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El Cuervo
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Libro electrónico1116 páginas28 horas

El Cuervo

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Novela de intriga y suspenso ambientada en Inglaterra en las cercanías de la abadía de Westminster. Peter Cromwell, apodado El cuervo, muere víctima del odio hacia la familia por los actos de su abuelo Oliver Cromwell, Lord Protector de Inglaterra. Su muerte se da en forma violenta cuando acudía al entierro de su profesor y amigo Sir Isaac Newton, de quien aprendió del alquimismo y con quien compartió un secreto milenario, su amor por los acertijos y encriptaciones lo llevó a dejar trazada en la historia una ruta para obtener un tesoro anhelado por la humanidad desde los tiempos en que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso Terrenal.

En nuestros días, documentos que han estado en poder de los Cromwell, son robados de Francia por el Servicio Secreto Inglés, ante la amenaza directa que constituyen hacia la corona y la iglesia. Varios grupos organizados buscan con diversas motivaciones los dossiers, entre ellos la orden de los missionarii, un grupo de asesinos con una larga historia asociada a la iglesia católica, de cuya existencia, ni siquiera el papa Francisco puede estar seguro.

Un historiador y criptólogo se verá involucrado y tratará de resolver los enigmas que le plantea desde su tumba El cuervo.

IdiomaEspañol
EditorialCaesar Alazai
Fecha de lanzamiento2 jun 2017
ISBN9781370257829
El Cuervo
Autor

Caesar Alazai

Escritor, autor de obras como El Bokor, Un ángel habita en mí y El Cuervo.

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    El Cuervo - Caesar Alazai

    Novela de intriga y suspenso ambientada en Inglaterra en las cercanías de la abadía de Westminster. Peter Cromwell, apodado El cuervo, muere víctima del odio hacia la familia por los actos de su abuelo Oliver Cromwell, Lord Protector de Inglaterra. Su muerte se da en forma violenta cuando acudía al entierro de su profesor y amigo Sir Isaac Newton, de quien aprendió del alquimismo y con quien compartió un secreto milenario, su amor por los acertijos y encriptaciones lo llevóaron a dejar trazada en la historia una ruta para obtener un tesoro anhelado por la humanidad desde los tiempos en que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso Terrenal.

    En nuestros días, documentos que han estado en poder de los Cromwell, son robados de Francia por el Servicio Secreto Inglés, ante la amenaza directa que constituyen hacia la corona y la iglesia. Varios grupos organizados buscan con diversas motivaciones los dossiers, entre ellos la orden de los missionarii, un grupo de asesinos con una larga historia asociada a la iglesia católica, de cuya existencia, ni siquiera el papa Francisco puede estar seguro.

    Un historiador y criptólogo se verá involucrado y tratará de resolver los enigmas que le plantea desde su tumba El cuervo.

    El cuervo

    Caesar Alazai

    Junio 2017

    Autor: Caesar Alazai, junio 2017.

    Editor original: Caesar Alazai (v0.1)

    EPub base v2.1

    De todos los animales de la naturaleza, ninguno es tan enigmático como el cuervo.

    Las lustrosas alas del animal resplandecían al sol del ocaso con una tonalidad azulada. Parado sobre el buzón de correos, miraba fijamente la mansión a la espera de algo que solo él sabía que ocurriría en unos pocos segundos. Ni siquiera se inmutó cuando sonó el disparo de la escopeta, solo el negro de su ojo pareció hacerse aún más oscuro, como si se tratara de una laja que cayera sobre una tumba. Su párpado se cerró por un instante bajando el telón de aquella obra de un solo acto.

    Prólogo

    ¡Eran más negros que las alas del cuervo de medianoche! Edgar Allan Poe.

    La abadía de Westminster se hallaba abarrotada aquella fría tarde donde la niebla era tan densa que parecía posible cortarla con un cuchillo. El 31 de marzo de 1727 sería recordado por toda la humanidad como el día de la muerte del mayor genio de la historia, Sir Isaac Newton, el científico que junto con Nicolás Copérnico emergían como los más grandes baluartes de la ciencia y la razón. Sus estudios habían cambiado la manera de ver el mundo y el haber descifrado los cálculos que rigen el universo mismo, solo podía haber sido inspirado por Dios, lo que para muchos lo igualaba con grandes figuras de la Iglesia Anglicana, como especies de santos, cruzados en la lucha de la verdad sobre las sombras en que sumía al mundo la iglesia romana, liderada por un papa desprestigiado por las ignominias de 1700 años de faltar a la verdad.

    La densa niebla impedía ver mucho más allá de los caballos que empujaban el carruaje que luchaba por abrirse paso para llegar a la abadía, María bostezó molesta mientras el pequeño Eric miraba por la ventana sin perder detalle de cuanto pasaba afuera de aquel ambiente controlado que siempre había sido su vida.

    westminster

    Peter Cromwell, parecía no poner atención a ninguno de los dos, sus pensamientos estaban centrados en la tragedia de Oliver, su antepasado que fuera enterrado en esta misma abadía tres cuartos de siglo atrás para luego ser exhumado y ejecutado de manera póstuma por sus detractores. Su cuerpo había sido colgado por cadenas y arrojado a una fosa común, mientras que su cabeza decapitada era exhibida en picas en el mismo lugar donde yacía, para luego pasar de mano en mano hasta que fuera sepultada en su vieja escuela de Sídney Sussex College. Una humillación para un gran hombre cuyo pecado había sido no estar en el lado correcto de la balanza en aquella época de imbéciles.

    Peter cargaba con el peso del apellido y había decidido autoexiliarse a Francia, donde su familia pudiera llevar una vida menos propensa a los accidentes. Solo la muerte de Sir Isaac, de quien fue estudiante aventajado, lo había logrado hacer volver a aquella patria infame que se ensañó con su abuelo, el Lord Protector más brillante y eficaz que había existido.

    El carruaje se detuvo aún lejos de la entrada a la abadía y Peter decidió que llegarían más deprisa caminando aquellos metros que esperando a que el tumulto de gente abriera espacio. Al salir, su bota se hundió en el fango y lanzó una maldición en voz baja al clima de aquel lugar. Todo era tal y como lo recordaba días antes de abandonar Inglaterra y abrazar a Francia como su nueva patria, honores para otros y el fango de la vergüenza para sí y su familia. María lo miró y prefirió guardar silencio mientras hacía descender a Eric con mayor cuidado, apoyándose en las piedras que circundaban el camino.

    El trayecto a pie era lento, pero al menos el avance se dejaba ver. En las afueras de la abadía la muchedumbre era mayor aún y solo las autoridades podían moverse libremente sin tropezar unas con otras. María suspiró cansada mientras emprendía un ligero ascenso y pensó en que debió elegir unos zapatos más acordes con el agreste camino.

    María era una mujer hermosa, de largos cabellos rubios que le caían ensortijados hasta la cintura, de una delgadez extrema y una piel nívea que solo el maquillaje impedía que fuera igualada con una aparición. Aún sus labios, aunque carnosos, lucían un rosa tan tenue que podía pensarse que no corría sangre por ellos sino agua. Peter, por su parte, era de contextura media y de huesos gruesos, sus facciones eran muy parecidas a las de Oliver, con una nariz prominente y una calvicie incipiente que le hacía aparentar más de los treinta y cinco años que contaba. Una cicatriz en forma de M abierta le resaltaba en la frente; se la había producido un fanático monárquico contrario a su abuelo en Francia al darse cuenta de su procedencia. La M extendida asemejaba las alas de un ave al volar, por esta razón en corrillos se le conocía como El Cuervo.

