Almas en Pena
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Almas en pena está adornado con imágenes y voces que sin que sus dueños puedan identificarse nos llevan a sitios únicos. Mágicos. pueblos de calles empolvadas en octubre. Tiempos lluviosos y calientes de algún lugar tropical en el que las campanas de una iglesia repentinamente repican al mediodía, llaman a los lugareños a reunirse en el atrio y organizarse para enfrentar una posible emergencia. En esta obra, hay lamentos de mujeres que añoran el calor de sus hombres idos al norte. Almas de vírgenes viejas que vagan por las calles de un pueblo en busca de quien escuche sus historias. Amores que no vuelven. Y los que retornan ya nadie los reconoce. Llegan solo a perecer o a vagar por recónditos lugares en los cuales buscan recuerdos erosionados por el tiempo. Se vuelven viejos en un abrir y cerrar de ojos.
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Almas en Pena - Lamberto Roque Hernandez
Almas en Pena
Lamberto Roque Hernandez
Derechos de autor © 2023 Lamberto Roque Hernández
Todos los derechos reservados
Primera Edición
PAGE PUBLISHING
Conneaut Lake, PA
Primera publicación original de Page Publishing 2023
ISBN 978-1-6624-9599-1 (Versión Impresa)
ISBN 978-1-6624-9614-1 (Versión Electrónica)
Libro impreso en Los Estados Unidos de América
Tabla de contenido
Dedico estos escritos a mis hijos quienes son mi motor, mi Clara Ximena y mi Lucio Ferán los dos Roque Wagner.
A mi amor: Keylyn Sandoval. Gracias por todo el apoyo.
A mis hermanos, los Roque Hernández, a las mujeres de la familia y a toda la descendencia.
A la gente de San Martin Tilcajete por la hermandad ancestral que nos une. A ese pueblo, por las voces, historias y murmullos que para mí genera. A las gentes quienes me han abrazado y cobijado con su aprecio.
A la memoria de mis padres: Crispina Hernández Vásquez y Estanislao Roque Martínez por haberme hecho.
A manera de introducción corta
Retumbos
Almas en pena
Campanadas (Dios nunca muere...)
Con un libro en la mano
La creación...y el árbol de copal
Dolores
El burro del mezcalillero
El día en que se perdió mi perro.
El ser negro y no serlo
Emiliano...una historia de amor
Espérame
La meritita hora... que no se asoma
Conversación con el maestro Francisco Toledo, hablando de racismo
La virgen vieja
La visita
Resistir leyendo
En un abrir y cerrar de ojos
Milagros
El mar tiene que seguir esperando...almas en constante movimiento
Sin rumbo
El cielo azul de Ocotlán, solo quería decirme mi futuro
Voces lejanas
Yo no los maté
El día menos pensado
Sobre el Autor
Dedico estos escritos a mis hijos quienes son mi motor, mi Clara Ximena y mi Lucio Ferán los dos Roque Wagner.
A mi amor: Keylyn Sandoval. Gracias por todo el apoyo.
A mis hermanos, los Roque Hernández, a las mujeres de la familia y a toda la descendencia.
A la gente de San Martin Tilcajete por la hermandad ancestral que nos une. A ese pueblo, por las voces, historias y murmullos que para mí genera. A las gentes quienes me han abrazado y cobijado con su aprecio.
A la memoria de mis padres: Crispina Hernández Vásquez y Estanislao Roque Martínez por haberme hecho.
A manera de introducción corta
Tal parece que esta entrada a estos mis siguientes relatos no se me quieren dar. He venido posponiendo por largos periodos de tiempo el decidirme a publicar esta obra. Hoy es el día quince de marzo del año dosmilveintiuno. Tiempos difíciles. Más de a lo que estamos acostumbrados. Al estar escribiendo estas líneas estamos cumpliendo el primer aniversario del inicio de esta pandemia que nos tiene asolados. Al mundo entero. Me refiero al COVID-19. La razón por la cual hago mención a esta situación es porque nos marcó a todos. Hay un antes y un después. Hubo y hasta hoy sigue habiendo muchos muertos. Es algo catastrófico. Da miedo. Nadie quiere morirse, y menos antes de tiempo. Con el paso del tiempo, cada uno en su momento tendrá sus conclusiones debido a como nos haya afectado.
A mí me arrinconó en California, en Los Estados Unidos. Como profesor, me tocó, la toma de decisión de desalojar mi salón de clases y despedir a los estudiantes hacia lo desconocido. Enfilados a un sistema de enseñanza, el cual cuando lo imaginábamos, funcionaba en teoría. Ponerlo en práctica era el reto. Que diera resultados el desafío más grande. Dejar la escuela bajo esas circunstancias era surreal. El miedo y la tensión apareció. Empezaron a salir a flote las cualidades y defectos de los humanos. Empezamos a distanciarnos por temor a ser contagiados. Iniciábamos la batalla jamás imaginada. El enemigo es –aun- invencible. El cubrirse con los tapabocas nos daba una rara sensación de estar de manera mínima: protegidos.
