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Secretos entre mi abuela y yo
Secretos entre mi abuela y yo
Secretos entre mi abuela y yo
Libro electrónico957 páginas15 horas

Secretos entre mi abuela y yo

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Información de este libro electrónico

"Para ganar no hay que matar... con aprender a respetarse como persona podemos empezar". Tony Hernández.Es la historia de un niño débil que vino a este mundo sin ningún derecho a la vida, de como brincó las cercas del infierno para convertirse en un hombre sobre sus propios pies. Con los bolsillos llenos de gratitud y en el corazón amor y respeto por todo lo que le rodea, cargando al hombro los principios del padre, los consejos del tío y la sabiduría de su abuela.La historia es real y la expreso desde mi punto de vista, a través de los ojos de mi abuela como un remedio para la tristeza de su pueblo, para los que buscan la luz, encontrarán su mensaje, la realidad del momento y verdades que duelen en el alma.No es pena lo que siento por mi pueblo, es vergüenza ver hasta donde hemos llegado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 abr 2021
ISBN9781662488979
Secretos entre mi abuela y yo
Autor

Tony Hernandez

Refuting the teaching that salvation is over and teaching that Jesus speaks plainly when He says that no one knows of the day and hour of His return.

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    Secretos entre mi abuela y yo - Tony Hernandez

    Donde nací

    ¿Dónde nací? En el pueblo de La Coloma, al sur de Pinar del Río, Cuba, una villa de pescadores. Un pequeño río con una ensenada a la entrada protege a los barcos en tiempo de ciclones.

    Según mi abuela, los primeros en llegar a esta ensenada fueron unos piratas que le venían huyendo a una fragata inglesa y una de esas famosas tormentas del Caribe hizo correr el barco por todo el canto del veril hasta encallarlo frente a corral falso. Ellos se tiraron en botes pequeños y descubrieron aquella ensenada carenando en la playita que existía en aquella época para reparar el barco, y en diciembre con los vientos del norte se fueron.

    Después llegaron un par de gallegos contrabandistas y, una tarde de invierno, los gallegos y piratas hicieron un trato en aquel mégano. Hicieron un trillo en los manglares, atravesaron la sabana llegando a la ciudad de Pinar del Río, todo en nombre del negocio más próspero de la época: el contrabando.

    El gallego, cuando oye hablar de oro, suelta la mula y corre. Fueron cortando monte hasta la costa y no encontraron a nadie. Para defenderse del tábano, el mosquito y el jején, dieron candela a los árboles cortados y allí se inventaron el carbón de leña, que con el tiempo se convirtió en un negocio rentable, llegando a convertir aquel lugar en un pueblito de carboneros. Sin embargo, los Castro fueron los que descubrieron el tesoro de mi pueblo y lo mantienen en secreto como un negocio familiar. Ni el pueblo cubano, ni el mundo tiene derecho a saber absolutamente nada. Es el que les ha llenado las cuentas bancarias en Suiza y en España. Solo en mi pueblo se recogen entre 500 o 700 toneladas de langostas por año.

    El negocio es privado, con una firma japonesa. En Cuba son pocos los que saben que es una langosta, sin contar el atún y el bonito que también es bastante. En ninguna tienda cubana se vende una lata de atún.

    La famosa Corriente del Niño recoge la langosta del Atlántico y la tira contra América del sur. Allí, la corriente marina de la Guayana Francesa las arrastra por todo el mar caribe hacia el Golfo de México, dejando más del 70 por ciento de ese crustáceo en el triángulo langostero de La Coloma, probablemente el más grande del mundo.

    Ahora, cuando en el día baja la marea, la brisa trae un olor a podrido insoportable que a mi tío Antonio le encanta. Él dice que es la descomposición de las algas marinas.

    —¿Qué es eso, tío?

    —Respira profundo sobrino y llénate los pulmones, disfrútalo; huele a culo de mujer.

    —¿En descomposición, tío?

    Me mira y sonríe.

    —Eres muy joven y sabrás de amores el día que le des un beso en el culo a una yegua.

    En las noches, cuando la marea sube y el viento se va a descansar, llega la calma y con ella una mosquitera que, a veces, ni hablar se puede. Ni la música ni la algarabía ni el brincoteo de la gente que baila puede espantarlos. Ellos forman parte de la comunidad. Si sacaran un líder que representara sus derechos frente al partido comunista, Fidel Castro les daría ciudadanía, un carné de identidad y también una libreta por núcleo familiar. ¿Por qué no?

    Dicen que nací un 12 de noviembre, pero nadie recuerda el año. No existe un registro de hospital, ni un papel que certifique el día que nací. Dice mi hermana, Adelfa, que ella escogió mi nombre, Jorge Luis, y recuerda bien claro que era noviembre 12. Ese día ella se iba a escapar con su novio Juan y yo le eché a perder el palo. Llevaba unos días llenándose de valor y calenturas, y yo fui su cubo de agua fría. A partir de ese día, Adelfa no quiso a ningún novio ni marido y, con el tiempo, tampoco se preocupó de los hijos que tuvo. Ella los paría y la revolución los criaba.

    Dicen las malas lenguas que ella solo mostraba sentimientos cuando yo estaba presente. Cuando di los primeros pasos me convertí en su cruz, diría un cristiano: en la casa yo era la jaba a donde iban a parar todos sus problemas. Me cuidó hasta los 8 años y dicen que cuando yo lloraba, le daban unos trompones y si yo no quería comer, le rayaban el pellejo con una chancleta. Mi presencia la convirtió en un animalito escurridizo y desconfiado. La amargura hizo un apartamento dentro de su alma. Entre tristeza y sufrimiento, nunca encontró permuta. Vivió allí hasta su muerte.

    Nunca he podido encontrar la dirección ni el camino para llegar a ese lugar donde habitan los recuerdos. Los he buscado en biología, en geografía, en sociales y no aparecen ni en las páginas amarillas. Cuando miro las pinturas que hacen los profesores de nuestro cerebro, siempre me pierdo. Realmente tiene muchas curvas. Sí, te puedo asegurar que están ahí, en algún lugar de la cabeza.

    Cierro los ojos y tengo 6 años: una hermanita menor que yo por un año. ¡Es muy bella para mis ojos! Ella es la copia perfecta de esos angelitos que hablan en los libros de cuentos infantiles. Algo nos mantenía siempre juntos y era muy difícil separarnos. Cuando quisieron meterme en el círculo infantil, dicen que lloraba todo el día. Yo era un niño muy enfermizo, con diarreas constantes, asma bronquial y andaba con una tripa colgando del ombligo. Dicen que era hernia umbilical. También recuerdo que era muy difícil para mi hermana, Adelfa la mayor, zafarme de entre las patas de mi madre. Mis miedos eran tan grandes que hasta los juguetes me asustaban. La alegría solo me visitaba cuando jugaba con mi hermanita pequeña. Cuando, por alguna razón, nos separaban, me faltaba el aire de una forma tan extraña, que al hospital iba a parar. Allí me ajustaban una careta plástica a la cara y una joven hermosa, vestida de blanco, se recostaba a un tanque de hierro ¡más grande que yo! De este salía una manguera hasta mi cara. No entiendo por qué ella volteaba su cara hacia mí con una sonrisa, y decía:

    —¡Te pondrás bien!

    Ahí comenzaba mi perreta. Yo escuchaba a alguien decir:

    —Le falta oxígeno, eso es un ataque de asma. ¡Agárrenlo bien!

