Huellas imborrables
Por Caesar Alazai
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Colección de cuentos de Caesar Alazai que le hará reír o llorar con personajes de ficción o de la vida diaria.
Caesar Alazai
Escritor, autor de obras como El Bokor, Un ángel habita en mí y El Cuervo.
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Huellas imborrables - Caesar Alazai
Colección de cuentos de Caesar Alazai que nos invita a explorar una variedad de sentimientos que van desde la tristeza hasta la hilaridad.
Caesar Alazai
Huellas imborrables
ePUB v0.1
Caesar Alazai 21.05.13
Título original: Huellas imborrables
Caesar Alazai, 05/12/2013
Diseño/retoque portada: Xalhi Design.
Editor original: Caesar Alazai (v1.0 a v1.x)
ePub base v2.1
A los motivos de mi inspiración de ayer y hoy, los culpables de estos cuentos son ustedes.
Prólogo
Los cuentos siempre han estado presentes en mi vida. Desde la tierna infancia, mi hermana Cecilia, unos catorce años mayor que yo, me relataba historias del gato blanco que se escapaba de Alicia y con cambios de voces me dejaba ver cual de los personajes hablaba, sin duda eran cuentos que me ayudaban a conciliar el sueño. También estaban los que me contaba mi hermano Manuel, llenos de terror y según él, de historias tristes con las que intentaba ponerme a llorar. He de admitir que no era muy difícil el lograrlo, fui un niño llorón, quizá víctima de las circunstancias de ser el menor entre seis hermanos que a muy tierna edad nos quedamos huérfanos de padre. Pero las lágrimas de aquel entonces no eran producto de los cuentos que mi hermano inventaba, sino, de que constantemente, en la oscuridad del cuarto, me pasaba sus dedos por mis ojos a la espera de sentir el efecto de sus relatos, al final, más por la irritación que por la tristeza, acababa lagrimeando.
Mi madre trabajaba en el Hospital San Juan de Dios, un emblemático centro de salud ubicado a un escaso kilómetro del centro de San José, a veces en los turnos del día, otros en la noche, así que poco tiempo le quedaba para inventarme cuentos, supongo que ya tenía bastante con los que tenía que escuchar de mis hermanos dando quejas, las más de las veces sobre Manuel, yo no era un angelito, pero al lado de mi hermano si que había diferencia a mi favor en lo que a comportamiento se refiere. El caso es que mi madre, cometió el error un día de ofrecerme un dichoso libro de cuentos llamado Cuentos de mi tía Panchita, de la autora nacional que escribía bajo el pseudónimo de Carmen Lira, pero que en realidad se llamaba Isabel Carvajal. Digo que cometió el error, porque una vez que me prometes algo, no hay forma en la tierra de que puedas desistir de cumplirlo. Todos los días la esperaba a la entrada de mi casa, desde donde se veía el autobús del que debía bajar a eso de las 2:30 de la tarde. Adivino que el verme en aquella espera le dejaba un sabor agridulce, lo dulce porque a quién no le gusta que los hijos lo esperen con ansias, el agrio lo ponía yo cuando me enteraba de que no había pasado a comprar el libro. Ahora siento remordimientos de pensar que quizá no era tanto olvido, sino alguna estrechez económica la que le hacía no traerlo. El caso es que un día, su memoria o su cartera, permitieron cumplir la tan preciada promesa y me lo devoré en unos cuantos días. Aún me hacen reír las historias del Tío Conejo y es tanta la alegría que me provoca el evocarlo que he comprado en estos días una colección de estos cuentos en pasta dura, que atesoraré en mi biblioteca.