Con los colegas planeamos para ausentarnos un par de meses al máximo. Nos agarramos de la tecnología disponible e iniciamos la cobertura desde casa.
Predijimos que esto sería una gripa fuerte y que con todos los avances que hoy día existen, se controlaría la situación, nos darían catarros que el cuerpo resistiría y adelante. Obviamente no fue eso. Estábamos siendo invadidos por un bicho bravo y que se movía a la velocidad de las palabras.
La gente empezó a morir. Los noticieros mostraban los estragos al principio en Asia, después por lo largo y ancho de Europa. La rapidez con la que el virus se expandía por el planeta fue increíble. Así, gradualmente llegó a través de aviones o barcos a nuestro continente. De pronto, una mañana se encuarentenó en el puerto de Oakland a más o menos diez millas de mi casa un barco crucero. Había llegado.
En este lapso de tiempo embarrado de tragedia, miedos, arrinconamientos forzados y ansiedades, a causa de infectarse del coronavirus, fallecieron cientos de miles. Y hasta este día siguen falleciendo. Caras conocidas. Familiares. Amigos cercanos o distantes. De todo.
Ha cambiado la manera de percibir el presente.
Mis padres fallecieron meses antes de que iniciara esta locura pandémica. Mi mamá murió el treinta de julio del dos mil diecinueve. Mi papá el quince de diciembre de ese mismo año. Sus partidas causaron que se me congelara la vida. Todo cambió. Me di cuenta de mi fragilidad. Y por primera vez me sentí mortal. Perdí el sentido hacia muchas cosas. Me había roto por dentro. Sentí que ya no tenía caso esforzarme en lo que hacía. Se me inundó el cuerpo por dentro por todo el llanto que no pude sacar en su momento. Estaba completamente astillado. Y mi mente divagó por todos los rincones en busca de recuerdos, desempolvarlos y hacer que estos me hicieran compañía. Era otra búsqueda. No como cuando rebuscaba experiencias para escribir algún relato. Esta búsqueda se transformó en dolores crónicos. Insoportable. Indescriptible porque ni siquiera era físico.
Me quedé huérfano.
Afortunadamente, tengo la habilidad de soñar en alta resolución. Y en mis sueños, por muchas semanas estuve con mis viejos. Los vi tan claro y los escuchaba tan nítidamente que yo mismo me sorprendo por lo tal. Conversamos. Nos reímos e hice bromas con ellos. Comimos. Recorrimos esas iglesias viejas de algunos pueblos en el valle de Oaxaca. Nos persignamos frente a sus santos y vírgenes viejos. Estatuas de miradas opacas y encorvados, por tanto, hacerles milagros a los creyentes. Pero al regresar a la razón, me daba cuenta de que solamente los había soñado. Eso me raspaba aún más el corazón. Pero así es. Son transiciones, pasos hacia realidades, pruebas que la vida a huevo nos da. Me refugié en la lectura que me daba y aún me da ese calorcito que me revitaliza el corazón. Leía por aquí y por ahí. Lo que fuera. Cosas cortas. Piezas largas, a medias. Era difícil concentrase. Me empeñé en hacer las cosas lo mejor que podía. Había que vivir o sobrevivir.
Para acabarla de chingar, con la pandemia encima. En esos tiempos de luto y calamidad, de pronto me di cuenta de que se me había fundido la facilidad con la que escribía historias. Mis dedos se entorpecieron. Un chingo de veces, me senté en frente de la pantalla e intentaba escribir, y no pasaba nada. Me di cuenta de que la voz que me hacía hacerlo ya no estaba. Las palabras que eran las madejas de hilos que tejían o bordaban las páginas de mi escritura puntada a puntada se habían enredado. Era necesario encontrar de nuevo la punta del hilo. Empecé a creer que era mi mamá la que se me pegaba al oído cada que me sentaba a complicarme la vida, como ella me decía. Eran sus historias las que me ayudaban a escribir. Eran sus personajes. Sus hombres y sus mujeres. Sus hijos y su hija fallecida. Eran sus caminos entierrados, sus calles del pueblo. Sus amores logrados y los mal conseguidos. Eran sus tiempos. Su cielo azul de Ocotlán. Sus cerros de Tilcajete los que le decían la hora con sus sombras. El sonido de la leña calentando el bracero. Eran los olores de mis abuelos. Las almas en pena de sus muertos. Eran las palabras empalagosas que leía en las cartas que mi padre le enviaba desde Carolina del Norte, desde La Florida o del Distrito Federal. Hasta estos tiempos me di cuenta de que escribía por ella. Mis manos que solo le prestaba estaban de luto.
