajo en Chile y estuve a un palmo de mandarlos de regreso. Gracias a Dios me di cuenta que mi reacción era de un egoísmo atroz y me dominé, logré hacerlo a tiempo.

    Estamos a la mitad del mes de noviembre del año 2020. Me queda poco dinero y menos paciencia. Debemos volver a trabajar, pero no quiero regresar a la Argentina. Estoy paralizada, no sé qué hacer. Han surgido mil detalles que me atan a esta tierra. La presencia de mi madre, mis abuelos, una historia que se va abriendo como el cuerpo de una gran cebolla. He dado por finalizada la investigación, eso sí. La emprendí para saber la verdad sobre mis padres, pero, sobre todo, acerca del origen de Agustina, mi origen. Sin embargo, más que otra cosa, necesitaba mitigar el dolor que iba acumulándose aquí dentro y sí, estoy segura de que la búsqueda me ayudó.

    *

    Los trenes del invierno te trajeron, madre, y no te vi. Te busqué por todos los rincones de este Chile desolado. Fui a Concepción, tu pozo, tu origen. Hablé con la abuela y el abuelo en esa casa tan extensa, tan señorial. Me cautivaron esos cuadros al óleo de muro a muro, esas cortinas tan elegantes y hermosas. El cielo raso a la altura del olimpo, así para que cuelguen esas lámparas y brillen las maderas y los jarrones bajo la luz. O esos muebles con cristales, cerámicas y gredas exquisitas.

    Ella no fue la persona que te tuvo en su seno, madre, estoy segura. Me cuesta creer que esa mujer de setenta y algo, cuello alto y palabras rebuscadas, pueda ser madre de alguien. Me habló en francés y le contesté en francés. Nunca sonrió. Apenas me dio la mano y miró de reojo, nunca de frente. Yo iba dispuesta a darle el mayor de los abrazos, pero no me atreví. Dijo que yo había tenido suerte, que me crio una buena familia. Creyó que me iba a humillar, pero se fue despacito a la mierda.

    Tuve que preguntarle lo básico y me aseguró que parecías princesa cuando niña, pero que en algún momento te cambiaron, ese tal Marcelo, ese animal, ese genio loco que te invirtió para siempre, madre. Me mostró las fotos de una niña con vestido rosado, blanco y zapatos que brillaban. El abuelo me regaló algunas de esas fotos. Ella lo miró con cara de odio. Quise darle unas fotocopias del diario de mi padre, justo aquellas en que hablaba de mamá, pero ella miró las hojas con asco. El abuelo las tomó y agradeció. El abuelo tenía un brillo de bondad al fondo de los ojos. Le di mi número, correo electrónico y una dirección en Buenos Aires. Le pedí que me acompañara a la salida.

    Recorrí el pasillo en silencio. Me pedía que comprendiera a la abuela. Dijo que tenía el dolor enquistado, que mi madre era su única hija. Yo iba pensando si le largaba la verdad, si sería capaz de soportarla, o se caería desmayado, o muerto. Cruzamos el antejardín con su prado, sus rosales, sus arbustos redondeados a la perfección, sus palmeras. Un olor profundo y desconocido lo impregnaba todo. No supe cómo calificarlo, aunque, luego, pensé que era olor a limpio, a espacio desinfectado cada cinco minutos. Miré hacia atrás, admiré las ventanas alargadas, elegantes. La abuela asomó su cabellera blanca, su mirada de hielo y me volví. Ya estábamos casi en la calle. Entonces, el abuelo me tomó el pelo y la cara. Me dijo: «hija, tienes los ojos, el cabello y el caminar de tu madre». Solo en ese momento sentí que podía confiar, sentí en esas palabras amor, no por mí, sino por ella, y se lo dije:

    –Mi madre está viva.

    –¡¿Qué?! –su cara se descompuso en una mueca indescriptible. Los vehículos que pasaban, dejaron de pasar. La calle dejó de ser la calle, se transformó en un escenario de tragedia. Los transeúntes ni siquiera nos miraban, como si nada ocurriera, sin embargo, estaba ocurriendo algo importante en la vida del abuelo y en la mía.

    –Está en un hospital público, en el sur.

    –No, no puedo creerlo…

    –Sí, abuelo, los malditos la mataron en vida y la escondieron allí –los ojos del abuelo se anegaron y su boca soltó un pequeño quejido. Le acerqué la foto que traía en el celular, se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de caer. Lo afirmé con un abrazo profundo. Lo sentí sollozar, balbucear palabras que no comprendí y se me escaparon las lágrimas.