    —No se preocupen... —Esa era la voz de mi hermana Adelfa y al escucharla me relajaba un poco.

    Cuando llegaba mi madre con mi hermanita, ella me tocaba con sus manitas y me preguntaba:

    —¿Qué te pasa, hermanito?

    Yo abría los ojos y al momento no sentía nada. Al ratico escuchaba a mi hermana Adelfa:

    —Enfermera, ya mi hermano está bien; mire el color de su cara. —Y me quitaban la careta.

    Nos convertimos en una atracción en el pueblo. Me empecé a dar cuenta que cada día llegaban a la casa gentes de todas partes, para elogiar su belleza. Cuando posaban sus ojos en mí, la opinión siempre era la misma.

    —Teresa, ojalá que tu hijo sobreviva la niñez. A mí todos me daban por muerto. Mi madre bañaba a mi hermanita. Adelfa siempre me bañó. Nos vestían bonitos y nos sacaban a pasear. Mi mamá me cargaba y a mi hermanita la llevaba de la mano. Al llegar a la casa del vecino oía que decía:

    —Teresa, tira al macho ese al piso, está muy tarajayu; ¿Cómo es eso de cargar al varón y ese angelito caminando?

    Todos querían cargarla a ella y yo allí entre tanta gente, me sentía el niño más solitario del vecindario. Cuando yo me atrevía a mirar a alguien directamente a sus ojos, era solo el reproche el que me miraba. Simplemente bajaba la cabeza y me sentaba en un rincón. Mi única alegría era el angelito de mi hermanita. No importa quien la cargara, no importa a donde se la llevaran, ni las gracias que le hicieran, sus ojos siempre me buscaban. Cuando la ponían en el suelo, salía corriendo hacia a mí, pero no le daban tiempo de llegar. Siempre alguien la atajaba por el camino.

    Una tarde, cuando jugábamos bajo la cuna, escuché a mi madre llamarla. Al rato vino y de la mano la sacó de allí. Mi hermanita se guindó de mí y los tres salimos al portal. Eran cuatro señoras bien feas. Hablaban con mi madre sobre mi hermana menor. Yo sentí un miedo terrible y comencé a llorar. Mi madre le gritó a Adelfa, y ella vino por mí. Mi hermanita y yo nos abrazamos y cuando Adelfa logró separarnos, mi pequeña hermana por primera vez en su vida comenzó a llorar también. Yo no recuerdo haberla visto llorar nunca, ni por la comida.

    Al otro día me despertó la gritería de mi madre. Yo siempre dormía con ella y mi hermanita en la cuna. Brinqué de la cama asustado y llorando. Mi mamá estaba arrodillada frente a la cuna llorando sin consuelo. Algo le había golpeado muy duro. Se quejaba y se lamentaba. Sus lamentos salían ¡desde lo más profundo de su barriga! Me acerqué a la cuna. La agarré la muñeca, la halé, pero no respondió. Su manita estaba fría. Acerqué mi cara a la suya. Había calma y paz en su rostro, pero su color era blanco como esas muñecas chinas de porcelana. Mi hermana Adelfa me cargó y nos fuimos al patio. Ella también lloraba sin consuelo. En el velorio oí decir que eso tenía que haber sido brujería, porque era una niña perfecta y no padecía absolutamente de nada. Al pasar por la cocina otro grupo comentaba:

    —Eso tenía que haber sido mal de ojo. Morirse de ahora para ahorita, sin padecer nada, no tiene explicación.

    Con su muerte, se fue toda mi alegría. Comenzaron mis ataques de asma. Mi madre vendió la casa por miedo de que yo también muriera allí. Compró una en la calle tercera, cerca de la bodega El Bar. Allí viví dos años. Ha de haber sido terrible para mí.

    Un día mi padre me contó que los recuerdos se guardan en un baúl. Quizás los de esa casa se me perdieron en una mudada. Tengo unos 8 o 9 años y estoy jugando con un perrito negro que me da tremendas mordidas. Hay bastante gente y muchas flores en el velorio de mi madre Teresa.

    ¡Tener otra hija se convirtió en su obsesión! Se preñó.

    El día del parto, el doctor le dijo:

    —Tu situación clínica es complicada. Al entrar a la sala de partos, solo saldrá con vida una de ustedes: tú o tu hija.

    —Por favor que sea mi hija —respondió sin dudar.

    Su decisión me dejó huérfano y automáticamente me convertí en un grave problema para todos mis parientes. ¿Quién carajo se iba a ser responsable de un niño huérfano, enfermizo, debilucho, llorón y pendejo como yo? La vida tiene subidas, bajadas, hoyos y curvas, pero en este bache en el cual yo había caído, resultó ser algo muy interesante para mí.

    La casita era de madera, con ese color característico que van tomando las tablas después de muchos años sin pintar. El techo era de guano; el piso, de tierra con algunas tablas incrustadas, para evitar el patiñero en tiempo de lluvia. Tenía dos cuartos, una sala, comedor, una cocina con fogón de leña. Al amanecer me despertaba el humo que se mezclaba con el olor del café que hervía, inundando la casa con un aroma irresistible. Con el tiempo se convirtió en un despertador en mi subconsciente: al entrar por mi nariz me levantaba de la cama y me llevaba directo a la cocina.

    Mi abuela Antonia, con toda la paciencia que dan los años y todos esos hábitos que te crea la ignorancia, espantaba los bicharracos del platero. Agarraba una pequeña lata de compota sin enjuagar, la sacudía, la llenaba de leche y le echaba un poquito de café y dos cucharadas de azúcar. Yo me sentaba en una caja de madera que había en un rincón a disfrutar de aquel mejunje. La leche era de una chiva, cuyo nombre no recuerdo. Su altura alcanzaba tres dedos por encima de mi ombligo. Su color era canoso con tendencias al amarillo viejo del tiempo. Las tetas le llegaban casi al piso, de cara finita con dos tarritos negros. A veces jugaba con ella y siempre le di las gracias por las latas de leche que me daba en las mañanas. Con el tiempo me di cuenta de que, el café era chícharo tostado que mi abuela molía a mano. La inocencia es un regalo de Dios.

    En aquel rincón, sentado en una caja de madera tomando leche de chiva en una lata de compota, disfrutaba contemplar cómo las llamas en la hornilla convertían el carbón en puros lingotes de oro. Mi abuela, con un cartón en la mano, le echaba aire al fuego y agitaba todos los colores que existen entre el amarillo y el rojo. Cuando el fuego se sentía satisfecho, tiraba un puñado de candilejas que se perdían en el humo y llegaban casi al techo. Enganchaba el cartón en un clavo que había en la pared y seguía con sus quehaceres. En el rincón yo me sentía seguro, protegido y sin miedo. No sé si era la presencia de mi abuela o aquello que me daba a tomar. Sentía crecer en mi interior la fuerza de otro niño, con esperanza de vida y muchos sueños por cumplir.

    Una madrugada me despertaron los ruidos que ella hacía, y la seguí hasta el patio. En la cocina agarró una lata de peras vacía y la cajita del rincón. Salió, la puso en el piso y se sentó. Tomó una soga y la comenzó a jalar. La chiva se acercó y mi abuela comenzó a hablar con ella. Le puso la lata entre las patas y empezó a ordeñarla mirando al cielo como buscando algo. Le dio una pila de tirones a las tetas. El animal nunca se quejó. Parecían dos viejas amigas platicando sobre un tema interesante.