    El ser un hijo no legítimo no lo había salvado de la agresión. El apellido de Peter en realidad no era Cromwell, pero días antes de morir su padre, Richard, hacía ya quince años, le había pedido que lo llevara con orgullo e hiciera lo posible por limpiar todas las dudas que pesaban sobre su apellido y, de ser posible, que se vengara de quienes habían pisoteado el nombre de su abuelo.

    Al funeral había llegado la más variopinta delegación de ingleses y muchas personalidades del exterior, todos ellos admiradores del científico que a sus ochenta y cuatro años había dejado este mundo para fundirse con el universo, quizá siguiendo una de sus leyes o tan solo dejándose guiar por los ángeles que de seguro saldrían a su encuentro.

    Isaac, el hombre, era un tipo afable y un perfecto caballero inglés, además de un excelente profesor quien nunca tuvo reparos en compartir su conocimiento aún con familias venidas a menos como la de Peter. El cuervo lo había conocido en Francia y se cuidó de no decirle su procedencia como si ser descendiente de Oliver fuera un delito o le proveyera de una marca ignominiosa de la cual sentirse avergonzado. No fue sino muchos años después que supo que Sir Isaac estuvo consciente de su procedencia desde un inicio y aquello no le importó para tratarlo como a uno más del grupo de estudiantes que querían obtener algo del conocimiento de aquel hombre ya entrado en años.

    El cielo seguía encapotándose y unas gotas gruesas comenzaron a derramarse desde el cielo. Pronto una tormenta eléctrica iluminaba el cielo sobre la abadía y él continuaba con sus maldiciones en voz baja para Inglaterra y aquel aciago día. Una mujer que caminaba a su lado, unos metros delante de María y Eric, pareció reconocer en él la estirpe de los Cromwell e intentó entablar conversación. Sus aseveraciones de que era descendiente del regicida no le sentaron bien a Peter que intentó apurar el paso por sobre las piedras resbaladizas. La voz de la mujer comenzó a tronar más aún que el cielo que para entonces despedía un torrencial aguacero. La muchedumbre se detuvo a escuchar a la mujer que maldecía a Peter y a toda la descendencia de Oliver Cromwell con una sentencia atroz: los Cromwell parirán regicidas y serán los responsables del fin del reinado en Inglaterra.

    Los murmullos se hicieron más evidentes y una masa de pueblerinos rodeó a Peter que en vano intentaba salirse de aquel encierro. El Cuervo cayó de espaldas en un charco de agua y la multitud lo rodeo amenazante. María intuyó el peligro en que se encontraba su esposo y apretó fuerte la mano de Eric, que sintió en aquel agarre un dolor punzante. Aunque su corazón le pedía caminar hasta su esposo, su mente le indicaba que debía ser primero madre y dejó que la muchedumbre caminara a su alrededor en busca de su marido que ya era pisoteado por la chusma enardecida.

    Un grito ahogado le dejó saber que los días de Peter habían terminado y pronto vio la cabeza del Cuervo sobre una pica, como muchos años atrás estuviera la de Oliver Cromwell.

    Capítulo I

    Las negras alas del cuervo baten el aire al remontar el vuelo.

    La soleada California, para Thomas Cummings, resultaba un paraíso comparado con el frío y la humedad que debería soportar en Londres durante los próximos días. Si algo no le gustaba de su labor de investigador del museo era precisamente la necesidad ocasional de trasladarse a Inglaterra a realizar trabajo de campo, sobre todo en invierno, aunque el mismo significara hundirse en bibliotecas como lo hacía habitualmente en Los Ángeles. Su fama de experto en códigos lo había llevado a muchos sitios, pero Europa era su preferido, dada su afición por la historia de la Iglesia Romana y en particular por el rompimiento que dio paso al protestantismo. Era un verdadero conocedor de la corriente religiosa que fundara el alemán Martín Lutero en el siglo XVI, raíz de las tradiciones luterana, calvinista, anabaptista y la anglicana. Todas estas defendían la igualdad de todos los miembros de la Iglesia y proclamaban que la salvación no dependía de las obras sino de la fe y además consideraba la Biblia como única fuente de todas las enseñanzas, lo que se conoce como sola scriptura, mientras que los católicos veían, incluso en la autoridad del papa, materia de fe en sus encíclicas, ya que lo consideraban un vicario de Cristo y por ende infalible, aspecto que a Tom le parecía ridículo. Para los protestantes por su parte, ningún ser humano era infalible y posiblemente el papa menos que ningún otro. Tom era feliz escudriñando las diferencias entre ambas corrientes cristianas y si bien no era un creyente, sí poseía un conocimiento destacable de la historia de ambas facciones, así era Tom, cuando algo lo tocaba en su fuero interno, se hundía en el estudio hasta darle fin.

    Tom era un adulto con una mezcla de edades en su desarrollo físico y psicológico. Físicamente estaba envejecido prematuramente, mostraba una piel acartonada y surcada de arrugas inexplicables para alguien de su edad, sobre todo tomando en consideración que desde niño se había interesado por la historia como materia de estudio, no como protagonista de la misma, era, por decirlo de algún modo, lo que los americanos llaman un John Doe, un auténtico desconocido, protegido tras las bambalinas de un trabajo de escritorio de doce horas al día que le permitía llevar una vida cómoda, aunque sin mayores lujos. De alguna manera parecía que su trabajo con objetos de larga data le había curtido la piel y que su rostro hubiese tomado la textura de los papiros y el color de papeles guardados por centurias.

    En lo que respectaba a su edad psicológica, Tom era un niño atrapado en el cuerpo de un hombre. Hijo único de una madre soltera, supo lo que era el afecto exclusivo y los cuidados extremos de su madre hasta bien entrados los treinta años, factor que influyó en un despertar tardío a la pubertad y a un exceso de celo a la hora de buscar acompañantes femeninas. Todas ellas mostraban falencias importantes a la hora de compararlas con su madre, aunque ésta, a ojos de cualquiera que no fuera su hijo, era poco más que una mujer vulgar que aún vivía los años hippies de Woodstock.

    No era raro en Tom el mostrarse berrinchoso cuando las cosas no salían como esperaba y para su mayor disgusto, raras veces estaba satisfecho con el discurrir de las cosas. La única persona que lo entendía bien era un familiar tan político como lejano, un agente del FBI llamado Bastien Leduc que destacaba por su inteligencia y quizá, gracias a ésta, no le resultaba imposible relacionarse un par de semanas al año con Tom, cuando iba a pasar sus vacaciones a la Costa Oeste. Ante la escasa familia de Tom, este disfrutaba presentándolo como su primo.

    Bastien y su esposa habían estado en California las últimas semanas y recién habían partido hacia Washington con su pequeño hijo Isaac. Nunca se alojaban con Tom a pesar de su insistencia, decían que no querían molestarlo, pero lo más cercano a la verdad era que no querían que el pequeño Isaac tuviera mucho contacto con los trastornos obsesivos compulsivos de Tom o quizá para no tener que oírlo hablando por horas sobre su trabajo del momento.