Con más edad, me fascinaron las historias de terror que en unos libros de bolsillo compraban mis dos hermanas, Cecilia y Blanca que ya para ese entonces trabajaban. Cada quincena o quizá antes, compraban varios de estos libritos, los más de ellos de a lo sumo noventa y seis páginas de puras letras. Escritores que quizá para la época se mantenían infames pero que eran sumamente prolíficos, hasta llegaron a escribir cinco novelas en un mes, novelitas cortas de entre setenta y cien folios, que quizá no llegarían nunca a optar por un premio, pero que yo seguiré recordando: Clark Carrados, Ada Coretti, Curtis Garland. Los títulos eran fantásticos: Drácula 73 (supongo que hacía alusión al año en que fue escrito), el circo, Calefacción en la tumba, La muerte regaló cinco llaves y la infaltable Rue Morgue 13. Aun ahora me encantaría encontrarlos y poder releer aquellas historias que a los once años me causaban miedo y que probablemente ahora, me harían reír, aunque quizá no tanto como los nombres que otro de mis hermanos, Alberto, decía que él mismo escribiría: Burbujas de Terror y Sangre en el Pavimento. Finalmente, mi hermano Eduardo, me llevaba tan solo once años pero siempre lo vi como el rigor, la figura paterna a quien a mis amigos el solo verlo les provocaba la retirada inmediata, por él, algunos de los cuentos serán serios y formales.
El libro que quizá he releído en más oportunidades es El Principito de Antoine de Saint Exupery. No debo estar solo en eso de admirar la forma clara y sentida de hacernos querer al pequeño príncipe caído de un asteroide, muchos deben haber sido formados en esa especie de filosofía que nos regaló el aviador francés.
Ya con hijas, fue mi turno de contarles historias antes de dormir, eran quizá, un poco más elaboradas que las que a mi me contaban, pero siempre, fuera del tema que fueran, acababan siendo comedias que nos hacían desternillarnos de la risa, a ellas por las tonterías que yo decía, a mí, por lo contagioso que resultan las risas infantiles. Algunos personajes aún los recordamos con cariño, Bruno una especie de Indiana Jones infantil, Genoweva, la protagonista de mi primera saga, dos cuentos inéditos e incluso no escritos, solo narrados en una continuación de varias noches, sus nombres eran ¿Qué haces con mi plancha? I y ¿Qué haces con mi plancha? II Estas historias son las responsables de que más adelante escribiera «Con la sal en las venas» que nació como cuento y creció hasta alcanzar el tamaño de una novela, mi primer novela.
Más adelante, las ocho historias producto de los devaneos nacidos de la emulsión de dos mundos, los avatares del destino quisieron que bajo una luna escarlata descorriera el velo de la locura y que jugando a poder, al final pudieran venir La mansión de Grunewald y los sueños delta.
He querido escribir este libro de cuentos intentando recrear todas estas etapas, así, los habrá para niños de todas las edades, espero que el leerlos les despierte todas esas sensaciones que duermen en lo más profundo de sus almas, si no lo logro, al menos habrán pasado el tiempo.
I Verde Esmeralda
El joven Patricio Valdelomar veía temblar sus manos mientras terminaba de hacer el nudo corredizo a una cuerda nueva que había encontrado en el galpón donde se escondía desde hacía una semana. El olor de sus propios desechos, que inundaba el lugar poco ventilado, le golpeaba la nariz al inhalar fuertemente en busca del aire que alimentara su voluntad de terminar la tarea que había decidido, luego de una noche en vela sopesando sus posibilidades. Lentamente se levantó del suelo y buscó con la mirada perdida una viga que soportara su peso. Instintivamente recorrió su cuerpo nervudo y flaco, las venas verdosas sobresalían ampliamente de su piel, como queriendo salirse de su cuerpo. Sus músculos formados a base de las cargas que soportaron sus brazos y espalda desde joven, ahora lucían flácidos y desprovistos de fuerza. Una semana de pasar hambre, de alimentarse de las sobras que lograba recuperar del basurero al que acudía religiosamente cada medianoche, lo había consumido. La decisión de terminar con sus días solo adelantaría la inevitable agonía de una muerte segura por inanición o deshidratación. ¿Qué más daría un suicidio o muerte natural? Tal vez la única diferencia estaría en el juicio de Dios que castigaría su decisión de quitarse la vida, pero hacía mucho que había dejado de creer en un Dios que mueve los hilos de la vida y ahora solo lo consideraba una energía creadora, pero indiferente de cuanto pasa en este mundo. Las medallas y crucifijos fueron los primeros objetos que desechó de su indumentaria. Su solo contacto con la piel le provocaba dolores insoportables en su conciencia.