    Al terminar la conversación, le dio una nalgada y la chiva se fue. Se levantó, puso la lata sobre la caja, dio unos pasos y alzó la saya por encima del matorral que tenía entre las patas y comenzó a mear así parada con las patas abiertas. El chorro caía como a dos o tres pasos de ella. ¡Tremendo chorro! Dejó caer el vestido, se dio unos golpecitos, metió las manos dentro de sus muslos y levantó la saya hasta el ombligo para secarse el matorral. Cogió la lata de leche, el cajón y entró a la cocina. Salí y quise mear como ella, pero el chorrito cayó sobre mis pies descalzos. Miré al cielo queriendo encontrar lo que buscaba mi abuela. La curiosidad me agarró por el cuello y me quedé allí, entre dormido y fascinado. Nunca me había fijado en el cielo, ¡qué belleza! Una parrillada inmensa llena de huecos. No sé qué estarían cocinando al otro lado del mundo, porque todas las estrellas brillaban con destellos: Alguien tiró un fósforo, lo vi atravesar el cielo y luego apagarse.

    —¡Yoyee! —mi abuela me llamaba.

    Entré corriendo y me senté en el rincón de las maravillas. Como siempre, me ofreció la lata con ese jarabe lleno de vida, sueños y esperanzas.

    Recuerdo el patio de la casa. Detrás de la cocina había un cuartito de madera sin techo. La puerta era un saco de harina que colgaba como cortina. Allí nos bañábamos con un cubo y una lata. Al final, a la derecha, estaba la letrina. Tenía piso de madera y un hoyo en el medio que conectaba a un hueco de casi seis pies. La cortina era un saco de yute. Desde afuera no veías nada y desde adentro tú mirabas todo el patio.

    En aquel lugar teníais que usar todos tus sentidos o perdías un zapato, nivelabas el hueco entre tus pies, bajabas el short hasta la rodilla y te agachabas. Nunca me preocupé por la puntería, siempre tuve diarrea y tenía todo el marco bien pintado.

    Cuando mi tío estaba en casa, siempre lo escuchaba gritar.

    —¡¡¡Mima...!!! ¡Limpia el escusado! El Yoyi dejó sus huellas allí.

    Fui la causa por la cual mi tío se inventó un cajoncito de madera, para darle confort a mi dolor de barriga. Al lado había hecho una jaula inmensa, la había forrado hasta el techo con una malla metálica. Allí mantenían a Cardenal, el perro negro.

    Un día le pregunté por el origen del nombre del perro. Me respondió que en una radio novela que él y mi abuelo escuchaban a la una de la tarde todos los días, Cardenal era el tipo más hijo de puta y sin escrúpulos entre todos los personajes y cuando en la radio escuchaban hablar al Cardenal, mi abuelito siempre hacía muecas y a mi tío eso le llamaba la atención.

    —Quiero llegar a las peleas de perro y ver en la cara de todos, esa expresión de mi padre, ¡me causa una risa placentera!

    En las mañanas, los muchachos al pasar para la escuela le tiraban piedras al perro y, al regresar en la tarde, se ensañaban con el pobre. Mi abuela salía gritando malas palabras y los niños corrían despavoridos. En la otra esquina había un gallinero con unas cuantas gallinas. Al frente de la casa pasaba la calle quinta, un terraplén. Había una mata de fruta, pero no recuerdo el tipo de planta. A todos los muchachos del pueblo le gustaban sus frutas, siempre a cualquier hora del día había alguien tirándole piedra a la mata y casi todas iban a caer al techo de la casa.

    A mi abuelo y a mi tío nunca les molestó eso, pero mi abuelita era diferente; eso la divertía. Tenía un saco. No, creo que era un cajón sin fondo lleno de sorpresas y curiosidades. Tenía debajo de su cama un tibor, probablemente de su edad, ya casi sin esmalte. Lo ponía dos pies delante. Se levantaba la saya y el chorro caía en él. Qué puntería. En las tardes, cuando los muchachos salían de la escuela iban directo hacia la mata de fruta y algunos osaban a encaramarse.

    Entre todas las criaturas de la Tierra, somos los únicos que caemos en la misma trampa tres y hasta cuatro veces. Quizás el necio tenga razón y con la última piedra tumba la fruta. En ese momento ella salía con el orinal en la mano y se los lanzaba. Aquella lluvia de orina de dos y tres días, le caía encima a quien que no tuvo tiempo para correr, y de pronto se armaba la gritería en el barrio de la leña. Todas las personas mayores a esa hora se balanceaban en sus sillones en el portal de sus casas, aparentando disfrutar de la brisa, pero la realidad era otra. Las ocurrencias de Antonia era el único espectáculo que ellos habían disfrutado toda la vida. Y sus hijas, que también eran amas de casas, corrían al portal y se reían de las muecas, gestos y maldiciones que gritaban los muchachos.

    De mí, ni hablar. Siempre tenía razones para no salir de abajo de la cama. Cuando escuchaba caer las piedras en el techo me asomaba en la ventana y siempre en el grupo había un niño que me había quitado la merienda en la escuela y el miedo me hacía correr al mismo sitio. Mi abuelita me sacaba de abajo de la cama, me tiraba encima y me frotaba el pecho hasta que el ardor me hacía abrir los ojos. Entonces me ponía boca abajo y me pasaba sus manos por mi cuello y espalda hasta que el tembleque se me quitaba. Me daba la vuelta, me miraba a los ojos por un momento, después me abrazaba, pegaba su boca sin dientes sobre mi frente, me daba unos besos, murmuraba oraciones que yo no entendía y me dejaba sobre la cama. La energía me llegaba gota a gota hasta llenar mi corazón, al rato brincada de la cama y me iba a jugar a la calle.

    Un día en que me pasó la mano por la barriga durante una hora, me dio tremenda energía y salí a caminar por el barrio. En un patio vecino unos niños jugaban chinata. Uno de ellos corrió hacia mí y me dio un empujón: caí al piso.

    —Lárgate de aquí —grito el niño.

    —Déjalo, es el hermano de Tinito —dijo otro niño.

    —No importa, que se largue —contestó el que me había empujado.

    —Cuando venga Tinito, que lo presente.

    Llegué a la casa y le pregunté a mi tío por mi hermano Tinito.

    —Está estudiando en la Isla de Pinos —contestó—. Llegará en las vacaciones.

    Era más alto que yo, de ojos verdes como la almendra; su pelo era un nido de pájaros hecho con paja de diferentes árboles y su color un dilema entre amarillo y el carmelita oscuro. Era flaco y lleno de músculos. A la semana de estar en el barrio ya era jefe de una pandilla y le pusieron de apodo Los Palitos. Iban a otro barrio a jugar chinatas y apostaba todas las que tenían. Si ganaban se llevaban todo, y si iban perdiendo alguien en la banda gritaba rebullicio y los que estaba afuera del juego corrían y recogían todas las bolas que había dentro del círculo. Lo demás se fajaban a trompones con aquellos que trataban de evitar el robo; después, a una señal, todos corrían para el barrio y Tinito repartía las canicas entre todos. Eso era algo muy divertido.

    Una tarde, mi hermano me regaló 20 chinatas. Frente a casa de los Monduis había un grupo de niños jugando. Pregunté si podía jugar.

    —Sí —contestó uno.

