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Prisioneros De La Vida: Tierra Y Libertad
Prisioneros De La Vida: Tierra Y Libertad
Prisioneros De La Vida: Tierra Y Libertad
Libro electrónico533 páginas8 horas

Prisioneros De La Vida: Tierra Y Libertad

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Prisioneros de la Vida: Tierra y Libertad: Es una novela que se desarrolla en el Rancho El Bernal a unos 26 kilmetros al sur de la Ciudad El Mante en el Estado de Tamaulipas al norte de Mxico, y la Hacienda El Trampoln al sur de la Ciudad Victoria, Capital del Estado. Jorge Acevedo, dueo de la Hacienda El Trampoln y dueo de las autoridades de Ciudad El Mante y Ciudad Victoria mata a Artemio Jimnez, esposo de la duea del Rancho El Bernal en un bar y logra salir absuelto gracias a que tiene en su nmina al juez que ve el caso. Adems de operar la Hacienda El Trampoln, Jorge Acevedo mantiene un negocio clandestino que opera desde la Hacienda en el cual trafica drogas, prostitutas, armas a travs de la frontera entre Mxico y el Estado de Texas en los Estados Unidos de Norte Amrica conjuntamente con una banda de narcotraficantes norteamericanos que tambin trabajan para la DEA.
Sofa Jimnez, hija de Artemio y quien acaba de terminar sus estudios de Leyes se une a Gabriel Gonzlez, joven Agente del Ministerio Pblico en Ciudad Victoria, en buscar que se haga justicia con la muerte de su padre. Juntamente con el Capitn de la Polica Federal, Enrique Garca, que dirige un destacamento especializado anti-narcotraficantes, los tres se dedican a buscar la evidencia que necesitan para romper el nido de traficantes que operan en la Hacienda el Trampoln.
La confrontacin entre estas dos fuerzas es inevitable. La ambicin desmedida de don Jorge, y el deseo de lograr una conclusin justa a la muerte de Artemio por parte de Sofa adems del deseo de proteger el patrimonio de la familia representada por el Rancho el Bernal la obliga a tomar las armas en una accin defensiva. Gabriel, desde su posicin como Agente del Ministerio Pblico, Enrique Garca con su destacamento de Policas Federales y Sofa como hija del difunto Artemio se encuentran Prisioneros de la Vida en una lucha a muerte. Podr el amor que surge entre Sofa y Gabriel, y el amor que siente ella por su Rancho ms que la avaricia de Jorge? Ser la tragedia inevitable?
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento15 ago 2012
ISBN9781463334376
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    Prisioneros De La Vida - Oscar E. Rodríguez

    Capítulo 1

    La tarde caía pesadamente sobre El Mante. El sol había recorrido tres cuartas partes de su trayectoria diaria por el firmamento en su camino hacia el oeste. Marcos se movía lentamente en su hamaca donde dormía la siesta, libre del asecho del sol de julio. A lo lejos un becerro recién nacido bramaba, llamando a su mamá quien lo observaba al otro lado del corral. Las moscas caminaban por el piso, casi sin ganas de volar, afectadas por el peso de una tarde de verano en las planicies del norte de México. El tiempo parecía detenerse mientras la naturaleza esperaba la llegada de la noche con la esperanza de sentir un poco de fresco con las brisas del este.

    Poco a poco, Marcos intentaba romper la flojera que lo mantenía acostado. Por un lado sabía que tenía que levantarse porque los animales dependían de él. Por otro lado, su cuerpo clamaba por más descanso ante el calor de aquella tarde de verano. El llamado del becerro pudo más que el agotamiento físico de Marcos, y, poco a poco, se levantó de la hamaca. Un balde de agua fría sobre la cabeza fue suficiente para despertarlo por completo, vestirse con su ropa de trabajo, y salir de su refugio al calor insoportable de aquella tarde de verano. En el corral, el becerro seguía bramando por su mamá, mientras ella lo observaba desde un lugar seguro y con una buena sombra. De vez en cuando, ella contestaba el llamado de su retoño sin mucho esfuerzo.

    Marcos se estiró mientras observaba al becerro y a su madre. Él le podía haber asignado esta tarea a uno de los vaqueros que trabajaban en el rancho. Pero él quería hacerlo por sí mismo. Era lo que había hecho siempre, desde que su padre le había asignado esta tarea hacía muchos años. Buscar las vacas lecheras y sus terneros todas las tardes. Tomó una soga que colgaba en el corral y se dirigió hacia el potrero que está al frente de la casa, al cruzar la carretera. Allí a la sombra de un árbol lo esperaba su acompañante fiel, su caballo pinto. Al regresar al corral con el caballo, lo ensilló y se preparó para salir en busca del ganado que debería estar cerca del río, a unos dos kilómetros. El caballo conocía muy bien la rutina y permanecía tranquilo bajo la sombra del corral, mientras su amo le ponía el manto, luego la silla y por último el freno. El silencio de la tarde colmaba todo. Sólo se interrumpía con los pasos de Marcos y las pisadas del caballo. Desde la casa se escuchó levemente una agrupación tocando un Huapango, una canción vieja y triste.

