Mi vida como dibujante
Por Fabrizio Copano
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Ya no lo hace, y en buena medida esa es la razón por la que ha escrito este libro en que evoca algo así como su prehistoria, cuando inventaba la tira cómica Celso Honor (un alucinante sacerdote-superhéroe que salva la ciudad) o ingresa a trabajar en Condorito. Relato de iniciación, ejercicio de introspección o radiografía involuntaria del pujante Chile de fin de siglo: Mi vida como dibujante es todo eso y más: un libro que revela la capacidad de observación, el manejo de la ironía y el talento para recrear sus propias experiencias, es decir, los atributos que han convertido a Copano en una figura central del stand up comedy latinoamericano.
Fabrizio Copano (Santiago, 1989) es uno de los comediantes latinos emergentes con más proyección en la actualidad. Se ha presentado en importantes clubes de comedia de Estados Unidos, como el Hollywood Improv, El Laugh Factory y el legendario Comedy Store. Además, en 2017 estuvo en el Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar y ha sido parte del New York Comedy Fest, el San Diego Comedy Fest y, en Australia, del Hispanic Comedy Fest. En paralelo a sus especiales de comedia en Netflix y Comedy Central Latinoamérica, grabó este año su primera presentación en ingles para la BBC4 en Inglaterra. Ha sido también columnista del diario The Clinic y para la televisión trabajó en El club de la comedia, Canal Copano, El Camino del Comediante entre varios otros programas de televisión.
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Mi vida como dibujante - Fabrizio Copano
fabrizio copano
Mi vida como dibujante
Mi vida como dibujante
Fabrizio Copano
© Editorial Hueders
© Fabrizio Copano
Primera edición: octubre de 2019
Registro de propiedad intelectual Nº 308.128
ISBN 9789563651935
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.
Diseño portada: Inés Picchetti
Diseño ebook: Constanza Diez
www.hueders.cl | contacto@hueders.cl
Santiago de Chile
fabrizio copano
Mi vida como dibujante
Para Cristina y Nino
En todos los colegios de Chile hay algún niño sentado en un rincón, dibujando. Finge que escucha al profesor y dibuja. O no finge, simplemente dibuja. Y de tanto intentarlo, prospera. Dibuja cada vez menos mal. En todos los colegios de Chile y quizás del mundo hay un niño ligeramente distraído, deslizando el lápiz sobre el cuaderno, medio en la luna. Yo era ese niño y después no sé bien lo que pasó: me inventé una personalidad y terminé de humorista. Era siempre muy chico, muy precoz, pero mientras era un comediante muy joven me convertía en un dibujante muy viejo. Porque ahora soy muy viejo para dibujar, para volver a dibujar: para intentarlo. Quizás no me atrevo a dibujar, y por eso escribí este libro. No lo tengo claro. Lo único que sé, es que escribo esto para que nunca se me olvide mi vida como dibujante. A pesar de que, hasta el momento, nunca la he vivido.
f.c.
20 de agosto de 2019
Río Manso
Hacía frío esa mañana, como siempre en las madrugadas de Macul, esa comuna sin personalidad ni historia que conecta la periferia con la periferia. La gente ya repletaba los paraderos, para ir a trabajar muy lejos de sus casas. Se siente tan raro despertar de noche, tan antinatural, pensaba yo mientras cruzaba la niebla con mis pantalones grises con parches de un gris levemente más oscuro. Un beso a la mamá antes de salir a caminar por esos pedazos de tierra con unos pocos pastos, a veces cruzados por un cableado eléctrico recubierto por un tubo naranja, para decorar. Todos caminando lento y mirando al suelo, mientras cuelgan de los bazares los carteles celestes de helados Savory fuera de temporada. Los celulares eran grandes, feos y no tenían internet, así que no existía la excusa de mirar una pantalla para sentirse menos penca. Todos iban a sus colegios, pero el nuestro no parecía un colegio. A simple vista era una iglesia y nada más. Era lindo el detalle de la cruz doblada en la punta de la capilla, debido a un antiguo terremoto: humanizaba un recinto que suponía ser la casa del Señor. El cura rector decía que la única forma de arreglarla era con un helicóptero, pero no había plata para arrendar un helicóptero, así que quedó chueca para siempre.
El primer punto de reunión era un quiosco verde, famoso por vender bolsas plásticas con Coca-Cola congelada por 100 pesos (con el poco comercial nombre de cubos
) y unos chocolates con 0% de Cacao. Algunos valientes fumaban, sabiendo que por ahí pasarían todos los docentes, párrocos y apoderados de la comunidad escolar. Yo compraba el diario y me lo ponía bajo el brazo. En mi imaginación me veía como un pequeño ejecutivo, listo para una reunión de negocios en Ciudad Empresarial. En la realidad, era lo más parecido a un niño italiano abandonado en un barco en medio de la Segunda Guerra Mundial. Al entrar, un lobby con imágenes de Don Bosco y Domingo Sabio, mártires de la congregación salesiana, a la cual el Liceo Camilo Ortúzar Montt pertenecía y, supongo, todavía pertenece. También un mueble con trofeos deportivos, ninguno de los últimos 10 años. Adentro se veía un patio gigante, mucho espacio para el deporte, en contraposición a una biblioteca escueta en donde lo más pedido eran los libros compilados bajo el título Condorito de Oro. Los alumnos, todos hombres, debíamos formarnos en dos líneas perfectas cada mañana, separadas por un brazo de distancia y mirando fijo al inspector que daría el mensaje diario de adoctrinamiento, el buenos días
. El director no era una persona estable. Se había intentado teñir el pelo varias veces y el resultado era un mix de colores difícil de describir. Tras un par de avisos de utilidad pública y un automático padrenuestro, cada uno partía a