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Los elementales
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Libro electrónico360 páginas5 horas

Los elementales

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¿Es James Henderson un traidor o un héroe? ¿Hasta dónde el ideal de la revolución y el compromiso es la causa de la destrucción de los seres humanos? Los Elementales, situada en medio del conflicto irlandés contra Inglaterra (1918), narra la historia de un hombre que perteneció al llamado grupo de Los doce apóstoles, creado por Michael Collins y Harry Boland, y a quien el propio Collins le ordena ajusticiar a una serie de delatores irlandeses al servicio de los británicos.
A medida que el personaje se centra en sus propósitos de servir a la causa, su convicción lo llevará a eludir todo tipo de concesiones por el sueño de la independencia de Irlanda. Una vez capturado por agentes del Servicio Secreto, después de asesinar a una delatora, será entonces cuando emprenderá el viaje por su conciencia y, poco a poco, se verá involucrado con la ideología de los contrarios para terminar ajusticiando para ellos.
Una narración con mirada larga, perfectamente documentada, sobre la capacidad de metamorfosis inherente al ser humano.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento24 may 2017
ISBN9781524304645
Los elementales
Autor

Óscar G. Otazo

Oscar G. Otazo (Cabaiguán, 1977). Escritor, narrador y ensayista nació en Cabaiguán, una ciudad al centro de la isla de Cuba. Graduado en Estudios socioculturales, abiertamente influenciado por Borges, Yeats, Carpentier y Onetti, ha desarrollado su estética sobre la tesis del tiempo pesimista y del fracaso. Su visión, lejos de estar apegada al presente, es una búsqueda obsesiva del pasado, no como fin reformador, sino como destrucción del futuro. Es así que sus personajes oscilan entre el pesimismo nostálgico y tratan de destruir las bases de cada uno de los pilares por los que están siendo sometidos. Preocupado por la temática del tiempo, de la muerte y la religión, ferviente seguidor de la cultura irlandesa, su poética descansa en el simbolismo místico, en el ocultismo y en la filosofía, todo ello matizado por una perspectiva cultural que siempre mostrará la desesperanza del hombre que le vuelve la espalda a su destino.

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    Los elementales - Óscar G. Otazo

    Albeth.

    Nota

    La historia de Irlanda, como la de otros países, está motivada por hechos, contingencias, irreflexiones y flaquezas que hoy representan el legado de muchos hombres. Rigurosamente literato he transformado la historia, sirviéndome de hechos que mi propia vocación me ha permitido cambiar, aumentar y desarrollar en beneficio de una sola concepción: la novela. De igual manera ese rigor me obligó a utilizar nombres y lugares; a construir escenas y espacios, unos, reales; otros, menos indignos que el recuerdo o el olvido. Sirvan estas palabras como precedente a cualquier semejanza o interpretación. Responden a la realidad, el nombre de Michael Collins, su entrada en el Castillo, la serie de ajusticiamientos por los Doce Apóstoles, el incendio del teatro Abbey (no bajo el evento que se presenta en estas páginas). El fervor patriótico, el ideal romántico, la intransigencia, la pasión y la fe se encuentran en toda la vieja y ardorosa Irlanda. William Butler Yeats, Samuel Beckett, Lady Gregory, Parnell, Griffith, De Valera y Cathal Brugha no son menos fervorosos. Blasfemo es olvidar a Joyce, aquel James que hoy es necesario y, en sus días de olvido, marchaba con nerviosa delgadez hacia el encuentro definitivo de la gloria.

    El Autor

    I

    Todo comenzó a volverse oscuro para mi vida en la noche del 6 de octubre, dos años después del Levantamiento de Pascua. Eran pasadas las diez y me había quedado en casa. Desde hacía cinco años mi madre convalecía y, esa semana, su enfermedad se había agravado obligándome a no separarme de su lado. Aunque contábamos con una enfermera y una sirvienta habían salido: Éamon de Valera hablaría, a las diez, en un local de la calle Capel preparado por los Voluntarios Irlandeses, algunos de los directivos de la Eire Abu y los dirigentes de la Liga Gaélica. Junto con los republicanos y las instituciones irlandesas decididas a expulsar a los británicos, Mick Collins se había encargado de ofrecer seguridad al sitio donde el Jefe hablaría. Por esos años, los británicos, después de los acontecimientos ocurridos durante la pascua del 1916, habían intensificado su presencia en el país y, a cada hora del día, sus camiones patrullaban las calles para hacernos entrar en razón y advertirnos que no facilitarían otro levantamiento. Por esos años (no se me olvida) luchábamos por nuestra independencia. Yo, como un irlandés más, militaba en el partido Sinn Féin, era miembro del Ejército Republicano y dirigía uno de los grupos de las subdivisiones del distrito de la ciudad. Por muchos motivos sabía qué significaba escuchar a nuestro presidente, pero tampoco podía olvidarme de mi madre.