    Cuando terminó los preparativos, Marcos montó su caballo, salió del corral, y se dirigió al norte, hacia la ribera del río que colindaba con el rancho, y donde esperaba encontrar las vacas con sus becerros como de costumbre. Con paso seguro pero lento, el caballo negociaba los arbustos con espinas que decoraban el potrero. Marcos observaba los alrededores mientras su caballo lo llevaba automáticamente a su destino. Todo transcurría igual que todos los días. Una existencia monótona que el caballo junto a Marcos conocían de memoria. La vegetación estaba seca por falta de agua. No llovía en meses y debería comenzar a llover pronto. En otras partes de la república estaba lloviendo, y hasta había inundaciones. Pero aquí, no llovía; solamente se veían los nubarrones, y de noche, hasta se veía el resplandor de los rayos a lo lejos y se escuchaba el rugir de los truenos. Pero no se acercaban y la espera por el agua era desesperante. Marcos sabía que no podía hacer nada. La naturaleza tenía que correr su curso mientras él y sus animales esperaban. La tierra, negra y fértil, estaba lista para dar su fruto. Sólo le faltaba el agua para que el verdor cubriera el campo y los animales comieran de su fruto.

    Al acercarse al río, vio a lo lejos las primeras vacas que buscaban refugio debajo de unos árboles. El resto estaban esparcidas por ese litoral mientras que algunas bajaban al río a beber agua. El caballo se dirigió en forma automática hacia el río y bajó hasta llegar a la orilla. Sin detenerse para saber lo que Marcos quería, el caballo entró al río y comenzó a beber. Marcos observaba tranquilo su caballo. Al terminar, se volvió hacia la orilla, salió del río, y se detuvo para esperar instrucciones de su amo. Marcos acostumbraba iniciar el regreso al corral con su ganado después de darle agua a su caballo. Pero ese día, desmontó y se sentó en el tronco de un árbol caído mientras su caballo lo miraba curiosamente. Las vacas comenzaron su viaje de regreso al corral, pero se detuvieron al darse cuenta que Marcos, junto a su caballo, permanecía en aquel lugar. Marcos observó brevemente el ganado y su caballo. La expresión en su rostro reflejaba una profunda tristeza. Su mirada divagaba de un lado a otro sin enfocar en punto alguno, hasta que por fin se detuvo en una rama de un árbol que flotaba río abajo. La corriente la empujaba de un lado a otro pero no permitía que la rama se desviara de su trayectoria. Marcos la siguió con la vista hasta desaparecer. Con su vista fija en el punto donde desapareció la rama, Marcos sintió un escalofrío que no era típico para ese momento con tanto calor. Hasta la brisa se sentía caliente al frotarle la piel. Marcos no entendía lo que le pasaba y buscaba una explicación lógica a lo que le ocurría en aquel momento.

    ¿Por qué se bajó de su caballo aquella tarde de verano? ¿Por qué se sentó sobre aquel tronco de un árbol muerto? ¿Por qué se fijó en aquella rama de un árbol que pasaba, presa de la corriente de agua? ¿Por qué sintió un frío cuando hacía tanto calor? ¿Por qué?

    Esa rama muerta pertenecía a un árbol vivo –pensó Marcos. El viento y la lluvia la acariciaban, y los pájaros se posaban en ella. Ahorita está muerta y la corriente la arrastra sabrá Dios hasta donde.

    Nuevamente Marcos sintió un gran escalofrío. La idea de una rama, que estuvo viva, y que ahora estaba muerta y a la merced de una corriente de agua, turbó su corazón.

    Yo soy como esa rama –pensó–. Hoy estoy vivo, y mañana podré estar muerto. Hoy decido lo que puedo hacer o no hacer, mientras que mañana puedo estar a la merced de una fuerza que no puedo controlar.

    Marcos sintió las palpitaciones de su corazón aumentar su ritmo, y su respiración también aumentó marcadamente. Miró a su derredor y vio que las vacas estaban comiendo plácidamente bajo las sombras de los árboles, mientras que su caballo hacía lo propio. Las vacas estaban flacas, especialmente las que todavía amamantaban a sus crías. La falta de buena comida no les permitía mantenerse alimentadas mientras que alimentaban a sus becerros. Miró hacia el cielo como buscando una señal de lluvia para que su ganado pudiese alimentarse y aumentar de peso. Dos días antes había encontrado a una de sus vacas muerta, y había perdido cinco vacas en los últimos dos meses. Caminaban una cuerda floja entre la vida y la muerte. Como la rama del árbol que la corriente llevaba río abajo. El miedo de perder más vacas y el miedo natural a la muerte provocó que Marcos se pusiese de pie y caminara hacia la orilla del río. Se detuvo allí observando la corriente que pasaba y vio otras ramas en su viaje desconocido por el río, desconocido para ellas, pero como parte de un plan natural de vida al cual todos estamos atados –como prisioneros en la vida.

    Esas ramas estaban muertas –pensó Marcos–. Pero en algún momento la corriente las llevará a una orilla donde se convertirán en pan de vida para otros seres vivientes de la naturaleza –el ciclo natural de la vida.

    Nacemos para morir y dar vida a otros seres de la naturaleza.

    Pero yo no soy una rama muerta destinada a dar vida a algún ser vivo de la naturaleza. Soy un hombre. Tengo inteligencia. Controlo mi propio espacio, mi contorno. ¿Por qué, entonces, me siento como esa rama muerta arrastrada por la corriente del río? ¿Qué corriente arrastra mi vida y la mantiene prisionera? ¿Por qué me siento como un prisionero si soy libre? Yo puedo montar mi caballo y alejarme de este lugar. O puedo llevar las vacas al corral y continuar mi vida en el rancho. Tengo alternativas. Soy libre. Pero, ¿por qué siempre regreso al rancho con las vacas y nunca opto por irme y olvidar todo esto? ¿Por qué no busco mi futuro en otro lugar?

