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Los Guerreros del Altiplano: La Leyenda del Caos Horrendo
Los Guerreros del Altiplano: La Leyenda del Caos Horrendo
Los Guerreros del Altiplano: La Leyenda del Caos Horrendo
Libro electrónico400 páginas6 horas

Los Guerreros del Altiplano: La Leyenda del Caos Horrendo

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En la coyuntura de una Invasion de la Excan Tlahltoloyan a Cholula, Quetzalcoatl y Tezcatlipoca enfrascan una violenta guerra al disputarse en la piedra gladiatorial, el amor de la Diosa Victoria, quien se manifiesta como la emisario y presagio de la destruccion del Quinto Sol. Entre los rituales y los sacrificios, la guerra florida y el tzompantli, el amor florece y se extingue. La historia se complementa con un escalofriante relato de la Batalla de Zacatecas y la feria de Jerez, donde se ilustran y glorifican las tradiciones mexicanas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2022
ISBN9781662492365
Los Guerreros del Altiplano: La Leyenda del Caos Horrendo

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    Los Guerreros del Altiplano - Jaime Sanchez

    I

    El Señor del Espejo Humeante

    Una sombra de duda y miedo cruzó de nuevo por la mente de Victoria debido a la encrucijada en la que se encontraba. El horror fascinante que se abalanzaba vertiginosamente hacia ella con toda su magia, su misterio y maleficio; sus secretos más sacrílegos e inquietantes; sus ceremonias y rituales. Estaba pues, a punto de ser infiel a Quetzalcóatl, su amado y eterno enamorado por lo que intentó escapar de esa situación amenazante y avasalladora, pero sus piernas flaquearon pues estaba ante ella Tepochtli, el joven hermoso; Tezcatlipoca, el hechicero del viento nocturno, el dios huidizo y metamórfico; el engañoso, el que se burla de los hombres. Pero también era él quien tenía aquel poder inigualable de revelar el destino de los hombres; en esos ojos negros, encapuchados y siniestros que brillaban como fuego, vio ella manifestada su providencia.

    Tezcatlipoca generaba en Victoria una atracción mágica, pues evocaba la belleza y divinidad del dios Apolo, el intruso del norte, el eterno y atemporal amante de las musas. Tal vez fuese Adonis, dios de la belleza y del deseo, el favorito de la diosa Afrodita; privilegiado con una sorprendente y destacada belleza. Esa bizarría tan varonil, esa gallardía omnipresente e impactante, su carisma psicopático, su carácter de guerrero audaz, temerario e impetuoso; su mirada sagaz y su sonrisa cautivadora, el tono y timbre de su voz, su olor milenario y prehispánico, nativo americano del maíz que le arrobaba el alma.

    No era demasiado alto, pero la proporción y diseño de su cuerpo logrado a base de la más férrea disciplina y que desplegaba tanto su musculatura como la estrechez envidiable de su cintura que incluso a Victoria dejaba boquiabierta, aunado a los rasgos de su rostro moreno los que eran, sin embargo, suaves y finos, su pelo pulcramente recortado hasta los hombros aumentaba su encanto seductor.

    Victoria sintió un líquido ardiente escurrir entre sus piernas y por momentos creyó que su lengua y su cuerpo se disolvían. Su pulso cardíaco se catapultó precipitadamente y su respiración se volvió agitada y escabrosa; sus mejillas y su cuello se volvieron de un carmesí intenso al sentir la mirada de fuego del dios del placer.

    Sus cuerpos chocaron y se restregaron fogosamente, para sentirse y para palparse, para fundirse, disolverse y entregarse. Mientras Victoria se agasajaba del musculoso cuerpo de Tezcatlipoca, este se deleitaba con la piel perfumada, sedosa y tersa de Victoria. Sus lenguas y sus cuerpos danzaban al ritmo del fuego de la hoguera al momento que Victoria sintió la serpiente colosal desplegarse entre sus piernas agitando la llama del deseo. Ella alzó inconscientemente una rodilla, la que Tezcatlipoca tomó y arrimó levemente para sentir sus entrañas ardientes mientras Victoria lanzaba un grito aterrador y altisonante que puso los pelos de punta a Tezcatlipoca, cuyo ofidio se sacudía estrepitosamente en el umbral del diminuto y estrecho vientre.