    Eran cuatro y apostaban cinco bolas cada uno. Yo gané un juego. Después seis niños y yo apostamos 20 canicas cada uno. El círculo era grandísimo; de pronto gritaron rebullicio y me quitaron todas las bolas; corrí para la casa y me senté en el banquito de la cocina cerca de mi abuela. Al rato me di cuenta de que algo estaba cambiando en mi interior. Era la primera vez que el miedo me hacía correr sin que yo me metiera debajo de la cama. Al rato, llegó mi hermano.

    —¿Qué te pasa?

    Le conté lo que había pasado y salió corriendo... al rato volvió con 50 bolas.

    A la mañana siguiente, en la cocina, me dijo:

    —Andando, te vas conmigo por unos días, a ver si sueltas todas esas plumas.

    Éramos seis, todos llevaban flechas. Mi hermano era muy bueno tirando piedra con aquello, él solo había matado seis pájaros. Caminamos por la sabana por tres horas y llegamos a un pinar que hay en el entronque de la playa Las Canas. Allí pelamos los pájaros y los asamos. Después del banquete, salimos caminando hacia el pueblo. Medio kilómetro antes de llegar había una laguna. Todos le decían El Júcarar.

    Se quitaron los shorts, y en cueros se tiraron al agua. Mi hermano salió, se me acercó y me dijo:

    —Quítate el short y tírate al agua.

    Me lo quité y me vi aquella lombriz, Miré a mi hermano y le pregunté si era de verdad hermano mío.

    —¿Por qué preguntas pendejo?

    —Yo casi no puedo mear y mira tú el pepino que tienes entre las patas.

    Me dio con la mano abierta por la cabeza y después me tiró al agua. Caminando hacia el pueblo me dijo que estaba muy niño y que cuando empezara a desarrollar también me iba a crecer eso. ¡Vaya consuelo!, de todas las mentiras que me habían dicho, aquella fue la que más alegría me dio.

    Una tarde que me sentía bien salí a la calle. Había un grupo de muchachos jugando a la quimbumbia y al ver a mi hermano me dio confianza y me acerqué. De pronto se me acercó uno de esos muchachos que me quitaban la merienda en la escuela y me dijo:

    —Dame esas chinatas.

    Yo me hice el desentendido, se me tiró a la mano y empezamos a forcejear. Me puso un traspié y caí al piso. Mi hermano vino corriendo y otro muchacho de su tamaño le dijo:

    —Tinito, no te metas, son cosas de niños.

    —Ese es mi hermano —contestó.

    —Y ese es el mío —respondió el otro muchacho.

    —¡Fájate! —me gritó mi hermano.

    Y le fue para arriba al muchacho. Se tiraron unos golpes, pero mi hermano lo noqueó rápido. Se me acercó y volvió a gritar:

    —¡Fájate!

    Yo me levanté y no lo miraba.

    —¡Pégale! —le dijo al otro muchacho.

    Este me dio un empujón y caí al piso.

    —¡Fájate, cojones!

    Yo empecé a llorar. Me agarró de la mano y me arrastró hasta la casa. Me llevó a la cocina y le dijo a mi abuela.

    —¡Cuida esta mierda! No lo vayas a dejar solo en el gallinero, es capaz de poner algunos huevos.

    Y se fue. La abuela dio media vuelta y se me quedó mirando fijamente. Algo me dio una vuelta alrededor: la estática de su cercanía me rozó la piel y me puso los pelos de punta. Sus ojos estaban vacíos y allá, a lo lejos, en la frontera que queda entre la paciencia y el desamparo, estaba ella parada con un vestido blanco, pero su quijada era puntiaguda. Comenzaron mis flojeras y el tembleque al ver en su cabeza un gorro negro con un pico alto. Cerré los ojos y al abrirlos, allí estaba mi abuelita con un plato de aluminio en la mano, lleno de harina de maíz con azúcar prieta.

    —Ven, aliméntate.

    En la tarde se acercó mi Tío Tony...

    —Agarra esa java y vamos al bar para hacer los mandados.

    Salí detrás de él. A mi lado iba Patricio, el perro amarillo que lo acompañaba a todas partes: su mejor amigo. Cuando mi abuela mandaba por él, le decía a la gente:

    —Donde vean a Patricio echado toquen la puerta, que el descarado está dentro.

    La bodega estaba llena de gente, pedimos el último en la cola y nos sentamos en la esquina del portal. En la casa del frente ladraba un perro detrás de una cerca de madera. Sentados en unos sillones, hablaban dos hombres. Uno se levantó, fue hasta la cerca y abrió el portón. El perro salió como una flecha hacia Patricio; chocaron y comenzó la pelea. Mi tío se tiró como un perro más a separarlos. Los dos hombres vinieron corriendo y se reían de mi tío.

    —¡Ahora hay tres perros peleando! —gritaba una vieja entre carcajadas.

    Mi tío se levantó y corrió hacia la cerca. Forcejeó con un palo y lo arrancó. Uno de los hombres se interpuso entre los perros y mi tío, el otro agarró su perro y salió caminando para su casa.

    —Ustedes son unos hijos de puta —les gritó mi tío.

    —Fue una pelea de perros Tony, no vayas a querer armar un lío ahora —le dijo el que estaba parado en la calle.

    Y el que llevaba al perro le gritó:

    —Tony, te ofrezco disculpa, el perro se me escapó. Fue un susto nada más.

    Un grupo de personas lo calmaron. Patricio estaba en el suelo sangrando y yo intenté cargarlo, pero no pude, mi tío se lo echó al hombro y nos fuimos para la casa. Mi abuela trajo una lata con agua y un trapo, se lo pasó al perro por todo el cuerpo y al ratico, el cuadrúpedo se levantó como si nada hubiera pasado.

    Mi tío entró a la jaula con una cadena, le puso la correa al perro Cardenal y mi abuela comenzó a pelear. Entonces salió de la jaula, cruzó la casa y salió a la calle. Los vecinos oyeron la gritería de mi abuelita y muchos siguieron a mi tío. Aquello parecía un entierro. Cuando llegamos al bar ya venían más de cien personas detrás de nosotros.

    Se paró frente a la casa y los dos hombres se pusieron de pie.

    —Ustedes me jodieron el perro chulo. Ahora sueltan al perro, a la perra, a las crías y ustedes dos también, o suelto al mío ahora mismo.

    Casi no se oía nada por los gritos de la gente. Mi abuela me llevaba guindando de su mano derecha. Estábamos detrás de mi tío. No sé a quién le tenían más miedo, si al perro o a mi abuelita. Se pusieron de acuerdo para la pelea: sería al amanecer del otro día en el estadio de pelota. Mi tío llevaba la cadena bien cortica y mi abuela, a mí de la mano. El estadio estaba lleno, el hermano en la primera base con un perro alemán grande y hermoso. En la segunda base, el otro hermano con otro perro igual. Primero soltarían al de segunda base y un minuto después al de primera. La pelea era a muerte y ningún dueño podía meterse. Mi tío hablaba con Cardenal agachado sobre la almohadilla en el plato de home.