    Marcos meditó por mucho tiempo sobre este dilema.

    –Soy una persona responsable. ¿O seré un cobarde? ¡No! Regreso con las vacas porque esa es mi responsabilidad. Claro, por eso es que vuelvo todos los días. ¡Soy responsable!

    Al escuchar su propia voz pronunciar estas últimas palabras, Marco se sorprendió. Miró a su derredor para ver si había alguna otra persona que pudiese haber escuchado lo que dijo. No quería que lo acusaran de loco porque hablaba solo. Una carcajada nerviosa se escapó de su boca al darse cuenta de la situación en que se encontraba.

    –Este calor me está volviendo loco. Si no llueve pronto, las vacas se me van a morir y entonces ¿qué? ¡Entonces no tendré otra alternativa que largarme! –manifestó en voz alta–. Pero eso no sería justo. Y mi libertad, ¿dónde está? ¡Esto no es escoger entre dos alternativas! ¡Esto es una imposición! ¡Esclavitud! ¡Una rama de árbol muerta más, arrastrada por la corriente del río! ¡Híjole, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?

    Marcos calló de rodillas y las lágrimas brotaron de sus ojos. La libertad que Marcos había atesorado y que creía que poseía, de pronto desapareció. Marcos se vio como un prisionero de la vida, una vida sin alternativas que lo arrastraba a un final desconocido.

    –¿Por qué tuvo que morir mi abuelo en aquella revolución? ¡Pancho Villa! ¡Tú te lo llevaste y nunca volvió! Mi madre me dijo que murió por algo en que creía y que le daría a él y a su familia una vida mejor. ¿Dónde está esa mejor vida? Murió antes de que naciera mi padre. ¡No pude conocerlo! –un silencio sepulcral inundó aquel lugar mientras Marcos secaba las lágrimas que rodaban por sus mejillas–. ¿Valió la pena ese sacrificio? ¡Y todos los que han muerto en todas las revoluciones del mundo! ¿Valió la pena todos esos sacrificios?

    Marcos, aun de rodillas, gritaba con todas las fuerzas de su corazón:

    –¿Es la muerte la alternativa de la vida?

    Extendió sus brazos y lentamente los elevó hacia el cielo mientras que su mirada buscaba afanosamente alguna señal de lo alto. Por fin gritó:

    –¡Mi Virgencita de la Guadalupe, ten misericordia de nosotros! ¡Intercede por nosotros, por mis animales, mi rancho, mis hijos, mi mujer donde quiera que esté!

    Lloró sin consuelo en aquella tarde de verano, como un crucificado. Perdido, desamparado, solo. Sintió el peso de la historia de la humanidad sobre sus hombros mientras el tiempo lo arrastraba prisionero de la vida.

    –¿Dónde está la Virgencita? ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está el Hijo del Hombre? ¿Dónde está la Iglesia? ¿Dónde están los héroes de la Revolución? ¿Dónde están los líderes políticos? ¿Dónde está la familia? ¿Dónde están las amistades?

    Mientras se preguntaba, se mecía sobre sus piernas y se agarraba el pecho con sus dos manos, como si fueran a brotar las respuestas a todas estas interrogantes desde lo más profundo de su ser. El palpitar de su corazón aumentaba y el ritmo de su respiración pronosticaba un incremento en la presión sanguínea. El sudor chorreaba de su cuerpo como un manantial, mientras el sol lo escarmentaba en aquella tarde de verano. Por fin cayó sobre la tierra, como derrotado y debilitado por aquella angustia.

    Marcos permaneció allí tendido por lo que le pareció una eternidad. Al fin decidió ponerse de pie y buscar la protección de la sombra de un árbol. El calor era sofocante y su ropa entripada de sudor y llena del polvo de la tierra negra de aquel lugar, le pesaba. Al percatarse de su condición no se detuvo bajo la sombra del árbol sino que se dirigió a la orilla del río. Se quitó las botas y se adentró al río. El agua se sentía fresca, hasta fría, debido al calor de su cuerpo. Cuando el agua le llegó a la cintura, se sumergió y trató de nadar. La ropa le pesaba demasiado y no le permitía nadar cómodamente. Se detuvo y se quitó la ropa. Primero la camisa, la cual la enjuagó en el río, y luego hizo lo mismo con los pantalones. Cuando estaba satisfecho de que le había sacado la tierra a la ropa, se salió del río y la colgó de unos arbustos cerca de la orilla y que estaban al sol para que se secaran. Luego volvió al río y se aventó de cabeza y nadó libremente unos metros de la orilla.

    Se detuvo cuando se percató que se acercaba una rama pequeña que había caído al río de algún árbol. Estiró la mano cuando se acercó a ella. La tomó como si tomara un pajarito abandonado por su madre y que había muerto prematuramente. La contempló por algunos segundos; luego la depositó en el agua tiernamente, y casi murmuró una oración mientras la rama se alejaba al ritmo de la corriente suave del río.

    Cuando la rama se perdió de vista, Marcos regresó a la orilla y se paró sobre una roca que se extendía sobre la orilla. Parecía un Adán observando la majestuosidad de la naturaleza que le rodeaba. Desnudo de cuerpo y de alma sintió el latir del corazón de la naturaleza y, por un momento, sintió paz, una paz que no había sentido antes. Había regresado a sus orígenes más primitivos y había establecido en aquel lugar y en aquel momento una comunión íntima con los dioses más antiguos de la naturaleza. La libertad de aquel momento inundó su corazón. Siglos de tradiciones y mitos se mezclaban en su cabeza y los percibía como una película sin editar, sin consideraciones cronológicas, sin sentido real para su presente. Las historias que había escuchado desde niño de parte de su madre, del sacerdote de la Parroquia y de sus maestros en la escuela inundaron su mente.