    A lo lejos, crecía el ruido del teponaztli y del quiquiztli, el murmullo de los cantos de los guerreros de Huitzilopochtli que venían a rescatar a la diosa Victoria. Tezcatlipoca quiso apartarse, pero ella lo aprisionó enredándose en su cuello para atraerlo y besarlo con impetuoso fervor y vehemencia. Él, creyó ser presa de una traición, de una broma o una trampa y quiso emprender la huida y desbandada como el dios huidizo que era; sin embargo, solamente soltó una carcajada sonora y burlesca mientras tomaba la otra pierna de Victoria para apretarla contra la pared y continuó besándola con la furia descontrolada de un huracán.

    Sintiéndose acorralada por el mastodonte gigantesco, ardiente y sudorosa, Victoria comenzó también a gemir y a jadear mientras cabeceaba y se agitaba violentamente lanzando su melena por los aires. Continuaron meciéndose y besando furiosamente y con vehemencia, con la rabia y el coraje de la tempestad, como las olas del mar embravecido bajo la inclemencia y destemplanza de la tormenta y el vendaval, la tromba y la borrasca que batía a la Niña que Tezcatlipoca veía en los ojos de Victoria, donde también veía la Pinta y la Santa María con sus marineros hambrientos y amotinados y el fanatismo de los frailes; con la pimienta y el azúcar, los espejos y la seda, la pólvora y los pencos berberiscos; la biblia y el arcabuz, la bandera de los reyes católicos y las Capitulaciones de Santa Fe; la salvación eterna y el genocidio.

    Pero Tezcatlipoca era también el príncipe de la escapatoria y la huida. El prestidigitador ilusionista hábil y diestro en el escamoteo y desvanecimiento desbocado entre el eclipse refulgente y el ocultismo oscurantista; el génesis prometido entre el ocaso y el crepúsculo inesperado por el callejón de la ilegitimidad clandestina; el tráfago siniestro entre el caos altisonante y la conciencia secuestrada, entre la bestia reptiliana acorralada y la lógica subyugada y asaltada.

    Sobre la marcha, con los besos ardientes y caricias enervantes la hacía ascender y arribar a ese paraíso perdido y virginal, a la salvación eterna; al oasis y vergel de aguas cristalinas y frescas de olor a hierba y a tierra mojada, del perfume de las flores y el efluvio de naranjos y limoneros. Al arrullo de la dulzura y ternura de sus besos, arrumacos y caricias, la acarreaba y arrastraba al sosiego y serenidad de ese puerto, ese remanso y edén donde la suave eufonía y armonía del canto de los pájaros, los grillos y las ranas, se disolvían y diluían en el abandono, la indolencia y la entrega arrebatada.

    Pero le gustaba mantenerla ahí, en ese momento y estado exacto y preciso, zozobrando a la deriva, latente y palpitante; ardiente, sudorosa y anhelante entre el arrepentimiento y la rectificación o la capitulación y la renuncia; entre la rendición ignominiosa y el otorgamiento ultrajante o la estampida y reculada, la huida y el clarinazo. Como una melodía dulce y sostenida en ese apacible ir y venir, ese subir y bajar sereno, ese arrullo tierno y dulce, pero cruel y despiadado, prolongado y extendido entre el placer y la tortura, entre el retroceso y el avance, la llevaba de la mazmorra al paraíso, al umbral de ese oscuro lugar donde el humo no tiene escape; Omeyocan, donde habita la deidad suprema, creadora y generadora del universo.

    Con la frialdad y sadismo escalofriante del verdugo ejecutor que se excitaba más por el sufrimiento que por el placer que le provocaba, le mordisqueaba y relamía los labios carnosos, así como su lengua ardiente se introducía en aquella boca dulce para explorar y saborearla; le besaba los párpados, la frente y recorría su mejilla suavemente hasta descender al cuello que ávido de besos y caricias, se estremecía, gemía y se redoblaba al sentir el aliento abrasador mientras las manos recorrían, toqueteaban y tentaban, sobando sutil y fogosamente una y otra y otra vez su cuerpo escultural de diosa del Olimpo; desde su espalda tersa y fina, los glúteos turgentes y redondos hasta las piernas largas y esbeltas, los senos túrgidos y mórbidos y aquellos hombros tornasolados y excitantes; pero sin ir más allá, sin excederse ni adelantarse, sin alborozarse; sin incrementar ni atizar la intensidad ni el fuego del deseo, manteniéndola al borde del desquicio.