    Recuerdo que llovía y hubo un momento en que la lluvia se hizo más intensa y subí a la habitación de mi madre. Hacía rato que dormía, y me acerqué a la cama y me quedé mirándola sin pensar en nada, pero reconociendo mi imposibilidad de tener otra cosa en la cabeza que no fuera saberme cerca de mi madre, a sabiendas de que no era mi madre quien allí dormía. Aunque era una mujer de unos cincuenta años había envejecido con rapidez. Mientras respiraba, yo podía oír los silbidos cansados, podía ver como las venas del rostro se habían pronunciado. Esa certeza me reveló otra: esa semana su cara se había vuelto más pálida; tenía los ojos más hundidos y, alrededor de la boca, tenía como una sombra.

    Uno nunca se acostumbra a la idea de la muerte, ni a verla llegar con lentitud, con esa solemnidad escurridiza que se mete en el cuerpo y lastra los órganos hasta dejarlos fuera de combate, para desgranarlos sin fe y sacarles la vitalidad y, finalmente, arrojar el cuerpo sin vida en el granero del vacío. Nadie, tampoco, tiene la potestad de creer que la salvación está a ras del suelo. Mucho menos creernos capaces de alimentar la esperanza. Pero nos debemos a la esperanza y, a su nombre, nos jugamos el resto de los días en ese trasiego de ideas que ponen por medio de la realidad, la ilusión y el deseo de sobrevivir a la muerte misma, para quedar, una vez desplazados de la vida, en el mismo lugar donde empezamos, vacíos y sin fe. Yo, desde hacía años, había perdido la mía. A pesar de haber sido educado en la doctrina protestante, luego de comprometerme en la causa y de ver cómo los hombres podíamos fácilmente morir en la guerra, cómo era inútil la fe frente a los tantos compañeros que habían muerto y cómo mi vida se había endurecido ante el peligro de estar expuesto todos los días a las ventajas de la opresión británica nada me ataba a la religión. Mi esperanza, desde entonces, había sido levantarme con la idea de que mi madre lentamente moría y que esta isla estaba obligada a ganar su independencia. En mi conciencia no había sitio para la angustia por los que morían ni tampoco lamentaba el hecho de que mi voluntad se hacía cada vez más recia en cuestiones de agradecer dones como era el don de vivir y el agradecimiento a Dios. Ignoro si ya estaba obrando en mí el futuro. Nunca antes había pensado en esas cosas, pero al verla allí, acostada, débil, sin reconocerme, inmóvil, sentí la flaqueza de la angustia y, por una vez, quise recuperar la fe, quise orar; quise arrodillarme y saber si Dios, desde su ausencia, podía brindarme la fuerza que necesitaba para soportar, cuando, el corazón de mi madre se detuviera e, inevitablemente, el fin le llegara. Sin embargo me desolaba comprender que ella era un cadáver con algunos segundos de vida, un cadáver tierno, apunto de librarse del cuerpo y entrar en los territorios de la paz. Esa sensación (hoy lo sé) reforzó el temor y el temor me llenó de calma. Entonces no tuve dudas: era inútil creer que podría sobrevivir; era inútil dedicarme a un Dios que, durante siglos, a mi país le ofrecía la dominación extranjera, el derramamiento de sangre y la desesperanza. Después, la acomodé en la cama, la cubrí, revisé las cortinas y salí. Mientras bajaba, pensé en la ocasión en la que Collins había venido, meses atrás, con la orden de trasladar a mi padre hacia Londres para formar parte de una fracción de lucha en el exilio. Era como si todo estuviera a punto de ocurrir: recordé el instante y me vi en aquella noche, en la mesa, comiendo cerca de mi padre; luego en la sala; luego cerca de Michael Collins; luego viendo como mí padre subía al cuarto y salía. Fue entonces que sonaron varios toques en la puerta y me quedé, allí, paralizado por el sobresalto, estremecido por el recuerdo y la sensación de sobrecogimiento.