    –¡Mentiras! –gritó–. ¡Son todas mentiras! ¡Esta es la verdad, la cruda verdad! Lo que vivo, lo que padezco, ¡esta es la verdad!

    Una fuerza se apoderó de él y, con un gesto desafiante con su brazo derecho, borró las imágenes que recorrían por su mente. Contempló su entorno y enfocó su mirada al aquí y ahora de aquel momento. Los sonidos de la naturaleza inundaron el silencio que lo había arropado. A su espalda escuchó el bramar de una vaca que llamaba a su cría. Se volvió para ver lo que sucedía y se encontró con una vaca que pasaba cerca de donde él estaba parado. La vaca estaba en celos, y el toro la seguía muy atento a su objetivo. Cuando ella se detuvo, el toro aprovechó y la montó, logrando su objetivo al tercer intento. Todo terminó tan rápido como cuando empezó. Marcos se sintió satisfecho. Un posible becerro saldría de aquel momento fugaz. Como un dios de la mitología Mesopotámica mezclada con la mitología de los indígenas de México, Marcos observó aquel escenario; observó su mundo sobre el cual él poseía toda autoridad. En aquel momento Marcos era el Adán de las tradiciones Mesopotámicas, el dios de los aztecas y de los mayas, un semidiós, hijo de un dios y de una mortal.

    Mientras observaba su reino, sintió hambre. Llevaba mucho tiempo en aquel lugar y el sol estaba a punto de encontrarse con el horizonte. Sacudió su cabeza y se sonrió por primera vez en aquella tarde de verano. Al notar su desnudez, se dirigió al arbusto donde había tendido su ropa y se vistió, lentamente, como si aquella acción interrumpía su paz y su libertad y lo devolvía a su presente, a su agonía, a su prisión. Pero se sentía tranquilo mientras se montaba sobre su caballo. Se viró y miró al río que continuaba su trayectoria que lo llevaría hasta el mar. Se quitó su sombrero y saludó al río con un gesto de gratitud. Había experimentado la libertad por primera vez en su vida y había logrado el conocimiento de los dioses de antaño. Él era el Hombre –creado varón y hembra dentro de la tradición Judaica/Cristiana– el Adán, aunque fuese por un periodo breve de su existencia.

    Mientras guiaba su ganado hacia el corral del rancho, se sintió seguro de sí mismo y sabía lo que tenía que hacer hoy, mañana y siempre como prisionero de la vida. Las palabras de su padre, Tierra y Libertad, de momento saltaron a su memoria. El General Emiliano Zapata las usaba como su grito de guerra. Sí, él estaba prisionero de la vida, pero con la esperanza de disfrutar la libertad que sólo la tierra le garantizaba gracias a la sangre derramada por tantos valientes de la Revolución.

    Capítulo 2

    La manta obscura de la noche cubría el llano del Mante y los primeros rayos del alba luchaban con la pesada negrura que cubría las vidas del rancho. Una llovizna ligera bañaba los potreros, las primeras lluvias en varios meses. La sequía había creado una situación muy precaria para el ganado; las posas estaban secas y el pasto escaseaba. Los gastos en la compra de comida para alimentar las reces aumentaba, y algunos rancheros consideraban vender sus reces antes de perderlas.

    Guadalupe se incorporó luego de varias horas arrodillada frente al Santísimo; rogaba por la lluvia y por la salud y seguridad de su esposo, Artemio, quien llevaba tres días sin regresar al rancho. El olor a tierra mojada la regresó a la realidad, y se dirigió al corredor para asegurarse de que llovía. Las palpitaciones aceleradas de su corazón reflejaban la alegría que sentía porque una de sus oraciones se convertía en realidad. Llovía de verdad.

    Artemio, sin embargo, no había regresado. Acostumbraba salir a tomar unos tragos con sus amigos y dejaba a su esposa e hijos en el rancho –una herencia de sus padres– junto a Marcos, hermano menor de Guadalupe, quién vivía en el rancho también después de que su esposa lo abandonó y se llevó a sus hijos al otro lado como mojados. A veces se desaparecía por una semana. Pero siempre regresaba, borracho y oliendo a perfume barato. Todos conocían de las andanzas de Artemio, y Guadalupe no era una excepción.

    Ya en el corredor, Guadalupe se sentó para respirar el aire fresco y mojado gracias a la lluvia que caía lentamente sobre la tierra seca. Una sonrisa de satisfacción se escapó brevemente de sus labios, y los músculos de la cara se relajaron por primera vez en mucho tiempo. Cerró los ojos y se transportó a la época cuando su padre trabajaba el rancho. Era tan diferente entonces. Se sentía mucha paz y tranquilidad en el ambiente, no porque las cosas estaban mejor. No. Es que su padre era un trabajador incansable y muy responsable. Su familia era su primera prioridad. Además, su abuelo había luchado junto a Pancho Villa en la Revolución y lo mataron antes de que su padre naciera. El haberse criado sin la presencia de su abuelo había motivado a su padre a preocuparse por sus hijos y no abandonarlos en luchas estériles. En más de una ocasión se vio tentado a salir a luchar en contra del gobierno y a favor de los pequeños rancheros, los trabajadores olvidados de la tierra.