    Confundida y abochornada, desfalleciendo y con el aliento entrecortado, con las caderas y los hombros caracoleando y serpenteando, las piernas restregándose y su entrepierna ardorosa y burbujeando; desesperada porque Tezcatlipoca no la llevara más allá, Victoria comprendió que estaba siendo tentada y provocada a entrar en el preámbulo y preludio de ese juego prohibido, esa estratagema y emboscada; todo tuvo entonces sentido y razón, pues él no quería tomarla, sino que más bien que ella diera el paso fatal al oscuro abismo y desfiladero donde caería vertiginosamente en el otorgamiento y la adjudicación.

    Sedienta y ansiosa de llegar más allá, al teocali sagrado, al lugar frente al sol donde viven los cuäuhpilli, con los ojos azules profundos y sus labios rojos temblorosos y suplicantes, adelantó su cadera para restregar y frotar el pubis anhelante contra la voraz serpiente voluminosa y corpulenta que se desplegaba frente a ella, mientras tomaba la mano azteca para llevarla a esa intimidad, a esa región, a esa cuenca y concavidad celestial para que con sus dedos palpara ese capullo, esa vertiente, volcánica y caliginosa, inundada y caudalosa que estaba borboteando y espumosa como agua para chocolate.

    Se sintió perforada por el dragón imponente y enorme que se escurría invadiendo, abriendo y rasgándola; despejando sus pliegues para franquearse en su estrechez diminuta y percibió cómo se desplegaba, esparciendo y dispersándose dentro de ella; extendiendo y desparramando; merodeando y arrastrándose hasta alojarse totalmente en sus entrañas. Presa de un ataque de pánico, incapaz de reaccionar por el dolor agobiante que la embargaba y paralizaba al ascender por su espina dorsal, con los ojos abiertos y el aliento entrecortado en aquel instante que parecía eterno e infinito, presagio y profecía del vendaval que se avecinaba por los mares del oriente, con los músculos tensos y los dientes apretados, Victoria fue víctima del frenético y vertiginoso caos; el asalto, conquista y ocupación. El inminente ataque se desató en sólidos e incontenibles avances, hendiendo y rajando; acuchillando y resquebrajándole con furia desmedida el vientre y los gloriosos y celestiales glúteos con el castigo y golpeteo, percusión y tamborileo que la abatía. Victoria emitió un grito aterrador debido al dolor que le producían los embates mientras su mejilla se restregaba al rostro de Tezcatlipoca, cuya boca se regocijaba apasionadamente lamiendo y besándola, saboreando y disfrutando de su rostro caliginoso y volcánico.

    Aferrada y pertrechada contra la pared Victoria resistió los poderosos y salvajes embates, ese incesante, colérico y furibundo desplazamiento y trasiego; la fuga y la desbandada, la implacable y sofocante incursión y cacería; la batida, el pillaje y el saqueo estruendoso y estrepitoso como las olas del mar encolerizado. Sentía el mastodonte machacar y magullar lo más profundo y recóndito de su ser, mientras las manos la acariciaban y recorrían desde las piernas y el pubis hasta los glorificantes, túrgidos y turgentes senos. Ella inclinó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, dominada y posesionada por el arrebato fervoroso de pasión que la embargaba. Sus gemidos y sus lloriqueos se combinaron con el ruido de los caracoles y cascabeles que llevaba Tezcatlipoca en los tobillos y las pantorrillas y también con el estrepitoso chocar de sus cuerpos porque Victoria ya había empezado a contorsionar y a oscilarse al ritmo agitado del dios burlesco, en una danza ritual y ceremoniosa, milenaria y pasional; el macehualiztli y el netotiliztli, donde se merecían y se ofrecían los cuerpos en sacrificio y holocausto al ruido del huehuétl y el teponaztle. En esa coreografía sensual y sincronizada, zigzagueante; esa ceremonia y ritual donde la magia y el misterio, el copal y la salvia, la dualidad del Ometéotl, el agua y el fuego se desencadenaban y desataban liberadas y redimidas, representadas y personificadas en esos dos cuerpos ardientes, sudorosos y extenuantes que, embriagados por el octli de su esencia, se entregaban y diluían, renunciando y abdicando al pasado y el presente; con la exultación, el júbilo y la aleluya; con la furia del jaguar y el corazón de la montaña que los transportaba y trasladaba, pero que también los encomiaba y exaltaba.

