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Fortunato
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Libro electrónico186 páginas2 horas

Fortunato

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¿Recuerdas tus días de niño? ¿El olor de aquellas comidas tan deliciosas? ¿Tus amigos y conocidos? La niñez de Fortunato está marcada por todas estas cosas, así como por muchas otras vivencias personales que acabarán definiéndolo como persona.
En Fortunato podrás ver reflejado el México de la segunda mitad del siglo XX a través de los ojos de un a veces no tan inocente niño. Marcado por su familia, su religión, sus amigos y su pueblo, Fortunato quiere dar una visión particular del que es su mundo y conseguir que el lector viaje a ese pequeño rincón del mundo que es San Felipe.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jul 2021
ISBN9788413868554
Fortunato

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    Fortunato - J. R. Vargas

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © J.R. VARGAS

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN:978-84-1386-855-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicatoria:

    A Romina y Luchita, por mantener la sangre viva.

    PRÓLOGO

    Finales de los años sesenta. Faltaban un año exactamente para iniciar otra década, que traería un acontecimiento que cambiarían el mundo conocido por la humanidad para siempre. Esto se reflejaría y repercutiría en todo el orbe, incluyendo a un pequeño pueblo rural de México, San Felipe. En este escenario, crecería, se desarrollaría y descubriría el mundo nuestro protagonista.

    En el encanto de la noche estrellada, Fortunato se preparaba para el disfrute de una de las actividades que más le fascinaba hacer; jugar con sus amigos a las escondidillas bajo el tenue brillo de las estrellas y la luz de las luciérnagas.

    Micaela, su abuela asumió el papel de «agente encubierta» del movimiento revolucionario Cristero. En la plaza de armas del pueblo instaló un pequeño puesto de venta de comida, cuyo objetivo fue espiar a los miembros de las fuerzas federales, cuya misión era cazar cristeros, mientras acudían a comer con ella sus delicias.

    .

    Y es que, la felicidad viene de adentro,

    no de afuera.

    Viene de la calidad de tus pensamientos, y

    no del costo de tus posesiones.

    Viene de la libertad, no de la esclavitud de tus deseos.

    J. R. Vargas

    Advertencia:

    Los personajes aquí descritos, así como los sucesos en torno a ellos, son producto de la vivencia y la imaginación del autor, para crear una historia de realidad ficción. En la mayoría de los casos, se cambiaron los nombres originales para respetar y cuidar la intimidad de los protagonistas.

    FORTUNATO

    MALAS NOTICIAS

    «¡El azúcar ya cuesta el doble, Consuelo!», fueron las primeras palabras que recuerda de su infancia Fortunato.

    La amiga íntima de su madre, Victoria, regresó alarmada del mercado tras hacer sus compras y adquirir ese dulce ingrediente. Eran épocas de populismo y violencia en el país, igualito al presente. México estaba próximo a ser sede de los Juegos Olímpicos y simultáneamente se encaminaba políticamente a la tragedia del 2 de octubre de 1968. Mientras tanto, su economía cerraba las puertas al mundo. En este ambiente de incertidumbre, Fortunato crecía en su pequeño espacio. Era inquieto y precoz. Pasaba la rutina de sus días cumpliendo con asistir a la escuela y sufrir el acoso de sus maestros. En esos tiempos sesenteros no eran mal visto los «métodos de enseñanza» poco humanos, que hoy en día reprueba la moderna pedagogía, y en cuyo caso el desarrollo e implementación estaba en pañales en aquel tiempo o al menos en su escuela, donde le era permitido al maestro el uso de todo un «arsenal» de auxiliares para el mantenimiento de la disciplina: Jalones de orejas, de cabello, gisazos a la cabeza, o peor aún, borradorazos a la misma zona corpórea.

    Eran tiempos donde las escuelas estaban separadas por sexos, o como hoy se maneja, para ser políticamente correcto, por género, con rangos de edad más amplios. Así es que Fortunato, con su diminuta humanidad, no solo sufría el terror que le causaban algunos de sus maestros, sino que también, el de muchos de sus compañeros abusivos de talla y edad más grande a él. Aun así, no todo era malo para él al asistir a su escuela primaria. El largo trecho que recorría desde su casa hasta la misma, representaba toda una oportunidad de situaciones por descubrir.

    Por ejemplo, por primera vez cayó en la cuenta de que el frío de enero era tal, que en lo que fueron pequeños charcos de agua el día anterior, esa mañana, se habían convertido en hielo. Así dedujo que el hielo primero fue agua y no lo que él creía; que el hielo era hielo desde su nacimiento.

    El de enero era un frío cruel y se reflejaba en las uniones de los dedos de sus pequeñas y frágiles manitas. Partidas y resecas por las bajas e inclementes temperaturas de San Felipe donde el viento y el agua dejaban su huella en su piel, la crema Nivea no se lo quitaba, pero sí le dejaban los dedos, las palmas y el dorso de las manos grasientas. Tampoco era suficiente la chamarra de borrega tipo hombre Marlboro con la que su madre lo cubría. El malo y extremo clima de enero y febrero era compensado por las no pocas y buenas vivencias que ocurrían en su diario andar hacía su centro escolar.

