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Noel Papá
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Libro electrónico209 páginas3 horas

Noel Papá

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Información de este libro electrónico

Después de muchos años de locuras, un padre muy particular quiere darle estabilidad a su familia. Para lograrlo no se le ocurre mejor idea que embarcar a sus seres queridos en un proyecto delirante alrededor de la Navidad.El libro de ficción que escribió Jorge Cuadrado (basado en situaciones reales) se cuenta desde la perspectiva del hijo. Él intenta comprender a ese señor extraño y evitar que se derrumbe el matrimonio con su madre, mientras el país se encuentra en guerra. Dentro de ese marco ocurren muchas situaciones desastrosas, entrañables y cómicas, y las personas terminan encontrando algo muy diferente de lo que buscaban.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento16 may 2022
ISBN9788726903232
Noel Papá

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    Noel Papá - Jorge Cuadrado

    Noel Papá

    Copyright © 2013, 2022 Jorge Cuadrado and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726903232

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A los hombres equivocados

    Me cago en Claudia Piñeiro. Yo había escrito una novela sobre la vida de mi padre que pensaba publicar en junio. No era gran cosa, por supuesto, pero tenía mis expectativas. Hasta que aparece ella, con toda su rimbombancia, y me planta en las góndolas del supermercado una portada con un tipo en un ridículo short de baño y una nena de la mano. Un hombre del siglo no sé cuánto, con pecho de nadador, un verdadero monstruo ante el cual la pequeña historia de mi padre sería un papelito arrugado en el cesto.

    Me gusta comprar libros en el supermercado. Es agradable saber que un escritor vale lo mismo que un repositor de fideos o un productor de zanahorias. Es un acto de justicia. Pero si el libro de la Piñeiro estaba en las góndolas del Wal Mart también estaría en las librerías de todo el país. Saldrían reseñas en los diarios. Los programas culturales de la radio y la televisión le harían entrevistas. ¿Por qué se llama Un comunista en calzoncillos?, le iban a preguntar, y ella se despacharía como una lady, ignorando por completo que a un cordobés se le había ocurrido una tapa con su propio padre de espaldas, el culo al aire, un gorro de Papá Noel y la vista perdida en el otro lado del mundo.

    Salimos del súper, cargamos las bolsas en el baúl y le pedí a mi esposa que manejara. El contenido era peor. El padre de la Piñeiro también era un desclasado. Lo echaban de los trabajos, vendía estupideces a domicilio, no iba a las reuniones de la cooperadora.

    Cuando llegamos a casa, dije que estaba triste y que me iba a la cama.

    —Primero ayudame a bajar las bolsas —dijo mi esposa—, te va a aliviar un poco las penas.

    Asentí. Hasta le di de comer a la perra. Después me duché y me acosté a terminar de leer el libro de la Piñeiro. Era breve, de letras grandes. Las coincidencias comenzaban a abrumarme. Yo también había visto desnudo a mi padre y por más varón que fuera me había impresionado lo suficiente como para evitar nuevos encuentros de ese tipo. Es cierto que el padre de la Piñeiro se recomponía y les prohibía a sus hijos ver los besos que se daban por televisión, pero aun así atravesaba la novela con el regusto de los impertinentes. Igual que el mío. Me espabilé recién en la página cincuenta. Al fin y al cabo había muchos libros que hablaban del padre de los escritores. El maestro de la Piñeiro, sin ir más lejos, Guillermo Saccomanno, escribió Situación de peligro. Y está La invención de la soledad, de Auster, y Patrimonio, de Philip Roth. Digo que casi todos los libros de los escritores son acerca del padre en mayor o menor medida. Incluso hay uno, de un búlgaro o rumano si mal no recuerdo, que es una especie de decálogo de doscientas páginas que podrían resumirse en una sentencia: Nadie puede considerarse artista si no está dispuesto a perder la reputación en una obra. Después de esa frase, los demás guiños para escribir sobre el padre carecen de sentido: recuerda que todos los padres son iguales y, por más que te esfuerces en distinguirlo, el tuyo también; resuelve ya en el primer párrafo si tu padre será el que fue o el que quisieras que hubiera sido; no te mantengas al margen, si no estuvieses tú en el medio sería la historia de un hombre, no de un padre.