    Victoria se vio arrastrada por las aguas turbulentas y caudalosas del torrencial desencadenado e incontenible de la llama y el ardor de la pasión que le encendía la apetencia, la lujuria y el golondro creciente y avasallador que la consumía y desbordaba; que la ofuscaba, la irritaba y abochornaba; la ebullición y el burbujeo que hervía dentro de lo más profundo de su nave, provocado por el constante y persistente, prolongado e inagotable repiqueteo y percusión que la suspendía y sostenía en el estado flamígero y tremolante, erizada y crispada por el culebrón pingorotudo que la forzaba y profanaba, que la estupraba y desfloraba al filtrarse e invadirla, trasladándola al borde de la gloria y el paraíso y de ahí al epicentro y abismo de Mictlán.

    Con los ojos cerrados, los dientes hundidos y el pelo entre los puños, manifestando el delirio y la locura, la felicidad y la euforia, continuó entregando y rindiéndose a la pasión exasperante que la desbordaba. Como mariposa clavada contra la pared en el mástil sólido y granítico, ella resistía los embates y acometidas al momento que se impulsaba hacia arriba para de nuevo dejar caer su cuerpo y estrellarse contra el cuerpo de Tezcatlipoca, pubis contra sexo, su mundo contra su mundo, provocando chasquidos altisonantes debido a la humedad inundada del vientre de Victoria.

    La diosa se desprendió de los brazos musculosos para ponerse de pie y dar media vuelta mientras se alzaba con la punta de los pies, elevando su delicioso, redondo y esférico trasero. Tezcatlipoca la cogió de los senos y comenzó a besarle los hombros, tersos y sedosos con voraz e incandescente apetito mientras la penetraba nuevamente. La sintió húmeda, inundada y ardiente; fogosa como hoguera, como pira, como las piedras volcánicas sagradas del temascal mientras ella gemía y jadeaba al sentirse expandida y dilatada.

    Abrazada, aferrada resistiendo entre el palo mayor y las vergas, catapultada con ferocidad infernal al trinquete y la mesana; azotada, vapuleada y asediada con rabia por el vendaval contra el velamen y el cordaje, donde enredada y arrebujada entre las jarcias y los cabos era incesante y bruscamente traqueteada y estrujada, apaleada y tundida por los aguaceros de la tempestad y el ventarrón, el oleaje embravecido, la batiente y marejada, la precipitación y el chaparrón incontenible y torrencial, la erupción y el estallido de la superfluidad y la abundancia fértil, prolija y exuberante.

    Tezcatlipoca la miró tendida en el suelo y se aproximó a ella, cuchillo en mano, mientras Victoria lo miraba temblorosa y sintió la obsidiana insertarse en su pecho hasta rasgarle la carne; después, sintió la mano fuerte introduciéndose en su herida, haciéndola aullar de dolor pues de un tajo le arrancó el corazón ardiente y palpitante. Finalmente, se quedó mirándola en el suelo, sangrando y estremeciéndose; comenzó a descender la pirámide corazón en mano, pues los guerreros cholultecas ya se escuchaban con sus tambores a la entrada del poblado. Así, desapareció bajo las sombras de la oscuridad que ya caía, convirtiéndose en el Señor del viento de la noche y de la risa; de hecho, por las montañas y los cerros, los poblados y los imperios, en medio de la oscuridad y convertido en leyenda huía con ataques de risa y llanto desquiciados y alarmantes que resonaban por las cuatro direcciones y espantando a todos los que lo escuchaban y que se refugiaban en sus covachas prendiendo fuego, orando y clamando a Tepeyollotl y los ídolos de barro. Pocos eran los valientes que se atrevían a salir con sus armas para perseguir y enfrentarse a este dios brujo enloquecido con el fin de atraparlo al rayar la alborada cuando estaba más vulnerable y poder así arrancarle la revelación de su destino, la desgracia o la fortuna.