    En aquel tiempo yo vivía con mi madre en la calle York, al oeste del parque St. Stephen´s Green. Días atrás habíamos ajusticiado a dos oficiales de la Policía Real en el muelle cerca del Edificio de Aduanas y la posibilidad de una delación y el hallazgo de mi paradero me atemorizó más, pero mi verdadero temor estaba en el hecho de poseer, por orden de Harry Boland, varias armas y algunos documentos en los que aparecían un grupo de afiliados de otros condados de la región. Si me atrapaban con esos documentos y con las armas habría motivos suficientes para que los del Servicio Secreto me enviaran hacia el Castillo. Un tiempo de razonamiento me bastó para entender que, de todas las opciones posibles, la única, era sacarlas de la habitación donde estaban y llevarlas a la biblioteca.

    La habitación estaba contigua a la cocina, era amplia y tenía un armario y algunos muebles destartalados. Encendí una lámpara, caminé hacia el ático, busqué bajo unos trastos. Las armas seguían allí. Eran una docena. Según Mick, necesitaríamos bastante para rearmar al ejército y las suficientes para darle a un ciudadano irlandés capaz de sostenerla y tener la convicción necesaria para cuidar de su país y de desear la independencia. En una guerra, decía, la organización tiene que ir con la capacidad y las armas. Para Mick no valía el sacrificio de sangre sostenido por Pearse. El sacrificio, creía Mick, solamente era sólido cuando el ejército estaba consolidado, cuando se tenía conciencia de que con las armas no se lograba cumplir un objetivo única e irrevocablemente ganado por las armas. Si eso no surtía efecto, entonces se podía inmolar el hombre. Pero antes estaba salvaguardar la vida del hombre mismo. Mientras las juntaba, no dejé de pensar en todo aquello. El resto fue más fácil: las bajé, poco a poco, regresé a la biblioteca, corrí el escritorio, alcé parte de la alfombra, levanté algunos listones del suelo preparado para casos de contingencia y las escondí. Cuando terminé, me acerqué a una de las ventanas y corrí la cortina.

    Las farolas frente a mi casa estaban encendidas. Hacia el otro lado no vi a nadie ni había camiones del ejército ni autos aparcados. Me fui a otra ventana. Los toques volvieron a escucharse insistentes. No tenía una idea precisa de quién pudiera ser; sin embargo, me dejé llevar por los instintos y abrí.

    El hombre que se presentó se llamaba Jermyn Cowley, el ayudante personal de Mick Collins. Jermyn era de mediana estatura, hombros estrechos y pelo blanco. Aunque nunca le veíamos en las reuniones ni se conocía su paradero, sabíamos que, sobre sus espaldas y la de Richard Mulcahy, se sostenía la parte principal de la comandancia del Ejército Republicano. Dos años atrás, por medio de mi padre, yo había estado bajo sus órdenes en las brigadas del oeste, pero entre acción y acción nuestra enemistad había aumentado hasta el extremo de que, meses atrás, fui trasladado para otro batallón del ejército al mando de Ned Daly. Su presencia en mi casa, a deshoras, no era casual. Tampoco lo fue mi reticencia al preguntar:

    ―¿Es el hombre grande?

    Asintió para decir luego,

    ―Está afuera y quiere verte.

    El auto se hallaba al otro lado de la calle, frente a la panadería del Desmond Byrne y a la relojería de Sullivan. Subí.

    Mick Collins estaba en el asiento de atrás, en medio de Harry Boland y otro sujeto desconocido. Era un hombre alto y se veía más alto entre Boland y el otro. Tenía las manos en los bolsillos del abrigo. Traía el sombrero calado, pero estaba serio, los ojos le brillaban, miraba hacia el frente como si solamente a lo lejos, en el aire de aquella noche lluviosa, fuera del mundo de la ciudad, pudiera encontrar la calma. Parecía que no respiraba. Al parecer, algo lo disgustaba, algo que lo había hecho dejar al presidente De Valera para estar conmigo, porque, cuando pudo hablar, ni me saludó, sino habló de golpe y porrazo:

    ―Ahora mismo tenemos un problema. Dev está preocupado, porque el Servicio Secreto tiene los nombres de una buena parte de nuestros muchachos. Por desgracia, ya sé quiénes son los informadores que le han soplado al Castillo, y es como dice Harry: No pueden respirar ni un día más en esta porquería de vida.