    Quiero decir que lo que quizás hizo el libro de la Piñeiro fue acudir en mi auxilio. Plantearme preguntas. ¿Por qué había escrito yo una novela sobre mi padre?, ¿qué clase de placer encontraba en difundir algo tan íntimo, además de la impudicia de la vanidad?, ¿qué quería perdonar, o por qué quería pedir disculpas?

    Mi esposa me gritó desde la cocina.

    —¿Vas a cenar o seguís triste?

    Resolví no dar el brazo a torcer, aunque no estaba muy seguro de la actitud que debía adoptar para lograrlo. Sobre todo porque abrí apenas la puerta del dormitorio y entró el aroma ácido pero dulzón de su salsa de portobellos.

    —Sigo triste —dije.

    Tenía que concentrarme en la Piñeiro y sus enseñanzas. Irme hacia atrás. Recordar el día en que decidí escribir y publicar la historia de mi padre y sacrificarlo en el altar de novedades literarias. Fue durante el regreso de Finlandia, adonde había viajado a cumplir lo que creía un mandato, un año y pico después de su muerte. Era 28 de diciembre. El invierno de Helsinki había obligado a postergar los vuelos por las tormentas de nieve y las demoras parecían una mala broma del día del inocente. Justo en Finlandia, donde tienen un cuidado extremo en no ofender gratis al prójimo. Estaba impaciente. Ansioso, mejor. Necesitaba darle un cierre al asunto.

    La noche extra en el hotel finlandés no me cayó bien. Me costó dormirme. La calefacción estaba alta y el calor no cedía aunque la apagara. No había cómo amortiguar el murmullo de los aviones que habían empezado a despegar y aterrizar pasada la medianoche y la sombra de mi padre aparecía y desaparecía en cada silencio, recordándome que todavía no habíamos terminado.

    No soy de los que tienen delirios místicos. Al menos en cuanto a la religiosidad del concepto. Nací ateo, pasé mi adolescencia blasfemando a los creyentes, luego, como todo universitario, me enrolé en el agnosticismo obligatorio y terminé sirviendo al inexistente ejército de los que no creen pero quieren creer. Quiero decir que había ido y vuelto lo suficiente como para que me importara un pito la sombra de mi padre. Un hombre es un hombre y punto. No le debe nada a nadie. Pero en el hotel de Helsinki sentía otra cosa. Necesidad, creo. Todas las emociones humanas empiezan en la necesidad. Tengo hambre/necesito comida, tengo miedo/necesito protección, estoy triste/necesito afecto. Matar, huir, enamorarse, apenas son reacciones.

    Yo tenía necesidad de un padre, un tipo a quien pedirle consejos, un hombre parado sobre tierra firme, con rodillas y hombros capaces de aguantar la furia del universo; un oráculo con una cabeza enorme cuyas respuestas no dejaran lugar a dudas. Ser huérfano es no tener esos puntos de apoyo. Y mi padre me había dejado huérfano antes de tiempo.

    Cuando por fin murió, entendí que no todo era tan simple. Por un lado, porque a pesar de lo que dijera el rumano, o esloveno, mi padre tenía el deber de ser mi padre pero también la necesidad de ser un hombre. Digo que le gustarían las mujeres, por ejemplo. Cuando pasaba una morocha, esquivaría la mirada de mi madre y trataría de mantener indemne la sensatez de su paternidad, pero en algún lado metería las ganas de llevársela a la cama. Como cualquier hombre con cualquier morocha. Y por si esto resultara insuficiente, comprendí también que la mera existencia de un padre no resuelve los problemas. Un padre es una construcción. Un personaje. Hay que crearlo, darle forma, matices. Como decía el decálogo: si yo no ayudaba a componerlo, si no le daba una función, no era mi padre, era cualquier hombre.

    En mi caso, durante mucho tiempo, ese hombre estuvo allí sólo para atribuirle culpas. Para que no se le ocurriera llevarse a la cama a ninguna morocha. Pero, como si fuera una treta de mi analista, llegó al supermercado el libro de la Piñeiro para inyectarme la idea de que yo había viajado a Finlandia y había escrito una novela sobre mi padre porque sentía una pavorosa necesidad de él. Me faltaba la valentía de obrar a mi antojo y hacer con su figura lo que yo quisiera. Armar un padre. Como en el rasti o el mecano.