    Sobrepasada la tormenta y los mares sosegados, el sol se levantó en ese amanecer apacible de vientos dulces y suaves como por abril en Valencia, cuando las carabelas se dibujaron en los horizontes infinitos de las islas caribeñas. Cansados y hambrientos, frustrados, al borde de la locura y el paroxismo y dudando si no fuese un espejismo, una burla maldita del destino, los marineros y el ligur en la Santa María comenzaron a reír, a llorar y a rezar llenos de júbilo, pero también temerosos. Las gaviotas, los alcatraces y otros pajarillos revoloteaban sobre la nao que se avecinaba ladeada a paso lento, como arrastrándose rendida y destrozada, crepitando lastimeramente, con su muelle vencido y sus mástiles cayendo. Final y providencialmente, encalló en la costa y comenzó a hundirse; salvados los pertrechos y los hombres, la Santa María fue despedazada y sacrificada para con sus maderos construir el fuerte Navidad.

    Tezcatlipoca era perseguido implacablemente por las huestes cholultecas incansables que con los pies descalzos ya le pisaban los talones; por entre los campos áridos y estériles llenos de magueyes y nopales, por las riberas de los ríos menguados y los sembradíos secos hasta que llegaron al pie del Iztaccíhuatl, el cual comenzó a ascender rápidamente con los guerreros al acecho. El paso era raudo, veloz y Tezcatlipoca nunca tuvo que enfrentarlos, puesto que aquellos iban reventando por la extenuante fatiga y caían muertos por los desfiladeros. Docenas de guerreros quedaron pues, tendidos en el camino, en la persecución fatal del príncipe del conflicto y la discordia que ya alcanzaba lentamente, casi al borde de la muerte, cansado y rendido, arrastrándose por la nieve y convulsionándose por el llanto y la risa, la inmaculada cima del ovular volcán. Era tanto su llanto y su dolor, que sus lágrimas se convirtieron en lluvia, tormenta y huracán que azotó los campos necesitados de agua, inundando y anegándolos y además ahogando los animales y los hombres. Como el dios caprichoso que era, bajo el pedido y los sacrificios de sus pueblos, había concedido el agua suficiente para hundirlos con agua por cientos de años.

    Cuando Tlacaélel, a la cabeza de los guerreros de Huitzilopochtli subió a la pirámide, encontró a Victoria desnuda, abatida y destrozada, profanada y tirada todavía en el suelo; riendo y solazándose por las caricias de Tezcatlipoca, meciendo sus piernas hacia los lados, caracoleando y acariciándose su cuerpo y cerrando los ojos mientras emitía gemidos de gata en celo, como si aún saborease los besos que le habían sangrado los labios; por entre sus piernas fluía rebosante aún, como río caudaloso, pletórico y abundante la esencia y consistencia, el apelmazamiento y el néctar de la creación. Cuando la cubrieron con los mantos sagrados para regresar a Cholula alcanzaron a escucharla delirante: …tú sabías dentro de ti mismo lo que ibas a decidir respecto a mí, cómo sería yo en algunos días. Pues, en realidad, sobre la tierra, tú te diviertes, no estás hecho más que para reír…. "Sea lo que fuere, tú lo has decidido; tú posees la risa sobre la tierra. ¡Que tu espíritu, que tu palabra sea tomada en cuenta, sea satisfecha, mi guerrero del altiplano…!