    Harry asintió con la cabeza. Era un hombre delgado, de estatura mediana, de movimientos ágiles, tenía los hombros atléticos y las manos huesudas. Sus ojos eran azules y su pelo castaño reforzaban ese aire belleza femenina que lo hacían un ser más intenso y salvaje, casi un irlandés mítico. Desde los comienzos de su labor en la causa, Harry Boland había mostrado tener un carácter más sosegado que Mick Collins, pero entre los dos había una unión casi explosiva que, cuando se activaba, ponía en jaque a todo el pensamiento de los hombres G más prácticos. Allí, cerca de los hombres más importantes dentro del Ejército Republicano, reconociendo la impaciencia en el rostro de Boland, presumí que mi vida estaba a punto de mostrar un cambio. Lo constaté en el instante en que Harry Boland habló:

    ―Mick y yo hemos pensado en todo. A partir de ahora no habrá paz para ellos ni para nosotros. Si no paramos a esa gente, van a morir muchos, de los dos bandos, y eso es lo que no queremos.

    Vi a Mick respirar molesto. Después, sacó las manos del bolsillo, me tocó un muslo:

    ―¿Sabes por qué? Porque, ahora mismo asesinaron a dos de los nuestros y Genovan está en el Castillo, vaya Dios a saber metido dónde y bajo las manos de cuál hombre G ―se palpó un portafolio―. Aquí están todos los nombres de los informadores.

    Dio varios toques en la ventanilla, Cowley entró y se acomodó a mi lado. Noté irritación en su mirada; pensé en la suerte de Genovan. Siempre le había sido incondicional, pero la sola idea de su sufrimiento dentro de alguna celda del Castillo, sirvió para pasar por alto lo demás y no pensarlo dos veces. Por otra parte, Collins había hablado en nombre de Éamon y su orden había sido bien clara: estábamos obligados a destrozar la red de informadores del Castillo.

    ―¿Para cuándo?

    ―Para ahora mismo.

    ―¿Y las cosas que estaban arriba?

    ―Ahora son más importante los informadores ―después habló sobre Harry y que Harry sabría qué hacer con las armas y con los documentos. No me preocupara.

    Si tenía alguna preocupación era por mi madre. Su enfermedad se agravaba con los segundos, y esa misma noche no contaba con ella. Si me iba, tenía la seguridad que no volvería a verla viva.

    ―Quiero saber si puedes hacerlo ahora ―había presión en su tono.

    Qué pasaría con mi madre, le pregunté.

    ―Ya pensamos en eso también.

    Cowley sacó una linterna, encendió y apagó dos veces. A mitad de cuadra, vi encenderse las luces delanteras de un auto. Después lo vi aparcar cerca del nuestro. Cowley me urgió a salir. De pronto empezó a llover. Era una lluvia fina y fría. Caminamos hacia allí. En el asiento de atrás me sorprendí al ver a la tía Minnie.

    Exiliada desde hacía años en Francia no habíamos logrado su regreso ni con la enfermedad terminal de su hermana. Para ella, mucho antes del levantamiento, su negativa a vivir en Irlanda se fundaba en su desentendimiento con la guerra, además de su fe protestante. No sé cómo lo habían logrado, pero la satisfacción de verla me devolvió el ánimo y la confianza. Cowley se acercó. Necesitaba estar un tiempo con ella, sería breve, le dije. Antes de subir, me urgió para que me apurara.

    Entramos. Minnie, al ver el estado en que se encontraba su hermana, me miró resuelta, se quedó un rato en silencio, después me dejó en las manos de Dios y pidió para que su gracia me protegiera. A pesar de haber sido criado entre protestantes, no creía en Dios ni sentía la necesidad de dedicarme a la fe. Para mí bastaba solo una cosa: sacar a la administración británica junto con el ejército de ocupación de Irlanda y luchar para construir el sueño de la república. Lo demás no me importaba.

    Cuando salí ya el auto de Mick Collins se había ido y seguía lloviendo, ahora más intenso. Cowley, al verme, abrió la puerta y entré. El chofer era Gofriedd MacLain, quien había venido meses atrás de Belfast. Gofriedd dijo algo sobre la lluvia.

    ―Es mucho mejor así ―le dije―. Al final, tendremos que hacer lo que mejor hacemos con lluvia o sin ella.