    Cuando Tom recibió la notificación de su nuevo encargo, no había tenido tiempo de presumir ante el avezado agente que solía dejarlo boquiabierto con su trabajo como director de la Unidad de Análisis Conductual. Tendría que esperar uno o dos días para hablar con él y se privaría del placer de verlo cara a cara cuando le contara sobre su trabajo con los Cromwell y los puritanos que sabía despertaría el interés de Bastien, sobre todo cuando le contara que se trataba de unos documentos encontrados en su querida Francia. Deseoso de crear un clima de expectación lo llamó a su apartamento con la seguridad de que no habrían llegado aún, se limitó a dejar un mensaje escueto sobre su viaje a Londres para hacer algo realmente importante y dejarle el número de vuelo con la promesa de llamarlos a su arribo a Londres.

    La asignación había llegado con un tiquete de avión en primera clase, cosa que agradecía debido a las catorce horas estimadas de vuelo entre LAX y Heathrow. Saldría aquella misma noche, lo que le dejaba apenas tiempo para preparar una maleta y dejar a sus mascotas con el veterinario que se encargaba siempre de cuidarlos cuando él viajaba.

    No había boleto de regreso y en su conversación con el director del museo tampoco se había indicado el tiempo que permanecería lejos de su hábitat natural, aunque presumía que, si se trataba de ver un puñado de documentos, no debería tardar demasiado.

    Su visita a Inglaterra esta vez lo llevaría a la Abadía de Westminster y para él, ésta no era desde hacía años un sitio de interés turístico, la habría visitado al menos diez veces en los últimos ocho años y a pesar del alto contenido histórico de la misma, le parecía empalagosa con su estilo gótico adoptado en la reconstrucción que llevó desde el siglo XIII a principios del siglo XVI, luego de que Eduardo El Confesor la fundara de estilo románico como una forma de pagar un peregrinaje prometido que nunca llegó a hacer.

    La construcción de la abadía, donde luego fueran coronados y enterrados múltiples reyes hasta la actualidad, fue idea del papa, que vio en aquella falta del rey una oportunidad de sacar partido para la Iglesia. La abadía era rica en historia, soportó el asedio de Enrique VIII gracias a los contactos con la realeza y luego, cuando fuera atacada por los puritanos, volvió a salir airosa gracias a los contactos con el Estado. Parecía que, como una bendición de Dios, siempre había de tener algún aliado de importancia cuando era necesario.

    En esta misma abadía estuvo enterrado por espacio de tres años Oliver Cromwell, Lord Protector del Estado, hasta que en 1661 fuera exhumado por órdenes de Carlos II, heredero de Carlos, el primero de su nombre, el rey depuesto luego de la guerra civil y que fuera ejecutado en 1649 dando paso al breve periodo republicano dominado por los puritanos de Oliver y su hijo Richard.

    Para Tom la Abadía fue, en su primera visita, un sitio de gran interés gracias a unas gotas de sangre de los Cromwell que según su madre corría por sus venas. Como historiador había podido seguir la pista apenas un par de generaciones ya que si algo tenían las mujeres de su familia era un delicado gusto por los granujas, la mayoría de ellas habían sido madres solteras y alguna incluso criada en un orfanato con lo que la sangre de los Cromwell en sus venas era posiblemente un invento de su madre, pero la mujer lo decía con tal convicción que, a pesar de las nebulosas producto de relaciones dudosas de sus antepasados, Tom estaba bastante seguro de que su relación con los puritanos era real y no una fantasía de su madre.

    El trabajo de Tom en Londres no estaría relacionado con la abadía propiamente, sino con un puñado de documentos que fueran encontrados en Francia, en el sótano de una vieja edificación donde se suponía había habitado parte de la familia Cromwell en la época en que fueron perseguidos por considerarlos regicidas en perjuicio de Carlos I. Los documentos de más de trescientos cincuenta años de antigüedad daban cuenta, según la leyenda, de hechos de diversa índole que, de ser ciertos, afectaría a varias instituciones inglesas, entre ellas a la Iglesia y por supuesto a la realeza, una combinación explosiva de no tratarse apropiadamente.

    Tom sintió un sobresalto cuando se enteró de que había sido designado para verificar algunos datos contenidos en los documentos por un pedido expreso de un alto miembro del gabinete británico que prefirió el anonimato por el revuelo en medios políticos, o por lo que daban en llamar una desavenencia con el gobierno francés por la forma en que los documentos llegaron a Londres, Tom sabía que era tan solo una forma elegante de llamar al robo que hicieron miembros del Servicio Secreto Británico en tierras galas.

    En vano preguntó a su superior si el tener algún antepasado Cromwell había influenciado su designación o si todo era obra del azar, lo único que sí tenía claro era que el asunto era urgente y que, por una u otra razón, el gobierno británico no se fiaba de sus historiadores y habían preferido acudir a un americano. Por muy codificados que dijeran que estaban los documentos, que acudieran a él, le había sorprendido. Después de pensárselo mejor llegó a la conclusión de que a nadie le importaba que fuera descendiente de Oliver, a él mismo le había dejado de importar, no era, por así decirlo, algo que pudiera hacerlo sentirse orgulloso y tampoco algo a lo que pudiera sacarle partido, Oliver Cromwell y los puritanos para muchos, tenían un sitio en la historia muy similar al de Judas Iscariote, Adolfo Hitler o Atila el huno.

    La vieja maleta estuvo lista en un abrir y cerrar de ojos, sabía de memoria lo que necesitaría: ropa para cuatro días (al cuarto reciclaría), una tablet, audífonos y artículos de aseo personal, así como el infaltable estuche con sus instrumentos de trabajo que incluía pinzas, una lupa y un paño de terciopelo negro donde solía acomodar los documentos importantes en el ritual previo a la lectura.

    Luka, su labrador, lo miraba con atención en aquella rutina que ya también conocía muy bien, su amo era previsible en extremo, antes de llevarlo a la veterinaria junto a la tortuga, volvería a sacar todo para revisar que nada se hubiera quedado olvidado. Finalmente, todo estuvo preparado, llegar al aeropuerto, luego de dejar a sus mascotas, le tomaría un par de horas, tres si el tránsito no ayudaba. Miró el reloj y eran las siete menos cuarto, la hora establecida para salir, recorrió una última vez la casa cerrando por tercera vez puertas y ventanas, revisando las conexiones eléctricas y del gas y se dispuso a salir. Un repiqueteo del teléfono lo hizo bufar, el ritual había sido interrumpido. Miró el identificador de llamadas y reconoció el número de Matías, el director del Museo, de seguro con alguna última instrucción innecesaria. Decidió no atenderlo y de paso apagar el móvil para evitar la consecuente llamada, se quedó estático unos segundos, recuperando la rutina perdida, volvió a hacer la revisión de la casa y se marchó.

    El camino al aeropuerto fue lento gracias a los embotellamientos de tránsito, después de casi las tres horas previstas el taxista llegó a la terminal y con desgano tomó la escasa propina que Tom le dejara para redondear el pago. Dejó que él mismo tomara la desgastada maleta y no se quedó a escuchar el rechinido de las ruedillas al frotarse cansadamente sobre el cemento, mientras el historiador caminaba hasta el mostrador de la aerolínea. Tom miró un letrero para clientes de primera clase y se sonrió satisfecho, no había nadie delante de él para el registro de la maleta y la obtención del pase de abordaje, parecía estar teniendo mucha suerte, sobre todo porque había logrado ganarles el puesto a dos hombres y una mujer que se situaron justo detrás de él.