    –Se luchó por la tierra y por la libertad –solía decir–. La tierra había que amarla, trabajarla, y respetarla. Se derramó mucha sangre para que el campesino tuviera su tierra.

    Por eso su padre les inculcó a Guadalupe y al resto de sus hermanos y hermanas la importancia de ser fiel a la tierra.

    –¡Tierra y libertad! –exclamaba cuando les recordaba su responsabilidad para con el rancho–. ¡Ese era el grito de guerra de Emiliano Zapata durante la Revolución! –repetía cada oportunidad que tenía.

    Fue sólo un momento fugaz; un recordar tiempos más felices bajo la protección de su padre. El presente imponía otra realidad; los azotes de la naturaleza, por un lado, y los azotes de la maldad humana por el otro. Guadalupe se encontraba en el medio, y, por lo tanto, se le hacía muy difícil sonreír. Poco a poco los músculos de la cara volvieron a reflejar la rigidez que les caracterizaba, y la sonrisa desapareció. Al abrir los ojos, veía que el alba avanzaba, empujando el manto negro de la noche lentamente para descubrir un día lluvioso, bendición para la tierra y los animales. Mientras observaba el horizonte aclararse, escuchó las pisadas de un caballo que se acercaba desde el norte. Se levantó de su silla para ver quien venía.

    –Doña Guadalupe –dijo el jinete.

    Guadalupe reconoció la voz del Padre Pedro de la parroquia de Ciudad El Mante.

    –¡Buenos días, Padrecito! ¿Qué le trae por aquí a esta hora?

    –¡Ay, hija mía! Es que Don Diego –el que vive al otro lado del río– se está muriendo y me mandaron a buscar para que le diera los Santos Oleos, y allí pasé la noche.

    –Sí, Marcos me lo había comentado. Pero tómese un café antes de seguir, y sálgase de esa lluvia. ¡Se va a enfermar! Pase usted, Padrecito.

    Padre Pedro llevaba alrededor de veinte años como cura. En México llevaba quince años, y en el Mante llevaba unos cinco años y medio. Se había propuesto conocer a todas las familias de la parroquia. Se le veía muy a menudo cabalgando por los campos visitando a los ranchos, especialmente los más pequeños, con el propósito de conocer las necesidades de la gente. Era español, pero amaba a México y a su gente, como si fuera su propio país.

    –Gracias Doña Guadalupe. Usted siempre tan gentil, no importa la hora.

    –Siéntese Padrecito. Ahorita le traigo el café, bien calientito como a usted le gusta.

    El padre se sentó en el corredor y contempló como la mañana se levantaba sobre el horizonte. Respiró hondo como para llenar sus pulmones del aroma de la tierra recién mojada. Guadalupe lo observaba a través de la ventana mientras le servía el café.

    –El Padrecito se ve cansado y carga una gran pena –pensó ella–. ¿Por qué insistirá en andar a caballo y no toma el camión? Siempre se le ve a caballo por los campos. Pobre Padrecito.

    Cuando le trajo el café al Padrecito, se sentó frente a él.

    –Me imagino que debe ser difícil enfrentarse a la muerte, aun cuando es la muerte de otro –le dijo–. Recuerdo cuando murió mi papá y mi mamá. En ambas ocasiones yo no estaba en el rancho, y me tuvieron que avisar. Cuando murió mamá yo estaba en casa de una prima en Tampico, y cuando murió papá estaba visitando a unas amistades en la Capital de la República. Fueron dos noticias muy dolorosas. No esperábamos esas muertes. Ellos estaban tan llenos de vida. Fueron tan trágicas sus muertes.

    –Alguien me dijo que sus padres murieron en un accidente.

    –Bueno, no, Padrecito. Casi seis meses después de que mi madre muriera al resbalar de una escalera que teníamos para treparnos al techo de la casa, murió mi padre cuando lo asaltaron unos cuatreros. El trató de defenderse y lo acribillaron a balazos. Murió como mi abuelo, defendiendo la tierra, lo nuestro. Por eso es que este rancho es tan importante para mí y para Marcos.

    –No conocía esa historia. Muy dolorosa, hija mía. Muy dolorosa.

    Al pronunciar estas palabras, el Padre Pedro miró hacia la planicie que quedaba al frente del rancho. Ambos permanecieron en silencio por varios minutos, cada uno esperando que el otro dijera algo. Sin cambiar la vista, el padre le dijo:

    –Guadalupe, hija mía, además de la labor sacerdotal que le debo a Don Diego, tengo otra misión que cumplir en esta mañana que tiene que ver con usted.

    –¿Conmigo? Padrecito. ¿Qué misión tiene usted conmigo?

    –Veras, hija mía. Anoche vine al rancho de don Pancho para brindarle los Santos Oleos. Me trajo el policía Pacheco en su camioneta. Luego de cumplir con los ritos sacramentales, los hijos de don Pancho me pidieron que me quedara la noche y que me viniera por la mañana y así me traía el caballo que don Pancho me había regalado hace como un mes. Mi caballo estaba viejo y él tenía un buen caballo que quería regalarme. Don Pancho era un buen cristiano, un hombre de Dios. El policía Pacheco y yo planeábamos pasar por aquí anoche de regreso al Mante, pero como me quedé en la casa de don Pancho, yo le dije que vendría solo. Tengo algo muy importante que decirle.

    –Ándele pues, Padrecito.