    Paulette con sus hijas asistía al velorio de Ignacio de la Torre y Mier esposo de Amada Díaz, la hija del dictador. El aire sombrío y fúnebre estaba impregnado con tintes grotescos de un morbo perturbador y calamitoso que rayaba entre el luto resignado y apesadumbrado de algunos, y la macabra burla forzosamente contenida de otros. La tragedia y la sátira, el dolor sobrecogedor y la risa sardónica se mezclaban como el azúcar con el café o el brandy en el agua hirviendo. Este aire sombrío, antes mencionado, podría también cortarse al filo de un cuchillo, partiendo el recinto en varias dimensiones, tan palpables como etéreas, como si se estuviese entre el umbral del padecimiento y el martirio o el cinismo y la insolencia; la angustia, el sufrimiento y el desconsuelo o la mofa, la chunga y el pitorreo. El ilustre occiso, aunque maquillado, impecablemente vestido y bien peinado, pero también estaba enredado y envuelto en un aire de misterio hermético y de un enigma impenetrable. Sus labios y sus ojos cerrados para siempre eran como un símbolo de esa interrogante secreta que se iba con él a la eternidad. El célebre yerno finado, era en círculos mediáticos y a nivel nacional también conocido y celebrado como el Excelentísimo 42, el Anónimo 42, el Prófugo 42, o el Rápido 42.

    El llanto estremecedor y avasallador de la viuda y sus allegados más cercanos se confundía con el murmullo furtivo y el cuchicheo subrepticio, el balbuceo latente y el susurro sigiloso. Disimulada y lentamente, como los charcos de agua durante la lluvia, varios grupos se iban formando en forma callada y silenciosa, con la cautela y la prudencia más cómica y discreta; era una pantomima, un circo y una caricatura de ojos desorbitados y quijadas caídas, de encubrimiento de bocas y trompas erguidas y acusadoras; de señas, peladeces y ademanes; de silencio mojigato y complicidad zalamera, dimes y diretes, reclamos insistentes y pellizcos, hombrazos y codazos. A tientas y regañadientes, entre pausas fingidas con sonrisas diplomáticas y consoladoras a los dolientes, se contaba la historia de esa famosa redada policiaca en aquella casa en la Ciudad de México, donde se cachó infraganti a un grupo de hombres, la mitad de los cuales vestían como mujer, bailando jocosamente al son de una rítmica melodía. Secreto a voces era, que el finado era uno de los concurrentes y que, gracias al privilegio de ser yerno del presidente, se le dejó emprender la fuga en una desbandada despavorida por las azoteas de las casas en la colonia Tabacalera, hecha todo un desastre con todo y peluca y el maquillaje corriendo, las medias rasgadas y los tacones en la mano.

    Por todos es sabido pues, que, en los reportes policiacos, periodísticos y de opinión pública se sentenciara al número 41, achacando y endilgándole en los anales de la historia y la moral, el populacho, el vulgo y la gentuza, a ese número inocente que nada tenía que ver, puesto que ni siquiera nunca estuvo ahí, el lacerante estigma de la homofobia.

    Al filo de los murmullos, la música fúnebre, el rosario y el pésame de los concurrentes para los dolientes, Paulette, en un grupo de amistades de la ciudad y sus hijas, distinguió ligeramente aquella voz tan varonil y peculiar que a veces surgía y se apagaba, se alzaba sobresaliendo entre todo el barullo para luego desaparecer. Ella luchaba por poner atención a esa plática tan disimulada de sus amigas que muy discretamente la ponían al tanto de todos los últimos acontecimientos en la metrópoli, los viajes a Europa y a Nueva York; sin embargo, volvía a asaltarla y asediarla el timbre y tono tan familiar y tan sensual como caricia a sus oídos que se esforzaba por recordar dónde la había escuchado; esa voz que le evocaba recuerdos que le cortaban la respiración y hacía que su cabeza diera vueltas, le hinchaba el corazón de una alegría y un gozo indescriptible que le recorría todo el cuerpo, le aceleraba el pulso y le provocaba un aleteo de colibríes intenso y profundo en la boca del estómago.