    El acento del grupo era evidentemente británico, al menos los de los dos hombres que hablaban en un tono normal, el de la mujer le dejaba dudas ya que hablaba entre dientes y en un tono muy bajo, casi murmurando. Tom de inmediato la pasó por su escáner de detección de defectos: muy alta, caderas afiladas y escurridas, cabello demasiado corto y cejas con una curvatura demasiado irreal, por lo demás la mujer era bastante aceptable.

    En menos de diez minutos había realizado los trámites de registro de su maleta, dejándose consigo únicamente su inseparable ordenador y una gabardina beige que siempre lo acompañaba en sus viajes a Inglaterra. El gate indicado no estaba lejos y le quedaban al menos sesenta minutos para el abordaje del avión de British Airways, así que decidió sentarse en una cafetería y degustar un latte con unas pastas que le permitieran no necesitar la cena del avión y poder dormir un buen trecho del viaje. La joven de la cafetería lo atendió de maravilla, ofreciéndole un café de Costa Rica de tueste claro y muy aromático, cuyos granos molieron ante su vista. Miró el paquete y no tuvo reparos en apuntar la marca del café: Tarrazú, café de altura, garabateó en su block de notas y subrayó con dos trazos muy fuertes como solía hacer cuando algo de verdad le entusiasmaba.

    Ya con el café y las pastas a cuestas buscó un sitio donde sentarse y descubrió una mesa para dos en un extremo. Desocupadas no había más que esta y una para cuatro personas y fiel a su estilo de lobo solitario, prefirió sentarse en la más pequeña y con menor probabilidad de tener que compartirla. No bien se había sentado vio a los dos hombres y a la mujer del mostrador de registro que también hacían fila para pagar su café, precedidos de una pareja romántica, posiblemente en viaje de luna de miel. Repasó con la mirada el establecimiento y solo quedaban los cinco espacios vacíos, cinco espacios para cinco personas haciendo fila, la pareja de recién casados se sentaría en la mesa para cuatro, lo que dejaría dos espacios en ésta y el espacio al frente suyo para los dos hombres y la chica. Sin duda uno de los dos sujetos se sentaría junto a él. El primero era el más bajo de los dos y aún así le sacaba al menos toda la rubia cabeza y con toda seguridad unas cincuenta libras de músculo. El segundo, el más alto de los dos, era una verdadera muralla, fácilmente superaría los dos metros y las trescientas libras de peso. Era un moreno de cabello ensortijado, muy posiblemente mulato. Los vestidos que llevaban eran discretos rayando en lo clásico, muy a diferencia suya que llevaba unos vaqueros desteñidos, zapatillas deportivas de color negro y una camisa polo blanca.

    La mujer que los acompañaba, vestía un traje formal, de diseñador, que de alguna forma contrastaba con su personalidad. Desde la primera vez que la vio no había dejado de hablar en susurros y de paso mostrarse demasiado física para su gusto, no paraba de sujetar a los hombres por los brazos y acercarse para hablarles al oído. En medio de este segundo escaneo que le hacía, sus ojos se enlazaron y Tom no pudo sostenerle la mirada, podría jurar que la mujer se sonrió con él, aunque no sabría decir si antes o después de notar su nerviosismo y por ende tampoco estaba claro si se trataba de una sonrisa amable o una risa de cachondeo.

    Pasaron unos segundos para escuchar su voz, un poco más alto de lo acostumbrado, solicitándole permiso para sentarse en la misma mesa. Contrario a lo que le indicaba la lógica, los dos hombres se habían sentado junto a la pareja de recién casados y era la mujer la que buscaba su compañía. Torpemente se puso de pie y estuvo a punto de derramar su café, antes de aceptar compartir la mesa. La chica volvió a sonreírle y se sintió el hombre más torpe del mundo.

    —Disculpe usted mi torpeza, no esperaba tener visita. Me ha tomado usted por sorpresa.

    —Lo siento, no era mi intención, solo quería tomar un café lo más lejos posible de aquellos dos —dijo mientras con la barbilla señalaba a sus dos compañeros— ya pasar con ellos todo el vuelo a Londres es suficiente. Por eso ni siquiera he aprovechado los beneficios de tener boleto VIP.

    Hasta ese momento Tom se percató de que había desaprovechado la oportunidad de obtener un nuevo beneficio de su pasaje de primera clase.

    —¿Viaja también a Londres?

    —Si, por motivos de trabajo. Debo estar por allá algunos días. ¿Y qué hay de usted, señorita…?

    —Helga, Tom, llámeme Helga y por favor deje las formalidades.

    —¿Conoce usted mi nombre? —dijo con un asomo de incredulidad y sorpresa.

    —La verdad es que soy psíquica, a eso me dedico —Helga dejó pasar un par de segundos y luego soltó una carcajada— No creas todo lo que te dicen, hombre. Acabo de leerlo en el boleto que pusiste sobre la mesa. De psíquica tengo bien poco. Me dedico a asesorar en temas de imagen y también voy a Londres por motivos de trabajo, los días que esté por allá no dependen enteramente de mí, sino más bien del tipo que voy a asesorar, pero bueno, es algo a lo que estoy acostumbrada.

    —¿Alguien importante?

    —Puede pagar mis honorarios y me envía a dos guardaespaldas para que me acompañen, así que, dímelo tú.

    —Nadie diría que lo son, con esa pinta su oficio es el secreto mejor guardado —dijo Tom ensayando una sonrisa que dejara ver que se trataba de ironía.

    Helga volvió a reír y a Tom le sorprendió el poder establecer una conversación animada con una mujer que apenas conocía. Vista cara a cara, Helga era más bella de lo que había mostrado el primer y segundo escaneo, quizá demasiado maquillada para su gusto y con las cejas demasiado delineadas, pero siendo asesora de imagen era algo que podía entender bien, sus ojos eran de un verde espectacular y su cabello claro con un corte algo varonil pero que le sentaba muy bien.

    —Puede estar segura de que un hombre como yo no te pedirá tus servicios, quizá sea la persona más alejada a un cliente potencial que haya en este viaje.

    —Eso me parece fantástico, tampoco quería pasar hablando de trabajo durante catorce horas. No tienes idea de la cantidad de personas que quieren consejos gratis aprovechando que estoy cautiva en el asiento de al lado.

    —A mí no me sucede igual, al parecer a nadie le gusta hablar de historia y menos en un vuelo tan largo.

    —Entonces eres historiador, me parece muy interesante, podría hablar de eso…

    —¿Para ahorrarte las píldoras para dormir?

    Helga sonrió mostrándole unos dientes perfectamente blancos y alineados, entre más la veía menos obvios le parecían los defectos de la primera escaneada. No podía ser más diferente a su madre, pero era una mujer cautivadora.

    Por varios minutos siguieron conversando trivialidades y casi sin darse cuenta el local se había abarrotado y ellos dos eran mirados con desaprobación por las personas que no encontraban un sitio donde sentarse. Los dos guardaespaldas y la pareja de recién casados ya no estaban en su mesa y su lugar lo ocupaban dos rabinos y dos jóvenes parlanchines con sus mochilas a la espalda.

    —Creo que será mejor levantarnos —dijo Helga— o nos correrán por la fuerza, además, falta poco para que inicie el abordaje.