Tuve que reinventarme. Me puse a rescatar lo que ya había escrito cuando todo era normal, en mi mundo por lo menos. Hoy soy parte de uno bien madreado, por cierto. Me recargué y me busqué mis propias razones para seguir en este terreno. Hay muchas. Sobre todo, lo más importante es estar vivo.
Con perspectiva muy diferente, retome mis escritos listos desde hacía ya mucho tiempo. Entonces aquí hay cuentos que escribí ya hace unos años, algunos que tienen lugar en la Oaxaca lejana y otros en el norte. Hasta una plática con el difunto Toledo. Hay voces migrantes. Murmullos de muertos como los de Rulfo. Porque no dejo de leerlo por el simple hecho de haber tomado prestadas, en sus tiempos, las voces de los más jodidos del campo.
Cabe mencionar que algunos de estos trabajos escritos han aparecido en el suplemento mensual Ojarasca del periódico La Jornada. Y leídos también por aquí y por allí. O sea que como en mis libros anteriores, son historias que van y vienen y personajes que de repente no llegan a ninguna parte. Ni solucionan nada. ¿Para qué? Dan tumbos y retumbos hablándose a sí mismos para no ser arrastrados por las ventiscas de marzo. Me niegan a desaparecer por completo. Posiblemente, lo escrito no arribe a punto alguno.
Aunque yo siempre llego aquí al sur o al norte o voy también para allá. Al norte o al sur. Mis dos puntos cardinales definitivos en mi vida. Hasta hoy. Here they are. Aquí van.
Retumbos
Hace mucho calor aquí en el pueblo. Cuando llegué, hace una semana, aún tenía la piel blanquizca por haber estado tanto en la sombra. Hoy, ya estoy agarrando color, entre rojizo y color de la tierra. Me ha estado quemando el sol. Los primeros días de haber llegado del norte, me molestaba casi todo. El polvo. El ruido de los vecinos. Los chismes del pueblo. El tener que despertarme debido al escándalo de los gaseros, y el pregonar de las tamaleras. Las motos de los tortilleros. El aire que hace por las tardes levanta la tierra y hace que se me irrite la garganta. Me lastima los ojos. Se me pega en el pelo y se hace mugre. Me siento fuera de lugar.
Los primeros días, al recorrer las calles, me chocaba mirar a los perros, sarnosos, flacos. Asquerosos, mordiéndose el culo, comiéndose a ellos mismos, desesperadamente tratando de mitigar la comezón. Animales, en fin, quienes aún en esas condiciones se dan tiempo para lamberse el pito enrojecido. Cogen desesperadamente a media calle, aun entre machos, como si cada vez que lo hicieran, fuera la última oportunidad de desahogarse en su miserable vida de animal de pueblo.
Hay desorden, borrachos en las calles empajados por el mezcal y las cervezas. Son días de celebración y pues cada uno lo hace lo mejor que puede. Hay fiestas a todo volumen. Olores a lo que sea flotando por todas partes. Hay vida. Diferente. ¿No era esto lo que extrañaba al andar allá en el norte pues?
Aquí estoy de regreso. Aunque los primeros días me está costando acoplarme. A pesar de que en su momento me molestaba el polvo, la mierda de los animales esparcida por las calles, los zancudos, y el rebuznar de los ya escasos jumentos. Aquí estoy, pues, despertando con la música guarachera que sale de las bocinas de las motos taxi, por la voz de señor Aureliano saliendo de sus bocinas trompetadas, sermoneando desde temprano al pueblo, y por todos los ruidos habidos y por haber en el pueblo, aquí estoy. De aquí soy.
Es diciembre y muchos hemos retornado en busca de tranquilidad. De libertad. O en todo caso vivir el desorden de nuestro país. Retornamos en busca de los pocos o muchos que nos aguardan. Lo hacemos porque sea como sea, se siente bien estar de regreso, principalmente si nos fue bien. Y si no, pues por lo menos hay que aparentar.
La Navidad y su bulla. Las posadas y sus olores a ponche, a café, a tamales de chepil. La música tradicional tocada por la vieja banda de viento. Los jarabes del valle. Pinotepa, y hasta un danzón para desempolvar los recuerdos. El baile. Los tronidos musicales sin ton ni son de las bandas modernas desentonando las posadas. Sin falta, eso sí, los corridos nostálgicos de Los Tigres del Norte. Los cuetes. El mezcal. El aroma del chocolate que se desprende al ser batido con el molinillo en esos perpetuos jarros verdes.
Las calles del lugar