    Busqué hacia mi casa. La silueta de Minnie apareció reflejada en el cristal de la ventana de la segunda planta. Ignoro la razón del por qué, pero en ese momento recordé la noche de la víspera del día de Todos los Santos del año 1912. Aquella ocasión habíamos ido a celebrar a la casa de un amigo de mi padre llamado Gallager Joyce, en la calle Bridge. Con nosotros estaba el matrimonio Conroy, Elanor y Judith Conroy y su hija Itseult. Hacia las diez Edna, la mujer de Joyce, nos invitó a pasar a un salón preparado para el juego de los ciegos. El juego consistía en que cada uno de los participantes tenía que ser vendado en los ojos para luego ser guiado a una mesa para elegir, al azar, en un plato los objetos puestos allí. Esa noche, todos habíamos acertado en el juego. Edna había elegido un penique. Mi madre, un misal. Gallagher, Elanor, Judith y a mí nos había tocado la suerte de elegir el recipiente con agua. A Itseult le había tocado un anillo. Cuando le tocó el turno a mi padre y Gallager lo guió hasta la mesa. No sabíamos por qué Gallagher se había quedado en silencio, mientras mi padre festejaba el hallazgo con una risa. Cuando notamos que mi padre tenía en las manos arcilla, nos quedamos en silencio durante un tiempo. Aunque se trataba de un juego no pudimos evitar mirarnos sin sentir pena ni miedo. Por suerte, Itseult empezó a declamar un poema. El llamado de Shide, recuerdo se titulaba. El resto de la noche no pude evitar el temor que me produjo recordar el instante en que mi padre se descubrió y miró el platillo y nos miró y trató de sonreír en un esfuerzo por parecer despreocupado. Tampoco mi madre, que se mantuvo cerca de mi padre y, de cuando en cuando, se reía en un esfuerzo por darle ánimos y le decía a Edna que los juegos solamente eran eso, ¿verdad? juegos, porque nadie se iba a morir por haber elegido la arcilla y que, por suerte, su esposo no era un hombre que creía en las supersticiones, ¿acaso creía en esas cosas? Ninguno de nosotros se atrevió a hablarle. Ninguno pudo evitar el sobresalto de ver como mi padre permaneció en silencio. El resto de esa noche hablamos en voz baja como si mi padre no estuviera entre nosotros, como si aquella elección hubiera coronado su destino, un destino que lo llevaría a marcharse al poco tiempo de Irlanda alentado por el sueño de la república y las órdenes de Michael Collins. Años después, a punto de alejarme, sentí esa sensación de desapego por las cosas, como si también a mí el destino me pusiera en el sitio en el que mi padre se hallaba, pero en lugares diferentes y bajo peligros distintos.

    Cowley dio la orden de irnos. El auto siguió de largo hasta desviarse hacia la calle Mercer Abajo. La calle estaba desierta; las casas, alumbradas. La lluvia caía con más fuerza y el frío se colaba en el auto y también entraban retazos de agua. De pronto sentí que el sonido del agua agudizaba esa sensación de abandono y el abandono me dejaba en ese estado de embotamiento de la mente y el cansancio. Hasta cuándo seguiría lloviendo, no lo sabía, pero pensé que mi tiempo de vida podía estar ligada a la lluvia, a esa lluvia que ahora mismo caía sobre la ciudad de Dublín, y yo la miraba caer sin tener más consuelo que servir a la causa, que entender mi posición dentro del movimiento, que sentir la obligación por mi país, sin ofrecerme a nada más ni a nadie. Quizá por eso no dejé de pensar en mi madre y en los días que vendrían y que el agua lavaría las piedras de esa angustia que, poco a poco, se sedimentaba en mí y me obligaba a permanecer callado, viendo como el auto seguía y yo, dentro, estaba resuelto a cumplir con el deber al costo que fuera preciso.

    Por la otra esquina dejamos atrás a varios edificios. Algunas tiendas permanecían alumbradas. En los portales se veían siluetas caminando. Gofriedd buscó hacia el parque St. Stephen Green y enfiló hacia la calle King. Pensé que doblaría, pero siguió por la calle Dawson hasta la incorporarse a la Dame. Para ese lado de la ciudad las calles estaban poco alumbradas. Aunque no se podía ver mucho, nos detuvimos, kilómetros después, frente a una mansión, en Chapelizod, frente a una mansión. Cuando bajamos, atravesamos la verja y continuamos por un piso de baldosas hasta bordear un bosquecito., la lluvia había amainado. Enderezamos por un sendero hasta una escalera de mármol. Cowley abrió y entramos.