    Ambos permanecieron en silencio por lo que pareció una eternidad. El padre buscaba las palabras correctas para llevarle a Guadalupe el mensaje que traía. Guadalupe lo observaba atentamente y trataba de adivinar lo que el padre le diría. Por fin el padre rompió el silencio.

    –Hija mía, ¿dónde está Artemio, su marido?

    –Pues no se Padrecito. Hace, con hoy, cuatro días que no regresa a la casa. Ya usted sabe, cuando Artemio sale con sus cuates, se le olvida el tiempo y la familia. Pero siempre regresa… siempre regresa.

    Mientras pronunciaba estas palabras, Guadalupe mantenía la mirada fija en el suelo. Los músculos de su cara y su cuerpo estaban rígidos, en parte por la ira que sentía y guardaba en contra de su marido, pero también por la vergüenza que sentía al tener que decirle al padre que su marido era un irresponsable. Pero también sentía temor de que el padre le diría algo desagradable sobre su marido.

    Ahora, mirándola fijamente, el padre le dijo:

    –Hija mía, Artemio está muerto.

    Guadalupe permaneció inmóvil. Cerró los ojos y lentamente fue cerrando los puños sobre su regazo. Sus labios comenzaron a temblar levemente. No emitió ni un sonido, ni una lágrima. El padre la observaba atentamente.

    –Cuando salía de El Mante ayer, el comandante de la policía me pidió que acompañara al policía Pacheco a informarle sobre la muerte de Artemio. Nadie se atrevía venir a decírselo, por lo que me pidieron que viniera y le informara. Le dije al comandante que yo tenía que ir al rancho de Don Diego primero, pero que después pasaría por aquí. No pude venir anoche mismo, pero aquí estoy para ayudarle a enfrentarse a esta realidad tan dolorosa.

    El padre no le quitaba los ojos de encima mientras pronunciaba cada palabra lentamente, como en una letanía que había memorizado y ensayado durante la noche. Lo único que faltaba era el responso que acompaña normalmente a una letanía. Guadalupe permanecía en silencio, congelada en el tiempo, como la estatua de una figura patética. Poco a poco, sin embargo, se notó un relajamiento en sus músculos. Abrió lentamente los puños y sus labios dejaron de temblar. Luego de varios minutos, abrió los ojos y miró fijamente al padre. Sus ojos negros como la noche brillaban con la luz de la mañana. Ni una lágrima brotó de aquellos ojos grandes que preguntaban: –¿Qué pasó?– Por fin Guadalupe rompió el silencio y preguntó:

    –¿Padrecito, cómo murió?

    Con un tono de voz informativo y frío, el padre le contestó:

    –El Comandante me informó que Artemio estaba en una cantina con algunos amigos y se desató una pelea entre Artemio y otra persona que llegó al lugar. Aparentemente Artemio había pasado la noche con la mujer de la otra persona, quien vino a reclamarle. Artemio le tiró un moquete al esposo de la dama mientras sacaba un arma. La víctima sacó un revolver y le disparó, alcanzándolo en el pecho. Artemio murió en el acto.

    De pronto Guadalupe soltó una carcajada que le provocó un sobresalto al padre. Pero antes de que el padre pudiese decir una palabra, Guadalupe dijo con una voz firme:

    –¡Qué ironía, Padrecito! Mi abuelo muere de un balazo en la revolución luchando por el derecho de poseer la tierra y por la libertad. Mi padre muere a balazos defendiendo su derecho a la tierra que poseía y la libertad que gozaba. Ahorita mi marido muere a balazos por robarle la mujer a otro. ¿Por qué, Padrecito, tienen que ocurrir estas cosas? Mi abuelo luchó en contra de los terratenientes que controlaban todas las tierras y no las querían compartir con los campesinos. Ahorita Artemio actuaba como un terrateniente que quería controlar todas las mujeres de la comarca. Él tenía una buena esposa y mujer. ¿Por qué tenía que buscar la mujer de otro?

    –El pecado original –murmuró el padre.

    –¿Mande?

    –No, nada, mi hija. Sólo pensaba en voz alta.

    Un silencio sepulcral cayó sobre los dos. El padre movía los labios como si estuviera rezando, aunque verdaderamente encubría su incompetencia en aquel momento de dolor porque no sabía que decir.

    –¿Qué va a hacer usted ahora que se queda sola? –por fin dijo el padre.

    –Padrecito, la vida tiene que continuar. Tengo una hija y un hijo que me necesitan, ahora más que nunca. Marcos y yo continuaremos luchando aquí en el rancho. Este es el único patrimonio que les dejaré a mis hijos.

    –¿Y Artemio?

    –¡Artemio está muerto! –exclamó desde lo más profundo de su alma. Un silencio arropó a los dos. El eco de aquella exclamación vibraba en todo aquel ambiente–. Una vez le escuche a usted, Padrecito, decir en misa que los muertos entierren a los muertos. Él se buscó su fin. Ahora que se las arregle con los muertos.

    –Sí, hija mía. Yo he pronunciado esas palabras dichas por Dios, nuestro Señor. Pero eso no quiere decir que tiene usted que lavarse las manos de él.

    –Padrecito, cuando se fue con sus cuates, no pensó en mí ni en sus hijos. Se buscó la muerte solo. Que se busque su entierro solo. Yo tengo mucho que hacer aquí para perder el tiempo enterrándolo. Entiérrelo usted, Padrecito, si quiere.

    –Y sus hijos. ¿No querrán participar en los actos fúnebres?