    —Sí, pienso lo mismo, la verdad el tiempo se me ha pasado muy rápido en tu presencia. Quizá nos podamos ver luego.

    —Estoy segura de que sí, si algo tienen los aviones es que es muy difícil perderse en ellos. Mire a mis dos gorilas, por más que quiero que se desaparezcan, no dejan de mirarme y eso me pone un poco incómoda. La verdad espero tener la suerte que tuve en el café, me refiero a poder dejarlos juntos en una mesa y sentarme al lado de todo un caballero.

    —¿Qué número de asiento tiene, Helga?

    —Creo que justo el correcto, señor Cummings.

    —¿Cómo sabe…? El tiquete claro, el tiquete –dijo cerciorándose de que lo llevaba en la bolsa. Es usted muy observadora.

    —Pensé que habías pasado ya la etapa de hablarnos de usted, pero bueno, quizá haya sido muy maleducada.

    —No, no. No es eso, es solo que me cuesta un poco intimar con la gente, pero por mi está bien eso de la confianza.

    —En cuanto a que soy observadora, yo diría más bien que soy una curiosa, aunque no llego a los pies de alguien que vive de los secretos de quienes vivieron y murieron hace muchos años. Espero que hablemos de nuevo muy pronto, Tom.

    Tom la siguió con la mirada hasta que la vio reunirse con los guardaespaldas. No tenía idea de para qué podría requerir una asesora de imagen de dos sujetos como aquellos que intimidaban con solo verlos y esperaba no tener que descubrirlo.

    Una voz conocida le retumbó en los oídos y al volver la cara vio a Matías, el director del Museo, acercándose mientras halaba una maleta pequeña. El director había decidido acompañarlo y eso no le gustaba nada, solo esperaba que no tuviera el asiento de al lado en el vuelo, había comenzado a ilusionarse con la posibilidad de que Helga fuera su compañera y ahora el motivo de desearlo era doble, Matías era un hombre agradable por un tiempo límite de treinta minutos, luego de eso era insoportable con sus historias sobre la historia, toda una vida dedicado a los museos lo había convertido en otra pieza digna de uno de ellos, si alguien podía ser más aburrido que Tom en aquel avión, Matías era el hombre. Tom lo saludó con respeto y soportó con paciencia las quejas de su jefe por no haber respondido a sus mensajes y por tener el teléfono apagado. De poco le valieron sus excusas y al final tuvo que aceptar que Matías tenía razón y luego de la agradable charla con Helga, soportó a su jefe por veinte minutos como expiación a sus pecados.

    —En unos segundos iniciaremos el abordaje con los clientes de Primera Clase— anunció el altavoz, liberando a Tom del castigo.

    Capítulo II

    Nunca perdió más tiempo el águila que cuando escuchó los consejos del cuervo. William Blake.

    Londres, en las cercanías de la abadía de Westminster.

    Eminencia, las cosas han transcurrido como lo habíamos anticipado, el americano se encuentra de camino y en unas cuantas horas estará en Londres. Como lo solicitó, hemos puesto a nuestra gente en el mismo avión y esperamos obtener alguna información previa a su llegada. Es probable que los puritanos hayan hecho lo mismo, así que es preciso actuar con discreción.

    —Hay mucho en juego, si hemos acudido a su hermandad no es solo porque están directamente implicados y tienen tanto que perder como nosotros, es porque el asunto es delicado y necesitamos a los mejores. No es momento de dudas.

    El cardenal era un hombre duro, con sesenta años encima se mantenía en perfecta forma física. Era respetado en la Iglesia y aunque no había estado entre los papables en la última elección, todos le reconocían un liderazgo innegable, aunque su pensamiento y fuerte carácter le había acarreado problemas con al menos veinte cardenales del colegio. De barba encanecida y perfectamente recortada y una nariz aguileña en medio de dos ojos pequeños pero penetrantes como taladros cuando así lo deseaba, su fenotipo era árabe más que cristiano, belicoso, dominante y terco había sido indomable para los tres últimos papas. A Karol Wojtyla lo consideraba un viejo que se negaba a morir para dejar el sitio a alguien con la fortaleza que la Iglesia requería. A Ratzinger consideraba que pudo haberlo formado y llevado a ser quien se necesitaba, pero el alemán había dado un paso al costado demasiado pronto y respecto a Jorge Mario Bergoglio, ni siquiera lo consideraba papa, para él no era más que un advenedizo que estuvo en el momento adecuado en el sitio preciso.

    —No tiene de qué preocuparse, ya en otras ocasiones hemos hecho estos trabajos para la Santa Madre Iglesia y nunca, en mil años de relaciones, hemos tenido problemas. No veo por qué este pequeño inconveniente que tienen tenga que ser diferente.

    —Como usted lo ha dicho, los puritanos están involucrados, eso ha cambiado las cosas, siguen teniendo el poder y el conocimiento suficiente para hacernos problemas. El que hayan aparecido esos documentos en Francia es más que un pequeño inconveniente, no es un asunto trivial o de poca monta. Los Cromwell siempre fueron una espina en el trasero y su legado llega hasta nuestros días.

    —Ya una vez nos deshicimos de Oliver y Richard, también el Cuervo obtuvo su merecido, no muy lejos de aquí.

    —Haberlo matado sin recuperar los documentos no fue una movida inteligente, casi trescientos años después vuelven a estar presentes y eso no augura nada bueno para la Iglesia. Esperaba que nunca tuviéramos que volver a saber de ellos.

    —¿Está el santo papa enterado de la situación?

    —Si te refieres a Bergoglio, no.

    —Olvidaba que para usted Ratzinger sigue siendo el papa. El nazi la hizo buena renunciando en medio de todo este desorden. Hasta que no sepamos cómo manejar a Francisco será preciso andarse con cuidado y eso no favorece nuestras operaciones en Roma.

    —Tenía sus motivos y no voy a cuestionar o permitir que usted lo cuestione, no creo que deba recordarle de dónde sale una importante cantidad del financiamiento de sus actividades. Olvídese usted de los problemas en Roma y céntrese en Inglaterra, ya habrá tiempo para definir nuestro camino en Italia.

    —Con Albino Luciani no se lo pensaron tanto, treinta y tres días fueron suficientes para saber que iba a ser ingobernable y que era preciso una solución definitiva.

    —Espero que no tengamos que llegar a esas medidas nuevamente, sea como sea, Bergoglio ocupa el trono de San Pedro y no es la idea de nadie andar cambiando de papa cada vez que los cardenales se equivoquen en la elección. Por si no lo ha notado, las teorías conspiratorias abundan y con las redes sociales cualquier error puede ser el fin.

    —Esperemos que Dios tenga mejor tino a la hora de inspirarlos la próxima vez. Con Wojtyla tuvimos suerte, el polaco estaba más interesado en sus viajes de evangelización que en tomar el control político del Vaticano, eso nos dejó mucho espacio para nuestras operaciones. Con la llegada de Ratzinger esperábamos correr la misma suerte y ya ve, Eminencia, lo que sucede cuando se dejan las cosas en las manos de Dios.

    —Por eso es importante que nos encarguemos de borrar sus renglones torcidos, lo hemos hecho por dos mil años y lo seguiremos haciendo cueste lo que cueste. La eliminación de los disidentes es algo que no puede obviarse en una organización que ha sobrevivido más que cualquier imperio. Dos milenios de estar en el negocio de la fe y prevalecer hablan muy bien de nuestra forma de hacer las cosas. Algunos baches como es lógico hemos tenido que enfrentar y la renuncia de Ratzinger no ha sido ni será la peor de las situaciones.