    En un asedio constante y desesperado que la alegraba y lastimaba, la regocijaba y torturaba; esa resonancia y dulzura melódica de tenor y de poeta que la seducía y encantaba, causándole escalofríos en su espina dorsal y debilitando sus rodillas, haciéndola flaquear y cerrar los ojos para recordar, mientras se llevaba la mano a la frente, afirmando a sus acompañantes que sí que todo estaba bien; pero no era así, pues volvía esa voz tan atrayente y hechizadora a acorralarla y a traerle remembranzas continuas y sucesivas que iban y venían por su mente como las olas del mar en la noche tibia y apacible cuando se dibujaban las estelas de la luz de la luna y las estrellas revoloteando y bailando en el mar, entre la arena de la playa y los cangrejos, junto a los barcos de los marineros que olían a pescado, aventura y madera vieja, con sus redes y sus velas, al ruido arrullador de las olas que reventaban en la playa una y otra vez, incesantemente combinando con la música en las tabernas concurridas por marineros donde se vendía el licor y el vino, el amor y el espagueti con salsa putanesca.

    Esa voz que le traía reminiscencias y recuerdos de aquel añorado poblado andaluz, provincia de Huelva, conocido como Puerto de Palos de la Frontera; fundado por fenicios, romanos, visigodos y musulmanes, diestros y hábiles en el arte de la navegación, la pesca y la piratería; donde también había llegado siglos atrás un hombre de Aragón con su familia, trabajando como buzo y quedando ciego posteriormente y que debido a su ceguera y su afición por el canto, los palermos lo apodaron Pinzón, puesto que evocaba a los pájaros pinzones, los que eran cegados para cantar mejor.

    Paulette había arribado clandestinamente con sus dos hijitas y la mucama huyendo de su esposo que la quería llevar a tierras desconocidas y salvajes. Sin conocer a nadie, sola y desamparada, como una obra cruel del destino, acudió a la Rábida Franciscana a pedir asilo; a ese monasterio donde también siglos atrás se llegara con su hijito un extranjero ligur miserable y haraposo de mirada firme y temple resuelto, quien hubo de refugiarse del hambre, el frío y las acusaciones de locura, alucinaciones y desvarió que le perseguían y acosaban por el hecho de tener aquel sueño sacrílego y demente.

    Cuando tocó la puerta abrió el franciscano, quien los invitó a pasar, además de ofrecerles de comer una sopa caliente y rala con pan duro, el cual devoraron con avidez. El extranjero junto a su hijo fue bien recibidos y alimentados por varios días y eran vistos con simpatía pues, aunque poco hablaban español, se aprestaban a las labores del día como la limpieza y la oración, aunque sin atreverse a limpiar los cochineros o los huertos, ni a practicar el flagelo por las tardes. Como el ligur era muy amigable pronto hizo amistad con todos, pero más especialmente con Marchena y con Pérez, aunque con el paso de los días se empezó a notar como exageraban en sus discusiones que hasta desatendían las labores y hasta la oración por estar tan sumidos en aquellos debates tan acalorados, lo que pronto llegó a ser una molestia para el resto de los frailes, puesto que se les cargaba todo el trabajo. Sobre todo, al chonchito Fray Julián que le tocaba barrer y limpiar las cuatro galerías bajas del claustro mudéjar y las laterales, donde se encuentra la sala general y que apenas le alcanzaba el día para ejecutar su tarea. Bastante trabajo le daba y había requerido en varias ocasiones, sin éxito, un ayudante. Por eso la molestia y el enfado que le causaba al ver al extranjero y a Pérez discutir casi todo el día enfrascados en conversaciones tan largas como mundanas y hasta sacrílegas, olvidándose de sus tareas y sin siquiera ofrecerse a ayudarlo aun cuando lo veían trabajando a todo gas, sudando la gota gorda. Había intentado en vano ignorar a ese par de flojos y concentrarse en sus deberes y cuando la molestia parecía embargarle, comenzaba a orar el rosario para ahuyentar los malos pensamientos. Sin embargo, el cansancio comenzó a surtir efecto y frustrado y rabiando por la injusticia decidió quejarse con el superior, arguyendo que el diablo le estaba tentando, no tanto por el coraje de la injusticia del reparto de labor y de los deberes, sino por pláticas tan blasfemas que no podía creer que un fraile fuera capaz de entablar con el extranjero.

    Armándose de todo el valor, confesó a su superior de esas pláticas tan blasfemas y profanas de esa dupla de chiflados esquizofrénicos, discordantes diabólicos de la buena conducta y la religión, que tan bochornosamente deliberaban todo el día y toda la noche sobre el cierre del estrecho del Bósforo por los turcos tras tomar Constantinopla en 1453. Altercaban también, febrilmente del menester comercial de encontrar una nueva ruta para obtener especias tan necesarias para la conservación de la carne y para obtener la seda.