Rápidamente Patricio Valdelomar, hijo de Rafael Valdelomar un potentado de la zona, vio pasar su vida de la opulencia a la indigencia. Todo por lo veleidoso del destino.
Como único hijo legal de su padre, lo esperaba una herencia pródiga y los lujos en que se desenvolvía su padre, que compensaba sus ausencias permanentes de la vida del joven, con dinero abundante. Su madre, lo crió con la ayuda de nanas e institutrices que lo educaron formalmente en las artes, las letras y las ciencias y a los 17 años ingresó a la Universidad de la Capital, donde se graduó con honores en medicina. Su retorno al pueblo fue celebrado como el regreso de un héroe. Patricio Valdelomar había nacido con el pie derecho y toda su vida era el sueño de cualquier mortal.
En la fiesta de recepción, Patricio aprovechó la oportunidad para presentar en sociedad a Lucía, su prometida. Una joven médico que conociera en la Universidad y que había logrado estudiar gracias a las becas del gobierno. Lucía era endiabladamente bella. Su cabello negro, largo y sedoso caía despreocupadamente sobre su espalda hasta cubrir la mitad de ésta. Sus cejas igualmente negras, tupidas y con un arco natural, servían de marco a unos ojos verde esmeralda, cálidos y penetrantes, capaces de derretir cualquier mirada que se encontrara en su camino. Sin embargo lo que más llamaba la atención en Lucía era una boca delineada, moldeada por unos labios que al hablar se movían con una cadencia lenta y segura que hipnotizaba. El tono de voz de la joven era tenue. Arrastraba las sílabas sin prisa, como masticando cada una de las palabras que utilizaría. Nada en su conversación tenía palabras de menos o de más. Cada frase era cuidadosamente elegida para hacer una composición rítmica y cautivante.
Patricio, ahogado en llanto mientas lanzaba la cuerda sobre la viga más gruesa del techo del galpón, recordaba las largas conversaciones telefónicas con sus padres contándole su vida al lado de Lucía y de la suerte con que lo premiaba una vez más la vida. El nudo de la cuerda cayó con el peso de un yunque, volviendo a las manos del joven. Una vez más sus manos temblaron al halar la cuerda y formar un aro perfecto. Patricio miró su camisa abierta hasta medio pecho, lo que dejaba al descubierto su torso velludo y de costillas salientes y afiladas. El triste espectáculo de su pecho disminuido por el hambre lo estremeció y se cerró los botones de su camisa. Ahora con la camisa cerrada, pudo ver claramente la mancha de sangre ennegrecida que la cubría y recordó con horror, los eventos de hace una semana en su fiesta de regreso al pueblo. Mientras aseguraba la cuerda a un paral del galpón dejando el nudo a la altura apropiada, Patricio sintió humedecer sus ojos. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Cómo cayó de las alturas del Olimpo en que se encontraba a los más bajos abismos de la desgracia? Su cara cubierta de una barba mal cuidada se enrojeció en una mezcla singular de pena e ira. De pena por el triste fin de su relación con Lucía y de ira contra su padre.
En la fiesta de celebración de su regreso triunfal, Lucía cautivó a su padre, tanto como lo había hecho con el hijo años antes. Dos horas de hablar suegro y nuera fueron suficientes para despertar en el hombre una pasión incontrolable y aprovechando la embriaguez de Patricio salieron de la casa hasta un invernadero cercano para vivir su amor. Patricio, alertado por su madre, tomó el arma del escritorio de su padre y corrió hasta el invernadero, abrió la puerta de una patada contundente y sorprendiendo a la pareja en su traición descargó las seis balas sobre el pecho de su padre, mientras Lucía lo observaba fijamente con sus ojos color esmeralda y lentamente movía sus labios emitiendo palabras que Patricio no alcanzaba a entender pero que contenían la cadencia única de la voz de la joven.
El efecto narcótico de las palabras de Lucía apaciguaron la ira del joven, quien volvió de su locura y al observar el cuerpo sin vida de su padre se abalanzó sobre él y lo