    —Curiosamente han sido dos alemanes quienes nos han dado los dolores de cabeza, me refiero a Martín Lutero y su movimiento subversivo. De haber sido León X, no me habría bastado con llamarlo borracho trasnochado y esperar a que la situación se arreglara sola, debió haberlo hecho quemar en la hoguera al igual que su predecesor Juan Huss, el maldito checo que al igual que Lutero se oponía a la venta de indulgencias.

    ¿Cree usted que ambos estén en el purgatorio? —dijo el hombre con una risa burlona.

    —Por mí, pueden estar en el infierno hasta que se congele. Ese par nunca creyó en el Purgatorio y pregonó que era un invento de la Iglesia en Roma.

    —Lo cual es evidentemente cierto, Eminencia.

    —Un excelente mercado para una Iglesia que requería fondos, o ¿cree usted que la venta de reliquias y cardenales era suficiente para costear las guerras? No, mi querido Ahmad, las cosas cambian y aunque la fe de muchos siga intacta, en estos tiempos no podríamos andar vendiendo trozos de santos.

    —Cada día nace un imbécil, afortunadamente. Concuerdo en que hoy en día sería muy difícil vender reliquias o al menos los disparates que se vendían como tales, por eso hemos debido evolucionar. ¿Adónde llegaríamos ofreciendo astillas de la Vera Cruz o los dientes de leche de Nuestro Señor, por no hablar de suspiros de María, embotellados o lágrimas de la Magdalena frente a la cruz convertidas en perlas?

    —Todo producto tiene su ciclo, de ahí que necesitáramos tantos santos y mártires, las astillas de la cruz ya alcanzaban para llenar una catedral y no se diga de las espinas de la corona que alcanzaban para todo el anillo de Saturno. A cada pueblo un mártir a quien pedirle gracias y por supuesto las necesarias ofrendas para vestir al santo, como si fuera a pasar frío esté donde esté, y cuando los santos eran insuficientes, no dejaban más camino que las guerras.

    —Los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, inventaron el negocio bancario y fue así como los caballeros del temple subsistieron y fueron determinantes en las cruzadas con las que se recuperó Jerusalén. Desde que a alguien se le ocurrió vender las piedras con que fue lapidado San Esteban, se abrió un portillo y un nuevo camino para la fe, pero la Iglesia ha sido creativa y ha sabido reinventarse, en eso debo estar totalmente de acuerdo, la Iglesia ha sido un chupasangre muy eficaz.

    —Le recuerdo que la Orden de los Missionarii también sacaron su tajada y de alguna forma lo siguen haciendo gracias a los pagos de la Iglesia por sus misiones especiales. Fueron ustedes quienes le hablaron al oído a Pio XII para que supiera conducirse durante la Segunda Guerra Mundial, mientras eran participes del saqueo nazi. Una Iglesia diplomática, recuerdo que fueron sus consejos.

    —No creo que me haya escuchado quejarme, Eminencia, solo digo que han sabido ser astutos a través de dos mil años y que aún hoy, con tanta ciencia y conocimiento avanzado, siguen teniendo un impacto importante en el mundo. Lamentablemente, es cada vez menor nuestra cuota en Europa y si no fuera por el Nuevo Mundo y África, las cosas estarían realmente mal.

    —Siempre hemos sido la Iglesia de los pobres.

    —Y también de los ignorantes, Eminencia.

    —Bueno, basta de plática estéril. Hábleme de Thomas Cummings. ¿Debe preocuparme el americano?

    —Es un hombre instruido, con conocimientos suficientes para hacernos daño. No es alguien relevante ni con impacto mediático, de hecho, de ser yo uno de los puritanos, lo presentaría con una bolsa en la cara, pero la información que puede obtener de los dossiers es significativa si en verdad es un experto en códigos de la época. Realmente aún no sabemos qué es precisamente lo que contienen los documentos robados en Francia, nadie sabe de los mismos como no sea por cartas de Eric Cromwell donde los mencionaba como una forma de limpiar el apellido de su padre, a quien llamaban El Cuervo.

    —Buen nombre para un ave de rapiña como ese puritano. ¿Sabe usted porque le llamaban el Cuervo a Peter Cromwell?

    —Nadie tiene claro tampoco porque le llamaban así, Eminencia. Algunos dicen que se debe a una mancha de nacimiento sobre la palma de su mano, con una forma muy similar a un cuervo volando, otros a una cicatriz en la frente con la misma forma y la más creíble, claro, que se debe a un seudónimo que usaba para hacer escritos herejes en contra, por supuesto, de la Iglesia Católica a la que siempre se refirió como la Gran Ramera de Babilonia. Algunos escritos con esta firma están en nuestras manos o en el Archivo Vaticano y dan cuenta de algunos secretos, todos ellos trapos sucios sin mucho valor actual pero que en su momento eran de palpitante actualidad y que pudieron hacer daño, sobre todo en época de la crisis de la fe. Pero por lo que sé, nada se compara con lo que tienen estos dossiers, se afirma que es tan profundo el cisma que provocaría que al mismo Peter Cromwell le tembló el pulso para hacerlos públicos sin las pruebas necesarias. Ni siquiera valiéndose de la identidad de El Cuervo, con la que ya era asociado en aquellos días. Si es que en verdad el pseudónimo era suyo, no se atrevió a publicar las infamias que allí aparecían, pero al parecer su hijo Eric sí se atrevió a hablar del asunto, contactando a importantes enemigos de la Iglesia de ese entonces.

    —Estoy enterado de muchas blasfemias proferidas por este hombre, Eric Cromwell, que debió seguir el camino de su padre y terminar con la cabeza en una pica. Un error que no podemos repetir Ahmad. No creo que necesite enfatizar la importancia de que esta tarea sea impecable. La recuperación de los dossiers y silenciar a todos aquellos que pudieran tener acceso a los mismos es fundamental.

    —Algo que nos ayuda es que los documentos estén codificados. El que hayan tenido que recurrir a un americano da cuenta de que no han podido obtener información útil aún y que no confían en hacerlos del conocimiento de la monarquía inglesa. La contratación la ha realizado un miembro del gabinete británico que hasta ahora se ha podido mantener en el anonimato, pero estoy seguro de que pronto daremos con él. Apenas trate de contactar a Thomas Cummings caeremos sobre ambos y daremos fin a este circo.

    —La recuperación de los documentos es esencial. De nada nos sirven esos hombres muertos si en cualquier momento alguien más puede hacerse con ellos y revelar sus secretos.

    —No nos verán llegar. Puede estar tranquilo, Eminencia. Ni siquiera Eric Cromwell pudo descifrar el encriptado de su padre más que una pequeña parte, el resto del dossier aún no ha sido develado.

    —Confío en usted Ahmad, para que esto se mantenga así. No es momento para que el mundo conozca las infamias que puedan venir en esos documentos y menos si quienes lo dan a conocer solo desean el daño de la única Iglesia de Cristo sobre la tierra. Si esto sale bien, le garantizo que será usted el próximo Gran Maestre de los Missionarii.