    Este dúo trastornado de mentecatos infieles y paletos, borricos papanatas, discrepantes y transpuestos de la conciencia, el escrúpulo y las buenas creencias, polemizaban apasionadamente de las cartas náuticas de Zheng He, los viajes de Marco Polo, de los mapas portulanos; sobre las cartas de compás o loxodrómicas, de que si la tierra es como una pera o una manzana. Discurrían con certeza arrebatada de aparatos satánicos como el astrolabio, la ballestina y la brújula; de blasfemias como las mediciones geodésicas realizadas por los griegos.

    Este grotesco duplicado de lunáticos desvariados y jumentos, herejes y apóstatas, impugnantes de los cánones, los hábitos y la gracia de la sagrada eucaristía, argüían con certidumbre ferviente de la invención de la carraca y las carabelas, de aparejos latinos o redondos, de rutas marítimas y de corrientes de aire; se desvivían contendiendo sobre los descubrimientos de Enrique el Navegante de las islas Azores y Madeira; de Gil Eanes quien cruzó los mares tenebrosos de Cabo Bojador; de Bartolomé Díaz quien alcanzara el golfo índico doblando el cabo Buena Esperanza.

    Esta dualidad de chalados deficientes, asnos ladinos, anticlericales impíos y divergentes del misticismo, el santísimo sacramento y la magnanimidad debatían con exaltado fervor de un tal navegante llamado Alonso Sánchez de Huelva, quien le dijo a Zafado número 1 que en una ocasión cuando viajaba de las islas Canarias a Madeira había sido desviado por un temporal tan recio y tempestuoso y que no pudiendo resistirse se dejó llevar por la tormenta por 29 días, sin saber por dónde, ni a donde y que él había estado en unas islas donde los aborígenes los recibieron con comida, oro y les ofrecieron a sus mujeres como regalo, creyendo que eran dioses.

    Este ying y yang de vesánicos anormales, ateos cismáticos; desacordes del ascetismo, la teología y la absolución, rebatían con ardiente convicción que, según Ptolomeo, el Ecúmene, medido sobre el paralelo de Rodas, medía 72.000 estadios, entre el cabo de San Vicente y Cattigara. Hablan de un tal Toscanelli, quien le dio una carta personalmente a Paranoico número 1, donde aquel afirmaba faltaban solo 130 grados para llegar a la India, navegando en sentido opuesto y que él podría llegar a Cipango navegando las mil leguas restantes en solo 5 semanas de salir de las canarias;

    Y cuando Orate número 2 le preguntó cuánto dinero ocuparía para realizar su viaje, Cristóforo Corombo contestó con la irrisoria cantidad de dos millones de pesetas, a lo que Extraviado número dos respondió descabellada y cínicamente que contara con ellos, puesto que él era un antiguo consejero de la reina Ysabel y podría conseguirle otra audiencia ante la reina e interceder por él para obtener el financiamiento tan deseado para aquella empresa de proporciones tan épicas como extravagantes.

    II

    El profeta y la defenestración de Jezebel

    Sin embargo, tengo esto contra ustedes: Ustedes toleran aquella mujer Jezebel, quien se llama así mismo profeta. Por sus enseñanzas ella ha encaminado a mis sirvientes a la inmoralidad sexual y a comer alimentos sacrificados a los ídolos.

    Apocalipsis 2:20

    Justino escuchó tocar en la puerta de su celda y cuando abrió se internó Belcebú, el dios de Jezebel, la sierva predilecta y encarnada precisamente en Paulette que llegaba vestida de fraile. Él no supo reaccionar, paralizado tanto por la sorpresa como por el dolor lacerante en su espalda fustigada, pero ella cerró la puerta y se deshizo del hábito. A pesar del frío de la noche, él comenzó a sudar profusamente pues un calor sofocante y agobiador se había filtrado junto a ella.

    Se paró frente a él completamente desnuda, temblando de ansia y de deseo candente. Él la miraba

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