    –De mis hijos me ocupo yo. Bastante los hizo sufrir con sus borracheras y maltrato. Déjeme decirle, Padrecito, Artemio nos maltrataba a todos aquí. Dios sabe lo que hace. Se lo llevó y nos dio la libertad de vivir sin los atropellos de un padre que no sabía apreciar lo que tenía.

    –Hija mía, no hable usted así. San Pablo nos enseña que el hombre es cabeza de la mujer. Toda mujer necesita un hombre que la cuide y la guíe. La Iglesia nos enseña que la mujer tiene que ser sumisa ante el hombre. Si el hombre maltrata a la mujer y a sus hijos, Dios, nuestro Señor, se encargará de él en el juicio final. Nosotros no podemos ser jueces, sólo Dios, nuestro Señor, nos juzgará.

    –Ay, Padrecito, no me diga que porque soy mujer tengo que soportar los abusos de un hombre sólo porque es hombre. Es más, Padrecito, Artemio se merecía esa bala. Fue un hombre malo y Dios, nuestro Señor, lo castigó.

    –Dios, nuestro Señor, no castiga de esa forma, hija mía. Tiene usted que tener cuidado como habla porque puede llegar a cometer una herejía si continua así. Yo sé que esta muy adolorida por lo ocurrido. Pero tiene usted una responsabilidad como esposa de atender a su marido, aun en la muerte.

    –¡A mi marido! … ¡Ha! … Padrecito, para usted es fácil hablar así. Usted nunca ha estado casado. Usted perdone, Padrecito, pero en cuestiones de matrimonio usted no sabe nada, y menos de cuan abusivo puede ser un hombre. Mire, Padrecito, Artemio nunca terminó la primaria y era bastante bruto en sus cosas. Yo, sí, termine la preparatoria y comencé a estudiar una carrera. Tuve que abandonarla cuando… salí embarazada. Artemio, pues, trabajaba en el rancho con mi padre y… nos tuvimos que casar. Mi padre me dijo que tenía que venirme al rancho a trabajarlo, y que no podía seguir estudiando. Artemio era muy diferente entonces. Él respetaba mucho a mi padre. Se dañó después que murió mi padre. No quería trabajar ni hacer nada. Sólo quería estar bebiendo y corriendo detrás de las mujeres. Usted no sabe, Padrecito. Era un infierno.

    –No hable así, hija mía. El matrimonio es un sacramento de la Iglesia. No lo compare con el infierno.

    –Bueno, Padrecito, usted no sabe lo que es vivir un infierno. Yo lo viví. Ahora le toca a Artemio vivir el infierno porque ahí es donde va a ir de cabeza.

    El padre se levantó y le entregó la tasa vacía a Guadalupe mientras se despedía de ella:

    –Hija mía, tengo que marcharme. Si necesita algo, déjeme saber. No se preocupe. Yo me hago cargo de todo. Artemio tendrá un entierro Cristiano.

    –Ándele, pues, Padrecito. Gracias por venir a informarme.

    –Nos vemos en misa, hija mía.

    Un silencio arropó a aquellos dos seres que platicaban en aquella mañana lluviosa. La brisa que salía del norte se sentía fría y los nubarrones negros anunciaban más lluvia durante el día. Mientras el padre se alejaba de aquel lugar, Guadalupe entró a la casa en busca de más café. En el corral las vacas se movían nerviosas, como si entendieran que algo muy grave había sucedido en aquel rancho. El resto de la casa dormía, y se sentía una gran paz. Al salir nuevamente al corredor, Guadalupe tomó un poco de café, encendió un cigarro y cerró los ojos. La lluvia caía ahorita con un poco más de fuerza y la brisa se sentía más fresca. El olor de la tierra mojada la transportó nuevamente a los años cuando vivía en el rancho con sus padres. Recordó aquel día que conoció a Artemio. Fue un verano y Guadalupe hacía dos días que había llegado de la ciudad donde acababa de terminar el primer año de su carrera de leyes en la Universidad. Había aprobado todos los cursos con calificaciones sobresalientes, y sus padres estaban muy orgullosos de ese logro. Pero los veranos eran para el rancho. Todos sus hermanos –eran tres varones y tres hembras en total– tenían que trabajar el rancho durante las vacaciones de verano. Guadalupe era la mayor.

    Capítulo 3

    Artemio llegó al rancho con su padre, Don José, quien trabajaba como vaquero con Don Pancho, el padre de Guadalupe. Don José le había solicitado a Don Pancho que le permitiera usar a su hijo como ayudante en lo que conseguía trabajo en otro lugar. El muchacho era fuerte y sabía trabajar la tierra y el ganado. Don Pancho examinó al muchacho de arriba abajo, y por fin dio su consentimiento. Guadalupe observaba todo esto desde el corredor de la casa, precisamente en el sitio donde se encontraba sentada en aquella mañana triste. Una sonrisa traicionó la tensión de sus labios al recordar aquella primera vez que vio a Artemio.

    Era tan guapo, –pensó–. Se veía fuerte, con brazos musculosos y una espalda ancha. ¡Qué recuerdos!

    Artemio era de estatura mediana con una cabellera frondosa color negro que cubría sus orejas. La piel de sus brazos y de su cara estaba bronceada por el sol. Sus facciones indias, pómulos altos con cabello liso, proyectaban cierta ingenuidad, o quizás hasta timidez y temor. Durante toda la conversación entre Don Pancho y Don José, mantuvo sus ojos fijos en el suelo, y no dijo ni una palabra.