    –Iré por ella –dijo con una voz apenas audible.

    –Yo voy mañana, abuelo, es el día de visita y no tendremos problemas para verla. Además, preferí no ir sin pasar antes a conocerlos a ustedes.

    –Pero ¿cómo lo supiste?

    –Un amigo, o mejor, un hermano de mi padre la encontró casi por casualidad.

    –Yo la busqué tanto, hija, tanto. Las respuestas eran: «No sabemos. No la conocemos. No la hemos tomado detenida. No está en nuestros archivos».

    –Son unos desalmados.

    –¿Sabes algo de cómo está?

    –Mal, abuelo, no esperes mucho. Es difícil que reconozca a alguién y no soporta a los hombres. Tú comprenderás por qué.

    –Sé lo malditos que fueron y todavía son, por eso quiero ir contigo.

    –Voy al hotel ahora. Mañana salgo a primera hora hacia Valdivia.

    –Te paso a buscar al hotel y vamos juntos. Le diré a tu abuela, pero no creo que quiera ir.

    –Lo dejo a tu parecer, abuelo. A las siete, mañana –le dije, le besé la mejilla y se me escapó ese beso.

    –Ahí estaré, hija –subí al primer taxi y me dirigí al centro de Concepción. El abuelo se quedó allí, mirándome con pena y, más que pena, una especie de desolación en la cara. Lo vi limpiarse los ojos y entrar antes de que el taxi desapareciera por la avenida.

    *

    El abuelo llegó a las siete en punto. Fueron varias horas de viaje. La fachada del hospital era alargada, ocupaba una cuadra completa. Estacionamos el vehículo a un costado. Le dije al abuelo que me dejara hablar. Nos presentamos en la portería. Le expliqué al portero que veníamos a visitar a una mujer sin identificación segura, que está hace años y nadie la ha reconocido. «La llaman Adelita, pero su nombre verdadero es Marión del Rosario de la Fuente Lisboa. Este caballero es el padre y yo, la hija», señalé.

    Nos hicieron pasar a una sala de espera. Luego, vino un médico acompañado por una enfermera. Pasamos a una oficina, donde entregamos todos los datos y documentos personales que nos pidieron. Acto seguido, nos guiaron por un corredor que daba a un patio de prados, asientos, árboles. Todo muy verde y hermoso. Después, entramos por un pasillo lúgubre, mal iluminado, con puertas y ventanucos a ambos lados. En uno de los recovecos nos esperaba otra enfermera. Una mujer de unos cincuenta años. Habló claro con el abuelo. Le dijo que no podría entrar, que tendría que mirar desde la ventana, pues la presencia de varones descomponía a la paciente y eso terminaría con la visita.

    El abuelo reclamó, pero aceptó las reglas del juego. Llegamos a una de las últimas habitaciones. Nos paramos junto a la puerta para mirar. Divisé a una mujer envejecida, flaca, pálida, con el pelo lacio sobre los hombros. Permanecía sentada en la cama, con almohadones en la espalda. Miraba con fijeza un punto en el muro vacío. El abuelo suspiraba, las lágrimas le inundaban las mejillas. Una de las enfermeras empujó la puerta, mientras me tomó del brazo y me guio despacio, muy despacio.

    Caminé con el cuidado que se entra a un laberinto, un lugar desconocido y peligroso. Mis ojos buscaban los suyos, pero ella miraba hacia cualquier parte, menos hacia mí. La habitación olía a remedios, a desinfectante y a un desodorante ambiental sin aroma reconocible. Me senté a su lado y le acaricié las manos que caían como peso muerto sobre sus muslos. No hubo reacción. Observé su nariz como si fuera la mía, miré sus ojos y su frente que eran las mías. Tenía un rictus extraño en la boca, «el dolor, la desolación», me dije. Le susurré que era más hermosa que en las fotografías. Le conté que yo era su hija, que venía a conocerla y que, seguro, vendrían otras personas. Ella permanecía como si no escuchara. Sus ojos reflejaban el vacío de aquella habitación de hospital. Le acaricié el pelo y me corrieron las lágrimas. Le dije que la amaba, que la amaba profundamente y sin límites, que le agradecía haber soportado lo que soportó y, sobre todo, le agradecí darme la vida.