    La casa había pertenecido a un banquero inglés que, años atrás, había sufrido una agobiante riqueza. Tenía dos plantas y contaba con unas diez habitaciones, todas anchas e igualmente desmanteladas. Cowley me indicó un corredor. Seguimos hacia el vestíbulo, subimos. Avanzamos por un pasillo estrecho. A cada uno y otro lado había polvo en las paredes; había una humedad de cientos de años, un olor a madera vieja. A pesar de haber sido una casona de lujo, no podía compararse con ninguna pocilga de las afueras. Cowley tanteó por otro pasillo, se detuvo ante una puerta, abrió y entramos. Encendió la lámpara. Vi una cama y una mesa. En la esquina, una jofaina blanca; cerca de la cama, un par de cajones empolvados. El otro cuarto tenía dos salones viejos. Uno servía como recibidor y cocina; el otro, como dormitorio.

    ―Al menos, esto me consuela en algo.

    ―Hay más en la cocina. Ahora ten esto bien claro: aquí solo yo puedo verte. Ni De Valera, ni Collins ni nadie puede venir aquí. Que tengas buenas noches ―a punto de librar el umbral, me buscó―. Slán agus beannacht

    Pasó un tiempo en el que luché contra el hecho y la verdad de estar en ese sitio sin poder hacer algo para cambiar el instante; en el que consideré salir y, en el peor de los casos, alejarme de cuanto podía arrastrarme hacia una encrucijada. Sin embargo, me debía a las órdenes de Cowley y, dada esa circunstancia, la única posibilidad sería dormir, o quedarme allí oyendo como la lluvia arreciaba y, con seguridad, seguiría cayendo sobre cada sitio de la ciudad.

    II

    Era temprano cuando me levanté, me fui a la ventana y busqué hacia fuera. El cielo era azul mar y estaba cargado de nubes que formaban figuras extrañas, mesetas, cabezas de caballos, rostros y, de cuando en cuando, se mezclaban para fundirse en una nube mayor que se disolvía en otra nube, y así hasta desmembrarse y volverse otra figura. De un momento a otro, el sol empezaría a ascender por un lado del cielo, pero su ascenso sería débil y demoraría un tiempo más hasta volverse un círculo y, luego, quedaría apagado su brillo a causa de una nube o del cambio de tiempo o del paso de la mañana, la tarde hasta aparecer la noche. No muy lejos, el río Liffey corría hasta perderse entre los canales y seguir hacia la ciudad. Sobre una meseta vi la ruina de lo que antes había sido una iglesia que ahora estaba cubierta por la enramada espesa y por los herbazales. En la falda de la loma había un castillo que tenía una torre circular coronada por un techo cónico; hacia el norte se veían casas con techo de paja y pintadas de blanco. Cerca, había una iglesia. De la iglesia salía un camino estrecho y largo que bajaba en zigzag entre varios terrenos, algunos marcados con muros de piedras; otros con verjas de madera. Eran terrenos vacíos, que en otro tiempo seguramente le habían pertenecido a alguien, y que parecían abandonados, pero estaban verdes y el verde era intenso y casi brillante. Mientras observaba aquello, no pude evitar el pensar en mi madre ni pude evitar la privación de estar a su lado, amén del peligro que yo corría al dedicarme a la causa, amén de las contingencias y las órdenes precisadas por Jermyn Cowley. Tampoco pude evitar comprender cómo el tiempo me resultaba igual a un filo cortante y cómo los hombres eran presa del tiempo, de las ideologías y las circunstancias que, más temprano que tarde, llenaban a esos mismos hombres de recelos y, en nombre de una finalidad, los llevaban a perecer en sus propias estratagemas. Yo mismo, en ese instante, estaba siendo presa de una ideología. Sin embargo, allí, no había pensado en qué momento podía manifestarse como realmente era ni qué tenía cómo base y hasta dónde me comprometería. Por ese motivo (ignoro la razón del por qué lo consideré) asocié mi vida a las enramadas que envolvían la ruina. Por ese, y por haber creído, casi con ceguera, que nada podría revelarme otro destino, porque el mío estaba ligado a mis actos y mis actos respondían a un solo lugar: Chapelizod.