    Ahmad era un musulmán convertido al cristianismo que rápidamente había escalado dentro de la Orden de los missionarii dada su gran inteligencia y experiencia en tácticas de guerra. Durante muchos años, había sido consultor del Ejército para la Liberación de Palestina y su odio para los judíos era bien conocido. Aún dentro de los missionarii era conocido como de línea dura y de carácter irreverente. Una bomba en la Franja de Gaza lo había dejado cojo de la pierna izquierda, que arrastraba con dificultad y le provocaba fuertes dolores cuando era forzado a utilizarla demasiado. El resto de su cuerpo gozaba de salud. Era delgado, alto y con una ligera inclinación de la columna vertebral en el área cervical que lo jorobaba levemente. Su ingreso a la orden hacía más de veinte años, lo hacía conocer a la perfección el desenvolvimiento del sector más oscuro de la Iglesia y había participado personalmente en varios asesinatos necesarios para proteger secretos potencialmente peligrosos. Aún siendo uno de los hombres importantes de la orden, no sabía de la identidad del Gran Maestre o de algún miembro del Consejo de los Doce, de sus miembros solo conocía una especie de pseudónimo y una dirección de correo donde localizarlo que, a pesar de haberlo intentado en numerosas ocasiones, era imposible de rastrear. Decenas de servidores encriptados lo habían hecho recorrer todo el mundo para perderlo en un gran hoyo negro. Los miembros de la orden que ascendían al consejo era todo un enigma, muchos de ellos ni siquiera pertenecían a los registros de los vivos ya que la orden se encargaba de que en algún momento se fingiera la muerte de sus enlistados, quienes para todos los efectos legales ya no existían más. A partir de allí eran dotados de múltiples personalidades, pasaportes y nuevas vidas en algún país de los muchos donde ejercían su influencia.

    —Eso será suficiente para mí, Eminencia, pero mi orden requiere de algunas otras cosas… —dijo Ahmad mesándose la barba.

    —No olvido el compromiso económico, veinte millones de euros si los documentos son traídos intactos y sin ninguna copia posible de los mismos, diez millones si no pueden comprobar que no hayan sido copiados, nada si algo de la operación llega a filtrarse a la prensa. Por demás está decir que negaremos cualquier vínculo con ustedes y que, en caso de ser atrapados, deberán identificarse como calvinistas. Si por cualquier razón llegaren a implicar a la Iglesia en algo que dañe su imagen correrán, por decirlo de alguna manera, la misma suerte de los Caballeros del Temple. ¿Está claro?

    —Por supuesto Eminencia. No es necesaria la amenaza, las cosas se harán con precisión. Como le adelanté ya, algunos hermanos viajan en el avión con Cummings y al menos dos docenas están investigando en Londres. No descartamos la posibilidad de hallar antes los dossiers y que el americano no llegue siquiera a verlos.

    —Sigo pensando que es mucho más seguro actuar directamente contra Cummings y acabar con el riesgo —dejó saber el cardenal que siempre buscaba soluciones rápidas a las situaciones.

    —¿Y con eso lograr que busquen a los más de cien especialistas a través de todo el orbe? Ya se dice que en Turquía, Jerusalén y Lisboa hay expertos tan o más eficientes que Cummings, además de un italiano y un español, si han preferido al americano es porque además de un excelente criptógrafo, es claramente afín a sus creencias, todo eso deben haberlo investigado con anterioridad. Su contacto debe ser Matías Bartram, el director del museo. Me han informado hace poco que el hombrecillo ha decidido viajar con Tom, de seguro para asegurarse de que no meterá la pata. También me han informado que en los últimos días Thomas Cummings ha estado reuniéndose con un agente del FBI, un hombre llamado Bastien Leduc.

    —¿Un francés?

    —En efecto Eminencia y por lo que hemos podido averiguar es el director de la Unidad de Análisis Conductual del buró, un hombre inteligente que podría darnos problemas si es que Cummings decide acudir a él por asesoría.

    —¿Puede este hombre descifrar el código?

    —Eso no lo sabremos hasta tenerlos en nuestro poder, en todo caso, dudo mucho que quiera ayudarnos por las buenas. Será necesaria una buena dosis de persuasión.

    —¿Tiene familia?

    —Esposa y un hijo pequeño. Ya lo hemos investigado bien.

    —Bien. Todo aquel que ama es susceptible de ser dominado. Un hombre de familia se lo pensará dos veces antes de hacer una tontería. En todo caso, mantenga a uno de sus hombres en contacto con Leduc permanentemente. Aunque no tengan jurisdicción aquí, no queremos al FBI involucrado en el caso o involucrando a Scotland Yard.

    Si Cummings los ha contactado, puede que ya sepa de qué se trata el encargo que lo lleva a Londres. ¿Sabe algo al respecto?

    —Por lo que sabemos ni el mismo Cummings está muy al tanto de la situación, suponemos que de enterarse de la magnitud del trabajo era posible que se acobardara y no quisiera tomar el encargo. Para él no debe ser más que un trabajo rutinario como muchos de los que se ha encargado.

    —Bien, dejo todo en sus manos Ahmad, pero manténgame informado si llega a suceder algo que requiera de mi actuación, sabe que no me gusta dejar cabos sueltos.

    —No se preocupe Cardenal Roversi, personalmente le garantizo que todo saldrá como lo desea.

    La Orden de los missionarii había nacido, al igual que la Orden del Temple, a principios del siglo XIII, pero contrario a estos, se había mantenido en el anonimato como un brazo armado de una facción de la Iglesia asentada en Roma con un fin más oscuro, más siniestro y menos desinteresado. Los missionarii no utilizaban distintivo alguno como la capa con una cruz roja, pero al igual que la Soberana Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, conocida en un inicio como los caballeros hospitalarios, se habían mantenido hasta nuestros días, aunque sin el reconocimiento oficial de la Iglesia e incluso con el conocimiento limitado de los altos jerarcas de ésta.

    A través de la historia se habían encargado del trabajo sucio, aquellos trabajos que de conocerse la autoría avergonzaría a los altos prelados y que por tanto era preciso no solo la eficacia sino la absoluta discreción, los miembros de la orden estaban conscientes de que ser admitido como missionarii significaba morir perteneciendo a la secta, no había espacio para un retiro anticipado a la muerte. Durante las cruzadas participaron activamente, mas no matando sarracenos en el campo de batalla, sino a cualquiera, cristiano o musulmán que significara un peligro para un sector de la Iglesia a la que servía e incluso en algunos casos, actuando como mercenarios en la clandestinidad para cualquier causa, sus métodos iban desde la decapitación que acababa con el hombre, hasta la difamación y juicio inquisitorio que acababa también con las ideas revolucionarias o simplemente demasiado progresistas.