    De pronto, se oyó un alboroto en el pasillo. Se escuchaban reclamos de mujer y la voz del abuelo calmando la situación. Se abrió la puerta y apareció la figura de la abuela, elegante, espléndida. Se quedó quieta en el umbral, la boca le temblaba. Dio unos pasos hacia la cama en donde estábamos con mamá. No alcanzó a llegar. Las piernas se le doblaron y cayó de rodillas sobre las baldosas grises. Me paré de un salto, pero no me dejó ayudarla. Se arrastró hasta la cama y le tomó las manos a mamá. Le pidió perdón por no buscarla lo suficiente, por no creer. Mi madre seguía con la vista perdida en la muralla desnuda, tan desnuda que tanto los ojos como la muralla misma transmitían una sensación de hielo.

    Salimos al pasillo. La abuela dijo que la sacaría de esa pocilga cuanto antes, que se la llevaría a casa. Que en casa tendría su habitación, sus enfermeras. Yo fui directo al hueso, le dije que necesitaba algo más importante: amor. La abuela me miró directo a los ojos, yo no le saqué la vista. El abuelo fue más mesurado. Argumentó que consultarían primero a los médicos. Pero que sí, intentarían llevársela a casa y que él mismo se encargaría de que no le faltara amor. La enfermera nos miraba medio emocionada, quizá porque aquella mujer que cuidó por años, por fin encontraba a su familia, pero, también, con cierto resquemor, porque esa tal familia, sin ningún pudor, discutía temas tan íntimos en público.

    Me sentí contenta por mamá y por los viejos. No solo me pidieron, me exigieron que los visitara a ellos y a mamá cuanto antes. Les respondí que sí, que lo haría. Luego di la vuelta y me marché pensando en Vladi, en el sacrificio que hizo para que ese día ocurriera lo que ocurrió y estuviéramos ahí. Mientras recorría la calle en busca de un taxi, me saltó a la memoria el encuentro de Vladi con esa tal Greta. «En ese encuentro terrible y milagroso a la vez, comenzó a resolverse todo», me dije.

    *

    Vladi estacionó el automóvil a unos cincuenta metros del café. Observó los alrededores con paciencia, con la minucia del que sabe. Unas casonas apagadas de ciudad vieja; un piso brillante y húmedo por la lluvia reciente; unas acacias desnudas; dos automóviles estacionados a pocos metros. Se aseguró de que estuvieran vacíos. Observó a un par de transeúntes que regresaban a casa a esa hora. Abrió apenas la ventanilla y sintió el aire húmedo, el olor a leña recién encendida y a tierra saturada de agua.

    Vio un taxi detenerse y bajar a una mujer flaca y bien vestida. Ese abrigo corto y ajustado no combinaba con su cuerpo alargado, menos la carterita tipo sobre, aunque, a Vladi le pareció que podría contener un arma. «Es ella», pensó al verla caminar erguida, con la frente en alto, «como si le quedara dignidad, como si tuviera clase», se dijo. Conocía muy bien a ese tipo de perras, vaya si las conocía. La famosa «Greta», si la hubiera encontrado unos veinte años antes y en otras circunstancias, le habría metido un par de tiros en la frente. La vio entrar al café contoneándose, «como modelo, una modelo esmirriada y vieja», murmuró para sí.

    Se miró en el espejo retrovisor, seguía tan delgado como hace treinta años y quizá más. «Ya es mayo de 2016, cómo pasa el tiempo», pensó. Se acomodó el pelo largo en la frente amplia y se frotó las ojeras con los dedos. No había dormido bien las últimas noches y sus ojos oscuros no lucían transparentes, como otras veces. Aquella mujer, aquel asunto, lo tenían más que nervioso. Sacaban a la luz la peor cara de Vladi, esos deseos de sangre y venganza que, ahora menos que antes, todavía le costaban manejar.

    Bajó del automóvil, revisó los sobres con el dinero y tocó el revólver con su mano derecha. Miró hacia atrás por los espejos, bajó y volvió a mirar, sabía que los servicios de inteligencia ordinarios del actual gobierno lo vigilaban, o pretendían vigilarlo. Avanzó por la vereda pisando fuerte. Iba acompañado por una sombra alargada contra el muro de las casonas. Se detuvo un segundo en el umbral, miró a derecha e izquierda y no vio a nadie. Pretendía estudiar todo con cuidado antes de decidirse a entrar, pero era imposible. Ordenó su abrigo gris y la bufanda del mismo color. Empujó la puerta de madera y vidrio, y entró.