    De todos modos, en la historia de Papá Noel la novela había atinado. Era la pieza central del juego. La cuerda que ataba los cabos. La isovida. Lo que unía lo místico y lo real, el ateísmo militante y la necesidad de entender. Finalmente, ¿la fantasía es un invento de la realidad o la realidad es una creación fantástica? Ignoro si mi padre pensó en todo eso. Es una de las tantas cosas que me hubiera gustado preguntarle. Pero ya está muerto y ni siquiera encuentro la placa que enterré contra uno de los pilares del puente. Q.E.P.D, 18/9/1941-18/9/2005. No tengo más remedio que responder por mí mismo.

    Papá Noel es un gordo hermoso. Su belleza reside en la magia. Si uno revelara de dónde carajo saca los regalos, el personaje se destruiría en segundos. La gran equivocación de mi padre fue tratar de imitarlo ignorando ese dilema básico: la fuente de obtención de los regalos. Sin recursos no hay generosidad. Mi padre quería dar lo que no tenía, y eso no se llama dar, se llama prometer. Y en tanto de la dádiva se deriva una cuestión política, de la promesa sobreviene un acto de fe. Creer en una promesa es una opción religiosa.

    Mi padre creía en Dios, pero le tenía bronca. Pensaba que era un político en campaña, entonces lo azuzaba con preguntas complejas y le reprochaba las guerras. Pero su relación con Papá Noel era distinta. Lo avergonzaba reconocerlo y durante mucho tiempo pretendió esconder esa ambigüedad indigna de su filosofía de vida, pero frente al gorro rojo y la barba blanca sus dogmas se derretían como un helado en manos de una criatura. Lo supe con certeza la noche en que dio un discurso para presentar su proyecto más ambicioso, un episodio medular en nuestras vidas, que ya estaba narrado en la novela antes de encontrarme con el libro de la Piñeiro.

    Más allá de los análisis que puedan desprenderse de aquel evento, a veces dudo si la pretensión de mi padre de convertirse en un Papá Noel pagano, en un hombre todo generosidad, obedecía a las carencias de su infancia, como podría inferir cualquier psicoanalista, o a la voluntad adulta de cubrir sus cagadas con un acto de nobleza. Visto así, mi padre era voluntariamente una buena persona que debe haber sufrido como pocos los embates de sus reacciones. Porque (lo tengo que decir de una buena vez) era un energúmeno cuando reaccionaba. Alguien capaz de arrasar con la Biblioteca de Alejandría. O, según el decálogo del escritor búlgaro-esloveno, esa era la construcción que yo hacía de él.

    En conclusión, en el viaje de Helsinki a Madrid, pero especialmente en el largo trecho de regreso entre Madrid y Córdoba, empecé a darle forma a la idea de la novela sobre mi padre, que acarreaba un título desde tiempos inmemoriales. Se lo había puesto un familiar que ha preferido mantenerse al margen de la historia. Lo comprendo. Yo mismo dudé en asumir la responsabilidad de publicarla. Ahora no. Sobre todo después del libro de la Piñeiro, que me llevó a Philip Roth y al escritor eslovaco cuyo nombre no recuerdo. El gran efecto del comunista en calzoncillos fue provocar el efecto dominó que finalmente me convenciera de que un escritor tiene que convivir con la intemperie. Eviscerarse. Y que se vaya todo a la puta que lo parió.

    Mi padre había puesto un criadero de pollos en el dormitorio matrimonial de un amigo del Círculo. Dijo que quería hacerle un favor. Pobre, recién llegado a la ciudad, con dos hijos, de algo tenía que vivir. Pero como no le sobraban los recursos para hacer favores, diseñó como pudo unas luces, unas jaulitas, pidió kilos de viruta en una carpintería y compró cuatrocientos pollitos al fiado. El amigo y su mujer se mudaron a la habitación de los hijos y armaron en la suya la pollería.