    Soltaron los perros, chocaron en el círculo del pícher y el perro alemán mordía el lomo detrás del cuello. A Cardenal le tenían la pierna derecha pegada al pecho. Al sacudir con fuerza, el perro alemán soltó y Cardenal lo zarandeó. Mi tío gritó a tiza, Cardenal soltó y el perro rival trató de levantarse, pero se fue de lado. Ya el otro perro venía como bala de cañón y chocaron. El alemán mordió a Cardenal por las costillas. Cardenal lo tenía al final de la barriga; al sacudir le arrancó los huevos y un trozo de panza. El lobo giró hacia el cuello y los dos mordieron de frente. Cardenal le clavó los colmillos detrás del ojo al sacudir y girar. Como respuesta, recibió una mordida por detrás. Cardenal soltó al que tenía, giró y agarró la pata del perro que lo mordía. Al sacudir partió el hueso, soltó y agarró cerca del cuello. El otro can estaba en el suelo acurrucado. Su dueño estaba a su lado.

    —Tony, mi perro no puede sostenerse. Tiene las patas partidas. ¡Ganaste!

    Los dos se quedaron mirando por un rato y cada uno salió a recoger su perro.

    En la casa, mi tío amarró a Cardenal cerca de la cocina. Salió mi abuela con la lata de agua y, al acercarse, Cardenal quiso mostrar sus dientes. Mi abuelita le gritó. El perro bajó la cabeza y se acurrucó. Le tiró el trapo mojado sobre la cabeza y se agachó a su lado; le frotó con el trapo todo el cuerpo. Yo, sentado en el cajón, miraba cómo aquella pantera negra, entre las manos de mi abuela, se transformaba en un gatico domesticado.

    Alguien entró corriendo en la casa.

    —¡Antonia, por favor atiende a mi hijo, se me está muriendo! —gritaba una señora.

    —Dejen la gritería, que todos salgan de la casa y pónganlo ahí sobre el catre —contestó.

    Al muchacho no podían dejarlo solo, alguien lo sostenía en el camastro. Mi abuela cambió el agua de la lata, enjuagó el trapo y salió para allá. Le puso la mano izquierda en el pecho al niño y le hizo presión. Empezó a pasarle la otra por todo el cuerpo.

    —El niño tiene algo malo. Póngalo boca abajo y agárrenlo bien. Que alguien traiga aceite.

    Le agarró la pierna derecha, se la puso entre sus rodillas y empezó a sobarlo desde detrás de la rodilla hasta el calcañal. El niño gritaba de dolor. Mientras dos hombres lo agarraban, mi abuela le masajeaba los musculitos y le estiraba el pellejo sin piedad. El niño fue perdiendo la fuerza. Una hora después ya nadie lo agarraba. Le puso un trapo debajo de la cabeza a manera de almohada y lo acomodó. Le volvió a pasar las manos por todo el cuerpo.

    —Ya está bien, salgan todos del cuarto y se me van para sus casas.

    Se fue a la cocina, hizo café y le ofreció a la madre del niño.

    —Ponte cómoda, cuando se despierte te lo llevas.

    A la media hora el niño estaba parado en el comedor. La madre brincó, lo abrazó, lo besó y le preguntó cómo se sentía.

    —Bien —contestó mirando a su alrededor.

    —¿Dónde estamos mami?

    —En casa de Antonia, hijo mío.

    —¿La vieja bruja?, vámonos de aquí mami —dijo asustado.

    Abuela se asomó a la puerta de la cocina y miró bien al muchacho.

    —Ya está bien. Ponlo en el piso y arriba. Lárguense de aquí, que tengo que cocinar.

    La señora empezó a agradecer a mi abuela.

    —Que Dios la bendiga, y que Dios se lo pague.

    —Qué Dios ni Dios ni un carajo, si en unos días aún te acuerdas del favor, me traes unos boniatos.

    La señora agarró al niño de la mano y se fueron caminando como si nada hubiera pasado.

    Unos días después, una mujer vino a hablar con mi abuela, quien me tomó de la mano. La seguimos como tres cuadras. Llegamos a una casa pintada de blanco, donde un grupo de personas hablaban a la sombra del portal. Entramos a un cuarto donde había unas cuantas mujeres asustadas y hablando en voz alta. En la cama una mujer joven de rasgos muy bonitos tenía inflamada la barriga. Mi abuela señaló el rincón y me dijo que me sentara.

    —Traigan trapos limpios y una palangana con agua. Tú y tú me van a ayudar; las demás para afuera.

    Se acercó a la muchacha.

    —Trata de relajarte, échate para acá y pon el culo lo más cerca posible al borde de la cama.

    La mujer hizo lo que le pedía.

    —Un poquito más, está bien ahí. Pónganle almohadas en la espalda. Tú acomódate y levanta la cabeza —le dijo a la embarazada mientras le abría las piernas.

    Le pasó un trapo mojado en ese lugar tan privado que la mujer cuidaba tanto. Le puso la mano izquierda en la barriga.

    —Deja acomodar al muchacho.

    La masajeó un poco, la acomodó y después le metió la mano derecha entre las piernas y ahí dio comienzo la gran tarea de Dios.

    A mi abuelita se le llenaron las manos de un líquido gelatinoso.

    —Respira profundo y puja.

    Le metió los cuatro dedos de la mano izquierda allí y a la inversa metió los cuatros de la derecha y comenzó a frotar. Así, de espaldas y agachada, parecía una artista dándole forma al barro para crear una obra maestra.

    —Aquí viene el macho, ¡puja, puja!

    —Antonia, si solo se ve la cabecita, ¿cómo sabes tú que es macho? —preguntó una de las mujeres.

    —¡Mira, mira!, son perversos de nacimiento, no ha salido y ya te quieren besar el culo —dijo mi abuela.

    Me levanté y miré... tenía la cabeza hacia abajo y su naricita estaba recostada en el culo de su madre. Al sacar los hombros, resbaló hacia afuera. Mi abuelita lo atajó en el aire, lo recostó sobre la mamá, haló una tripa, sacó una cuchilla de cortar tabaco y la cortó. Le hizo un nudo como por arte de magia, bien pegadito a la barriguita. Con la mano izquierda lo agarró por los dos tobillos y lo levantó como a los pollos. Pensé que le cogería el pescuezo y lo estiraría, pero no. Lo apoyó de espalda sobre su mano derecha y le dio golpecitos con los dedos. El niño comenzó a gritar.

    —Envuélvanlo en un trapo —le dijo a una señora.

    —No te muevas —le dijo a la madre poniéndole la mano en la barriga.

    —Vamos a acomodar el otro.

    —¿Jimaguas? —gritó una señora que estaba asomada a la puerta del cuarto.

    —Ya viene. ¡Puja, puja!, otro macho.

    Se lo entregó a una señora y volvió a aquel lugar. Desde la puerta gritaron:

    —¡Uno más!

    Mi abuela no le prestó atención.

    —¡Puja, puja!

    No sé qué le sacó, pero lo envolvió en un trapo.

    —Te pondrás bien en unos días —le dijo a la parturienta.

    Se lavó las manos en la palangana, me agarró de la mano y nos fuimos de allí.

    —¡Qué tanta miradera! —me gritó por el camino a casa.

    Tenía el pelo canoso enroscado con un moño. Su cara bien arrugada, su boca sin dientes se le hundía hacia dentro pronunciando su nariz. Derramaba sobre mí una gran ternura y amor. No diré como veía su quijada. Lo que yo buscaba en ella eran esos ángeles de Dios que dan la vida, por qué la miraba y la miraba y les digo, mi abuela en nada se parecía a una grulla, pero había dejado en aquella casa dos angelitos con vida.

    Una tarde estaba almorzando un plato de harina, cuando entró un niño corriendo.

    —¡Antonia!, ¡Antonia!, Tinito está peleando con un grupo de muchachos allá en la laguna.

    —¿Dónde? —preguntó.