    Buscó a la mujer con la vista y la divisó en la mesa del rincón, a la derecha. Permanecía con la cabeza inclinada, hurgando en su teléfono celular. Su pelo delgadísimo y rubio a la fuerza, caía como una cascada precaria sobre la mesa. «Parece una puta venida a menos, no le queda esa ropa apretada y el pelo teñido», se dijo. Soltó la puerta de golpe y la mujer lo miró. Aún era bonita, o más bien tenía la cara de alguien que alguna vez lo fue.

    –Greta, si no me equivoco –dijo Vladi, con voz arrastrada. La mujer se puso de pie y estiró la mano mirándolo a los ojos. El olor a café y dulcería se mezcló con el perfume ácido de ella.

    –Usted debe ser Vladimir.

    –El mismo, ¿puedo sentarme?

    –Sí, adelante. Tenemos un negocio que cerrar y si es rápido, mejor –movió las manos hacia arriba y a los costados, como loca. Al centro de la cara se le instaló una sonrisa, a todas luces, fingida.

    –Tomaré un irlandés cargado ¿y usted? –preguntó Vladi y recorrió con la mirada su alrededor. Una pareja se tomaba las manos frente a ellos y una familia completa gritaba y reía en la parte más iluminada del salón. Ese ruido de fondo le daba la seguridad de que nadie estaba pendiente de ellos.

    –Un cortado pequeño –Vladi levantó la mano llamando al mozo que miraba hacia ellos, pero ella estudiaba las ventanas alargadas, las cortinas azules que le daban el toque elegante al espacio.

    –Vamos al grano.

    –Vamos –dijo la mujer cuando se marchó el mozo–. ¿trajo el dinero?

    –Por supuesto. No trabajo con engaños y tampoco me dejo engañar.

    –No se preocupe –bajó la voz y lo volvió a mirar directo a los ojos–. tengo la información que usted busca. Si usted sabe algo de mí y creo que debe saber, por algo me ubicó y estamos hoy hablando, entiende que no fallo ni me equivoco.

    –Si hubiera fallado o se hubiera equivocado no estaría aquí. La gente con la que usted trabaja y que yo busco, no deja ventanas abiertas ni huellas –le miró los ojos con detención por primera vez y los notó demasiado acuosos y abiertos, parecían los ojos de alguien bebido, pero la mujer no olía a trago.

    –Ya no trabajo con ellos, por fortuna.

    –Le daré la mitad del dinero en este minuto –sacó un sobre del abrigo y lo puso en la mesa: un millón en cincuenta billetes de veinte mil. La mujer tomó el sobre, miró y tocó los billetes sin contarlos. Se le dibujó una sonrisa leve al lado derecho de la boca.

    –Falta la mitad –le brillaban demasiado las pupilas.

    –Primero el nombre, luego la otra mitad y me entrega la ubicación.

    –Bien. El oficial a cargo del grupo que ejecutó la matanza de calle Libertador General José de San Martín fue el teniente y ahora coronel en retiro Renán Astaburuaga Berkoff.

    –El Lobo Astaburuaga.

    –Sí, el mismo.

    –Muchas veces pensé que…

    –¡Cuidado! –exclamó la mujer cuando el mozo venía llegando con los cafés y un platito con galletas de limón, gentileza de la casa.

    –Le decía que pensé en Astaburuaga varias veces, pero…

    –¿Parecía demasiado joven para una acción como esa, no?

    –Sí, eso es, era joven, poco más de veinte, creo.

    –El Lobo estaba a cargo de ese grupo. Era medio salvaje, duro, por algo lo llamaban con aquel sobrenombre. Pero, además, era manipulable, los jóvenes en general eran más manipulables. En esa época querían parecer implacables frente a los más viejos y estos se aprovechaban.

    –¿Cómo sé que no miente?

    –Tendrá que confiar en mi palabra. Le puedo decir que no solo fui espía o soplona de los cerdos, también fui dama de compañía de algunos altos oficiales. Cuando ocurrió la matanza yo atendía a Neumann, nazi reconocido, perteneciente a una secta o logia de Temuco y Osorno. Además, uno de los más cercanos a la mano derecha del dictador.

    –No me diga que Astaburuaga… –la mueca de la mujer desveló sus arrugas alrededor de la boca y junto a los ojos. El tiempo no respeta cremas ni tratamientos, solo hace su trabajo.

    –Silencio, déjeme terminar –interrumpió la mujer con énfasis–.

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