    Oí el ruido de un tranvía. Ese sonido me recordó la realidad en la que me hallaba y bajo cuáles motivos y las previsiones que debía tomar. De un momento a otro, Cowley llegaría con las indicaciones. Tratándose de Jermyn y de nuestras simpatías, no podía darme el lujo de hacerlo esperar. Mucho menos de poner, por medio de los ideales, los sentimentalismos; así que me fui a la jofaina, me lavé un poco, me arreglé, traté de comer algo y bajé. Ya Cowley se hallaba en la sala, sentado cerca de un aparador, vestido con un abrigo negro. Me asombraba su puntualidad. Cuando me vio, me saludó con pocas ganas, introdujo las manos en los bolsillos del abrigo y dijo:

    ―Anoche Mick entró en el Castillo, y ahora tenemos en nuestras manos los nombres de un cuarto de soplones irlandeses a la orden del Servicio Secreto. Ya les mandó un mensaje: quienes les besan el culo a los británicos están en guerra con nosotros. Mick lo dejó claro: Por cada traición a un miembro del Ejército Republicano lo van a pagar con la vida. Sabe que hay muchos informadores, pero él solo quiere destrozar el sistema de vigilancia del Castillo. Tú, yo y los otros muchachos tenemos el deber de hacerlo ―respiró con calma―. A partir de hoy, tu misión es esperar por mí y cumplir con mis órdenes. Los nombres de los informadores te llegarán, poco a poco.

    No me fue difícil entender cuáles eran los propósitos de Mick, pero si yo estaba allí, no tenía por qué extrañarme de cuál sería mi futuro. Solo era cosa de ajusticiar y eso ya lo veníamos haciendo. Delante de Cowley, volví a pensar en mi madre. El destino de muchos hombres pesaba sobre mi espalda y, si me habían elegido, solo yo podía hacer algo por cambiárselo. No se trataba de quedar fascinado con un sermón de patriotismo, pero nosotros éramos hombres necesarios en la causa; teníamos como convicción destruir a quienes nos destruían; creíamos en una misma lealtad; nos empeñábamos por reducir nuestras vidas solo a una cosa: la independencia.

    ―Está bien que no puedas hacerlo, pero ya hoy es demasiado tarde ―Cowley me sacó las malas pulgas.

    ―Habla de una vez o vete al diablo.

    Me miró con recelo y me dijo que yo no me cansaba, y mejor me sentaba.

    En minutos me puntualizó las órdenes de Collins. La operación, aclaró, quedaba por mi cuenta. Conmigo estarían dos hombres: Ashley O’Brien y Nelson Murray, un cubano-irlandés.

    ―¿Y a ti? ―le pregunté

    ―Yo solo voy a estar a tu lado para abrirte las entendederas.

    ―¿Y Mick?

    ―Ni Mick Collins ni Dios, si viene en las Pascuas, saben dónde estás. Para esos ingleses perder a un soplón, va a ser un fiasco en toda la historia del Servicio Secreto.

    Ser un soldado exige disciplina, había dicho una noche en un conclave. Esas palabras no me dejaron dudas. Ya no teníamos nada más que decirnos. Llevaba horas sin saber de ella y le pregunté si conocía algo nuevo de su estado. No me respondió. Antes de largarse, dejó bien claro lo siguiente: los hombres se llamaban Nelson Murray y Ashley O’Brien. La señal sería tres toques secos y dos a intervalos.

    ―Hoy es tu día. El primero va a ser Earny M’Coy. No se te olvide, Earny M’Coy.

    Se fue.

    Parte de la mañana la pasé ideando un plan que posibilitara desarrollar la primera acción. Cerca de las siete escuché en la puerta tres golpes secos y dos intermedios. Aunque conocía la señal, el miedo obró más rápido y me sobresalté al escuchar otra vez los toques; busqué por una ventana. Estaba oscureciendo. Cuando los toques volvieron a escucharse reconocí la reafirmación.

    Los hombres, del otro lado del umbral, no eran como los había imaginado. Ashley O’Brien tenía unos seis pies, de manos gruesas y una mirada apagada. Según supe más tarde, por su sangre corría ascendencia escocesa o noruega. Nelson Murray, era más bajo, de piel oscura, hombros llenos.

    ―Jermyn no se cansa.

    Murray buscó a los lados. Al parecer estaba adiestrado por

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