    —En la laguna que está detrás de los corrales.

    Tenía una cinta amarrada en el pelo, la zafó y la tiró al piso, se enroscó el pelo y se hizo un par de nudos con él. Se quitó el delantal que siempre usaba, salió al patio, fue a la jaula y le puso la correa a Cardenal. Buscó el final de la cadena y se dio unas vueltas a la cintura, aseguró al perro con la mano derecha, me dio un grito, vine y me tomó con la izquierda. Pasamos al lado del escusado. Detrás había un patio grande donde mi abuelo tejía sogas. Debajo de una mata de guano tenían una mesa de dominó. A cualquier hora del día había dos parejas jugando y un par esperando sentados a la sombra del guano. Cada hora cambiaban la mesa de posición como un reloj de sol, dándole la vuelta a la mata todos los días.

    —¿A dónde vas con ese perro? —le gritó mi abuelo.

    Ella no contestó.

    —Antonio, ese perro va a matar a tu vieja —dijo alguien.

    El vecino que vivía atrás se echó a reír.

    —No se preocupen señores, esa es Antonia; los que van cagados ahí son el perro y el niño.

    Todos se echaron a reír. Al doblar en un callejón había un grupo de muchachos jugando bolas. Al ver al perro salieron corriendo en todas direcciones, dos niños no vieron la cerca de perles, y rebotaron en ella. Llegamos a un terraplén de tierra colorada y la gente, al ver a Cardenal, se entró a sus casas, cerrando puertas y ventanas. Estábamos atravesando un basurero cuando el can sintió la gritería de los muchachos que peleaban. Se lanzó hacia adelante y le arrancó la cadena de la mano a mi abuela. Ella agarró la parte que le colgaba todavía a la cintura, se paró y abrió las patas. Me apretó fuerte la muñeca. El estrechón de la cadena la levantó en peso y yo me sentí volar. Los dos caímos de panza al basurero y nos arrastró por media cuadra. En una loma alta de basura, mi abuela se pudo poner de pie y de un alón caí de rodillas, con otro caí de pie. Cogió aire y gritó:

    —¡Cardenal!

    El perro disminuyó la fuerza. Como a una cuadra, un muchacho sobre un terraplén gritó:

    —¡Ahí viene Antonia con el perro!

    Y se armó la corredera. Al llegar al desnivel estaba mi hermano sentado, con la cara destrozada sangrando a borbotones. Había un muchacho en el tope de un guano; los demás estaban al final de la laguna abollados y agarrados de la malangueta. Mi hermano agarró el tirapiedras, apuntó y soltó; la piedra le dio a uno en el hombro. Empezó a gritar y los demás se hundieron debajo de la malangueta.

    —¡Basta ya!, ¡para la casa! —gritó mi abuela.

    Y mi hermano cogió el trillo. Al llegar, nos curó a los dos. Yo tenía heridas en la barriga, en las rodillas y en la mano izquierda. Mi hermano estaba hecho leña. Le habían sacado los cuatro dientes delanteros que van debajo de la nariz. El ojo derecho parecía la molleja de un pollo al revés. Sus labios parecían las bembas de un caballo y la parte derecha de la cara, un bistec en adobo. Del cuerpo ni hablar, lo habían dejado peor que a Patricio. Abuela arrimó un taburete al catre, donde estábamos sentados. Fue a la cocina y trajo la lata con agua y el trapo de siempre. Lo frotó por una hora al igual que al perro negro.

    Tinito nunca se quejó de los restregones que le daban. Vi el rostro de mi abuela relajarse, alegre y feliz, de sus ojos salían destellos como al carbón cuando está en la hornilla y le echan aire con un cartón. De todos sus hijos y nietos, él era su preferido.

    —No tienes ni un hueso roto. En una semana estás cazando otra vez —le dijo a Tinito.

    Se levantó para irse y vi que no tenía pellejo en el codo derecho, se veía el hueso y la carne. Eso me dio un dolor en el pecho y me fui al cuarto a llorar. Esta vieja necia iba abriendo un surco de tierra por todo el basurero como el arado detrás de una yunta de bueyes, pero nunca me soltó ni al perro tampoco. La vi entrar al cuarto, metió sus dedos entre las rendijas de dos tablas y sacó una pequeña lata oxidada, la destapó y se untó una pomada en los huesos del codo sin hacer una mueca.

    Una semana después estaba yo sentado en el comedor tomando un caldo de pescado con un boniato hervido. Del otro lado de la mesa mi hermano me dijo que me alistara.

    —Esta tarde vamos a ir a casa de Tino.

    —¿Quién es Tino? —pregunté.

    —Tu padre, estúpido; nuestro padre —contestó.

    Vivía en la calle real número 40, en un bohío de madera y guano.

    —Papi —llamó mi hermano.

    Salió sin camisa un mulato gigante de un poco más de seis pies de estatura. Parecía el modelo de esas estatuas de bronce que te encuentras en los parques a caballo con un machete en la mano.

    —Papi, este es mi hermano, tu hijo menor.

    Se inclinó y me agarró por los brazos pegados a los hombros. Me levantó del piso sin esfuerzo y me detuvo a su altura. Sus faroles magnéticos penetraron en mí con esa mirada que te dan los dioses cuando se dignan mirar hacia abajo y allá en la costa encuentran un cangrejo. No les importa qué clase de bicharraco eres, solo te escudriñan para ver si eres hembra o macho. Me depositó en la tierra, brincó del pedestal y se agachó hasta llegar a mi altura. Acercó su cara a la mía. No eran faroles. De verdad sus ojos tenían el color de esas tres barras que lleva mi bandera: azules como el cielo de mi tierra. Sus labios eran finos, su nariz no era remachada como la de los negritos del barrio y su mandíbula era de esas que usan los tipos duros. Yo quedé impresionado. Era la primera vez que encontraba a un negro fino. Se dio cuenta que lo estudiaba y sonrió mostrando una dentadura de esas que solo ves en las propagandas de Colgate. Nos invitó a entrar, cruzamos su pequeña casita y al final del patio, debajo de una mata, estaba friendo pescados. Agarró uno, le quitó el espinazo del lomo y lo puso en un plato.

    —Esta cuberita te va a gustar. Ten cuidado con las espinas de la barriga —me dijo cuando me lo alcanzaba.

    Él y Tinito se pusieron a hablar de una pesquería. Usaba un short que le llegaba a la rodilla y, al igual que yo, andaba descalzo.

    Una tarde de mayo llovía a cántaros y los niños jugaban en la calle. No me resistí y salí corriendo de la cocina. Atravesé la sala y abuela empezó a gritar.

    —No te vayas a mojar, que vas a coger catarro.

    Frené en el portal. Allí estaba abuelo sentado en un taburete y nos quedamos mirando. Él levantó los hombros.

    —¿Qué tiene que ver el culo con la lloviznita? —preguntó.

    Yo seguí de largo. Era divertido correr bajo la lluvia. Cuando la abuela llegó al portal, me dio un grito. Eso, ya era otra cosa. Le pasé al lado como una flecha. Me tiró un sopapo, lo esquivé y no paré hasta la cocina. La vi entrar al cuarto y me asusté. Al salir no traía la correa. Era un trapo lo que tenía en la mano. Me secó y acercó el cajón a la hornilla.

    —Arte el loco y sal corriendo otra vez. Te voy a enseñar al sijú platanero, lo vas a ver a través de la boca de un güiro. Te me sientas ahí.