    Ignoro cómo se las arregló la familia para silenciar a los pollitos de noche, o si es que cuando les apagaban la luz se callaban solos. A esa edad no se me ocurría preguntar esas cosas. Mi única conciencia sobre un pollito era acariciarlo y preguntar por qué los mataban; a lo sumo curiosear cómo limpiaban la caca y el pis o hacer cara de asco por el olor. Del problema medioambiental no sabía nada. La que sabía era mamá, que trabajaba en la municipalidad. Una noche, mientras cenábamos, dijo que había llegado a conocimiento de un inspector que su marido tenía un establecimiento avícola en una casa de familia. Según ella, el inspector se lo había dicho con delicadeza, para no ofenderla, pero le avisó que algo iba a tener que hacer. Mi padre se enfureció. Apagó el pucho en un pocillo y de un puñetazo hizo saltar los platos y los cubiertos de la mesa.

    —Y qué hago con Rabenko —gritó—, ¿lo dejo tirado para que se lo coman los piojos?, ¿le importa eso a tu municipalidad, a ese inspectorcito de mierda? Qué le va a importar, qué carajo le importan los pobres al mundo.

    Gritó todo eso, corrió la mesa de un empujón y se fue al Círculo a jugar ajedrez. Mamá podría haber puesto ojos de asustada, pero no, juntó los platos que cayeron al suelo y capaz que se quedó pensando en solucionar el asunto. No hizo falta. Antes de que ningún inspector hiciera nada, los pollitos murieron de una infección y mi padre se consideró fundido por primera vez.

    Para esa época trabajaba en la tienda más importante de la ciudad, como jefe de ventas o algo por el estilo. Y si bien en el emprendimiento había comprometido todos sus ahorros, mejor dicho los ahorros de mamá, lo mismo se las ingenió para ayudar a Rabenko a poner una rotisería.

    Seguimos viéndonos con la familia hasta la noche del cumpleaños de Débora, la hija mayor. Rabenko y la esposa habían dispuesto un banquete pantagruélico, como para cincuenta personas, con varios platos judíos y milanesas de mondongo como atracción principal. Los tablones del patio rebosaban de comida y cerveza y vino y gaseosas, cosas que a juzgar por la cara de mamá habían sido compradas con dinero de mi familia. La mantelería era flamante, de hilo con bordados de figuras de bailarinas, y habían adornado el patio con guirnaldas de flores. Se ocuparon de regar la madreselva para que liberara su fragancia dulzona y por las dudas baldearon el contrapiso de cemento con aromatizante de lavanda en el agua. La noche acompañaba. Las amenazas de lluvia habían desaparecido y corría una brisa ligera y apacible. Débora estaba preciosa. Llevaba un vestido largo hasta la rodilla, blanco con vuelitos azules, y en la peluquería le habían hecho dos trenzas esmeradas que colgaban de aquí para allá.

    Mamá ayudó a la señora Rabenko a terminar de acomodar las sillas y poner los buqués, mientras mi padre y el marido conversaban de política. Estábamos en plena dictadura y nadie quería hablar mucho de esos asuntos, pero a mi padre le gustaba desafiar y decir en voz alta que los milicos eran esto o aquello. En un momento dado, Rabenko miró el reloj y se puso a acomodar las sillas, a probar que los tablones no quedaran demasiado altos ni se movieran mucho y le pidió a mi padre que picara algo, que ya debía tener hambre. Mi padre rechazó la oferta, pero también miró el reloj y lo ayudó con las sillas. No esperaban que la gente del Círculo fuera demasiado puntual pero habían invitado a tantos que a esa hora ya tendría que haber habido diez o doce.

    Le pedí a Débora que bailara. Casi me muero de vergüenza después del pedido, sobre todo cuando dijo que todavía no era el momento, que había que esperar al resto de los invitados. Eran tantas las maravillas que se hablaban de su destreza que recuerdo haber sentido cierta incomodidad al verla allí parada, ansiosa, esperando el momento de lucirse.

    Pasaron los minutos. Quizás media hora, o más. Se terminó el long play de Mocedades, pusieron uno de Roberto Carlos y finalmente Creedence, para levantar un poco. Rabenko dijo algo respecto de la demora de todo el mundo, y mamá que ya iban a venir, que había hecho demasiado calor y estarían esperando que refrescara más, pero Rabenko hizo una mueca y mamá se calló la boca. Fue mi padre el que se largó a hablar, a despotricar contra los milicos, a criticar el mundial, la municipalidad, la televisión argentina. Y empezó a comer. Comía mucho, sin parar, y

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