    Guadalupe lo siguió con la vista cuando se fueron hacia el corral donde estaban los terneros encerrados. Al desaparecer de su vista, Guadalupe se levantó y corrió en dirección al corral para continuar su inspección de aquel visitante. Le intrigaba su presencia y quería conocerlo. Al acercarse a su padre dijo:

    –Saludos, Don José… Papá, ¿quién es ese muchacho?

    –El hijo de Don José. Se llama Artemio. Oye, Artemio, ven acá. Quiero que conozcas a mi hija mayor, Guadalupe.

    Artemio se acercó sin levantar los ojos y, con voz baja, casi imperceptible, dijo:

    –Artemio, para servirle a Dios, nuestro Señor, y a usted, señorita.

    –Artemio va a trabajar junto a su padre. Necesitamos ayuda, y él está joven y fuerte.

    –Parece bien.

    –Artemio no vivía conmigo, niña, pero ahorita va a estar conmigo un tiempo. Estuvo con su abuelo por diez años hasta que murió.

    –Lo siento. No sabía que su padre había muerto.

    –Bueno, mi padre murió hace muchos años. Artemio estaba con el padre de su madre.

    –¿Y qué edad tiene Artemio?

    –Artemio, ¿cuántos años tienes ahorita?

    –¡Hay, Don José, no le pregunte!

    Artemio no escucho a su padre, o por lo menos no respondió. Guadalupe sintió el calor de su sangre que fluía aceleradamente hacia su cabeza. No podía esconder el bochorno que sentía, así que se retiró hacia un lado del corral desde donde podía observar a Artemio, quién jugueteaba con unos terneros.

    –Artemio, vamos a trabajar hijo.

    –Si, papá. ¿Qué hago?

    –¿Ves aquellos caballos en el otro corral? Ensilla los dos machos. La hembra tiene carga. Órale.

    Artemio se dirigió al corral que le había indicado su padre, y Guadalupe lo siguió para ver cómo ensillaba los dos caballos, y por si necesitaba ayuda. Ella conocía muy bien los caballos, y era un jinete experimentado. Además, ella sabía donde estaban las monturas. Artemio enlazó los caballos sin ningún problema con unas sogas que estaban sobre el portón del corral. Cuando los sacó del corral, se encontró directamente con Guadalupe y, después de titubear un poco, le preguntó, sin mirarla directamente, por las monturas. Ella lo condujo a la caseta donde las guardaban y le enseñó las que podía tomar. Antes de tomarlas, sin embargo, Artemio regresó al lugar donde había amarrado los caballos, y, con un cepillo que colgaba de un poste, empezó a cepillar uno de los caballos. Guadalupe tomó otro de los cepillos y empezó a cepillar el otro. Disimuladamente, Guadalupe observaba a Artemio. Lo que no se dio cuenta fue que Artemio estaba observándola a ella también. Una chispa se había encendido entre estos dos jóvenes.

    Guadalupe tenía diez y ocho años y, aunque tuvo un noviecito en Tampico, esa relación no había prosperado, mayormente porque su padre era muy estricto y había dado órdenes de que Guadalupe no podía salir sola. Mientras Guadalupe vivía en Tampico, se quedaba en casa de una tía soltera que era más severa que su propio padre. No había oportunidad alguna para disfrutar un novio. Pero el rancho era su territorio. Aquí ella era una amazona en control de su espacio y que podía manejar un caballo tan bien como cualquier hombre. Además, con el lazo, no tenía competencia. Conocía todos los trabajos del rancho, y ella quería ver cuan buen vaquero era aquel muchacho que llegó de la nada e invadió su espacio.

    Vestida con pantalón y chaqueta de mezclilla, botas de vaquero y un sombrero tejano, con un cuerpo muy bien formado, las carnes firmes, característico de una persona acostumbrada a realizar trabajos arduos del rancho, Guadalupe se veía imponente. Su cabello negro y lacio le llegaba a la cintura. Era de estatura mediana y tenía ojos azules, igual que los de su padre, quien tenía sangre europea mezclada con sangre india –un mestizo.

    Una vez ensillados los caballos, Don José se acercó, tomó uno de los caballos, mientras Artemio tomaba el otro. Don José se despidió de Guadalupe y de su padre y se marcharon por el potrero hacia el norte en busca del ganado que pastaba en algún lugar cerca del río que bordeaba el rancho por el oeste y el norte. Guadalupe los observó hasta que desaparecieron de su vista. Guadalupe sonreía, entusiasmada por el prospecto que representaba Artemio.

    –¿Cómo romper esa timidez que demuestra? –pensó Guadalupe–. ¿Será genuina, o será un teatro frente a mi padre? Hay que averiguarlo.

    La voz de su padre llamando la hizo reaccionar.

    –Mande, papá.

    –Acompáñame al Mante. Tengo que comprar unos materiales.

    –Sí papá –contestó Guadalupe.

    El frío de la mañana lluviosa obligó a Guadalupe regresar al presente. Ahí estaba todo el dolor de los años subsiguientes; todo el sufrimiento que había soportado; y ahora la realidad cruda de la muerte de Artemio no produjo ni una lágrima. El café se había enfriado, así que entró a la casa, tomó café caliente, y volvió al corredor para ver la lluvia caer sobre la tierra que ella tanto amaba, y por quien tantos habían muerto en la Revolución. Esta vez se había puesto un rebozo para protegerse del frío que se intensificaba debido a la lluvia. Se sentó nuevamente en su silla favorita en el corredor, cerró los ojos, y se transportó a aquel

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