    Me dio un plato de aluminio con un poco de harina de maíz y un huevo frito.

    Al caer la tarde, me sujetó por la mano y salió al patio; con la otra, se levantó las sayas, abrió las patas y empezó a mear. Miraba al cielo lleno de nubes negras. Yo me incliné hacia adelante para ver de dónde salía el chorro. ¡Vaya sorpresa! Mi abuela tenía allí más barbas que el comandante. La miré a la cara y su vista estaba fija en el horizonte. Hablaba con las nubes. Dirigí la mirada hacia donde ella veía y observé un rabo que salía de las nubes y había tocado tierra, algo feo que yo nunca había visto. Mi abuela me soltó y levantó la mano hacia el cielo. Hizo la señal de la cruz. Yo volví a mirar aquella cosa horrible y vi cómo se partía por el medio. El de abajo se deshizo y el de arriba se fue recogiendo hacia las nubes. Al ver lo que había hecho, sentí un golpe en el estómago y el miedo se apoderó de mí. Algo brillaba detrás de su ropa vieja. Se percató de mí y me haló hacia ella. Mi frente chocó con su barriga plana un poquito más arriba del matorral. Me apretó con sus dos manos. Por un instante mi dolor y todos mis miedos desaparecieron por arte de magia; giró y entramos a la casa directo a la cocina.

    Yo me paré en la puerta y decidí irme al cuarto. Me tiré en mi catre y al momento me empezaron a temblar mis rodillas. Brinqué y corrí para la cocina. Allí sentado en el banquito era más bravo que el perro Cardenal. Sí, mi hermanita era la aspirina de todos mis males. ¿La abuela qué sería?: un mejoral.

    En su reino el tiempo no existía y todo estaba en su lugar. El agua hervía en el caldero y le apagaba la mitad de los carbones. Ella soplaba con un cartón. Si el gato brincaba al fregadero y se le llevaba un pescado, ella le tiraba una lata. Si el arroz se le quemaba, mi abuelo decía que eran las mejores raspas del pueblo. Si pasábamos tres días almorzando y comiendo harina de maíz, mi abuelo solo decía Ya llegará el otoño.

    Los ratones que corrían por los horcones a todas horas, no la molestaban en absoluto. Un ratón grande que me miraba desde la esquina me gritó: Oye pendejo, ni lo pienses, ese gato me tiene sin cuidado. Eso era una impertinencia. Miré al gato que estaba echado en el piso a un lado de la puerta, me guiñó un ojo y me dijo: Cuando tu abuela apague la chismosa, yo me las arreglo con él.

    Las arañas habían creado una gran ciudad amurallada en un ángulo del techo y por encima de las murallas, todas me miraban. Las hormigas tenían sus propias carreteras. Los mosquitos miraban desde afuera y no se atrevían a entrar. Las moscas cruzaban entre la ventana del fregadero y la puerta del comedor con mucha prisa. Patricio vino y se asomó en la puerta, dio un par de vueltas y se echó; era el guardián del lugar.

    De pronto yo, sentado en aquel banco, me sentía culpable sin ser acusado de nada.

    —No tengas miedo —dijo alguien debajo de la mesita. Era la Conciencia recostada en un cartucho de azúcar.

    —No tengo miedo, lo que siento es pena —respondió la Vergüenza.

    —¿Están hablando de mí? —dije entrando en la conversación.

    —Sí, es de ti, pero no contigo.

    —Tranquilo, yo me encargo de esto —dijo mi Espíritu.

    —¿Cuál es el chismorreo que tienen ustedes? ¿Miedo? ¿Pena?, hablen claro. Si vinieron buscando lío, yo les voy a dar bastante.

    Los dos pequeños fantasmas se echaron a reír.

    —Allá en la pared hay un caldero de aluminio, brilla bastante. Párate delante y dinos qué ves —dijo la Conciencia.

    —Al grano —contestó mi Espíritu dando un paso al frente.

    —Tienes decisiones y una buena actitud algo de admirar, pero date cuenta de algo: tú eres una neblina en el viento, pero no formas parte de él, por lo tanto, no existes. Eres el aliento de un cuerpo y en estos momentos estás afuera de él. Así que, si no quieres mirar tu reflejo en el caldero, con ese mismo valor párate delante de ese niño raquítico que tienes en frente y míralo —me dijo la Conciencia.

    Yo miraba todo aquello y comencé a temblar. Mi Espíritu no contestó, entró y se abrazó a mi alma. Sentí en mi interior un poco de calor y algo de paz. En ese momento la Conciencia volvió a gritar.

    —¡Yo vengo de allá, del paraíso donde Dios habita y te digo, aquello es igual que este sistema comunista! Allá es una lista de espera, aquí es una larga cola y cuando llega tu turno te dan lo que tengan a mano y te lo dicen en la cara: esto es lo que hay para ti. Así que arranca por ahí, para allá.

    —Oye, oye —hablaba la Vergüenza—. ¿Escuchaste lo que dijo la Conciencia? Sin pena, ahora te digo, arréglatelas como puedas con ese niño esquelético. Fue lo que te tocó.

    Un plato del fregadero me miró serio.

    —Niño, no tengas miedo, en la cocina de tu abuela habita la justicia, todos los que están presentes te han dicho la verdad —me dijo.

    La agonía que sentía de la presión que hacían las manos de mi abuela en mi pecho, me sacó de aquella pesadilla.

    —No sé qué será de ti con tanta debilidad y esos ataques —me dijo entre lágrimas, qué corrían horizontalmente de los ojos a las orejas, entre los surcos que va sembrando el tiempo en la piel de aquellas personas que solo creen en el bien, que dan sus buenas acciones y nunca tuvieron oportunidad para conocer las vanidades de este mundo.

    Por la tarde mi hermano se apareció con un cartucho de guayabas.

    —Mi hermanito, espero que te hagan bien: si pudieran tupirte el culo por unos días nos fuéramos de cacería; me ayudaría a recoger unas postas de res; nos bañaríamos en el río. Quizás el sol y el aire del campo te hagan bien.

    —Un tal Villaverde al salir del hospital dijo que cuando el mal es de cagar no existen guayabas verdes —dijo mi abuelo.

    —Entonces, dile a la abuela que invente un remedio para mi hermanito. La he visto revivir palomas que yo he traído muertas. Todos esos animales que le traen aquí en una carretilla se van caminando. Cada vez que alguien se está muriendo aquí en el pueblo, abuela le pasa la mano, después le prepara un remedio y al otro día el jodido anda corriendo por la calle.

    —Él nació así, llévenselo a un doctor —dijo mi abuelo.

    —Él ha estado allí muchas veces y siempre viene peor —recordó Tinito.

    —Tu abuela y yo vivíamos en el cabo de San Antonio. Nos casamos jóvenes. En 1944 a ella le dio por venir a vivir en este pueblo. Yo hice este bohío. Ella lo ha mantenido todos estos años. Nunca aprendimos a leer ni a escribir. A finales de los años 60 me metí al monte a hacer carbón vegetal. Con ese dinerito compré este radio. Con él oigo nocturno y algunas novelas. A tu abuela ese aparato que hace ruido nunca le gustó. He oído decir que hay aparatos eléctricos que tú puedes ver la gente ahí adentro. Yo espero que tú, que vas a la escuela y puedes entender esos libros, cuando crezcas y te pongas a trabajar, te compres uno.