    Contrario a los caballeros del temple que se patrocinaban y lucían orgullosos el estandarte, los missionarii sabían que sus nombres nunca serían conocidos, que gran parte de su enorme poder consistía en ser invisibles, nunca un Jacques de Molay y mucho menos los rimbombantes nueve caballeros iniciales como Hugo de Payens, Godofredo de Saint Omer, Godofredo de Bisol, Payen de Montdidier, André de Montbard, Arcimbaldo de Saint Amand, Hugo Rigaud, Gondemaro y Rolando. Los iniciadores de los Missionarii, se presumía, eran hijos de importantes figuras de la Iglesia, algunos hijos de papas y cardenales, otros eran hijos de miembros de la corte francesa y portuguesa e incluso turcos y sarracenos convertidos al cristianismo, sin embargo, nunca un registro había permitido identificar a nadie como miembro de la orden. En el Renacimiento Europeo, muchos rumores corrían sobre si Rodrigo de Borja y sus hijos habían sido Missionarii, aunque era claro que su impulso sirvió de motor a una orden que durante su papado como Alejandro VI pasó de unas pocas docenas de miembros a un millar, muy lejos de los templarios que en su apogeo habían logrado veinte mil miembros, aunque solo unos dos mil eran caballeros y, por ende, aptos para la milicia. Antiguos escritos en poder de la Orden daban cuenta de que César, hijo de Alejandro VI fue durante algunos años Gran Maestre de los missionarii y que estos estuvieron al servicio de su padre, pero no pasaban de ser chismes y cotilleos de la época, con la misma validez que aquellos que afirmaban que el condotiero era hijo del diablo mismo y que Alejandro VI se había encargado de criarlo a cambio de la tiara papal.

    templario

    Los missionarii participaron activamente en la erradicación de los caballeros del temple en 1307, torturándolos, haciendo confesar herejías de las que nunca se probó nada y con la desaparición de la orden de los Caballeros de Cristo, desaparecieron también las deudas del Vaticano y el reino de Francia, un golpe maestro gestado por Felipe IV como rey francés y Clemente V, por aquel entonces papa. Sin embargo, fieles a su costumbre, ninguna de estas participaciones ligaba a los hechos con la orden, como tampoco se documentó nunca que fueron los responsables de acabar con las hogueras de vanidades de Girolamo Savonarola, el monje dominico que se atrevió a enfrentar a los Medici en Florencia y al mismo papa español que, para entonces, ya había cambiado su apellido de Borja a Borgia, quien finalmente propició un juicio de la inquisición contra éste, condenándolo a la hoguera.

    La Orden de los missionarii también fueron partícipes en la creación y actuación de la Santa Inquisición, donde, en un principio contra los Cátaros de Languedoc y luego contra cualquier enemigo de la Iglesia, se realizaban juicios sumarios que acababan con hogueras que daban fin a la oposición, una forma permanente de eliminar los pensamientos divergentes y sanear a la Iglesia de Cristo. De este modo, la orden, originalmente instalada en Roma y con una ramificación en Tierra Santa y otra en Santiago de Compostela, se había desplazado por toda Francia y el norte de España, llegando para los tiempos de los Reyes Católicos a asentarse en toda la Península Ibérica. El mismo Tomás de Torquemada, siguiendo los pasos de su tío Juan de Torquemada, si bien no había sido miembro de la orden, encargó a la misma muchos trabajos a realizar en España lo que solidificó la posición de los missionarii no solo en Santiago de Compostela, sino en el sur, hasta llegar hasta el mismo Estrecho de Gibraltar.

    Capítulo III

    En la rama descascarada los atardeceres del otoño un cuervo se posa. Matsuo

    La tripulación acomodaba los últimos detalles para iniciar el vuelo de British Airways 609 con destino a Heathrow, mientras que Tom intentaba no ponerse demasiado nervioso ante la cercanía de Helga que muy distendidamente se había sentado junto a él y ordenado dos copas de champagne para celebrar su encuentro. A dos hileras de ellos, los dos mastodontes se acomodaban en los asientos dispuestos de dos en dos y a un lado de estos el director del museo rumeaba la pena de ir sentado junto a una niña que no paraba en su asiento. No pasaría mucho tiempo para que Matías se quejara ante la asistente de vuelo y procurara cambiar de asiento. De salir todo bien, pronto sellarían la escotilla y eso sería indicación clara de que dos asientos justo al lado de Tom no se habrían ocupado y podría convertir su actual disgusto en una oportunidad de hablar de trabajo hasta que lo venciera el sueño.

    Matías observaba a Helga y no podía dejar de preguntarse cómo era posible que aquella mujer se encontrara tan cómoda al lado de Tom, debía ser la primera de su clase que podía sentir interés por aquel hombre con la personalidad de un hongo, pero bueno, la historia estaba llena de este tipo de confabulaciones celestiales y a Tom le había correspondido ir sentado al lado de una mujer atractiva sin llegar a ser la gran cosa, mientras él luchaba por evitar los zapatos mugrientos de aquella enana con un shock de adrenalina.

    Repasó con la vista la zona VIP y no podía ser más heterogénea, Tom y la flaca parlanchina, los padres de la niña maleducada, dos hombretones que sin duda inclinaban ese lado del avión, una pareja de recién casados y, finalmente, dos ancianos que apenas se sentaron en el asiento se quedaron dormidos. De su lado, los dos asientos desocupados, un par de sujetos a los que solo se les veía la coronilla, que lucía como la de los monjes medievales, aunque con un menor diámetro y a los que no prestó atención al abordar; detrás de él, por lo que podía escuchar, dos estudiantes de intercambio que volvían a sus casas y que no se explicaba cómo estaban en Primera Clase y, finalmente, contiguo a los ancianos narcolépticos, una pareja de afroamericanos con mucho estilo para vestir.

    Al pasar la asistente de vuelo a su lado la tomó del brazo y estaba a punto de preguntarle sobre la posibilidad de cambiar de lugar cuando dos hombres aparecieron por el pasillo demandando los asientos vacíos. Pensó que su sueño había terminado y no solo la ilusión de pasarse de lugar, sino el sueño real y reparador que necesitaba porque estaba claro que aquella niña tenía toda la intención de pasar despierta toda la maldita noche. Decidió no perder el esfuerzo realizado en sujetar a la joven y le pidió un whisky con soda.

    Vio como le llevaban el champagne a Tom y escuchó el choque de las copas y los susurros de la mujer que Tom ni siquiera se había molestado en presentarle. Gruñó por lo bajo y miró con su mejor mirada de reprimenda a la niña que pareció entender el mensaje y se quedó quieta en su asiento. Se preguntó si sería como un cachorro entrenado y que bastaba un gesto severo para sosegarla. Ajustó su cinturón y la niña hizo lo propio. No tendría más de cinco años, pero parecía habituada a aquellos viajes y con algo de suerte solo estaba quemando energía para entrar en trance durante todo el vuelo, le sonrió y la niña devolvió la sonrisa. Tenía que intentarlo todo, cerró los ojos y dejó solo una pequeña abertura con que espiar a su compañera, la niña hacía exactamente lo mismo. Matías volvió a sonreír intentando disimularlo y la criatura estalló en una carcajada deliciosa. Matías volvió a cerrar los ojos, sin hacer trampa esta vez y la niña lo imitó, en unos minutos estaría profundamente dormida.

    En medio de la tranquilidad, Matías prestó atención a lo que sucedía en aquel vuelo.

    Los dos hombres musculosos al lado del pasillo hablaban con un claro acento británico y por lo que había podido escuchar Matías, sus nombres eran David y Clarence. David el menos gigantesco de ellos lucía preocupado y constantemente se levantaba con algún disimulo para ver a la chica al lado de Tom. Esperaba, para bien de su compañero, que no se tratara de un novio celoso, porque la diferencia entre aquellos dos hombres no podía ser más abismal, para aquellos efectos David era un Goliat y Tom… bueno, Tom era Tom.

    Justo antes de iniciar el vuelo, cuando el avión comenzaba a carretear por la pista, David se levantó y se colocó de cuclillas al lado de la chica y llamándola por su nombre le dio lo que

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