    Las mañanas para Fortunato iniciaban a las seis, no obstante, de su corta edad. Ya en cuarto de primaria, muy temprano, tenía que ayudarle a su padre con las labores a su cargo, cuya responsabilidad era atender una granja porcina, entre muchas otras actividades que su progenitor desempeñaba y que merecen capítulo aparte: limpiar los chiqueros, proveer de agua y pastura a los porcinos era su tarea. Labor que no era muy agradable para él, sobre todo por los olores impregnados en su ropa muy difíciles de eliminar. Después de estas faenas, el pequeño acudiría a su casa a prepararse para tomar su desayuno que con tanto esfuerzo y amor le preparaba su madre. Trabajadora, abnegada, solidaria e inquebrantable. Ella, tenía que cumplir con la atención de sus ocho hijos, más su marido. Labor titánica de muchas de las mujeres mexicanas de la época.

    SAN FELIPE:

    El pequeño Fortunato creía que San Felipe, su lugar de origen, era el centro mismo del universo, ya que veía en las obscuras noches a las estrellas y a las constelaciones representadas por pequeñas luces en lo alto del cielo. También lo creía, porque su abuela materna a la que tanto amó, le contaba cuentos e historias sobre el firmamento y sus habitantes. En alguna ocasión le narró el origen del universo infinito: Le describió el papel que desempeñaba el señor Sol y su esposa la Luna, le enumeró los hijos que tuvieron juntos y los lugares que habitaban en la bóveda celeste. El pequeño, al escuchar a su abuela, permanecía inmóvil, extasiado y absorto. Ella le describió al señor Sol como alguien enorme, generoso y cálido. A la Luna, su esposa, como a la madre dadora de vida y amor. Ese gran amor dio origen a Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Estos a su vez, tuvieron descendencia en diferentes partes del universo, le explicó. Marte, tuvo descendencia con la Tierra, y dieron origen a los bosques, a los mares, a las montañas, a los ríos y a los animales, continuó ella, al tiempo que Fortunato volteó a verla para preguntarle: «¿Y a las personas quién las creó?». A lo que la abuela sin dudarlo afirmó: «¡Dios!». Su religiosidad no le permitiría dar otra respuesta. Después de aquel día, el pequeño ya no vio de la misma manera a San Felipe. Veía a las montañas desde la ventana del segundo piso de su casa e inmediatamente dirigía su mirada al cielo, para buscar a su padre Marte. Lo mismo le ocurría cuando sin permiso de sus progenitores se iba a bañar a las represas cercanas al pueblo, donde pensaba que ahí podría encontrar estrellas, dado el origen celeste del agua. Pensó lo mismo cuando fue al mar, donde efectivamente se convenció de que este vasto lugar lleno de ese líquido era hijo de Marte, ya que ahí si encontró estrellas, y al atrapar a una en su pequeña mano, volteó de nuevo al cielo para ver el lugar de su procedencia. Por otra parte, cuando vio el reflejo de la luna sobre el mar, pensó que esta venía a arrullarlo para que estuviera quieto, en calma y sin olas. Y cuando fue a palos altos un hermoso bosque que se encontraba a poco tiempo de camino de San Felipe, le maravillaron sus habitantes: Enormes y frondosos árboles, arroyuelos de agua fresca y cristalina, ardillas trepando árboles, venados bebiendo agua y gatos monteses deslizándose entre la maleza. El microcosmos ahí existente lo deslumbró con la diversidad de sus criaturas y lo hizo soñar con viajar a Marte, a conocer al creador de este fantástico mundo lleno de vida y armonía. Por esa razón, en su mente infantil se vio a sí mismo, habitando ese maravilloso mundo convertido en agua, aroma de bosque, flores, animales y viento que le recorría todo su ser con su frescor, como si fuera una caricia.

    LA MADRE

    Fortunato recordaba con especial cariño la paciencia de su madre. Igualmente, recordaba con gozo el momento en que ella le enfriaba el chocolate hirviendo vertiéndolo de una taza a otra, con una precisión envidiable para cualquier barista de la cafetería de la parroquia del puerto de Veracruz, para evitar que su pequeño se quemara la boca al beberlo. Lo mismo ocurría con el atole, que como en toda ocasión, el humo se elevaba de la taza con el aroma a vainilla o nuez, entrando a su nariz, seguido por el sabor impregnado su boca y lengua. Esto hacía de las mañanas momentos memorables para él. Lo mismo ocurría cuando la fortuna le traía la invitación de parte de su abuela materna para desayunar en su casa en el barrio del Pabellón que, por cierto, a Fortunato siempre le causó curiosidad el significado de tan extraño nombre. Tampoco nunca preguntó ni disipó su duda aun cuando era paso obligado a su escuela.

    Las gorditas de asiento eran la delicia perfecta para el disfrute de cualquier infante en las frías mañana en el punto geográfica que lo vio nacer, crecer y desarrollarse en los primeros años de su existencia. Para él, su abuela Micaela era la viva representación de la dulzura y tolerancia. Siempre motivándolo a emprender cosas nuevas desde su limitado universo. Fortunato disfrutaba mucho el atole de masa blanca que la abuela siempre le ofrecía para acompañar las deliciosas vísceras de res doraditas con tortillas de maíz recién hechas y acompañadas con salsa martajada de tomate hecha en el molcajete. Era tanta la afinidad con su abuela materna con él que, en su vida adulta, en no pocas ocasiones de desasosiego existencial, a través de sueños, recibió consejos de ella para calmar sus inquietudes y tomar mejores decisiones en momentos difíciles en su vida. De hecho, con los años se convenció de que, si bien era posible la comunicación con el más allá, él tenía la suerte de hacer ese contacto con ella en el mundo de los espíritus. Micaela, mujer cuya dulzura no chocaba con lo recio de su carácter. Y esto quedó de manifiesto durante la época de la revolución cristera, donde tuvo un papel protagónico que nunca buscó, pero sí apoyó esa causa con la que ella comulgaba por su devoción religiosa, ya

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