    —TV, abuelo —dijo Tinito—. A dos cuadras de aquí hay un vecino que tiene uno.

    —Niño, el mundo está cambiando... he oído decir que, con una pinchada en la nalga, te quitan la infección de la garganta; puedes creer eso, el mundo de tus abuelos está llegando a su fin y el de ustedes apenas comienza. Así que hierve esos libros y sácale bien las sustancias y todo el conocimiento que puedas, y con una cuchara tómatelo con calma, porque este aparato que habla y eso que tú dices TV no son cosas de Dios. Se me antoja pensar que son cosas diabólicas. Tinito, alístate para lo que viene, en tu futuro el diablo no vendrá a caballo.

    Mi abuelo dejó el taburete y se fue. Tinito miró el cartucho de guayabas.

    —Te las come todas —me dijo, y también se fue.

    —Nació así —dijo el abuelo.

    ¿Cómo es eso? Me habrán dejado en la puerta y mi madre me encontró allí. Del techo no pude haber caído. Teresa tiene que haberme parido. Sí, soy el secreto de un pecado familiar. ¿Por qué la abuela no me desnucó al nacer?

    —Paciencia, tú no llegaste a este mundo por el hoyito de atrás y nadie te ha sacado de un tibor —me habló una voz en mi interior.

    —¿Y por qué nací así?

    —No tengo respuestas para eso —contestó mi Conciencia.

    —¿Quién la tiene? ¿Dios? —le pregunté.

    —Ese socio está muy ocupado, tranquilo. El tiempo tiene respuestas para todo. Hablaré con él. —Y se fue.

    Yo me levanté y fui a la cocina. Mi abuela pasó su mano sobre mi frente, me acarició la cara y el cuello. Al llegar a la espalda me empujó despacio al comedor. Me senté y me trajo un plato con caldo de pescado. Mi tío Antonio entró y se sentó delante de mí y dijo:

    —Mamá, dame un plato de caldo.

    Se me quedó mirando y comenzó.

    —Sobrino, tengo una buena noticia para ti, llevo semanas hablando con Tino, tu padre, y decidimos mandarte para la Isla de Pinos. Tu tío Norberto se va a encargar de tu crianza, educación, y sabrá encaminarte por el buen camino. El gobierno está sembrando mucha naranja y mucha toronja. Verás que allá se te quitan esos mocos para siempre.

    No dijo más, se tomó el caldo y se fue.

    La Isla de Pinos

    Una mañana, mucho antes de que el sol se asomara al horizonte, llegó mi padre por mí. Abuela me despertó. Ya tenía listo mi café con leche. Me puse un pulóver y un par de zapatos que me quedaban grandes.

    Tino preguntó por mis cosas y le dijeron que ya las tenía encima. Me tomó de la mano y salimos a la calle. La oscuridad era total. Miré hacia arriba y todo estaba apagado. Quizás al otro lado del cielo también estaban durmiendo. Llegamos a un muelle. En un barquito pequeño de unos 29 o 30 pies hablaban unas personas. Era de madera con mástil en el centro y en la botavara tenía la vela amarrada.

    Arrancaron el motor y despegamos de aquel muelle; atracamos en otro y echaron petróleo. Esperamos por una hora hasta que llegaron tres personas más. Al aclarar salimos del puerto de La Coloma. Al doblar en la restinga comenzó la lluvia y soltaron la vela. El aire y las olas eran moderados. Nos fuimos alejando poco a poco de la costa. Ya entrando al veril, el oleaje cambió y el viento dijo voy. Una ola golpeó la popa y levantó la barca. Al venir hacia abajo, se ladeó y una ola golpeó la botavara halando la vela. El barco se inclinó para hundirse. Otra ola golpeó la proa por barlovento con tanta fuerza que partió el mástil sacando la embarcación a flote. Yo estaba en cubierta enroscado a un poste de la caseta. El agua me embistió y pasó por encima del barco llevándose todo lo que tenían en cubierta. Entró por el boquete de popa y apagó el motor dejando el barco al garete...

    Alguien cayó a mi lado y volvió a saltar. Lo vi caer en la banda con un machete en la mano, cortó una soga, brincó a la otra banda y cortó otra soga. El barco giró. Una ola nos dio a todo lo largo y nos arrastró. Cuando el barco iba hundiéndose por el agua que entraba por toda la banda, dio un estrechonazo por proa manteniendo el nivel.

    Mientras tanto, rodábamos por encima del oleaje, quedando el barquito proa al viento y aún a flote en aquel vendaval.

    Quise acomodarme para mirar hacia popa. Me solté del brazo derecho para darle la vuelta al palo y Tino apareció por arte de magia.

    —No sueltes ese palo —dijo y volvió a desaparecer.

    Me abracé al palo otra vez y, al tratar de girar, me di cuenta de que me habían amarrado al madero con una correa. Por un instante vi a un monstruo marino delante, levantar una montaña de agua y tirarla sobre mí. Creo haber llegado al fondo del mar, cuando mi abuela me sujeta de la mano, me saca a flote y con un trapo comienza a secarme la cara. Oigo gritos en la orilla. Comienzo a abrir los ojos y veo a una señora con una toalla secándome la cara. Detrás de ella, hacia proa, discutían dos hombres gigantes sin camisas.

    —¿Qué carajo te pasa? —gritaba mi padre.

    —La tormenta no me preocupa, pero la gritería del muchacho ya me tenía loco, solo le tire un cubo de agua. Dichoso que no lo tiré por encima de la borda —le contestaba mi tío Norberto.

    —Escúchame bien, me importa un carajo que se hunda tu barco, pero si le pones la mano encima a mi hijo, te mato como a un perro —gritó mi padre.

    —Por favor dejen de pelear, ya el niño está bien y, por favor, hagan algo para que este barco no se hunda —les dijo la señora que me secaba.

    Mi tío Norberto Hernández, una bestia bien hecha, media 6'5" de estatura. Tenía un rostro mal encarado y usaba una careta de esas para meter miedo, que nunca se la quitó. Unos dos pies de espalda, sus brazos largos hasta las rodillas. De seguro iban a hacer un gorila, les salió mal y el creador lo tiró en el cajón con destino a ser humano. No importa del ángulo en que lo miraras, siempre parecía estar al asecho, como listo para atacar. La desconfianza y el recelo eran como un traje a su medida que él usaba las veinticuatro horas del día. Nunca descubrí lo que tanto terror le daba y tampoco olvidaré su rostro y esa careta que él usaba. ¡Si el diablo existe, ha de usar una igual! Nada te puede dar más pánico que esa mirada verde tirando al amarillo rodeada de carbón al rojo vivo y esa voz que retumba del más allá salpicándote la cara y una cantidad de golpes cayéndote encima de todas partes.

    Allí, en medio de aquella algarabía, brinca, salta, agáchate, levántate, corre, zancadilla, deslízate, tu fuerza de voluntad, tus intentos de defensa no sirven de nada. Yo era un trozo de carne en ese caldero. No tenía aceite hirviendo, pero el que lo tenía en sus manos nunca me dejó llegar al borde. Allí no había direcciones ni brújulas ni tiempo. ¡Ay!, qué hubiera dado yo por encontrar un árbitro en aquellos tiempos.

    Otro barco nos arrastró hasta la Isla de Pinos. Entramos por el río Las Casas y atracamos en la zona de los pescadores. Caminamos por unos cuarenta minutos. Atravesamos el centro de la ciudad y llegamos a la calle 41 entre 26 y

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